– Lo cual demuestra, una vez más -añadí, siguiendo su razonamiento-, que estamos siendo utilizados para una empresa que poco tiene de honorable y digna.
En ese momento, inesperadamente, el gallo cantó dentro de la jaula. Un rumor creció en el interior de la iglesia. Jonás y yo nos miramos extrañados y miramos a nuestro alrededor buscando una explicación a aquella algarabía. Un viejo lombardo ataviado con la vestimenta de peregrino nos sonrió.
– ¡El gallo ha cantado! -dijo en su lengua, dejando escapar el aire y la saliva entre los pocos dientes que le quedaban-. Todos los que lo hemos oído tendremos en adelante buena suerte para el Camino.
El día del equinoccio de otoño, el vigésimo primero de septiembre, salimos de Santo Domingo cruzando el puente sobre el río Oja, y seguimos la calzada que llevaba hasta Radicella [36].
Atravesamos Belfuratus , Tlosantos, Villambista, Espinosa y San Felices pateando un camino encharcado y lleno de piedras que destrozó nuestras sandalias de cuero, y al anochecer, después de cruzar el río Oca, llegamos -cansados, hambrientos y sucios- a Villafranca, frontera occidental de Navarra con el reino de Castilla, que según nuestro guía Aymeric, «es una tierra llena de tesoros, de oro, plata, rica en paños y vigorosos caballos, abundante en pan, vino, carne, pescado, leche y miel. Sin embargo, carece de arbolado y está llena de hombres malos y viciosos». Lo cierto es que las aguas estaban revueltas en Castilla y que el país no era un lugar muy seguro en aquellos momentos: tras la muerte del rey Fernando IV, su madre, la reina Maria de Molina, sostenía frecuentes disputas con los infantes del reino (sus propios hijos y cuñados) por la regencia del actual rey Alfonso XI, menor de edad. Estas disputas se traducían frecuentemente en cruentos enfrentamientos sociales que dejaban centenares de muertos por todos los rincones del reino. En aquel septiembre de 1317 las cosas estaban un poco más tranquilas por hallarse en vigor un pacto según el cual se habían convertido en tutores del rey tanto la reina Maria como los infantes Pedro, tío del niño, y Juan, tío-abuelo, por ser hijo de Alfonso X, apodado el Sabio.
Por de pronto, en contra de lo que decía nuestro guía sobre la carencia de arbolado de Castilla, al día siguiente tendríamos que cruzar los boscosos Montes de Oca, un tramo breve pero sumamente penoso que aquella noche nos imponía un buen descanso para recuperar las fuerzas perdidas.
Hallamos alojamiento en la hospedería de la iglesia y como la pobre Sara tenía los pies hinchados como odres de vino, tuve que prepararle un remedio a base de tuétano de hueso de vaca y manteca fresca.
– ¿Veis? -comentaba jocosa-. Me han crecido los pies.
Como los dolores de su espinazo no le permitían aplicárselo adecuadamente, ordené a Jonás que la ayudara. Era un compromiso para el muchacho, que enrojeció hasta ponerse del color de la grana y comenzó a sudar a pesar del frío del recinto en el que nos hallábamos los tres solos, pero mucho más peligroso y pecaminoso hubiera sido para mi, que de seguro hubiera sudado tanto o más que mi hijo, incumpliendo así el principal de mis votos. Sin embargo, lo que si hice fue envolverle yo mismo los pies en lienzos bien calientes para terminar la cura, no sin antes fijarme pecaminosamente en que sus dedos eran increíblemente ágiles y articulados, casi como los dedos de las manos, y me alteró en extremo comprobar que también en ellos había lunares. Cuando levanté los ojos, Sara me estaba observando de una manera tan especial que me arrastró hacia regiones prohibidas para mi, de las que, con gran esfuerzo, tuve que regresar apartando la mirada.
