Iacobus - Asensi Matilde 34 стр.


Pude sentir la emoción recorriéndome la columna vertebral y sacudiendo todo mi cuerpo de arriba abajo. Aquella Arca contenía, de ser ciertas las palabras de la Biblia, las Tablas de la Ley, pero no de la Ley entendida como un cúmulo de pueriles prohibiciones impropias de un Dios, sino como el Logos, como el Verbo, como las medidas sagradas arquitectónicas, las relaciones geométricas, musicales y matemáticas del Universo, como potencia destructiva que acabó con la vida de los filisteos llenándolos de tumores [48] y como gigantesca columna de fuego capaz de ascender hasta los cielos. [49]

Ningún otro poder, ni destructor ni creador, era comparable al de aquella Arca y, sin embargo, nada en su pacífica apariencia, en la afectada serenidad de los dorados querubines, en su belleza, lo dejaba traslucir. No era de extrañar, pues, la actitud de los freires salomónicos, arrodillados con auténtica reverencia. También yo, de haber podido, me hubiera prosternado. A no dudar, la red de fortalezas y casas templarias de los contornos, esas que había mencionado Nadie durante su visita al calabozo, estaban destinadas a proteger el Arca de la Alianza.

El eco de un grito de alarma conmovió súbitamente las paredes de la basílica. Mil cabezas se izaron y un rumor sordo empezó a circular como un torbellino por el recinto. Antes de que se hubiera apagado el retumbo del anterior, otro alarido hizo que todos los templarios se pusieran en pie llevándose las diestras a las espadas. El clamor aumentaba y, una tras otra, las miradas fueron convergiendo hacia mí. El embotamiento de mis sentidos me paralizaba, pero el tumulto era demasiado grande para ignorar que había sido descubierto. ¿Cómo demonios habían sabido que…?

La figura larguirucha de Jonás permanecía inmóvil a mi lado con los ojos fijos en el Arca. Ni el estruendo ocasionado por su aparición en la balconada, ni los tirones que Sara propinaba a su jubón, conseguían despertarle de la fascinada contemplación en la que se hallaba inmerso.

– ¡Huyamos! -grité, arrancándome el yelmo y la capa, y tirando de Jonás por un brazo.

Nos precipitamos galería abajo esperando alcanzar la salida antes de que los templarios tuvieran tiempo de llegar hasta allí. Recogí la antorcha del lugar en que Sara la había dejado, y con Jonás siguiéndonos como un galgo, nos abalanzamos sobre las esquinas de los túneles para observar las marcas. Corríamos a ciegas, sin saber qué dirección llevábamos, acosados por los gritos y el rumor de pasos y carreras. Atravesamos innumerables galerías, pasadizos y cámaras, subimos escaleras y remontamos pendientes (de lo que dedujimos que ascendíamos hacia la superficie), persuadidos de que nos daban alcance en cualquier momento. En más de una ocasión escuchamos amenazadores ladridos de mastines, así como cascos de caballos lanzados al galope por los túneles. Por fortuna, conseguíamos escapar por los pelos salvando frágiles puentes de cuerda o pasarelas de madera sobre abismos impenetrables. Finalmente, con las piernas doloridas y el resuello agotado, desesperados y sudorosos, llegamos a un recinto de grandes dimensiones y, por desgracia, sin salida posible. Unos pequeños orificios, distribuidos a modo de cenefa o ribete a unas diez alzadas del suelo, dejaban entrar maravillosos rayos de luz natural.

– ¡Estamos en la salida! -gritó Sara, señalando las hebras de sol.

– ¿Qué salida? -preguntó Jonás, desanimado.

– Esa salida… -murmuré, y apunté con el mentón una extraña silueta en la pared rocosa. Más, no bien hube acabado el incipiente gesto, se oyó un rugido lejano, una especie de bramido que surgía del interior de la tierra, un fragor que llegaba acompañado de un ligero temblor del suelo y las paredes.

– ¿Qué demonios es eso? -exclamé enojado.

