Iacobus - Asensi Matilde 36 стр.


– Lo sé, mi señor -respondí con humildad. No era el momento de mostrarse digno.

– Sin duda, tenéis un claro conocimiento de lo que significa para vos haberos metido en la cama con esa mujer.

– Así es, mi señor.

Ambos hombres me clavaron una mirada fija y lacerante. Para ellos debía resultar incomprensible que un hospitalario de mi rango y formación estuviera dispuesto a perder el manto y la casa, a ser expulsado de la Orden sin honor, por una vulgar aventura de faldas con una judía. Cruzaron una mirada de inteligencia entre sí, y guardaron un seco silencio.

– Está bien -soltó por fin frey Valerio-. No podemos perder el tiempo ahora con estas cosas. Urge que continuéis vuestra misión, hermano Galcerán. Eso es lo único que interesa y lo más importante. Este pequeño incidente debe ser olvidado aquí y ahora. Dejaréis al chico y a la judía en esta fortaleza de Portomarín a cargo de don Pero y culminaréis el trabajo que os encomendó Su Santidad.

Tardé unos segundos en reaccionar y la sorpresa debió reflejarse en mi rostro porque frey Ferrando hizo un gesto de impaciencia, como un padre cansado de soportar impertinencias de su hijo.

– ¿Acaso no habéis comprendido vuestras órdenes? -pregunto irritado.

– Perdonadme, frey Ferrando -repuse recobrando el control-, pero no creo que quede ninguna misión por cumplir. El asunto está zanjado desde que fui capturado por los templarios en Castrojeriz.

– En eso erráis, hermano -denegó-. El oro encontrado no cubre en modo alguno la suma calculada por los procuradores de las comisiones de investigación. Apenas alcanza la ridícula cifra de cincuenta millones de francos.

– ¡Pero eso es una inmensa fortuna! -exclamé. Por un instante estuve tentado de contar lo que había visto en Las Médulas, de hablar sobre la inmensa basílica, el Arca de la Alianza, el cuero lleno de dibujos herméticos…, pero algo me contuvo, un fuerte instinto irracional selló mi boca.

– Eso no es más que una miseria, una insignificancia. Debéis saber que nuestra Orden se encuentra fuertemente endeudada con el rey de Francia por culpa de las costas del proceso (que por estúpidos artificios legales han venido a recaer sobre nosotros), y que las rentas pagaderas de por vida a los antiguos templarios, el mantenimiento de los presos y la administración de los bienes están arruinando nuestras arcas y las arcas de la Iglesia. Así que, vos, hermano, debéis continuar buscando ese maldito oro y hallarlo para vuestra Orden y para el Santo Padre. Cueste lo que cueste.

– ¿Aunque lo que cueste sea mi propia vida?

– Aunque cueste vuestra vida y la de cincuenta como vos, Perquisitore -dejó escapar frey Valerio con una voz fría como el hielo. No tenía mucho tiempo para pensar y necesitaba hacerlo desesperadamente. No negaré ahora que fue durante aquellos escasos minutos (en los que hice mil preguntas irrelevantes para mantener distraídos a frey Valerio y frey Ferrando) cuando organicé, al menos en bosquejo, todos los pasos subsiguientes. En mi corazón, además del amor por Sara y por mi hijo, albergaba el cadáver de mi fidelidad a la Orden sanjuanista. Aquellos a quienes había respetado y admirado no eran más que sombras de una vida pasada a la que no regresaría jamás. Por descontado, no pensaba separarme de la mujer y del chico, que ahora eran mi única Orden, mi único destino y mi único hogar, pero escapar de los hospitalarios, de los templarios y de la Iglesia al mismo tiempo era demasiado para un monje renegado. No podía pensar ni remotamente en imponer a mi noble y viejo padre la infamante carga de esconder en su castillo y sus tierras a un hijo sin honor acompañado por un vástago ilegítimo y una hechicera judía. Era sencillamente impensable. Así que no tenía muchas posibilidades: el mundo era demasiado pequeño y debía meditar con calma las escasas alternativas que se me ofrecían.

– No debéis preocuparos, hermano -añadió frey Ferrando-. Llevaréis una escolta permanente de caballeros sanjuanistas, como antes llevabais una escolta de soldados del Papa. Yo mismo estaré al frente del grupo y hablaréis conmigo como antes lo hacíais con el desaparecido conde Le Mans. Estaréis bien protegido contra los templarios.

– No iré a ninguna parte sin la judía y el muchacho.

– ¿Cómo? -bramó-. ¿Qué habéis dicho?

