Iacobus - Asensi Matilde 33 стр.


– Como tengo muy buena memoria, en el cenobio me elegían siempre para ayudar en los Oficios y me los aprendí todos de principio a fin -dijo orgulloso-. Ahora ya no me acuerdo muy bien, pero antes podía recitarlos completos, sin equivocarme en nada. La parte que más me gustaba era el Dies Irae.

– Entonces no te será difícil explicar este aenigma.

– Sólo sé que ese árbol es el Árbol de Jesé, que describe la genealogía de Jesucristo, los cuarenta y dos reyes de Judá, basándose en la profecía de Isaías cuyo primer versículo he recitado.

– Puesto que conoces a fondo los Oficios Divinos, dime: ¿en cuál de ellos se recitan los nombres de los cuarenta y dos reyes de Judá?

Jonás hizo memoria.

– En Nochebuena, en el primer Oficio después de la medianoche, el que se celebra para conmemorar el nacimiento de Jesús.

– ¿Aún no caes…? -pregunté viendo su cara de extrañeza-. Bueno, pues dime cómo se conoce popularmente esa primera misa que se celebra después del nacimiento de Jesús.

Su rostro se iluminó con una gran sonrisa.

– ¡Ah, ya! ¡Misa del gallo!

– ¿Del gallo? -inquirió Sara mirando alternativamente al animalito dibujado en el suelo y al dibujado en el cuero.

– Ya vais comprendiendo.

– Pues no -dejó escapar ella con un bufido-. No comprendo nada.

– ¿No…? Pues mirad. Me coloqué en el centro de la cámara y levanté la cabeza hacia la oscuridad que reinaba sobre mi, estirando el cuello como hacía el gallo de los dibujos.

– Liber generationis Iesu Christi, filii David, filii Abraham -comencé a recitar con voz vigorosa. En mi fuero interno rogaba para que no se me olvidara ningún nombre, pues hacia muchos años que no recitaba la genealogía de Jesús, uno de los ejercicios de memoria habituales en los estudios de los muchachos-. Abraham genuit Isaac, Isaac autem genuit Jacob, Jacob autem genuit Iudam et fratres eius, Judas autem genuit Phares et Zara de Thamar, Phares autem genuit Esrom, Esrom autem genuit Aram, Aram autem genuit Aminadab, Aminadab autem genuit Naasson, Naasson autem genuit Salmon, Salmon autem genuit Booz de Rachab, Booz autem genuit Obed ex Ruth, Obed autem genuit Iesse, Iesse autem genuit David regem…

Acababa de terminar el primer grupo de catorce reyes -la genealogía de Cristo siempre se enumera en tres grupos de catorce, tal como la refiere san Mateo en su Evangelio-y me detuve para serenar mi pulso y mi respiración. Nada singular ocurría de momento.

– ¿Habéis acabado ya? -quiso saber Sara con tonillo de ironía.

– Aún le quedan dos grupos de reyes -le explicó Jonás.

Yo continué.

– David autem rex gen uit Salomonem ex ea quaefuit Uriae, Salomon autem genuit Roboam, Roboam autem genuit Abiam, Abias autem genuit Asa, Asa autem genuit Iosaphat, Josaphat autem genuit Ioram, Joram autem genuit Oziam, Ozias autem genuit Joathas, Joathas autem genuit Achaz, Achaz autem genuit Ezechiam, Ezechias autem genuit Manassem, Manasses autem genuit Amon, Amon autem genuit Iosiam, Josias autem genuit Iechoniam et fratres eius in transmigratione Babylonis.

Volví a detenerme después de terminar el segundo grupo, entre las generaciones nacidas antes y después de la deportación a Babilonia. Pero seguía sin ocurrir nada especial.

– Et post transmigrationem Babylonis -continué, un poco desanimado-, Jechonias genuit Salathihel, Salathihel autem genuit Zorobabel, Zorobabel autem genuit Abiud, Abiud autem gen uit Eliachim, Eliachim autem gen uit Azor, Azor autem genuit Saddoc, Saddoc autem genuit Achim, Achim autem genuit Eliud, Eliud autem genuit Eleazar, Eleazar autem genuit Matt han, Matthan autem genuit Jacob, Jacob autem genuit Joseph, virum Mariae, de qua natus est Jesus qui vocatur Christus [46].

