Cuando por fin, esa noche, el palacio quedó en silencio y yo me encontré solo en el guadarnés, me deshice de mi disfraz de auriga cojo, giboso y desdentado, y me imbuí en las ropas de chalán que Sara y Jonás habían comprado esa tarde para mí -de acuerdo con mis indicaciones- y que me habían hecho llegar disimuladas en un hatillo de vestiduras usadas de Jonás. Hundí la cabeza en un bonete de fieltro para ocultar mis cabellos rubios y salí del palacio escondiéndome entre los criados y sirvientas que regresaban a sus hogares. Antes de que el grupo se hiciera peligrosamente pequeño, dirigí mis pasos hacia la primera taberna que encontré en el camino y, ya en ella, sentado en un oscuro rincón y dando grandes tragos de esa bebida caliente y dulzona que los gallegos elaboran con manzanas, redacté la comprometida misiva que nos sacaría para siempre (al menos así lo esperaba) de aquella peligrosa situación. No estaba dispuesto a ser separado de Sara, a la que amaba más que a mi vida, ni de mi hijo, a quien deseaba ver convertido en un hombre, mientras yo envejecía ejerciendo mis funciones de médico en Rodas bajo la estrecha vigilancia de mis superiores. Y todo esto en el mejor de los casos, pues en el peor (es decir, si escapábamos), seríamos perseguidos incansablemente por la Iglesia y el Hospital, ávidos de riquezas y poder, y también por los templarios, deseosos de mantener el secreto de sus valiosos depósitos y, sobre todo, de silenciar la existencia del Arca de la Alianza. No habría lugar en el mundo en el que pudiéramos escondernos y, como lo sabía, como quería vivir en paz, sin miedo, abrazando todas las noches el cuerpo cálido de Sara y viendo crecer a mi hijo, debía escribir, sin dudarlo, aquella arriesgada nota.
A la muerte de don Rodrigo de Padrón, acaecida el año anterior, había sido nombrado como arzobispo de Santiago don Berenguel de Landoira, hombre de reconocidas simpatías por la Orden del Temple y que, según se rumoreaba, había colocado secretamente a más de un antiguo freire salomónico entre los miembros de su séquito, sus consejeros y los servidores de su palacio. Él era el destinatario de mi carta, así que me encaminé hacia su residencia, paredaña a la catedral, y tabaleé sigilosamente en la puerta. El frío era tan intenso que salían nubes de vaho de mi nariz y mi boca. Pasado un rato grande sin que nadie acudiera a abrirme, insistí, y, al final, la cara de un muchacho somnoliento asomó por el ventanillo.
– Pax Vobiscum.
– Et cum spiritu tuo.
– ¿Qué buscáis a estas horas en la casa de Dios?
– Quisiera entregaros una carta para don Berenguel de Landoira.
– El arzobispo duerme, señor. Volved mañana.
Me impacienté. Tenía mucho frío y había empezado a lloviznar.
– ¡No quiero entregar una carta a don Berenguel de Landoira, muchacho! ¡Quiero entregaros una carta para don Berenguel de Landoira!
– ¡Oh, sí, señor, perdonadme! -murmuró atribulado-. No os había comprendido bien. Dádmela, señor, yo se la haré llegar por la mañana.
– Escucha, chico, esta misiva es muy importante y debe ser leída sin falta por el arzobispo. Como quiero que al despertar recuerdes bien este recado y no te demores en su cumplimiento, toma -le dije alargándole el pliego junto con una moneda de oro-, aquí tienes una buena gratificación.
– Gracias, señor. No os preocupéis. Regresé al palacio de Ramirans y dormí como un leño hasta el día siguiente.
Había decidido pactar con el diablo. Nunca he sido un buen comerciante, pero tenía algo que vender y sabía que el diablo pagaría cualquier precio por obtenerlo. Por eso, al atardecer del día siguiente, mientras Sara y Jonás, escoltados por los dos sanjuanistas, acudían a la catedral para visitar la tumba del Apóstol, yo volví a cambiar mi indumentaria y apariencia y abandoné el palacio detrás de ellos.
Me sumergí en la abigarrada multitud de seres que pululaban por las cenagosas rúas de Compostela y después de deambular un rato contemplando las mercaderías que se brindaban en los tenduchos colocados bajo las arcadas, compré un trozo de empanada de miel y dirigí mis pasos hacia la catedral. No sabía quién se aproximaría hasta mí en medio de la multitud, pero, fuera quien fuera, debería llevar un bordón adornado con lazos blancos. Una tontería, sí, pero me había apetecido gastar una humorada al desgraciado mensajero. Paseé indolente entre la masa de harapientos peregrinos llegados aquel día a la ciudad, sabiendo que los ojos de cien templarios me observaban desde distintos puntos de aquella animada explanada, y terminé con calma mi empanada de miel. Había elegido aquel lugar precisamente por estar tan concurrido. De otro modo, mi vida no hubiera estado segura. Entre la muchedumbre, jamás se atreverían a hacerme nada.
