La tirada de Nadie dio un resultado de 7, la de Jonás un 3 y la mía un 12, así que me tocó empezar a mi. Los dados me dieron cinco puntos.
– Como en vuestra primera tirada habéis sacado un cinco -explicó Nadie muy sonriente-, debéis avanzar directamente hasta la casilla número 53 y volver a tirar.
– ¡Menuda tontería! -bufó Jonás.
– Son las reglas del juego, muchacho -le espetó Nadie con cara seria-. También en la vida real hay golpes de suerte.
Recogí los dados y tiré de nuevo: seis y cuatro, en total diez puntos. ¡Había llegado directamente a la última casilla con sólo dos tiradas!
– ¡No vale! Yo todavía no he podido jugar -protestó el muchacho, mirando incrédulo mi ficha en el centro.
– Ya te he dicho -le explicó pacientemente Nadie- que son las reglas del juego. Si tu padre ha llegado al final con tanta suerte, por algo será. No existen las casualidades. Vos, don Galcerán, ya habéis alcanzado la meta, habéis recorrido el camino de la manera más rápida posible. Meditad sobre ello. Ahora me toca a mí.
Agitó los dados entre ambas manos y los lanzó sobre la mesa. Las piezas de hueso apuntaron un seis y un uno, o sea, un total de siete.
– ¿Os habéis fijado que los dados, en sus puntuaciones opuestas, siempre suman siete, el número mágico? -preguntó mientras movía su taco de madera y lo colocaba sobre la figura de un pescador.
– Ahora me toca a mí… -dijo Jonás alcanzando los dados.
Al muchacho los dados le dieron un tres y un cuatro.
– ¡Siete también! -exclamó situando su taco junto al de Nadie.
– De eso nada, García -dijo éste retirando la madera verde-. Si un jugador, en su primera tirada, repite el número de otro anterior, se queda en la casilla número 1. Así que, al principio.
– ¡Este juego es estúpido! ¡No quiero seguir!
– Si has empezado, debes terminar. Nunca hay que abandonar una partida a medias, como tampoco una tarea o un deber.
El viejo volvió a agitar los dados y a lanzarlos sobre el lienzo. Cuatro y seis, diez. Como mi última tirada. Luego le tocó el turno a Jonás: dos y uno, tres. Luego Nadie llegó en su tercera tirada, a la casilla número 27, en la que había una oca:
– ¡De oca a oca y tiro porque me toca! -gritó alborozado llevando su taco hasta la casilla número 36 y agitando nuevamente los cubitos de hueso. Sacó un seis en total. Su madera roja avanzó rápida como el rayo hasta la casilla 42, en la que, sin embargo, un laberinto le detuvo en seco:
– Ahora estaré un turno sin jugar y luego tendré que retroceder hasta la casilla 30.
– ¿Qué habéis dicho antes? -pregunté impresionado.
– Que estaré un turno sin jugar.
– ¡No, antes! • -«De oca a oca y tiro porque me toca.» ¿Os referíais a eso?
– ¿«De oca a oca»…? -Esbocé una sonrisa-. ¿Conocéis el origen de esa expresión y su significado? -
– Por lo que sé -farfulló de mal humor-, sólo es una frase del juego, pero vos parecéis saber algo más.
– No, no -desmentí-, sólo me han hecho gracia los versos.
La partida continuó todavía un rato más entre ellos dos. Yo miraba el desarrollo con gran interés, porque lo cierto era que aquel juego no daba respiro a quien debía culminarlo por la vía lenta: cuando Jonás «cayó» en la Posada, estuvo dos tandas sin jugar, en el Pozo tuvo que esperar a que Nadie «cayera» también dentro para poder salir de allí y, finalmente, los dados le hicieron «perderse» en el Laberinto, mientras Nadie conseguía una buena racha y se precipitaba «de oca a oca» hasta el final.
– Bueno, pues si el juego ya se ha terminado -apostilló Jonás levantándose-, vámonos. A este paso no arribaremos nunca a Logroño.
– El juego no se ha terminado, joven García. Tú todavía no has llegado al Paraíso.
– ¿Qué Paraíso?
