Iacobus - Asensi Matilde 22 стр.


Durante los años que dediqué al estudio de la Qabalah, una de las cosas fundamentales que aprendí fue que un buen cabalista jamás se rinde ante los obstáculos y los problemas que se le plantean en sus pesquisas. Antes bien, acepta la existencia de dichas dificultades como otro aspecto más del aprendizaje y, una vez hecho esto, se encuentra en la actitud adecuada para percibir lo que debe ser cambiado.

Los cascos de unos caballos me sacaron de mi enajenación. Y cuando digo los cascos de unos caballos quiero decir, literalmente, los cascos de unos caballos, y no su sonido, que en modo alguno hubiera penetrado hasta mi cerebro: sentado como me hallaba en la puerta de la iglesia de Santiago, con la cabeza hundida entre los hombros y la mirada gacha, vi avanzar hacia mi las patas de unos animales que se me plantaron frente a la cara y, antes de que tuviera tiempo de perder el color, la voz ofendida de Jonás empezó a reprocharme mí ausencia desde la altura que le otorgaba su palafrén:

– ¿Acaso no habíamos quedado en la hostería una hora después de separarnos, padre? ¡Pues ya podíamos esperaros…, padre!

– ¿Cuánto tiempo llevo aquí? -quise saber mientras me incorporaba dificultosamente, apoyando las palmas de las manos contra las columnas del pórtico.

– El tiempo que lleváis sentado no lo sabemos -me explicó Nadie inclinándose ligeramente para ofrecerme las riendas de mi corcel-. Pero vuestra ausencia ha durado más de dos horas, don Galcerán.

– ¡Más de dos horas…, padre! -me increpó con insolencia el muchacho.

No lo pensé dos veces. Alargué el brazo derecho y agarré a Jonás por el cuello del jubón, tirando hacia abajo sin misericordia. Como tenía los pies ensartados en los estribos, se tambaleó y cayó al empedrado en mala postura, sin que por eso yo le soltara de mi traba. Desde abajo, sus pupilas reflejaban espanto y terror y las mías un resquemor que estaba muy lejos de sentir.

– Escúchame, García Galceráñez: que sea la última vez en tu vida que le faltas el respeto a tu padre -silabeé-. La última, ¿me has oído? ¿Quién te has creído que eres, miserable paniaguado impertinente? Dale gracias a la Virgen por tener el cuerpo libre de verdugones y sube a tu montura antes de que me arrepienta.

Le aupé a pulso, por la ropa todavía pinzada, y le dejé caer como un títere sobre la silla de montar. Vi la rabia y la impotencia reflejadas en su rostro descolorido y tembloroso, incluso vi un rayo de odio atravesando su mirada, pero el chico no era malo y el enfado se le disolvió en amargas lágrimas mientras yo montaba y abandonábamos Puente la Reina al paso lento de nuestros caballos. Ya no era el crío que encontré al llegar al cenobio de Ponç de Riba, aquel pequeño García que me espiaba por las ventanas de la biblioteca y que salía corriendo de la enfermería recogiéndose los diminutos faldones del hábito de puer oblatus. Ahora tenía el cuerpo de un hombre, la voz de un hombre y el genio vivo de un hombre, y por todo ello, aunque su mente siguiera siendo en muchas ocasiones la de aquel niño, tenía que empezar a comportarse como un verdadero hombre y no como un vulgar villano.

Al salir de Puente la Reina pusimos los animales al galope. Mi corcel era un espléndido cuadrúpedo de buena alzada y ligero como el viento, con el que hubiera luchado sin temor en cualquier batalla. Pero el bridón que Nadie había comprado para sí era, con diferencia, el mejor de los tres, bizarro y arrogante, y de sangre impetuosa.

En un Pater Noster cruzamos los poblados de Mañeru y Cirauqui y, siguiendo el trazado de una antigua calzada romana, alcanzamos rápidamente la aldehuela de Urbe. El sol declinaba por el oeste, a nuestra derecha, cuando atravesamos un puentecillo de dos arcos sobre el pequeño caudal del río Salado: «¡Cuidado con beber en él, ni tú ni tu caballo, pues es un río mortífero!», afirmaba Aymeric Picaud en el Codex. No es que le creyéramos, pero, por sí acaso, seguimos su consejo a rajatabla.

