Iacobus - Asensi Matilde 25 стр.


– ¿Está enfermo? -preguntó, siguiendo con la mirada la nueva carrera de Nadie hasta la puerta. -No creo. Debe ser un simple trastorno por la cena de anoche.

– Pues ya ha hecho cuatro viajes a la cuadra. No habrá quien entre allí a buscar los animales. ¿No podéis darle nada que le mejore?

– Me temo -repuse ocultando una sonrisa- que no hay nada que pueda aliviarle.

No obstante, mientras nosotros desayunábamos nuestras sopas de pan y leche, la mirada dolorosa del enfermo me conmovió y le recomendé que tomara tres veces al día arcilla bien diluida en agua para cortar la flojedad de vientre. Si no mejoraba, le dije, lo mejor sería que acudiera al hospital de Santiago, en las afueras de la ciudad.

– Desde luego, no me siento con fuerzas para seguir viaje -musitó.

– Nosotros no podemos detenernos, amigo. Recordad que Sara tiene prisa por llegar a Burgos cuanto antes y que nos está esperando ahora mismo en la aljama.

En su cara apareció un rictus de malevolencia.

– Los caballos son míos y se quedan conmigo, así que decidid qué queréis hacer.

– Pues os damos las gracias por la ayuda que nos habéis prestado para dar con nuestra amiga -precisé-, pero, como comprenderéis, ahora que la hemos encontrado debemos proseguir el viaje con ella y no con vos.

La mirada del viejo manifestó una muda incredulidad.

– Pero vuestra amiga viaja a caballo -protesto.

– No, ya no.

– Pues os daré alcance en uno o dos días -se trataba casi de una amenaza.

– Estaremos contentos de recuperaros como compañero de viaje -mentí.

Recogimos a Sara en las puertas de la aljama y desanduvimos camino para salir de Nájera por delante de Santa María la Real en dirección a Azofra. Íbamos risueños y eufóricos mientras atravesábamos las tierras rojas, repletas de viñedos, que flanqueaban la senda. Desaparecida como por ensalmo la distancia creada por Nadie entre Jonás y yo, el muchacho volvía a parecer el mismo chico listo, despierto e inteligente que había demostrado ser durante nuestro viaje a Paris. El cielo seguía nublado y la luz era triste y plomiza, pero la conversación que manteníamos era tan animada que ni nos dimos cuenta de las incomodidades que suponía volver a pisar con los pies la masa de barro que cubría los caminos.

En Azofra nos desviamos hacia San Millán de la Cogolla para pedir comida al mediodía. Nos sorprendió mucho comprobar que San Millán, al contrario de lo que pudiera parecer, no era un solo monasterio, sino dos bien separados: San Millán de Suso -de Arriba-y San Millán de Yuso -de Abajo-. Al monasterio de arriba, el de Suso, se llegaba a través de un bosquecillo que venia a dar, directamente, a la explanada en la que se hallaba una iglesia en verdad hermosa de ejecución visigótica y mozárabe. Un lugar como he visto pocos a lo largo de mi vida. Allí se había criado y había vivido el célebre poeta Gonzalo, llamado de Berceo por haber nacido en esa localidad. Gonzalo fue quien escribió los Milagros de Nuestra Señora, veinticinco poemas en los que la intercesión milagrosa de la Virgen salva a sus devotos concediéndoles el perdón. Pero también era el autor de obras tan conocidas como el Poema de santa Oria, compañera espiritual de san Millán, y la Vida de santo Domingo de Silos. Su merecida fama le venía de haber sido el primero en redactar sus obras en la lengua vulgar del pueblo y no en latín, como él mismo explicaba en unos versillos: «Quiero fer una prosa en roman paladino, en cual suele el pueblo fablar a su vecino, ca non son tan letrado por fer otro latino, bien valdra como creo un vaso de bon vino.»

La tumba de alabastro de san Millán, un alabastro negro hermosamente tallado, se encontraba situada frente a la entrada del templo, al cual se accedía por una galería llena de sepulcros. Una vez en el interior, se vislumbraba una nave partida en dos por una curiosa arquería que, culminada por sendos arcos, daba acceso a dos capillas gemelas a los pies del recinto.