– ¿Acaso no ves que la última casilla, la grande del centro, tiene dibujados los jardines del Edén? Mira las fuentes y los lagos, los prados verdes y el sol.
– ¿Debo terminar yo solo, sin competir con otros jugadores? -inquirió sorprendido-. ¡Qué juego más extraño!
– El objetivo del juego es llegar el primero a la última casilla, pero el hecho de que alguien llegue antes que tú no significa que tú ya hayas terminado. Tienes que hacer tu propio camino, enfrentarte a las dificultades y superarlas antes de alcanzar el Paraíso.
– ¿Y si caigo en esta casilla, la de la calavera? -dijo señalándola con el dedo.
– La casilla 58 es la muerte, pero en el juego (como fuera de él, debo añadir) la muerte no es el final. Si caes en ella simplemente retrocedes a la número 1 y vuelves a empezar.
– Vale, jugaré…, pero otro día. Ahora de verdad que quiero partir.
Había tal sinceridad y cansancio en su voz que Nadie recogió los bártulos y salimos hacia los establos sin mediar palabra. Aquella noche dormimos en Logroño y al día siguiente partimos en dirección a Nájera y Santo Domingo de la Calzada. El viento y la lluvia continuaban malhumorándonos el viaje, dificultando nuestra marcha y cansando en exceso a los animales, que se revolvían inquietos y hacían extraños a las órdenes de las bridas. Si hay un fenómeno de la naturaleza que altere el ánimo, ese fenómeno es el viento. Es difícil comprender por qué, pero igual que el sol aviva el espíritu y la lluvia lo entristece, el viento siempre lo inquieta y perturba. Yo mismo me notaba receloso y enojado, pero en mí caso había, además, una razón de peso. Al despertar al alba, en Logroño, había encontrado en la paja del jergón, exactamente junto a mi cara, una nota clavada con una daga que rezaba de esta guisa: «Beatus vir qui timet dominum» [32]. Tal como imaginaba, el conde Joffroi de Le Mans estaba perdiendo la paciencia y reclamaba resultados, pero ¿qué más podía hacer yo? Oculté rápidamente entre mis ropas el puñal que sujetaba la misiva e hice añicos el mensaje antes de desparramarlo por el suelo y esparcirlo con el pie. El hecho de saber positivamente que el Papa no nos haría daño en tanto no hubiéramos encontrado el oro aliviaba muy poco mi preocupación.
Cruzamos la amplia vega del río Ebro bajo un cielo encapotado, atravesando un paisaje, de viñas y campos de labor cortado al sur por los picos nevados de la sierra de la Demanda. Después de un duro repecho encontramos la ciudad de Navarrete, villa próspera y artesana, dotada de muy buenos hospitales para peregrinos. Cruzamos sus calles siguiendo el trazado del Camino, admirando las numerosas casas y palacios blasonados que veíamos a derecha e izquierda. Las gentes del lugar, afables como pocas, nos saludaban con cortesía y amabilidad.
A la salida de Navarrete, la pista de barro que era nuestro suelo cruzaba la senda de Ventosa y ascendía suavemente, entre bosques, al Alto de San Antón, donde comenzó de nuevo a llover.
– Esta zona es insegura -comentó Nadie mirando en derredor con desconfianza-. Por desgracia, son muy frecuentes los asaltos de los bandoleros. Deberíamos apretar el paso y alejarnos de aquí cuanto antes.
El rostro de Jonás se iluminó de repente.
– ¿En serio hay bandoleros por estos contornos?
– Y muy peligrosos, muchacho. Más de lo que nos conviene. Así que pon tu caballo al galope y ¡vámonos! -exclamó espoleando al suyo por las bravas y lanzándose colina abajo.
Poco antes de entrar en Nájera, el Camino bordeaba un pequeño cerro por la vertiente norte.
– Este es el Podium de Roldán -dijo Nadie mirando a Jonás-. ¿Conoces la historia del gigante Ferragut?
– No lo había oído nombrar en mí vida.