Pasado el río, ascendimos una colina y, por buen camino, nos internamos en Lorca. Desde allí, cruzando un soberbio puente de piedra, alcanzamos Villatuerta, a la salida de la cual el Camino se bifurcaba hacia Montejurra e Irache, por la izquierda, y hacia Estella, por la derecha, dirección que tomamos sin frenar nuestras cabalgaduras.

Estella era una ciudad monumental y grandiosa, abastecida de todo tipo de bienes. Por su centro discurrían las aguas dulces, sanas y extraordinarias del río Ega, superado por tres puentes que unían sus riberas al principio, en el centro y al final de la población. Dentro de ella, las iglesias, los palacios y los conventos se sucedían uno tras otro, rivalizando en belleza y suntuosidad. No se podía pedir más a una urbe del Camino, desde luego.

Nos hospedamos en la alberguería monástica de San Lázaro, y allí nos sorprendimos al descubrir que la lengua oficial de Estella era el provenzal, que los monjes de la alberguería eran franceses y que la mayoría de la población estaba constituida por descendientes de francos que llegaron desde su país para establecerse como comerciantes. Unos pocos navarros y los judíos de la aljama integraban el resto de la vecindad.

Aprovechando una breve ausencia de Nadie durante la cena, interrogué a los cluniacenses galos de nuestra alberguería. Me tranquilizó mucho la conciencia saber que nada templario me había dejado en el tranco de aquel día, pues los milites del Temple apenas habían hecho acto de presencia por aquellos pagos, como no fuera para luchar en alguna célebre batalla contra los sarracenos. Tampoco en Estella había habido emplazamientos templarios, lo que mucho celebré en mi fuero interno, pues me liberaba de cualquier investigación por el momento. Cuando vi volver a Nadie con paso alegre hacia la mesa, mudé el cariz de mis preguntas y me interesé por un grupo de judíos franceses que viajaban hacia León y que debían haber pasado por allí el día anterior, o dos días antes, a lo sumo.

– Si queréis saber algo de judíos -me contestó el monje con un brusco cambio de actitud, que pasó de la simpatía al menosprecio más evidente-, preguntad en la aljama de Olgacena. Debéis saber que ningún asesino de Cristo se atrevería a cruzar la santa puerta de nuestra casa.

Jonás, que desde el incidente de aquella tarde en Puente la Reina se mostraba más amable, cortés y educado que nunca, me miró sorprendido.

– ¿Qué le pasa?

– Los judíos no son bien vistos en todas partes.

– Eso ya lo sé -protestó con una voz blanda como el algodón-. Lo que quiero saber es por qué se ha puesto tan agresivo.

– La intensidad del odio hacia los judíos, García, varia notoriamente de un sitio a otro. Aquí, por alguna razón que desconocemos, debe revestir una especial virulencia.

– Quiero acompañaros a la aljama.

– Yo me apunto también a esa correría -declaró rápidamente Nadie.

– Y yo digo que iré solo -anuncié con un tono de voz que no admitía réplica, mirando a Jonás para que no se le ocurriera añadir nada al respecto. No estaba dispuesto a admitir a Nadie a mi lado en nada de lo que llevara a cabo y si llevaba a Jonás conmigo tendría que llevar también al viejo. Creo que el muchacho lo entendió (y si no lo entendió, al menos pareció aceptar mi orden con mansedumbre). Así pues, acabada la cena, ellos dos se encaminaron al dormitorio y yo salí de nuevo a la calle en busca de la aljama.

La encontré cerca del convento de Santo Domingo, en la ladera sobre la iglesia de Santa Maria de Jus del Castillo. Las puertas de la madinat al yahud [28] estaban a punto de ser cerradas y tuve que suplicarle al bedin que me dejara pasar.

– ¿Qué buscáis aquí a estas horas, señor?

– Busco información sobre un grupo de peregrinos hebreos que debieron atravesar Estella recientemente y que se dirigían a León.

– ¿Venían de Francia? -quiso saber, pensativo.

– ¡En efecto! ¿Los visteis?