No se me había pasado por alto el curioso nombre de los montes. Era muy significativo que la puerta de entrada a Castilla estuviera marcada tan elocuentemente por la Oca, pues no sólo se trataba de los Montes, sino del río, de la imagen de Nuestra Señora de Oca, que permanecía en la parroquia, y del mismísimo pueblo, que antes de llamarse Villafranca, o «Villa de los francos», por la costumbre de denominarlo así que adoptaron los peregrinos, había recibido también el nombre de Oca. No podía dejar de pensar, mientras intentaba dormirme aterido de frío y con el estómago casi hueco, que debía existir alguna relación desconocida entre el animal sagrado, el juego iniciático que nos había enseñado el viejo Nadie, la puerta de entrada a Castilla y el símbolo de la Pata de Oca de las hermandades de canteros, constructores y pontífices iniciados.
El día siguiente amaneció nublado pero, conforme el sol se fue elevando en el cielo, las nubes despejaron y la luz se hizo vigorosa y firme. Después de desayunar unos mendrugos mojados en agua y unos pedazos de sabroso queso de oveja que nos ofreció un pastor, dedicamos algún tiempo a limpiar y engrasar las correas de las sandalias mientras Sara aprovechaba para lavar en el río nuestras camisas, sayas, esclavinas y calzas que a gritos estaban pidiendo expurgo, fregado y baldeo desde semanas atrás. Fabriqué un armazón de maderas, en forma de cruz con varios travesaños, que sujeté por detrás a los hombros de Jonás y allí tendimos las prendas para que se fueran secando con el sol y el aire mientras continuábamos viaje. Iniciamos la fuerte ascensión desde el interior mismo del pueblo. Pronto el camino se convirtió en un tapiz de hojas de roble, amarillentas y ocres, desprendidas por el otoño, que crujían bajo nuestros pasos. A pesar de no ser mucho trecho, la subida se nos hizo interminable y, para mayor desgracia, casi nos perdimos en un espeso bosque de pinos y abetos en el que barrunté la presencia de lobos y salteadores. Pero el gallo de Santo Domingo nos trajo suerte y salimos de allí indemnes y salvos, aunque agotados. Por fin, promediando el día, llegamos a lo más alto de los páramos de la Pedraja e iniciamos el descenso, cruzando el arroyo Peroja. Con el sol en lo más alto, alcanzamos el hospital de Valdefuentes, un auténtico paraíso para el descanso del transeúnte, con un manantial de agua fresca y limpia que hizo nuestras delicias.
Un grupo de peregrinos borgoñones procedentes de Autun animaba los alrededores del hospital con sus chanzas y jolgorios. A ellos les preguntamos sobre la conveniencia de tomar uno u otro de los dos caminos en los que, a partir de allí, se dividía la calzada para volver a unirse, más tarde, en Burgos.
– Nosotros tomaremos mañana la vía de San Juan de Ortega -nos dijo un mozo del grupo llamado Guillaume-, porque es la ruta recomendada por nuestro paisano Aymeric Picaud.
– También nosotros hemos seguido hasta aquí sus indicaciones.
– Su fama es universal -comentó orgulloso-, dado el gran número de peregrinos que recorren al año el Camino de Santiago. Si os ponéis en marcha ahora, llegaréis a San Juan de Ortega con muy buena luz, y el albergue del monasterio es famoso por su excelente hospitalidad.
Tenía mucha razón el joven borgoñón. Después de salvar un intrincado sendero que cruzaba la floresta, tropezamos con el ábside del templo y lo rodeamos para ir a dar a una explanada a cuya derecha quedaba la hostería, en la que fuimos acogidos con cordialidad y simpatía por el viejo monje encargado de atender a los peregrinos. El clérigo era un anciano charlatán que gustaba de la conversación y que se mostraba encantado de prestar oídos a las aventuras de cuantos llegaban hasta sus dominios. Puso abundantes raciones de comida sobre la mesa y se ofreció a mostrarnos la iglesia y el sepulcro del santo en cuanto hubiéramos terminado.
