Iacobus - Asensi Matilde 2 стр.


El hermano Borrell, con el fétido emplasto entre las manos, dejó escapar un suspiro de resignación desde las cortinas de la farmacia.

El corazón de la biblioteca era el scriptorium, un corazón que latía poderosamente bajo las altas bóvedas de piedra, insuflando vida a los bellos códices que con tanta devoción y paciencia copiaban e iluminaban los monjes scriptores. Cualquiera que habitara en el cenobio, ya fuera monacus, capellanus o novicius, tenía perfecto derecho de acudir allí para instruirse cuando así lo deseara. En un recinto anejo, al que se accedía por una puerta baja, se guardaba celosamente el archivo principal, un gran corpus documental en el que quedaban registradas, día tras día, las menores incidencias de la abadía. Supuse, pues, que allí encontraría la información que necesitaba sobre Jonás. Solicité permiso al prior para poder consultar aquellos documentos.

– ¿Y a qué se debe vuestro sorprendente interés por los anales del monasterio?

– Seria muy largo de contar, prior, y puedo aseguraros que no se ocultan malas intenciones en mi ruego.

– No quise ofenderos con mi pregunta, frere -repuso de inmediato, turbado-. Por supuesto que tenéis mi permiso para consultar el archivo. Sólo deseaba conversar un rato con vos… Pronto hará dos meses que convivís con nosotros y no habéis hecho amistad con ninguno de los monjes, ni siquiera con el abad, que se ha esforzado por beneficiaros en todo lo que ha podido. Sabemos que, aparte de nuestros libros, nada puede llamar vuestra atención en un lugar como éste, dedicado al estudio y a la contemplación, pero hubiéramos deseado que nos contarais cosas de vuestros viajes y de vuestra vida.

Siempre la misma historia…, pensé alarmado. No debo bajar la guardia o los hospitalarios acabaremos también como los caballeros del temple…

– Debéis disculparme, prior. Mi aislamiento no es producto de mi condición de sanjuanista. Siempre fui así y no creo que pueda cambiar a estas alturas. Pero tenéis razón, quizá deba abrirme más al trato con los hermanos. De hecho, recientemente el hermano nodriza me comentó el interés que sienten por mi los pueri oblati. ¿Os parecería correcto que asistiera a alguno de sus descansos para hablar con ellos?

– ¡Pero, frere, los niños tienen una imaginación desbordante! Vuestras aventuras no harían otra cosa que excitarlos y robarles el sueño que tanto necesitan a su edad… No, lo siento, no puedo autorizar esas visitas. Sin embargo… -añadió pensativo-, creo que sería muy bueno que alguno de los pueri mayores entrara a serviros como asistente, así podríais enseñarle los rudimentos de vuestra ciencia para que en el futuro se hiciera cargo del hospital y la enfermería.

– Sin duda habéis tenido una gran idea, prior -afirmé-. ¿Me dejaréis elegir o vos mismo nombraréis a mi asistente?

– ¡Oh, no hay prisa, no hay prisa…! Hablad con el hermano nodriza y elegid vos al novicius que veáis con mayores aptitudes.

Después de todo, me dije gratamente sorprendido, aquel monje no era prior por casualidad.

Esa misma tarde me encaminé a la biblioteca y saqué de los estantes del archivo los chartae correspondientes al año de Nuestro Señor de 1303, año del nacimiento de Jonás. Sobre mi lectorile, junto a un bello ejemplar de los Comentarios al Apocalipsis del Beatus de Liébana y de un Collectaneorum de re medica de Averroes, desplegué un mar de documentos relativos a donaciones, obras emprendidas para la construcción de graneros, rendimientos de presura, mejoras en las naves de la iglesia, cosechas, muertes y nacimientos de siervos, testamentos, compras y ventas, y un interminable sinfín de asuntos oficiales y tediosos. Durante dos largos días busqué con infinita paciencia hasta dar con la información sobre los niños abandonados en la abadía durante aquel año. Entonces me alegré de desconocer el nombre de pila que los monjes habían puesto al joven Jonás, porque resultaron ser tres los niños a investigar, y de este modo, ninguna preferencia previa empañaría mi lectura.

Una de las criaturas, afortunadamente, destacó sobre las otras desde el primer momento: el día 12 de junio, de madrugada, el hermano operarius, que salía para reparar las aspas rotas de un molino, encontró en la puerta un neonato dentro de un cesto, envuelto en ricas telas sin marcas ni bordados. El niño llevaba, colgando del cuello, un pequeño amuleto de azabache negro engastado en plata con forma de pez -lo que preocupó a los monjes por si era vástago de judíos- y, oculta entre los pañales, una nota sin sello que pedía la gracia de que el infante fuera bautizado cristianamente con el nombre de García. No busqué más; tenía todas las pruebas que necesitaba. Ahora sólo me faltaba comprobar si aquel García de los documentos era el Jonás de la enfermería, así que, en cuanto me fue posible, me encaminé hacia la casa de los pueri oblati con la intención de seleccionar a mi futuro aprendiz. Pero ¿para qué esperar?, dijo el destino, burlón, así que, aún no había cruzado la puerta, cuando un grito vino a responder de golpe a todas mis preguntas:

– ¡ Garcíaaaaaaaaa!