– ¡Oh, sí! Pasaron ayer por la mañana. Eran las distinguidas familias Ha-Leví y Efraín, de la ciudad francesa de Périgueux -me informó-. No permanecieron aquí mucho tiempo. Comieron con los muccadim y se marcharon. Con ellos viajaba una mujer que se ha quedado entre nosotros hasta hoy. Pero partió al alba, ella sola. Una verdadera berrieh -murmuro.

– ¿Se llamaba Sara por casualidad, Sara de Paris?

– En efecto.

– Tenéis mucha razón, bedin, se trata, sin duda, de una mujer de carácter. Y es a ella precisamente a quien busco. ¿Qué podríais decirme?

– ¡Oh, pues no mucho! Al parecer tuvo algún problema con los Ha-Leví y decidió separarse del grupo. Ayer por la tarde compró un caballo en Estella y hoy, a primera hora, se ha marchado. Creo que iba a Burgos.

– La mujer de quien habláis… -quise saber para no cometer ningún error-, ¿tenía el cabello blanco?

– ¡Y lunares, muchos lunares! La verdad es que es raro que una judía tenga manchas en la piel como las que ella tiene. Al menos aquí, en Navarra, no lo habíamos visto antes.

– Gracias, bedin. Ya no necesito entrar en la aljama. Me habéis dicho todo lo que necesitaba saber.

– Señor, si puedo preguntaros… -exclamó cuando me encontraba ya a cierta distancia de las puertas.

– Decid.

– ¿Por qué la buscáis?

– Eso quisiera saber yo, bedin -respondí sacudiendo la cabeza-. Eso quisiera saber yo…

Siempre que llegábamos a una población, Sara acababa de marcharse de allí. A cualquiera que preguntáramos por ella en Aye-gui, Azqueta, Urbiola, Los Arcos, Desojo o Sansol, nos daba puntual razón sin dificultades, pero parecía que un destino maldito la mantenía siempre a la misma distancia de nosotros. Me desesperaba al comprobar la penosa lentitud de nuestro paso pues, aunque forzáramos al máximo nuestras caballerías, desde que abandonamos Estella tuvimos que luchar con un viento rabioso que nos venia en contra y una lluvia pertinaz que convirtió en gachas los caminos y senderos por los que transitábamos.

Nos demoramos algún tiempo en la villa de Torres del Río, apenas a media jornada de Logroño, porque cuando divisé desde lejos la solemne torre de su iglesia, supe que aquel emplazamiento no lo podía pasar de largo: se trataba de un diminuto conjunto de casas apretujado en torno a un hermoso templo octogonal.

Para detenernos allí y poder visitar la capilla templaria, tuve que vencer la tenaz resistencia de Nadie, que parecía más interesado que nosotros dos en dar alcance a Sara. Le di una explicación baladí sobre rezos, promesas y jaculatorias, pero no pareció convencerle en absoluto y, mientras estuvimos dentro del recinto, inesperadamente gemelo de Eunate, no paró de importunar y molestar con estúpidas observaciones y grotescas intromisiones en las pocas frases que intenté cruzar con el muchacho para que también él advirtiera los detalles importantes de lo que estábamos contemplando.

Las diferencias entre las capillas templarias de Eunate y Torres del Río eran imperceptibles. Ambas presentaban la misma estructura y las mismas representaciones y, de nuevo, un solo capitel diferente a todos los demás, el situado a la derecha del ábside, con un mensaje evangélico portador de una errata. En esta ocasión no se trataba de la resurrección milagrosa de Lázaro, sino de la del propio Jesús, y, en ella, dos mujeres contemplaban hieráticas el Santo Sepulcro vacío con la losa medio abierta. Su inmovilidad era total, su inexpresividad espantaba. Parecía que la impresión las hubiese matado. Sin embargo, la verdadera extravagancia de la escena se hallaba en la apócrifa cualidad de que el Sepulcro vacante dejaba escapar una nube de humo que se elevaba en una suerte de espirales laberínticas. ¿En qué pasaje de las Escrituras se decía que Jesucristo se hubiera volatilizado en forma de fumarola?