Pero no habían terminado allí las numerosas sepulturas que contenía aquel lugar: hacia el ábside, una escalera de madera permitía acceder a los restos del primitivo monasterio formado por muretes que unían criptas en las que se enterraban en vida los primeros monjes de aquel extraño cenobio. Una de las criptas llamó particularmente mi atención por el hecho de estar tapiada con una pared ante la cual se veían abundantes ramos de flores frescas.

– ¿A quién pertenece esa hornacina? -pregunté a un benedictino que pasaba en aquellos momentos por allí.

– Es la celda donde se emparedó santa Oria, patrona, junto con san Millán, de este sagrado lugar.

– ¿Cómo que se emparedó? -quiso saber, aterrada, la pobre Sara, poco acostumbrada a ciertas penitencias y martirios cristianos.

El monje hizo como que no la había oído (ni visto) y comenzó a explicarme a mí la historia de santa Oria, que había llegado a Suso en 1052, a los nueve años, acompañada por su madre, doña Amuña. Como era lógico, sintió de inmediato la llamada del Señor, y quiso dedicar su vida a la oración y la penitencia. Sin embargo, su deseo de profesar allí fue rechazado por tratarse de un cenobio de varones y por estar poco implantada en la zona la costumbre de que las mujeres adoptaran la vida de los anacoretas. A pesar de que Oria suplicó, lloró e insistió, la negativa se mantuvo, así que la niña decidió emparedarse de por vida en una celda cercana a la iglesia donde su presencia no perturbara a los monjes, que lo único que hicieron por ella durante veinte años (tiempo que tardó en morir) fue arrojarle comida y agua a través de un minúsculo ventanuco.

– ¡Es la historia más horrible que he escuchado en toda mi vida! -exclamó Sara cuando el benedictino desapareció, muy satisfecho, ladera abajo-. ¡No puedo creer que una niña de nueve años exigiera ser emparedada hasta la muerte! Eso debió ser cosa de su madre.

– ¿Y qué más da? El caso es que se emparedó -murmuré distraído, mirando fijamente la pared que cubría la celda-sepulcro. Era un muro sólido de piedras unidas con argamasa.

¿Eran imaginaciones mías… o estaba viendo lo que creía que estaba viendo? No podía dar crédito a mis ojos. Fui dibujando paso a paso un semicírculo en torno al muro para cerciorarme.

– ¿Se puede saber qué estáis haciendo? -clamó la hechicera con tono de pocos amigos. La miré con los ojos brillantes y llenos de entusiasmo.

– ¡Venid aquí! ¡Ven tú también, Jonás! Poneos aquí, si, aquí, y así, para que apreciéis bien las piedras con el sol a contraluz. ¿Qué veis? Invisible salvo con la luz enfrentada, y sólo desde un único punto del arco -cualquier variación insignificante hacia un lado o hacia otro provocaba la desaparición de la figura-, una cruz en forma de Tau se destacaba en el muro que cerraba la celda de Oria. Sara se fijaba cuanto podía pero no veía nada.

– ¡La Tau! ¡De nuevo la Tau! -exclamó Jonás triunfante.

– ¿Cómo de nuevo? -me sorprendí.

– ¿Acaso no me contasteis que en la catedral de Jaca habíais encontrado otra?

Otra, otra, otra… Las palabras de Jonás rebotaban y volvían a rebotar dentro de mi cabeza, como si alguien las gritase en el interior de una profunda cueva y el eco las devolviera una y otra vez. Otra Tau. Sí, otra Tau en Jaca, en la catedral, en la capilla de Santa Orosia. Santa Orosia, Orosia… Oria, santa Oria. ¡Cristo! ¡No podía ser! ¡Era demasiado hermoso! ¡Demasiado evidente! La deformación de los nombres de las supuestas santas me había confundido. En ambos, la clave estaba en el diptongo latino «au», que se había transformado, como en francés, en «o». «Au» de «Aureus», oro, y Oria venia de «Aurea», que quiere decir «de oro», y Orosia, «Aurosea», «del color del oro», ambas muy bien señaladas por sus respectivas Taus. «Tau-Aureus», como rezaba el mensaje de Manrique de Mendoza a su compañero Evrard, «la señal del oro». Eso era lo que los dos leones del tímpano de la catedral de Jaca estaban gritando a quien supiera oírles.