– He dicho, mi señor, que no iré a ninguna parte ni haré ninguna cosa sin la mujer y el chico.

– ¿Os dais cuenta que seréis severamente castigado por esta desobediencia, hermano?

– No quise ofenderos, mi señor, ni a vos tampoco, frey Valerio, pero no podría encontrar el oro sin ellos. Sería incapaz de continuar la búsqueda yo solo, por eso os pido que les permitáis acompañarme.

– No lo habéis pedido, hermano, lo habéis exigido, y no os quepa ninguna duda de que seréis sancionado por vuestro superior y vuestro capítulo en cuanto volváis a Rodas.

– Muy poco debéis apreciarlos cuando tanto deseáis ponerlos en peligro -apuntó sañudo el de Villares.

No, no deseaba ponerlos en peligro, deseaba sacarlos de aquella capitanía de Portomarín donde sin duda serían retenidos a la fuerza hasta que yo terminase la tarea y luego enviados a remotos lugares donde no pudiese encontrarlos. La incapacidad demostrada para hallar los tesoros templarios sin mi colaboración demostraba bien a las claras que no me dejarían escapar fácilmente aunque me acostara con mil mujeres o incumpliera todos mis votos y todos los preceptos de la Regla hospitalaria.

– Sin ellos no puedo hacerlo -repetí machaconamente.

Frey Valerio y su lugarteniente intercambiaron de nuevo miradas de inteligencia, aunque esta vez había en ellas un algo de desesperación. Debían estar tan presionados como yo y tan preocupados como yo lo estaba minutos antes.

– Está bien -concedió el comendador-. ¿Cómo deseáis continuar? ¿Queréis regresar a Castrojeriz para reemprender la búsqueda desde allí?

– No me parece oportuno -apunté pensativo-. Eso es precisamente lo que los templarios esperan que hagamos. Creo que deberíamos continuar hacia Santiago, ganar la Gran Perdonanza, y regresar sobre nuestros pasos como unos pacíficos concheiros que vuelven a casa con las bien ganadas vieiras en los sombreros y las ropas. La mujer, el chico y yo deberíamos adoptar unos disfraces realmente buenos, muy diferentes a los que hemos utilizado hasta ahora, y eso nos llevará algún tiempo de preparación.

– Tiempo es lo que no tenemos, hermano. ¿Qué necesitáis?

– Cuando lo sepa, mi señor, os lo diré.

Nos separaron. Durante la semana que tardamos en preparar las nuevas personalidades y apariencias, me impidieron dormir con Sara, obligándome a pernoctar en el interior de la fortaleza. La echaba terriblemente de menos, pero me decía que, si quería conseguir un futuro para ambos, un largo futuro, debía someterme con aparente docilidad a los dictados de mis superiores. Frey Valerio desapareció al día siguiente de nuestra conversación, pero el hermano Ferrando de Çohinos se convirtió en mi maldita sombra. Don Pero, por su parte, estaba molesto y se le notaba; no le gustaba verse apartado de un asunto de importancia que se cocía en sus propios dominios, y de muy mala gana permanecía al margen de nuestros tejemanejes sin atreverse a preguntar por miedo a otra desagradable respuesta de frey Ferrando, que no refrenó su lengua cuando el prior de Portomarín intentó meter las narices. Con la ayuda de mucha cerveza, excremento de golondrinas, raíces de avellano, hiel de buey e infusiones de manzanilla, Jonás y yo tornamos rubios nuestros cabellos negros, así como las cejas, que nos dieron bastantes problemas. La barba, para mí, también fue un asunto difícil, pues crecía como una discrepante sombra oscura que delataba el tinte, de modo que tendría que dejarla crecer e ir aclarándola con gran cuidado todos los días. Para Sara, sin embargo, fue mucho más sencillo. Su pelo blanco embebió el cocimiento de bulbos de puerro de una sola vez, y quedó convertida en una hermosa mujer morena, de piel lechosa e inmaculada gracias a los polvos blancos que ocultaron sus lunares. Pasó a ser una gran dama francesa que acudía a Compostela para suplicar por la salud de su esposo enfermo, y que viajaba en un rico carruaje guiado por un palafrenero contrahecho y desdentado (para lo cual añadí giba y cojera a mi figura deforme y pinté de negro alguno de mis dientes) y por su prudente y solícito hermano. Dos hospitalarios de la mesnada de acompañamiento (uno, joven, de mandíbula firme y ojos vacíos, y otro de mediana edad que, aunque hablaba poco, cuando lo hacía mostraba un par de hileras de dientes mal formados y podridos), se convirtieron en soldados al servicio de la distinguida señora, la cual, le expliqué asimismo a frey Ferrando, se detendría a rezar en todos los santuarios del Camino para permitirme realizar cómodamente mis observaciones y estudios, y sería muy generosa en limosnas con los pobres peregrinos y los enfermos, de manera que los ojos del Temple, que esperaban descubrir un trío de fugitivos mendicantes, quedasen cegados por el perfil de un grupo de cinco que dejaba abundantes rastros de riquezas.