– No sé, sire -murmuró Jonás volviendo la mirada hacia el túnel-, pero no me gusta nada cómo suena.

– No perdamos tiempo -apremió Sara-. La salida, sire Galcerán.

– ¡Ah, sí, la salida! Una franja del muro rocoso que teníamos frente a nosotros estaba artificialmente construida con grandes sillares ajustados entre sí y, justo a ras de suelo, a modo de puerta, con el alto y el ancho de una persona, uno de los bloques presentaba, cincelado, un círculo con un punto en el centro.

Aquél era el símbolo que, para la alquimia, la Qabalah y el Zodíaco representaba al sol -el Uno-, y estaba claro que su presencia no obedecía a una mera casualidad o a un capricho decorativo. El hecho de ser el último obstáculo antes de alcanzar la salida -la luz aludida por el ribete de orificios- indicaba claramente que el símbolo solar tenía mucho que ver con la forma de poder abandonar aquel laberinto subterráneo. ¿Se cumplía acaso la norma descrita por las pistas halladas a lo largo del Camino del Apóstol? Sí, pues, de momento, teníamos una losa que apartar, una roca que empujar para alcanzar el objetivo, como en Jaca, San Millán o San Juan de Ortega, aunque aquí, en lugar de Taus, tenía el símbolo del sol. ¿Qué podía significar?, me preguntaba.

– Algo no marcha bien… -murmuró Jonás dando unos pasos hacia el túnel para escuchar mejor el horrísono estrépito que procedía de las entrañas de la tierra. El temblor del suelo era claramente perceptible a través de los pies y aumentaba en proporción al ruido.

– La salida, sire, la salida… -me urgió Sara con cara de angustia.

La salida… El bloque marcado con el símbolo parecía sostener toda la estructura de sillares, lo que venía a significar una trampa mortal, pues, si lo retirábamos empujándolo hacia afuera, los pesados fragmentos de roca se desmoronarían sobre nuestras cabezas para, en el mejor de los casos, cerrarnos la salida para siempre. Ego sum lux, rezaba el capitel de Eunate. Puerta solar, puerta del sol, puerta de la luz, orificios a través de los cuales se colaba la luz… Pero podríamos haber llegado hasta allí de noche, como en San Juan de Ortega, por ejemplo, y en ese caso la luz no hubiera entrado… La luz, el rayo de luz que iluminaba el capitel de la Anunciación en San Juan de Ortega… ¿Por qué siempre la luz?

– ¡Dios nos asista! -gritó Jonás volviendo a mí su cara desesperada-. ¡Están inundando las galerías!

– ¿Qué?

– ¡Han soltado el agua de algún antiguo embalse romano para anegar esta parte de las galerías y ahogarnos dentro! ¿Es que no lo oís? Ruina Montium… ¡Ese ruido es el agua, el agua que viene hacia aquí!

De pronto el bramido me resultó horrorosamente siniestro. ¡Estábamos atrapados en una ratonera!

– ¡La salida, sire Galcerán, la salida! -gritó Sara.

– ¡La salida, padre! -gritó Jonás acudiendo junto a mí en busca de protección.

¿Por qué mis pensamientos vagaban hacia un lejano pasado en lugar de buscar la solución al enigma de la puerta solar? ¿Por qué, mientras pasaba un brazo por los hombros de mi hijo, mi mente recuperaba imágenes de la mocedad en las que me veía paseando por el campo, bajo los rayos cálidos del sol, con Isabel de Mendoza? Como si estuviera aceptando la muerte, mi corazón volvía a las soleadas mañanas de mi pasado, cuando tenía toda la vida por delante, cuando el calor hacía hervir mi sangre y la sangre del joven cuerpo de Isabel.

Y de repente lo supe. Supe la solución mientras la mano tibia de Sara se introducía en la mía buscando el calor ante el frío de la muerte.

– ¡Empujad! -grité intentando hacerme oír por encima del ensordecedor bramido del agua, que debía estar ya a punto de alcanzar nuestra cámara a juzgar por el estruendo.