Como ya era habitual, en la aljama de Torreviento, en Viana, nos informaron de que Sara acababa de marcharse apenas unas horas antes. Estábamos realmente tan quebrantados por la batalla contra el vendaval, que nos detuvimos a descansar en un hostal de la ciudad, el de Nuestra Señora de la Alberguería, donde unos criados nos ofrecieron una hogaza de pan excelente y un ánfora de inmejorable vino de la tierra. Jonás, que estaba callado como un muerto de puro cansancio, se tumbó sobre el banco en el que se hallaba sentado y desapareció de mi vista detrás de la mesa.

– El chico está agotado -murmuró Nadie, mirándole con afecto.

– Todos estamos agotados. Estas galopadas contra la ventisca fatigan a cualquiera. -¡Tengo una idea excelente para animarnos! -exclamó de pronto, alborozado-. ¡García, eh, García, abre los ojos!

– ¿Qué pasa? -preguntó una voz legañosa debajo de la madera.

– Voy a enseñarte un juego extraordinario.

– ¡No quiero jugar!

– ¡A fe que sí! Nunca en tu vida has visto una cosa igual. Es un juego tan divertido y enigmático que te repondrás enseguida.

El viejo sacó de su escarcela una pequeña talega y un lienzo cuadrado que desplegó cuidadosamente sobre la mesa. Jonás se incorporó a medias y echó una mirada rápida con los ojos entornados. El lienzo llevaba dibujada una vuelta en espiral dividida en sesenta y tres casillas adornadas con bellos emblemas, algunos fijos y otros variables. Nadie desató cuidadosamente los cordones de la taleguilla y sacó un par de dados de hueso y varios tacos de madera pintados de diferentes colores.

– ¿Cuál prefieres? -preguntó a Jonás.

– El verde.

– ¿Y vos, mi señor don Galcerán?

– El azul, sin duda -dije sonriendo y sentándome más cómodamente para ver bien el casillero. Jonás hizo lo mismo. Siempre me han gustado mucho los juegos de tablas y, afortunadamente para mí, el Hospital de San Juan de Jerusalén (al contrario que la mayoría de las Órdenes) los permite e incluso los alienta. En mi juventud, el ajedrez fue una de mis grandes pasiones, y durante mis estudios en Siria y Damasco me gustaba mucho intervenir en largas partidas de Escalera Real de Ur o de Damas. Aquel pasatiempo que Nadie nos proponía no lo había visto hasta entonces, y era raro porque los conocía casi todos (al menos, todos los que se jugaban en Oriente).

– Yo me quedaré con el taco rojo -anunció él-. Bien, este juego es uno de los favoritos de los peregrinos a Compostela. Se llama La Oca y consiste en lanzar los dados y avanzar tantas casillas como puntos se obtengan. Gana el que llegue primero a la última casilla.

– ¿Y ya está? -preguntó despectivamente Jonás, echándose para atrás.

– No es tan sencillo como parece, joven García. En este juego aparecen muchos factores que lo vuelven apasionante. Ganar no es lo que importa. Lo que cuenta es la perseverancia y llegar hasta el final. Ya lo veras. Nadie puso nuestras tres fichas junto a la primera celda del trapo, la número uno, y tiró sus dados. Pensé que, como en todo juego de tablas en el que figura un recorrido, La Oca debía contener en su más secreto interior algún antiguo significado iniciático. Esta magnífica ave ha sido, desde la antigüedad más remota y olvidada, una deidad de carácter benéfico que acompañaba a las almas en su viaje al más allá. Fue precisamente una bandada de ocas la que avisó a los ciudadanos de Roma de la llegada de los bárbaros, salvando la ciudad. Los egipcios, por ejemplo, tenían una expresión muy concreta, «de oca a oca», para expresar el tránsito inverso de la reencarnación desde la muerte al nacimiento, pues es esta ave la que transporta el alma de un punto a otro. La voluntad firme de llegar hasta el final del juego de la que hablaba Nadie debía ser, sin duda, una metáfora de la tenacidad necesaria para recorrer el largo y difícil viaje interior que lleva a la iniciación, que el tablero intentaba representar figuradamente. Me fijé que, cada nueve casillas (las numeradas como 9, 18, 27, 36, 45, 54 y 63), aparecía una de esas palmípedas sagradas cuya pata era el símbolo de los maestros iniciados; en las casillas 6 y 12 aparecían puentes; en la 26 y en la 53, un par de dados; en la 31, un pozo; en la 42, un laberinto; y en la 58, la muerte.

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