Un ruido sordo, como el de un mecanismo que se pone lentamente en marcha, se empezó a escuchar sobre nuestras cabezas en cuanto pronuncié el nombre de Maria. Por más que alcé la antorcha, la luz que ésta irradiaba no llegaba hasta el techo, así que no pudimos ver qué estaba sucediendo allá arriba hasta que una cadena de hierro, gruesa como el brazo de un hombre, entró en el reducido círculo de claridad. Descendía lentamente, desenroscándose con pereza en alguna parte alta de la bóveda. Cuando estuvo al alcance de mi mano la sujeté con vehemencia y, una vez que se hubo detenido, tiré de ella con fuerza. Otro ruido extraño, como de ruedas dentadas que colisionan entre sí, se escuchó en alguna parte tras la pared de roca que teníamos enfrente. Sara dio un paso atrás, cohibida, y se pegó a mi costado.

– ¿Cómo pueden las palabras poner en marcha un ingenio mecánico? -preguntó sobrecogida.

– Sólo puedo deciros que existen ciertos lugares en el mundo en los que losas gigantescas y piedras descomunales, misteriosamente transportadas por el hombre en el pasado más remoto y colocadas en equilibrio sobre zócalos a veces inverosímiles, vibran y braman ante determinados sonidos, o cuando se pronuncian ante ellas unas palabras concretas. Nadie sabe cómo, quién o por qué, pero el caso es que ahí están. En vuestro país se las llama rouleurs y aquí piedras oscilantes. He oído hablar de dos lugares en los que pueden encontrarse, uno en Rennes-les-Bains, en el Languedoc, y otro en Galicia, en Cabio.

La pared de roca se deslizaba suavemente hacia abajo, sin otro ruido que el chasquear de las piezas del artilugio que la movía. El paso quedó al fin libre. Al otro lado vimos una cámara idéntica a la que nos encontrábamos con la única diferencia de presentar unas escaleras que ascendían a un nivel superior.

– Jonás, ¿recuerdas la segunda escena del capitel de Eunate? -dije de pronto evocando el remate de aquella columna navarra.

– ¿Esa en la que el ciego Bartimeo llamaba a gritos a Jesús?

– Exacto. ¿Recuerdas el mensaje de la cartela, que reproducía las palabras de Bartimeo?

– ¡Huum!… Filii David miserere mei.

– ¡Filii David miserere mei! «Hijo de David, ten misericordia de mí», ¿te das cuenta?

– ¿De qué? -preguntó sorprendido.

– Filii David, Filii David… -exclamé-. Bartimeo grita «Hijo de David», que es la expresión utilizada para afirmar la ascendencia real del Mesías, su genealogía. Y el versículo del Evangelio de Mateo comienza Liber generationis Jesu Christi, filii David… ¿No lo ves? Todavía no sé cómo enlazarlo con la puesta en marcha del mecanismo que ha abierto esta pared de roca, pero no dudo que dicha relación existe.

De nuevo comenzó la andadura a través de interminables galerías e interminables pasadizos. Nuestras sandalias habían adquirido el tono rojizo de la tierra y nuestros ojos habían aguzado sus capacidades hasta permitirnos ver en la oscuridad. Ya no necesitábamos inclinarnos para distinguir las marcas en las bocas de los túneles; una ojeada al pasar nos bastaba para apreciarlas con nitidez.

Comenzaba a preocuparme gravemente el hecho de no hallar patrullas de templarios por ningún lado. Había partido de la mazmorra convencido de que antes o después tendríamos que ocultarnos o enfrentarnos a los freires, y el hecho de llevar más de una hora de escapada sin tropezar con un alma viviente empezaba a ponerme nervioso. Ni pasos, ni sombras, m ruidos humanos…

– ¿Qué es eso que se escucha al fondo? -preguntó de repente Sara.

– Yo no oigo nada -afirmé.

– Yo tampoco.

– Pues es un murmullo, como un mosconeo.

Jonás y yo prestamos mucha atención, pero sin éxito. Lo único que se escuchaba era el leve crepitar de la antorcha y el eco de nuestros pasos. Sara, sin embargo, volvió a insistir al cabo de poco:

– Pero ¿de verdad no lo oís?