– San Juan de Ortega se llamó, en el mundo, Juan de Quintanaortuño, y nació allá por el año ochenta después del mil -nos explicaba a Jonás y a mí mientras avanzábamos por la explanada en dirección a las dos puertas gemelas de entrada de la fachada principal. Sara, respetuosa pero indiferente a nuestro fervor cristiano, se había quedado a descansar en el albergue-. La gente le considera como un simple colaborador de santo Domingo de la Calzada, que es mucho más famoso por haber despejado con una sencilla hoz de segador los árboles del bosque desde Nájera a Redecilla para construir aquel tramo de Camino. -Su tono indicaba que la proeza de santo Domingo era poca cosa para él-. Pero Juan de Quintanaortuño fue mucho más que un simple colaborador: Juan de Quintanaortuño fue el verdadero arquitecto del Camino de Santiago, porque sí santo Domingo despejó un bosque, edificó un puente sobre el río Oja y levantó una iglesia y un hospital de peregrinos, san Juan de Ortega construyó el puente de Logroño, reconstruyó el del río Najerilla, levantó el hospital de Santiago de aquella ciudad y edificó esta iglesia y esta alberguería para auxilio de los jacobipetas.
Habíamos entrado en el pequeño santuario, suavemente iluminado por la luz que filtraban los alabastros de las ventanas. Un ensordecedor zumbido de moscas, que sobrevolaban en círculos la nave central, ahogó la voz del sacerdote. El sepulcro de piedra, abundantemente cincelado por todas sus caras, estaba situado frente al altar, y allí se mantenía, solitario y mudo, totalmente indiferente a nuestra presencia. El frade nos arrastró hacia un lado.
– Las mujeres estériles vienen mucho por aquí-continuo-. La popularidad de san Juan se debe sobre todo a sus milagros para devolver la fertilidad. Y buena culpa de ello la tiene este dichoso adorno.
– Y señaló el capitel que teníamos sobre nuestras cabezas, el del ábside izquierdo, en el que se veía representada la escena de la Anunciación a María-. Pero yo creo que nuestro santo merece una celebridad mejor, por eso estoy recopilando los numerosos milagros que hizo curando a enfermos y resucitando muertos.
– ¿Resucitando muertos?
– ¡Oh, si! Nuestro san Juan devolvió la vida a más de un pobre difunto.
¿Fue casualidad…? No lo creo, hace mucho tiempo que dejé de creer en las casualidades. Mientras se producía esta conversación, un rayo de luz procedente de la ojiva central del crucero comenzó a iluminar la cabeza del ángel que anunciaba a Maria su futura maternidad. Me quedé como embobado.
– Es bonito, si -dijo el viejo observando mi distracción-, pero a mí me gusta más el otro, el de la derecha.
Y nos condujo hacia allí sin muchas contemplaciones. Jonás le seguía como un perrillo, sorteando el túmulo con un giro rápido similar al de nuestro mentor. El remate de columna del ábside derecho representaba a un guerrero con la espada en alto haciendo frente a un caballero montado. Pero yo seguía desconcertado por el otro, por aquella luz que iluminaba al ángel. Algo estaba germinando en mí cabeza. Giré sobre mi mismo y volví atrás. El rayo de luz alumbraba ahora a María. Si seguía con su trayectoria, acabaría iluminando la figura en piedra de un anciano, probablemente un san José, que descansaba todo el peso de su edad sobre un báculo en forma de Tau…
Ego sum lux…, recordé, y, de pronto, todo tenía sentido.
Era increíble el refinamiento de los templarios para esconder su oro. Habían ocultado sus riquezas tan magníficamente que, de no haber conseguido el mensaje de Manrique de Mendoza, jamás hubiéramos encontrado ni una sola de las partidas. La clave era la Tau, pero la Tau sólo era el reclamo, la llamada que atraía al iniciado; luego venía el esclarecimiento de las pistas que, como las piezas de una máquina, tenían que engarzar unas con otras para poder funcionar. Empecé a preguntarme si la Tau no sería tan sólo una de las muchas vías posibles, si no existirían otros reclamos como, por ejemplo, la Beta o la Pi, o quizá Aries o Géminis. La abundancia de posibilidades me produjo vértigo. Y para entonces el rayo de luz acariciaba ya al anciano con el báculo en forma de Tau y parecía demorarse en él perezosamente.
– Cuando el caballero quiera -exclamó el viejo clérigo a mi espalda-, podemos volver a la hostería.