– ¡Jonás! -grité-. Baja a San Millán de Yuso y busca acomodo para esta noche. ¡Al precio que sea! ¡Y lleva a Sara contigo!

Eché a correr monte arriba como un pobre loco poseído y me dediqué a buscar cantales y ramas que pudieran servirme como mazo y cincel, herramientas que esa noche iba a necesitar para tirar abajo el muro de la tumba de la pobre niña, cuya existencia física real empezaba a poner seriamente en duda. Crear leyendas, mitos, modificar vidas, construir santos o bendecir falsas reliquias es la inveterada costumbre de la Iglesia de Roma.

– Lo habéis hallado, ¿no es cierto?

La voz me sobresaltó. Giré medio cuerpo hacia mi izquierda y me encontré cara a cara con el conde Joffroi de Le Mans. Su porte patibulario volvió a impresionarme. A pesar de las ropas, que eran sin duda de una gran elegancia, su corpulencia abrupta y esa frente rocosa y protuberante le conferían un carácter marcadamente criminal.

– En la tumba de santa Oria, ¿no es verdad? -continuo.

¿Por qué enfadarme? Allí tenía al representante del Papa en persona, al mismísimo Juan XXII camuflado de soldado esperando ávidamente su oro. Lo que sea que yo hubiese encontrado ni era mío ni lo sería nunca, así pues ¿por qué ofuscarme?

– En efecto -mascullé con desagrado-, en la tumba de santa Oria. Sólo hay que echar abajo el muro que la cubre. Lo más probable es que se halle enterrado bajo el suelo o tras alguna roca de las paredes de la cueva. No será difícil sacarlo a la luz.

– Esa tarea me corresponde a mí, freire. Vos habéis terminado. Continuad viaje.

– Os equivocáis, conde -exclamé cargado de ira-. No hemos terminado en modo alguno. Por si os interesa saberlo, lo que hallaréis en la tumba de santa Oria no es más que una ínfima parte, una pequeña partida de las riquezas que hay escondidas a lo largo del Camino. Y necesito estar presente cuando las desenterréis porque puede haber algún indicio que me ayude a proseguir la búsqueda. Os diré que podréis encontrar más oro en la catedral de Jaca. Enviad allí un emisario o lo que os plazca. En la capilla de la patrona de la localidad, santa Orosia, probablemente tras la pared que se halla a espaldas de la figurilla de una Santísima Virgen sedente, que porta una cruz en forma de Tau, encontraréis lo que probablemente sea la primera remesa de oro templano a este lado de los Pirineos. Pero atended: exijo una relación detallada de todo lo que aparezca.

Le Mans me miró inexpresivamente y, tras unos instantes, asintió. Era probable que él estuviera limitándose a cumplir con un trabajo más o menos rutinario, pero yo había llegado a aborrecerle de tal modo que le consideraba, más que a cualquier otra persona en el mundo, mi principal enemigo.

– Ni la mujer ni el niño podrán estar delante. Sólo vos.

– Muy bien -repuse y, dándole la espalda, descendí ladera abajo, despreocupado ya de cuanto pudiera hacer falta para los trabajos de la noche. ¿No estaba el conde a cargo del tesoro? Pues que estuviera también a cargo de cuantas pesadas tareas ocasionara. No pensaba mover ni un dedo para sacarlo a la luz. En el fondo, él tenía razón: mi única obligación era encontrarlo; todo lo demás era de su competencia.

Jonás estaba impaciente por saber. Sara y él me esperaban en la puerta del albergue sentados junto a una hoguera con un grupo de peregrinos bretones. Al verme, el muchacho dio un res-pingo y quiso incorporarse para correr hacia mi. Sin embargo, un gesto disimulado de Sara, que le sujetó levemente con la mano, le contuvo. De nuevo me di cuenta de que aquella judía era una mujer admirable. No sabia nada de lo que yo estaba haciendo pero, en lugar de preguntar, indagar o sonsacar, aceptaba tranquilamente el misterio y vigilaba el apasionado temperamento del muchacho para que no despertara los recelos de nadie, como si intuyera que muchos ojos podían estar observándonos.

Sin decir nada, me senté junto a ellos y permanecimos de charla con los bretones hasta la hora de la cena, bebiendo un vino excelente que aquéllos portaban en un pellejo de cabrito que fue pasando de mano en mano. Los monjes nos sirvieron en las escudillas una espesa sopa de cebolla y calabaza, acompañada con pedazos de tocino seco y hogazas de pan de trigo.