– En el Liber IV del Codex Calixtinus -apunté con cierta envidia del viejo, que parecía saberlo todo del Camino del Apóstol- se recoge la Crónica de Turpino, arzobispo de Reims, que narra las hazañas de Carlomagno por estas tierras, y allí se encuentra reseñada la lucha entre Roldán y Ferragut.
– Así es, en efecto -admitió Nadie, asintiendo con la cabeza-. Cuenta Turpino que en Nájera, la ciudad que tienes delante de ti, había un gigante del linaje de Goliat, llamado Ferragut, que había venido de las tierras de Siria con veinte mil turcos para combatir a Carlomagno por encargo del emir de Babilonia. Ferragut no temía ni a las lanzas ni a las saetas y poseía la fuerza de cuarenta forzudos. Media casi doce codos de estatura, su cara tenía casi un codo de largo, su nariz un palmo, sus brazos y piernas cuatro codos, y los dedos tres palmos. -Nadie exhibió sus diminutas y encallecidas manos como ejemplo de las manos del gigante-. En cuanto Carlomagno supo de su existencia, acudió a Nájera enseguida y, apenas se enteró Ferragut de su llegada, salió de la ciudad y le retó a singular combate. Carlomagno envió a sus mejores guerreros: en primer lugar el dacio Ogier, a quien el gigante, en cuanto lo vio solo en el campo, se acercó pausadamente y con su brazo derecho lo cogió con todas sus armas y, a la vista de todos, se lo llevó a la ciudad como si fuera una mansa oveja. Luego Carlomagno mandó a Reinaldos de Montalbán y, enseguida, con un solo brazo, Ferragut se lo llevó también a la cárcel de Nájera. Después envió al rey de Roma, Constantino, y al conde Hoel, y a los dos al mismo tiempo, a uno con la derecha y a otro con la izquierda, Ferragut los metió en la cárcel. Por último se enviaron veinte luchadores, de dos en dos, e igualmente los encarceló. Visto esto, y en medio de la general expectación, no se atrevió Carlomagno a mandar a nadie más para luchar contra él.
– Y entonces ¿qué pasó?
– Entonces, un día, llegó por allí Roldán, el caballero más valiente de Carlomagno. Desde lo alto de ese cerro que ves ahí, diviso el castillo del gigante en Nájera, y cuando Ferragut apareció en la puerta, tomó del suelo una piedra redonda, una de dos arrobas, midió cuidadosamente la distancia y, tomando impulso con una carrera, lanzó con fuerza el pedrusco que dio al gigante entre los ojos derribándolo en el acto. Desde entonces ese cerro se conoce como Podium de Roldán. [33]
– Pero ¿sabes qué es lo mejor de toda esta gesta, García? -pregunté a mi hijo con una sonrisa en los labios-. Que la historia da fe de que Carlomagno jamás llegó a entrar en tierras de España. Se detuvo en los Pirineos, en Roncesvalles, y no pasó de allí. ¿No recuerdas el cementerio de Ailiscampis, en Arlés, donde, según la leyenda, descansan los diez mil guerreros del ejército de Carlomagno? De modo que jamás pudo llegar hasta Nájera. ¿Qué te parece?
El muchacho me miró desconcertado y, luego, se rió, balanceando la cabeza de un lado a otro con la condescendencia del viejo sabio que no comprende al mundo. También Nadie soltó una sonora carcajada que hizo eco con la mía.
Seguimos camino dejando Huércanos a la derecha y Alesón a la izquierda, y poco después hacíamos entrada en Nájera cruzando un puente de siete arcos sobre el río Najerilla. Nájera había sufrido mucho por su condición de ciudad fronteriza entre Navarra y Castilla, padeciendo repetidamente las luchas entre ambos reinos hasta su definitiva incorporación a Castilla. Encontramos albergue en el noble monasterio de Santa María la Real, fundado trescientos años antes por un colombroño de Jonás, García I el de Nájera. Preparamos nuestros jergones con montones de crujiente paja de centeno y suaves pellejos de oveja, cenamos de buen grado las ricas viandas que nos sirvieron (pan de cebada, tocino, queso y habas frescas) y salimos en busca de la escurridiza Sara haciendo uso de nuestros bordones de peregrinos. En esta ocasión, para mi pesar, no pude desprenderme ni de Jonás ni de Nadie.