– No, de verdad que no.

– Pues cada vez es más fuerte, como si nos fuéramos acercando a algo que emite un zumbido.

– ¡Yo si lo oigo! -anunció Jonás con alegría.

– ¡Bueno, menos mal!

– ¡Es un canto! -explicó el chico-. Una salmodia, una suerte de canturreo. ¿No lo escucháis, sire?

– No -gruñí. Seguimos avanzando y, al pasar por delante de una bocamina marcada con la señal triple, percibí por fin el sonido. Era, efectivamente, un canto llano monocorde, un De profundis entonado por un formidable coro de voces masculinas. Ésa era la razón, me dije, de no haber encontrado ni un solo templario desde que escapamos del calabozo: se hallaban todos reunidos al final de aquel pasadizo que acabábamos de emprender, celebrando un Oficio Divino. Nunca, en toda mi larga vida, había tenido ocasión de escuchar a tan nutrido grupo de hombres cantando al unísono y el sentimiento que ello me despertaba era de profunda exaltación, de intenso arrebato, como si la melopea pulsara mis nervios a modo de cuerdas de salterio. El sonido se volvía más y más fuerte conforme nos íbamos acercando, y, al doblar un recodo de la galería, atisbamos también un brillante resplandor. Jonás hizo el gesto de taparse los oídos con las manos, ensordecido por el estruendo del canto -considerablemente acentuado por la acústica de las bóvedas-, pero en ese momento, al finalizar una leve subida en el tono, las voces guardaron silencio de pronto. Un leve retumbo quedó flotando en el aire húmedo y caliente.

Con un gesto imperioso de la mano ordené el máximo sigilo. Acababa de vislumbrar una sombra en el resplandor, un leve movimiento en la luz que procedía del fondo del corredor. Sara y Jonás se pegaron a la roca con cara de espanto. No cabía ninguna duda de que había alguien ahí delante, y era preciso que no nos descubriera. Les indiqué mediante señas que permanecieran inmóviles donde estaban y yo seguí avanzando calladamente, con pasos quedos y conteniendo la respiración. El pasillo se estrechaba como un embudo hasta adquirir proporciones humanas y en su extremo final, frente a una balaustradilla que daba al vacío, vi la espalda de un templario con la cabeza sometida al yelmo y cubierto por el largo manto blanco con la gran cruz bermeja de extremos ensanchados. Parecía estar de guardia y permanecía muy atento a lo que sucedía más allá del barandal. Intentando no ser descubierto, retrocedí con cautela, caminando hacia atrás sin perderle de vista, pero aquel día la diosa Fortuna no estaba de mí parte y un maldito guijarro, pequeño como el diente de un ratón, se incrustó entre las correas de mi sandalia clavándose en mí carne y haciéndome perder el equilibrio. Braceé y oscilé tan silenciosamente como pude, pero la palma de mi mano buscó el apoyo en la piedra y se oyó un chasquido seco. El templario se volvió, supongo que esperando no encontrar nada y, al yerme, sus ojos se desorbitaron y su cara barbuda empalideció. Incrédulo, tardó unos instantes vitales en reaccionar, en decidir qué debía hacer, y, aunque se recuperó rápido, mucho más rápido fue el impulso de mi brazo lanzando con ferocidad el scalpru, que fue a incrustarse limpiamente en su garganta, bajo la nuez, impidiéndole emitir cualquier sonido y segándole la vida. Sus pupilas se tornaron vidriosas e inició el absurdo gesto de bajar la cabeza para mirar el extremo del arma que llevaba en el gaznate, pero no pudo: un río de sangre empezó a manar de la herida y su corpachón se tambaleó. Hubiera caído al suelo como un odre de vino de no haberlo sostenido yo por la cintura.

Después de comprobar que aquel descomulgado estaba bien muerto, le quité rápidamente la capa y me la dejé caer por los hombros y me cubrí la cabeza con el yelmo cilíndrico, pasando a ocupar su lugar en la balaustrada.