– ¡Nos aplastarán las rocas, padre! -opuso Jonás en mi oído.

– ¡Empujad los dos con todas vuestras fuerzas! ¡Empujad esa roca, vivediós, o moriremos aquí dentro como gusanos!

Nos abalanzamos los tres contra la losa marcada con el signo solar y empujamos con todas nuestras fuerzas. Pero la roca no se movió. No sé cómo se me ocurrió empujar directamente sobre el símbolo, y la puerta de piedra se deslizó, no sin dificultades, hacia el exterior, y ni uno solo de los sillares que se sostenían en el aire sobre nuestras cabezas se movió un ápice. Salimos al exterior y corrimos como almas que lleva el diablo, ascendiendo una de las vertientes cercanas para quedar fuera del alcance del torrente que, como una serpiente enloquecida, en su ansia por salir al exterior había derribado la franja de rocas milagrosamente sostenida sobre nosotros mientras atravesábamos el vano de la puerta.

– ¿Cómo supisteis que podíamos salir sin peligro de morir aplastados? -me preguntó Sara poco después, mientras contemplábamos cómo se deslizaba el agua entre los picachos del extraño paisaje de Las Médulas.

– Por el sol -les expliqué sonriendo-. Si hubiera sido de noche, habríamos muerto sin remedio. Las piedras se hubieran desmoronado sobre nosotros al empujar la losa con la intención de salir. Pero el calor, el calor del sol en este caso, produce un extraño fenómeno en los cuerpos: los dilata, los hace más anchos, mientras que, por el contrario, el frío los encoge. Sine lumine pereo, sin luz perezco, como dice el adagio… Los sillares de la pared rocosa, al calentarse, se han expandido, manteniéndose íntegra la estructura aunque hayamos retirado la puerta con el símbolo solar. Por la noche, sin embargo, sólo se sujeta gracias a ella -me quedé pensativo unos instantes-. Algo así debía ocurrir en San Juan de Ortega, sin duda, aunque no lo comprendí a tiempo. Probablemente, si hubiéramos poseído todas las claves, la cripta no se hubiera venido abajo.

– ¿Y adónde iremos ahora? -preguntó Sara.

– En busca de los míos -repliqué-. Somos una presa fácil para los milites Templi: un hombre alto, una judía de pelo blanco y un muchacho larguirucho. ¿Cuánto pensáis que tardarían en darnos alcance si no encontramos pronto un refugio seguro…? Y puesto que es evidente que mi misión ha terminado, lo mejor es buscar la primera casa de sanjuanistas que haya por estos pagos para pedir protección y esperar instrucciones.

– Debemos marcharnos pronto, padre… -apuntó Jonás con preocupación-. Los templarios no tardarán en venir a buscar nuestros cuerpos.

– Tienes razón, muchacho -convine poniéndome en pie y ofreciendo mi mano a Sara para ayudarla a incorporarse.

La mano de la judía alteró el pulso de mi corazón, ya de por si bastante alterado por los recientes acontecimientos. La luz del sol (de ese sol que nos había salvado la vida) le daba de lleno en sus ojos negros, haciéndoles desprender reflejos mágicos y, ciertamente, hechiceros.

Tardamos dos días con sus noches en llegar a Villafranca del Bierzo, la primera localidad donde hallamos, por fin, presencia hospitalaria. El trecho resultó incómodo y fatigoso porque, amén de viajar desde la caída del sol hasta el amanecer (durmiendo de día en improvisados escondites), el frío y la humedad nocturna provocaron una dolorosa afección de oídos a Jonás, que se retorcía de sufrimiento como un penado en el tormento. Intentando evitar el flujo de purulencia, le apliqué con rapidez compresas muy calientes que le aliviaron un poco, sabiendo que hubiesen hecho mucho más efecto si el chico hubiera podido descansar en un cómodo jergón de paja en lugar de caminar bajo el relente de la noche a la luz de una fría luna de principios de octubre.