Por fin, el decimosexto día de octubre, dejando atrás los robledales de la encomienda, partimos rumbo a Santiago de Compostela. Aunque sólo yo lo sabía, Portomarín había sido el último lugar hospitalario que pisaba en mi vida.

Mientras atravesábamos Sala Regina y Ligonde, mientras parábamos a rezar en la iglesilla de Villar de Donas, y seguíamos por Lestredo y Ave Nostre en dirección a Palas de Rei, en mi mente volaban y se cruzaban como pájaros enloquecidos los enredados elementos que componían nuestra difícil situación.

Nunca es bueno hacer las cosas sin haber previsto antes todos los movimientos posibles de la partida, y yo, mientras guiaba el espléndido tronco de animales del vistoso carruaje negro en cuyo interior viajaban cómodamente Sara y Jonás, con el pensamiento recorría arriba y abajo, abajo y arriba, todas las sendas posibles por donde podrían discurrir los acontecimientos en función de las decisiones que tomara o de las acciones que llevara a cabo. Cuando todo el plan estuvo sólidamente preparado, hice saber a Sara y a Jonás el cuándo, el qué y el cómo de las partes que a ellos les correspondían.

Conforme nos aproximábamos a Compostela, para la que apenas nos faltaban dos días de viaje, grupos incontables de humildes peregrinos avanzaban rápidamente en nuestra misma dirección con las caras rebosantes de entusiasmo, como si después de tan largo viaje -de cientos o miles de millas de andadura- no dispusieran de tiempo que perder ahora que se hallaban a tan escasa distancia de su objetivo. En verdad, incluso desde el pescante podía apreciarse el anhelo violento que brillaba en el fondo de sus ojos por llegar a la adorada ciudad de Santiago.

Aunque realmente no tenía ningún interés en encontrar pistas templarias en los lugares por los que íbamos pasando, tampoco hubiera disfrutado de mejor suerte de estar necesitado de hallarlas, pues parecía que por aquellos pagos gallegos los freires salomónicos poco o nada habían tenido o disfrutado. El Camino, que alternaba parajes de bosque con incontables aldeas en una sucesión rigurosa, se había vuelto recto como un palo y suavemente inclinado, con leves subidas y bajadas, como si estuviera decidido a ayudar amablemente a los peregrinos para que alcanzasen su ansiado destino, y como si ninguna otra cosa tuviera importancia en aquellas tierras verdes, húmedas y frías, en las que reinaba, soberano, el gloriosísimo hijo de Zebedeo (que, para otros, era el gloriosísimo hermano del Salvador, y, para unos pocos iniciados, el gloriosísimo hereje Prisciliano), llamado indistintamente Santiago, Jacobo, Jacques, Jackob o Iacobus.

En el cuarto siglo de nuestra era, Prisciliano, discípulo del anacoreta egipcio Marcos de Menphis y episcopus de Gallaecia, había sido el instaurador de una doctrina cristiana que la Iglesia de Roma condenó inmediatamente por herética. En poco tiempo, sus seguidores se contaban por miles (con numerosos sacerdotes y obispos entre ellos) y su hermosa herejía basada en la igualdad, la libertad y el respeto, así como en la conservación de los conocimientos y ritos antiguos, se extendió por toda la península hispana, e incluso allende sus fronteras. El ingenuo Prisciliano, que acudió confiadamente a Roma para pedir comprensión al papa Dámaso, fue torturado y condenado por los jueces eclesiásticos que le juzgaron en Tréveris, y, finalmente, decapitado sin misericordia. Sin embargo, sus seguidores, lejos de dejarse atemorizar por las amenazas de la Santa Iglesia de Roma, recuperaron el cuerpo descabezado de Prisciliano devolviéndolo a las Hispanias, y su herejía siguió propagándose por todas partes como un fuego griego. Muy pronto, la tumba del mártir hereje, que había sido un hombre bueno, se convirtió en lugar de masivas peregrinaciones y, como ni los siglos ni los enormes esfuerzos derrochados por la Iglesia consiguieron terminar con esta costumbre, el largo brazo eclesiástico hizo de nuevo aquello que tan magníficamente había demostrado saber hacer: del mismo modo que inventaba santos inexistentes, transformaba las celebraciones de los antiguos dioses de la humanidad en fiestas cristianas o maquillaba las vidas de personajes populares -casi siempre paganos o iniciados-, para ajustarlas a los cánones romanos de la santidad, aprovechando el transitorio olvido en el que había quedado el sepulcro de Prisciliano por la confusión, la muerte y el terror que supuso para la península la invasión árabe del siglo octavo, transformó el sepulcro de Prisciliano en el sepulcro del apóstol Santiago el Mayor, hermano de san Juan Evangelista, e hijo, como éste, del pescador Zebedeo y de una mujer llamada María Salomé, dotándole de una hermosa leyenda cargada de milagros que justificaran lo imposible, pues ni Santiago el Mayor había venido nunca a Hispania, como se demostraba en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles, ni su cuerpo, curiosamente también decapitado, había regresado a ella desde Jerusalén en una barca de piedra empujada por el viento.