Al cerrar la noche, una vez que todos se hubieron retirado a descansar, emprendí de nuevo la subida a Suso para encontrarme con el conde. La oscuridad hacia parecer siniestro el mismo bosquecillo que durante el día me había dado la sensación de ser plácido y agradable. Mis pasos crujían sobre la hojarasca y, a mi alrededor, en las ramas altas de los árboles, ululaban los búhos y silbaban las lechuzas. La tenue llama de mi lamparilla de sebo se estremecía y sofocaba con la brisa fría que corría a ráfagas por el boscaje. Íntimamente me sentí agradecido por llevar al cinto el puñal de Le Mans, pero si una banda de peligrosos salteadores me hubiera atacado en aquel momento, no me hubiera sentido peor de lo que me sentí cuando por fin alcancé el viejo monasterio y llegué a la tumba de santa Oria.

Unos tablones de madera apoyados sobre la roca cubrían la boca de la cripta ahora sin tapiar, pues el muro que la emparedaba había desaparecido. Cúmulos de escombros se amontonaban por los alrededores y ni un alma circulaba por allí, como si el mundo se hubiera quedado deshabitado por algún maleficio. Dentro de la celda, el suelo aparecía excavado y unas escaleras de madera permanecían apoyadas en el interior de un pozo de tamaño algo mayor que los demás. Al asomarme, alumbrando por encima de mi cabeza con la lamparilla de sebo, vi una pequeña cámara hueca, un sótano completamente vacío salvo por varios rollos abandonados de cuerdas de cáñamo. El maldito conde no había querido esperar para hacerse cargo del tesoro.

– ¡Joffrooooooi! -aullé en mitad del silencio de la noche con toda la fuerza que la rabia y la impotencia dieron a mis pulmones. Pero no obtuve contestación. Me ahogaba de indignación, me hervía la sangre de ira.

No di ningún tipo de explicaciones a Sara y al chico, aunque los dos se morían por saber qué había pasado y a qué obedecía mi malhumor. Ignorándoles, me encerré en un mutismo hermético y, en silencio, iniciamos al día siguiente la caminata del nuevo tranco. No paraba de darle vueltas a lo sucedido. ¿En tan poco valoraban el Papa y mi Orden lo que yo estaba haciendo? ¿Acaso habían dado instrucciones a ese necio de Le Mans para que actuara a mis espaldas, despreciándome y tratándome como a un sirviente? ¿Pensaban, quizá, que yo iba a robar el oro? En aquel momento me encontraba como al principio: con las manos vacías por culpa de la ceguera y la avaricia de aquellos que, cómodamente, esperaban en Aviñón el resultado de mi trabajo. Quizá entre las riquezas encontradas en la celda no había nada que me hubiera servido para reanudar las pesquisas, pero ¿y si no era así? ¿Y si el estúpido de Le Mans había estropeado algo importante? De nada valía mi enojo. En cualquier caso, el mal ya estaba hecho. Pasamos por Santo Domingo de la Calzada y Jonás y yo rendimos devoción ante su sepulcro, tal como marca la tradición del Camino. El sosiego que inundaba el interior del templo me fue devolviendo poco a poco la calma. Aproveché aquella breve separación de Sara para poner al muchacho al tanto de lo sucedido, el cual, después de escucharme hasta el final, se quedó ensimismado mirando la gallera de madera en la que permanecían encerradas dos aves de corral de plumaje blanco (en conmemoración de un milagro realizado por santo Domingo, que resucitó a un inocente injustamente ahorcado). Luego, bajando la cabeza, dijo:

– Siento reconocerlo, sire, pero Le Mans sólo es un lacayo de Su Santidad. Por lo que sabemos de él, seria incapaz de hacer nada que no le hubiese ordenado su amo. Que Dios me perdone por pensar mal del Papa -¿por qué tenía la sensación, escuchándole, de que era un hombre y no un mozalbete quien hablaba? ¡Qué cambios de un día para otro! Deseaba con todo mi corazón que cuando se detuviera aquella rueda de transformaciones, el resultado final fuera tan admirable como el que ahora tema delante-, pero creo que el conde sólo ha hecho lo que le habían mandado hacer.

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