Un freire capellán -o freixo, como él prefería ser llamado nos recibió al alba en la puerta de la iglesia de San Juan de Zíz, situada al sur de Villafranca, en cuyos muros ondeaba el gallardete de mi Orden. Esta localidad, rica en vides desde que los «monjes negros» de Cluny trajeron las cepas de Francia, era famosa por una extraordinaria peculiaridad: en su iglesia de Santiago los peregrinos enfermos, incapaces de llegar hasta Compostela, podían obtener la Gran Perdonanza como si realmente hubiesen alcanzado la tumba del Apóstol. Es por ello que gran cantidad de gentes de todas las nacionalidades, clases y procedencias se arracimaban junto a sus muros sintiéndose allí un poco más cerca del final del Camino.

El freixo hospitalario, un hombre robusto y torpe de escasa cabellera y ningún diente, se puso a mi disposición en cuanto le di mi nombre y mi cargo en nuestra común Orden. Rápidamente me ofreció su casa, una humilde vivienda de techo de paja pegada a los recios muros de la iglesia de San Juan, en la que desde hacía muchos años habitaban en hermandad un freixo lego de pocas luces y él. Ambos formaban una especie de destacamento o avanzadilla religiosa del Hospital en las puertas orientales de Galicia, reino este en el que mi Orden disponía, al parecer, de abundantes encomiendas, castillos y prioratos que, desde la desaparición de os bruxos templarios, no hacían más que progresar e incrementarse. La casa principal, una hermosa fortaleza levantada en Portomarín y dedicada a san Nicolás, se hallaba a unas sesenta millas de distancia en dirección a Santiago. Con buenos caballos, dijo, no se tardaba más allá de dos días en realizar cómodamente el viaje. Sin ofrecerle demasiados detalles le hice saber que no estábamos en situación de comprar ni buenos ni malos caballos y que esperaba de su generosidad y compasiva disposición ese pequeño regalo. Cuando le vi titubear y balbucir unas tímidas excusas, tuve que ejercer todo el poder que mi rango de caballero hospitalario me otorgaba para borrar cualquier duda de su mente: necesitábamos esos animales y no había pretexto posible. No le dije que nuestras vidas corrían peligro y que sólo en San Nicolás, el chico, Sara y yo podríamos estar a salvo. Además, tenía que quedarme en alguna parte a la espera de órdenes de Juan XXII y de frey Robert d‘Arthus-Bertrand, gran comendador de Francia, que a no dudar estarían ansiosos por conocer los enclaves del oro templario, y la fortaleza de Portomarín parecía el lugar adecuado para ello. Abandonamos Villafranca esa misma tarde a lomos de tres buenos jamelgos pardos y atravesamos el estrecho desfiladero del río Valcarce, bordeando escarpados repechos llenos de castaños, que exhibían orgullosos sus punzantes y amenazadores frutos verdes. El dolor de oídos de Jonás no menguaba, y el muchacho presentaba un aspecto macilento y afiebrado. Ni siquiera pareció alegrarse cuando alcanzamos, después de grandes dificultades, la cumbre del monte O Cebreiro, desde donde vislumbramos, a la luz de la luna, el magnífico descenso que nos esperaba en dirección a Sarria. Durante dos noches atravesamos húmedos y lóbregos bosques de robles centenarios, hayas, avellanos, tejos, pinos y arces, y un sinfín de hoscas aldeas cuyos habitantes dormían silenciosamente en sus pallozas de cuelmo mientras los perros ladraban al paso de nuestras cabalgaduras. Mi temor a ser capturados nuevamente por los freires templarios se desvanecía ante la certeza de que sólo unos locos como nosotros se atreverían a viajar de noche por aquellos pagos infestados de zorros, osos, lobos y jabalíes. No es que no tuviera miedo de sufrir el ataque de alguna de esas peligrosas criaturas, es que conocía sus hábitos de caza y sueño, y procuraba que nuestra ruta se alejara lo más posible de sus madrigueras para no alertarles ni provocarles con nuestros sonidos o nuestro olor, al mismo tiempo que mantenía en ristre, por si acaso, la vieja espada de hierro que también me había regalado el freixo.

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