Sentí un fuerte golpe en un costado y, antes de que tuviera tiempo de girarme, una mano deslizó subrepticiamente algo en el bolsillo de mi faldellín.
– ¡Perdón, hermano! -exclamó regocijado un sucio peregrino. Su boca sonreía aviesamente mientras exhibía ante mí un alto bordón cargado de cintas blancas. Pero ni el sombrero de ala ancha, ni las ropas, ni la barba larga y mugrienta consiguieron despistarme: aquel hombre que se alejaba con paso ligero era, sin duda alguna, Rodrigo Jiménez, más conocido por nosotros como Nadie. Apreté los dientes y mis pupilas le siguieron, relampagueando de hostilidad, hasta que se perdió entre la multitud.
Lo cierto es que estuve a punto de arrepentirme, pero hay momentos en la vida en los que intentar retroceder te hace perder pie y caer ruidosamente, así que, a despecho de mi propia y furiosa desesperación, decidí que, a pesar de todo, debía continuar adelante. Me uní al tropel que intentaba llegar hasta el templo para entrar en él por la puerta occidental, por el llamado Pórtico de la Gloria. Empujado por la marea humana, avance a ciegas hasta encontrarme, de pronto, frente a un impresionante prodigio de belleza tallada en piedra: presidido por una figura del Salvador de tamaño descomunal, de al menos tres alzadas, y abarrotado de personajes del Apocalipsis y de los Evangelios, un tímpano gigantesco coronaba la puerta de entrada a la catedral en cuyo parteluz descubrí, de manera casi instantánea, el símbolo que había guiado mi destino durante los últimos y largos meses… Santiago Apóstol apoyaba sus pies sobre un Árbol de Jesé ¡y sus manos sobre un báculo en forma de Tau!
Me sentí mareado, aturdido, demasiado cansado para intentar comprender aquellas señales, aquel conjunto de señales que saltaban desde el Pórtico hasta mi con refinada crueldad. Me negué en redondo a poner mi mano sobre el tronco del Árbol de Jesé, como estaban haciendo todos los peregrinos, y tampoco golpeé mí cabeza con la cabeza de piedra de la grotesca efigie que, de espaldas al pórtico, miraba imperturbable hacia el interior del templo. Me estaba preguntando quién sería aquel duende, cuando oí a unos peregrinos aragoneses explicarse mutuamente que aquella figura achaparrada era la de un tal maestro Mateo, el artífice del pórtico. ¡Qué cosas!, pensé entre divertido y perplejo, la gente hacía, sin saberlo, el gesto de la transmisión del conocimiento con un maestro constructor indiscutiblemente iniciado. Cerré los ojos y me dejé arrastrar de nuevo por la marea. En el interior, rutilante de luces y resplandores de oro y piedras preciosas, vi gentes llorando por la emoción, gentes arrodilladas, encogidas sobre si mismas, gentes pasmadas, gentes boquiabiertas que no podían dejar de mirar las inconmensurables riquezas que les rodeaban. Gentes, gentes, gentes… Por todas partes gentes venidas de todas partes. Y el apestoso hedor que desprendían aquellos pobres cuerpos se mezclaba con un penetrante olor a incienso que se combinaba, a su vez, con los efluvios de los sahumerios y con el aroma de los millares de flores de los altares (el de San Nicolás, el de la Santa Cruz, el de Santa Fe, el de San Juan Evangelista, el de San Pedro, el de San Andrés, el de San Martín, el de Mª Magdalena, el del Salvador, el de Santiago…).
No sé bien cómo llegué hasta el altar del presbiterio, el altar mayor, bajo el cual se encontraban, en un arca de mármol, las supuestas reliquias del bendito Apóstol Santiago. El tabernáculo era de gran tamaño: tenía cinco palmos de altura, doce de longitud y siete de anchura, y estaba cerrado en su parte delantera por un frontal bellamente trabajado en oro y plata en el que podían verse los veinticuatro ancianos del Apocalipsis, la figura de Cristo y las de los doce apóstoles. Este altar, bajo el que reposaba, como he dicho, el sepulcro invisible de Santiago, estaba cubierto por un templete cuadrado apoyado sobre cuatro estilizadas columnas y decorado por dentro y por fuera con admirables pinturas y dibujos y con diversos adornos. ¿Qué otro lugar mejor podría encontrar para leer el mensaje escondido por Nadie, el espía, en el bolsillo de mi faldellín? Aunque hubiera agitado un paño rojo hasta cansarme los brazos, nadie me hubiera prestado la menor atención. Gracias por tu colaboración, venerable Prisciliano, pensé mirando el sepulcro. Que por los siglos de los siglos continúes recibiendo la adoración del mundo, aunque sea bajo un nombre falso.
Si, como parecía, yo estaba dispuesto a negociar, indicaba la nota, Manrique de Mendoza me esperaba, una semana después, en el Fin del Mundo… Me quedé helado. ¡Sólo tenía una semana para acabar con mi vida pasada y llegar hasta el final de la tierra con Sara y con Jonás! Noté que la piel se me erizaba (como cuando Sara me mordisqueaba la oreja) y que un sudor frío me recorría la espalda. ¡Piensa, Galcerán, piensa!, me repetía incansablemente mientras regresaba corriendo al palacio Ramirans por las callejuelas más atestadas y bulliciosas que pude encontrar.