Y García pasó por mi lado como una centella, corriendo como cuando escapó de la enfermería con el hábito recogido para no estorbarse las piernas.

Y de nuevo estábamos en Navidad, y ese año celebramos las fiestas con la triste nueva de la muerte del abad de Ponç de Riba. Me había esforzado, sin demasiado éxito, en aliviar el dolor de sus últimos días con grandes dosis de adormideras, pero no había servido de mucho: cuando palpé su vientre, hinchado como el de una parturienta e igualmente consistente, supe que no había esperanza para él. Le propuse, por aliviar su ánimo, extirparle aquel maligno tumor, pero se negó en redondo y, entre grandes sufrimientos, entregó su alma a Dios durante la Epifanía de 1317. El pavoroso ruido de la matraca se pudo escuchar durante tres días seguidos en todo el recinto, haciendo más sobrecogedor el luto en el que se había sumido la comunidad.

Los funerales duraron varios meses y estuvieron cargados de pompa y fasto; asistieron a ellos los prelados de las abadías hermanas de Francia, Inglaterra e Italia, y, por fin, a principios de abril, la comunidad en pleno se encerró y dio inicio al capitulo -presidido por el abad de la casa-madre, el monasterio francés de Bellicourt- para elegir de entre todos ellos a un nuevo Abba. Las deliberaciones se sucedían día tras día sin que los pocos que permanecíamos fuera tuviéramos la menor información sobre lo que estaba ocurriendo dentro, aunque, al cabo de la primera semana, nos habíamos acostumbrado a la situación, e incluso la disfrutábamos, porque la presencia del abad de Bellicourt ayudaba a mejorar la calidad y cantidad de las comidas: los días de carne, el hermano cocinero nos daba raciones de hasta tres cuarterones de vaca, carnero o cordero, según tocara, y, como íbamos hacia el verano, acompañaba el manjar con salsa de perejil o agraz; los miércoles y los sábados, badulaque, y la cantidad diaria de pan subió de media a una libra entera para cada uno.

Ya estábamos atravesando la tercera semana de capítulo cuando, una cálida mañana en la que reinaba el silencio por todas partes, el novicius de la linterna tañó enérgicamente la campana anunciando la llegada de unos visitantes. El subprior abandonó el encierro para hacerse cargo de los recién llegados y el cellerer arrancó de la huerta a varios siervos a quienes encomendó los deberes de servicio y hospitalidad en ausencia de los monjes.

Jonás y yo trabajábamos en la herrería, limando unos delicados instrumentos quirúrgicos que, con gran sacrificio y torpeza, habíamos fabricado a semejanza de los que aparecían en las láminas del maestro Albucasis. Aquella tarea requería una enorme concentración, pues, a falta del hermano herrero, las aleaciones y el forjado dejaban mucho que desear, y los instrumentos se nos quebraban en las manos como figurillas de barro. Tanta era nuestra concentración en lo que estábamos haciendo, que no acudimos a recibir a los viajeros, como hubiera sido lo correcto; ellos, por su parte, tardaron poco en hacer acto de presencia en la herrería.

– ¡Caballero Galcerán de Born! -gritó una voz familiar-. ¡Cómo os atrevéis a llevar ese sucio mandil de herrero en presencia de otros fratres milites de vuestra Orden!

– ¡Joanot de Tahull!… ¡ Gerard! -exclamé, levantando de golpe la cabeza.

– ¡Seréis duramente sancionado por el maestre provincial! -bramó mi hermano Joanot propinándomeun fuerte abrazo; el ruido del acero de su cota de mallas y los golpes de la vaina de su espada contra las grebas me despertaron bruscamente de un largo sueño.

– Freires! -balbucí sin salir de mi asombro-. ¿Qué hacéis aquí?

– Se terminó el descanso, freire, debes volver al trabajo -rió Gerard abrazándome también. -Hemos venido por ti, para que no sigas estropeándote y engordando con esta vida regalada de monje de convento.

Me dejé caer, abrumado, en una de las banquetas y observé a mis hermanos lleno de entusiasmo. Allí estaban, frente a mí, los dos caballeros hospitalarios más dignos y honrados del orbe cristiano, con sus mantos negros, sus largas barbas sobresaliendo de los almófares y sus espadas bendecidas al cinto. ¡Cuántas batallas habíamos librado juntos, cuántos caminos habíamos recorrido hasta casi la muerte, cuántas horas de estudio, de duro entrenamiento, de servicio! Y ni siquiera me había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que los echaba de menos, de lo mucho que añoraba el regreso…

– ¡Está bien -declaré incorporándome-, vámonos, aquí ya he aprendido todo lo que vine a aprender!