– Os estamos profundamente agradecidos, frade, por vuestra amabilidad. Pero, si no os incomoda, mi hijo y yo nos quedaremos un rato rezando al santo.
– ¡Veo que san Juan ha despertado vuestra piedad! -advirtió gozoso. -Alzaremos plegarias por una hija de mi hermano que lleva años esperando concebir un hijo.
– ¡Hacéis bien, hacéis bien! Sin duda, san Juan os otorgará lo que pedís. Os esperaré en casa con vuestra amiga judía. Quedad con Dios.
– Id vos con Él.
En cuanto hubo desaparecido, Jonás se volvió hacia mí y me escudriño.
– ¿Qué os pasa? No tenemos ninguna prima estéril.
– Atiende, muchacho.
Le cogí por el pescuezo y moví su cabeza, como si fuera la de un pelele de trapo, hacia el capitel de la Anunciación.
– Observa bien al viejo san José.
– ¡Otra Tau! -exclamó alborozado.
– Otra Tau -convine-. Y mira ese rayo de luz que está desapareciendo; todavía la ilumina un poco.
– Si aquí hay una Tau -afirmó, soltándose de mi pinza con un cabeceo-, sin duda hay también otro escondite de tesoros templarios.
– Claro que lo hay. Y yo sé dónde está.
Me miró con los ojos muy abiertos y brillantes.
– ¿Dónde, sire?
– Haz memoria, muchacho. ¿Qué fue lo que más nos llamó la atención en Eunate?
– La historia del rey Salomón y todos aquellos animales extraños de los capiteles.
– ¡No, Jonás! ¡Piensa! Sólo había un capitel que era distinto a los demás. Tú mismo me lo señalaste.
– ¡Ah, si, aquel de la resurrección de Lázaro y el ciego Bartimeo!
– Exacto. Pero si recuerdas bien, la frase cincelada en la cartela de la escena de la resurrección era incorrecta. En ella, Jesús, mientras resucitaba a su amigo, decía: Ego sum lux, pero, según los Evangelios, Jesús no pronunció esas palabras en aquel momento. ¿Y qué tenemos aquí, en San Juan de Ortega?
– Tenemos una Tau y un rayo de luz que la alumbra.
– Y un santo taumaturgo que, según el frade de este lugar, era experto en resucitar difuntos, como la escena del capitel de Eunate y como la del capitel de la iglesilla templaria de Torres del Río, ¿recuerdas? También allí había un solo capitel de apariencia normal con el motivo de la resurrección de Jesús.
– ¡Es verdad! -exclamó, golpeándose el muslo con el puño cerrado. No podía negarse que era hijo mío. Incluso sus gestos más irreflexivos eran un mal remedo de los míos-. Pero eso no nos dice dónde está escondido el oro.
– Si nos lo dice, pero por si quedase alguna duda, también disponemos de la información recogida en la iglesia templaria de Puente la Reina.
– ¿Qué información?
– Recordarás lo que te conté acerca de las pinturas murales de Nuestra Señora dels Orzs. -El chico afirmó-. Pues bien, encima de un árbol en forma de Y griega, o de Pata de Oca, símbolo de las hermandades secretas de pontífices y arquitectos iniciados (y recuerda que san Juan de Ortega era uno de ellos), un águila mayestática examinaba una puesta de sol. Como ya sabes, el águila simboliza la luz solar, y el ocaso allí dibujado se corresponde con esta hora en la que ahora nos hallamos; ese rayo de sol que ha iluminado la Tau es un rayo de luz crepuscular.
– Bueno, bien, pero ¿dónde está el oro? -se impacientó.
– En el sepulcro de san Juan de Ortega.
– ¡En el sepulcro! Queréis decir… ¿dentro del sepulcro?
– ¿Por qué no? ¿No recuerdas los capiteles? Las lápidas estaban siempre apartadas a un lado para permitir la salida del muerto redivivo. Así ocurrió con el muro que cubría la cripta de santa Oria, y apuesto lo que quieras a que encontrarán el tesoro de santa Orosia de Jaca dentro de alguna sepultura a la que haya que quitar una pared. Aunque…