Todavía con luz crepuscular franqueamos las recias puertas de roble y hierro de la gran aljama de la ciudad. Hacia un frío endiablado y una densa humedad calaba la ropa hasta los huesos. Al contrario que en Estella, en Nájera se advertía una gran estimación por los israelitas que, al vivir sin el temor de ser agraviados por los gentiles, habían establecido comercios en todos los barrios y en todas las calles principales del centro, especialmente alrededor de la plaza del mercado y del palacio de Doña Toda.
La aljama najerense era idéntica en su trazado al barrio judío de París y a los calls y juderías de Aragón y Navarra: callejuelas ceñidas, adarves, casas pequeñas con patios y rejas de madera, baños públicos… Los hebreos, estuvieran donde estuvieran y por encima de fronteras y culturas, formaban un pueblo ardorosamente unido por la Torá, y sus barrios (auténticas ciudades amuralladas dentro de las propias ciudades cristianas) les mantenían a salvo de las creencias, usanzas y conductas ajenas. Su temor al éxodo inesperado les llevaba a desarrollar tareas que no implicaran posesiones de penoso acarreo en caso de expulsión, y por eso la mayoría de ellos eran grandes estudiosos y apreciados artesanos, aunque los que se dedicaban a la usura y obtenían de ella pingües beneficios, o los que cobraban los diezmos para los reyes cristianos, despertaban en el pueblo un odio feroz.
En los callejones de la aljama preguntamos a cuantos nos cruzamos si habían oído hablar de una judía francesa llamada Sara que debía haber pasado por allí ese mismo día o quizá el día anterior, pero nadie supo decirnos nada en concreto. Cuando, por fin, un vecino nos indicó la conveniencia de preguntar a un tal Judah Ben Maimón, renombrado sedero cuyo establecimiento era lugar de reunión para los muccadim de la judería najerense, optamos por hacerle una visita, ya que si la francesa había pasado por allí, él lo sabría con certeza y podría informarnos.
Judah Ben Maimón era un venerable anciano de largas patillas blancas y rizadas. Su rostro arrugado desprendía gravedad y sus ojos negros brillaban intensamente con la claridad de la lumbre. Un penetrante olor a tinturas impregnaba la tienda, angosta aunque opulenta, de cuyo techo, cruzado de alcándaras, colgaban hermosísimas telas irisadas que, a la luz de las llamas, desprendían reflejos tornasolados. El mostrador a un costado y, enfrente, unas repisas colmadas de tambores de sedas persas y moriscas constituían todo el mobiliario.
– ¿En qué puedo servirles, nobles señores?
– Shalom, Judah Ben Maimón -dije adelantándome un paso hacia él-. Nos han dicho que sois el hombre indicado para darnos razón de una mujer judía que ha debido pasar por Nájera en las últimas horas. Se llama Sara y es de París.
Judah se quedó en suspenso unos instantes mientras nos observaba detenidamente con gran curiosidad.
– ¿Qué queréis de ella? -preguntó.
– La conocimos no hace mucho en su ciudad y, hace unos días, en Puente la Reina, nos informaron que se hallaba, como nosotros, camino de Burgos. Nos gustaría volver a verla y creemos que ella no pondrá reparos a que la encontremos.
Los dedos del judío comenzaron a tamborilear sobre el mostrador mientras abatía la cabeza como si tuviera que tomar una importante decisión. Al poco, la irguió de nuevo y nos miró.
– ¿Cuáles son vuestros nombres?
– Yo soy don Galcerán de Born, peregrino a Santiago, y éste es mi hijo García. El anciano es un compañero de viaje que ha tenido a bien agregarse a nosotros.
– Está bien. Esperad aquí -dijo desapareciendo tras unas cortinas a su espalda.
El muchacho y yo nos miramos, desconcertados. Yo arqueé las cejas para indicarle mi perplejidad y él, en idéntica respuesta, se encogió de hombros. Aún no había puesto fin al gesto cuando las cortinas se levantaron de nuevo y la cara aturdida de Sara apareció frente a nosotros.