Tres días después de salir de Portomarín, bajo un sol blanco que apenas calentaba los huesos, entramos, cruzando la Porta Franca, en la muy noble e ilustre ciudad de Compostela, donde, según dicen, todos los milagros son posibles.

– ¡Al fin! -gritó Jonás varias veces, teniendo como fondo la risa alegre y chispeante de mi dama hechicera. Los dos freixos hospitalarios que cabalgaban a nuestro lado continuaron altaneramente impasibles.

Un enorme tráfago confuso de hombres de todas las razas y lenguas, y de animales de toda índole, taponaba las calles angostas, retorcidas, cenagosas y pestilentes de la ciudad. Para quien, como yo, había viajado por las grandes ciudades del orbe, tanto en Oriente como en Occidente, la población de Santiago, uno de los tres Axis Mundi, constituía el mayor desengaño que pudiera imaginarse. Ni siquiera la impresionante rúa de Casas Reais, flanqueada por ricos palacios y casas solariegas, presentaba mejor cariz en cuanto a suciedad y hedor que la populachera Vía Francígena, permanentemente abarrotada por una turba vociferante de mesoneros, mercaderes, mendigos, rameras, cambistas y vendedores de amuletos y reliquias. Pero cuando ya desesperaba de no hallar nada digno en aquel execrable lugar, ahogando mis arriesgados planes en una ciénaga de vacilaciones provocadas por el ambiente, el carruaje, torciendo por una calleja miserable, enfiló de lleno hacia la deslumbrante basílica del Apóstol, frente a la cual cientos de peregrinos se aglomeraban como una masa grotesca y maloliente de carne humana y harapos sucios, bien empujándose unos a otros para atravesar el pórtico, bien besando el suelo largamente deseado, o bien arrodillados en actitud fervorosa, con la cabeza inclinada y descubierta, y el bordón (¡compañero de tantos días!) caído en los adoquines y abandonado. Era imposible atravesar aquella muchedumbre con el tronco de cabalbs, así que dimos media vuelta y buscamos otras rúas por las que llegar hasta nuestro alojamiento, en el palacio de Ramirans. Bueno, en el palacio se alojarían Sara, Jonás y la escolta, porque yo, tal y como esperaba, descansaría mis huesos en un rincón del guadarnés de las caballerizas, entre sillas, arreos, correajes y jaeces. Era un detalle importante, porque si durante el día los ojos de frey Ferrando y de sus hombres no se apartaban de nosotros, de noche, y con las debidas precauciones, un hombre solo, un criado anónimo, podía abandonar silenciosamente el palacio sin

ser advertido. La tarde de nuestra llegada, Sara y Jonás salieron de compras por la ciudad mientras yo me quedaba en las cuadras limpiando y cepillando a los animales. Los freires hospitalarios de nuestra comitiva tuvieron, pues, que dividirse también, y uno de ellos, el más joven, permaneció a mi lado, primero sin despegar los labios y luego, después de un par de partidas de damas, hablándome incansablemente de las producciones agrícolas y las rentas anuales de nuestras capitanías. Le escuché con suma atención, como si aquello que me estaba contando, y que me aburría hasta el infinito, fuera lo más interesante que había oído en toda mi vida, de modo que le hice muchas preguntas atinadas, ahondé en los asuntos que más parecían importarle, y concluí con él en que nuestra Orden debería llevar a cabo una mejor gestión de los cultivos de cereales y vides para aumentar los rendimientos. A cambio de soportar pacientemente semejante monserga obtuve su agradecida estima y, con ella, el menoscabo de su vigilancia.

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