– ¡Alto ahí! ¿Adónde crees que vas? -Mi hermano Gerard me paró en seco, apoyando su guante de malla sobre mi pecho.

– ¿No habéis dicho que debo regresar…?

– Pero no a Rodas, hermano. Tú todavía no vuelves a casa.

Presumo que debí poner cara de estúpido.

– ¡Ah, no, eso sí que no! -advirtió Joanot-. ¡A fe mía que no soporto ver lágrimas en los ojos de un hospitalario!

– No seáis zoquete, freire. Las lágrimas estarán en vuestros sucios ojos en cuanto recupere mi espada… y en cuanto recupere la fortaleza para blandirla, naturalmente.

– Dices bien, hermano, porque tu aspecto es el de…

– ¡Callaos ya los dos! -vociferó Gerard-. ¡Y tú, Joanot, entrégale las cartas!

– ¿Las cartas…? ¿Qué cartas?

– Tres cartas muy importantes, freire Galcerán: una, del mismísimo senescal de Rodas, a cuyas órdenes permaneces; otra, del gran comendador de los hospitalarios de Francia, a cuyas órdenes vas a pasar; y, por último, una tercera, de Su Santidad el papa Juan XXII, a quien el Altísimo proteja, y que es el culpable de toda esta telaraña cartularia.

Sólo pude murmurar un triste «¡Vivediós…!» antes de caer como un fardo sobre mis pobres instrumentos quirúrgicos.

Las misivas eran taxativas. La del senescal me indicaba que debía ponerme a las órdenes del gran comendador de Francia antes de finales de mayo; la del gran comendador de Francia me indicaba que debía presentarme en la sede pontificia de Aviñón antes del 1 de junio, y la de su santidad Juan XXII contenía mi nombramiento como legado papal con todos los derechos y honores que esto representaba, muy en especial, según señalaba explícitamente, el de utilizar las caballerías más rápidas que yo mismo eligiera en las cuadras de cualquier cenobio, parroquia, o casa cristiana desde Ponç de Riba hasta Aviñón… O lo que venía a ser lo mismo, haciendo un breve resumen, que tenía que llegar a Aviñón antes de dos semanas… Admirable.

Me encargué personalmente de alojar a mis hermanos en las celdas de la casa de los peregrinos, y luego, ya avanzada la tarde, me encerré en la iglesia para meditar. Nunca es bueno hacer las cosas sin haber previsto antes todos los movimientos probables de la partida, sin haber calculado todas las posibilidades -las más verosímiles, al menos-, sin haber pensado cuidadosamente en los beneficios y las pérdidas, en las eventuales consecuencias y en las repercusiones sobre la vida de uno y sobre las vidas de los que dependen de uno… aunque no lo sepan, como era el caso de Jonás. Así pasé el resto de la tarde y la noche, solo en el centro de la iglesia, arropándome por última vez con el hábito blanco que abandonaría en cuanto saliera el sol para recuperar definitivamente mis propios atavíos, aquellos que harían renacer al Galcerán que desembarcó en Barcelona diecisiete meses atrás.

Recé maitines con los monjes, en la sala capitular, y pedí al prior que tuviera a bien recibirme unos instantes en su celda para comunicarle mi precipitada marcha del monasterio. Jamás le habría dado detalles sobre los motivos de mi partida de no haber sido porque, a cambio, pensaba obtener algo mucho más valioso, así que exhibí ante sus ojos la epístola del Papa, dejándole boquiabierto, y le hice creer que me estaba desahogando con él, como si fuera un amigo, al confesarle lo mucho que me trastornaba dicho nombramiento y cuánto me disgustaba mi salida de Ponç de Riba precisamente ahora que él iba a ser elegido abad. Antes de que pudiera abrir la boca, mientras todavía le tenía aturdido y deslumbrado, solicité su permiso para llevar conmigo al novicio García con el fin de no interrumpir su preparación, y le aseguré que, sin falta, antes de un año se lo devolvería maduro y formado, listo para tomar los votos. Le juré que el muchacho viviría siempre en el monasterio mauricense más cercano al lugar en el que yo me encontrara, y que cumpliría con todas las obligaciones y prácticas propias de su Orden.

Ni que decir tiene que cometí perjurio a conciencia y que toda aquella palabrería no era más que una sarta de mentiras, a cuál mayor; pero debía obtener la custodia de Jonás de manos del prior y sacarlo de aquellos muros a los que, desde luego, no volvería jamás.

La comitiva formada por tres caballeros hospitalarios, dos escuderos, llamados armigeri, también del Hospital de San Juan, un novicio mauricense a punto de cumplir catorce años, y dos mulas cargadas con el equipaje, abandonó el convento al mediodía bajo un sol de justicia, avanzando en dirección norte, hacia Barcelona.

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