Me mantuvo en pie la incredulidad y el deseo de seguir vivo. A mis pies, la más hermosa de las basílicas, rutilante de luz y esplendor, brillaba como uno de esos espejos de mujer exquisitamente engastados con piedras preciosas. Todo el templo estaba hecho de oro puro y un intenso aroma a incienso y otros perfumes se esparcía en el interior. Las dimensiones de aquella gran nave octogonal excavada en la roca superaban con mucho las de Notre-Dame de París, y ninguna de las más fastuosas mezquitas de Oriente, ni siquiera la gran mezquita de Damasco, la alcanzaba en ornato y opulencia: recubrimientos de mármol, colgaduras de terciopelo, bellísimos reposteros, largos paneles de espléndidos mosaicos con motivos del Antiguo Testamento, frescos con escenas de la Virgen, lámparas de bronce, candelabros de oro y plata, joyas, y, en el centro, sobre un entarimado cubierto de alfombras, un altar suntuoso (de unos diez palmos de altura por otros quince o más de longitud), trabajado en filigrana y cubierto por un templete junto al que sermoneaba, en pie, un freire capellán. En torno al ara, cientos de caballeros templarios, atavíados con sus mantos blancos y con las cabezas descubiertas e inclinadas en señal de respeto, permanecían hincados de hinojos y totalmente subyugados por las palabras del sacerdote, que peroraba sobre los valores necesarios para afrontar los malos tiempos y las fuerzas espirituales que debían alimentar a la Orden para llevar a cabo su misión eterna.

Desde mi puesto de observación en aquella estrecha bocamina convertida en balcón de vigilancia, la visión que se me ofrecía era la de un espacio mágico cargado de misterio, y me sentía tan confundido que tardé un poco en descubrir que el altar situado en el centro no era otra cosa que una elegante cubierta cuya única función consistía en custodiar algo mucho más valioso e importante. Todavía escuché un canto más -durante el cual Sara y Jonás se situaron silenciosamente a mi espalda-, antes de caer en la cuenta de que lo que tanta devoción inspiraba a aquellos extáticos y fascinados caballeros del Temple (que, como figuras de piedra, permanecían arrodillados sin mover ni un pliegue de sus mantos) era, ni más ni menos, que el Arca de la Alianza.

¿Cómo explicar la emoción que me supuso descubrir que allí mismo, ante mis asombrados ojos, estaba el objeto más deseado de la historia de la humanidad, el trono de Dios, el receptáculo de Su fuerza y Su poder…? Aunque lo deseaba con toda mi alma -en aras de la moderación-, no podía albergar ningún recelo sobre lo que estaba viendo:

Harás un Arca de madera de acacia -dijo Yahvé a Moisés-, dos codos y medio de largo, codo y medio de ancho y codo y medio de alto. La cubrirás de oro puro, por dentro y por fuera, y en torno de ella pondrás una moldura de oro. Fundirás para ella cuatro anillos de oro, que pondrás en los cuatro ángulos, dos de un lado, dos del otro. Harás unas barras de madera de acacia, y también las cubrirás de oro, y las pasarás por los anillos de los lados del arca para que pueda ser llevada. Las barras quedarán siempre en los anillos y no se sacarán.

En el arca pondrás el testimonio que yo te daré.

Harás asimismo una tabla de oro puro de dos codos y medio de largo y un codo y medio de ancho. Harás dos querubines de oro, de oro batido, a los dos extremos de la tabla, uno al uno, otro al otro lado de ella. Los dos querubines estarán a los dos extremos. Estarán cubriendo cada uno con sus dos alas desde arriba la tabla, de cara el uno al otro, mirando la tabla. Pondrás la tabla sobre el arca, encerrando en ella el testimonio que yo te daré. Allí me revelaré a ti, y sobre la tabla, en medio de los dos querubines, te comunicaré yo todo cuanto para los hijos de Israel te mandaré.

¡Así pues, era cierto que los templarios habían encontrado el Arca de la Alianza! Aquellos nueve caballeros que fundaron la Orden en Jerusalén lograron cumplir la misión encomendada por san Bernardo. Probablemente, un grupo numeroso de freires milites la escoltó en secreto muchos años atrás desde las caballerizas del templo de Salomón en Jerusalén hasta aquellas galerías subterráneas del Bierzo, permaneciendo desde entonces en aquel lugar ignoto.

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