Entré en los establos, recuperé mi disfraz de postillón desdentado, y dispuse un montón de forraje para que comieran los caballos. Luego me senté sobre el jergón del guadarnés y cerré los ojos, concentrándome en el problema, decidido a no moverme de allí hasta dar con la solución, pero no pude permanecer en esta postura durante mucho tiempo porque, con el plan de fuga a medio esbozar, me di cuenta que necesitaba una gran cantidad de información de la que no disponía, así que, renqueando, y simulando una apatía que estaba muy lejos de sentir, me dirigí a las cocinas del palacio para charlar con los sirvientes.
Esa noche, después de cenar, cuando Jonás asomó la nariz por las caballerizas como estaba convenido, vio que nuestros animales tenían puestas las gualdrapas y se quedó un rato hablando conmigo.
Tres horas más tarde, siendo todavía noche cerrada, mi dulce Sara (vestida con ropas de hombre), el muchacho y yo, abandonábamos calladamente el palacio, llevando los caballos por las riendas. (Para evitar el ruido de los cascos contra el empedrado, habíamos enrollado las patas de los animales en trozos de gruesa tela que luego, cuando nos hubimos alejado lo suficiente, les quitamos.) Poco antes de sumarnos a la fila de carros y peregrinos que esperaban adormilados la apertura de la Porta Falguera para salir de la ciudad, nos detuvimos en una pequeña plaza silenciosa en la cual embadurnamos nuestras caras y manos con una fina capa de ungüento de color ocre rojizo, envolvimos nuestras cabezas en largas tiras de paño oscuro, a modo de turbantes -grandes, por cierto, como ruedas de molino-, y nos dejamos caer encima unas amplias túnicas que nos cubrieron hasta los pies.
Los sanjuanistas no tardarían mucho en descubrir nuestra ausencia (aunque, para ganar todo el tiempo posible, habíamos rellenado los lechos con almohadones), y se lanzarían con saña en pos nuestro en cuanto descubrieran que habíamos conseguido burlar su torpe vigilancia. Si también conseguíamos engañar a los guardias de la Porta Falguera con nuestros disfraces de musulmanes, ganaríamos, además, uno o dos días de ventaja, lo que haría prácticamente imposible nuestra captura.
Salir de la ciudad resultó mucho más fácil que entrar. Nunca te piden los salvoconductos cuando te marchas de un sitio, así que, convertidos en tres mercaderes árabes, dejamos atrás Compostela sin despertar ninguna curiosidad y, apenas hubimos traspasado las viejas murallas de la ciudad, montamos velozmente en las cabalgaduras (yo en una y ellos, por su peso más ligero, juntos sobre la otra), y salimos al galope hacia la costa más próxima, hacia la cercana localidad de Noia, de la que tanto había oído yo hablar durante mis largos años de estudio en Oriente. No podía dejar de pensar, pues, en el misterioso destino que teje los hilos de los acontecimientos de nuestras vidas.
A la entrada de Brión nos deshicimos de los disfraces (aunque Sara siguió usando ropas de hombre y sombrero ancho para recogerse el cabello), y continuamos adelante. Llegamos a Noia al mediodía, cruzamos sus estrechas y señoriales calles, y bajamos hacia la ría con la esperanza de encontrar una barca que navegara hacia el norte a lo largo de la costa. Unos viejos descansaban sentados sobre unos cubos de madera y al fondo, recortadas contra un monte, se veían numerosas barquichuelas abandonadas en la arena. Respiré con placer el aire salado; ¿sería éste el principio de la libertad? Naturalmente, nuestra llegada había llamado la atención de los lugareños y avanzábamos rodeados por un grupo de niños que corrían al paso de nuestros caballos profiriendo alaridos. Los viejos se nos quedaron mirando mientras nos acercábamos.
– ¿Qué buscáis? -preguntó uno de ellos.
– Una embarcación de cabotaje que nos lleve al muelle de Finisterre.
– Hasta la pleamar no la hallaréis, señor.
– ¿Cuánto falta? -pregunté inquieto; necesitaba tiempo para hacer lo que tenía que hacer.
– Unas diez o doce horas -dijo otro con una sonrisa malévola en los labios.
– ¿Por quién debo preguntar?
– Por Martiño. Él tiene la barca más grande. Transporta ganado y mercancías desde Muros al cabo Touriñán.
– ¿Admite pasajeros?
– Si pagan bien…
– Pagaremos bien.
– Entonces os llevará donde queráis.
– ¿Hay algún lugar para descansar hasta que suba la marea? -quiso saber Jonás.
– La taberna está ahí mismo -intervino uno de los niños señalando con el dedo hacia una hilera de casas bajas pegadas a la playa-. Mi padre os atenderá. Es el dueño.
Acompañé a Sara y a Jonás hasta la puerta del establecimiento y les anuncié que les abandonaba por unas horas.
– ¿No entras con nosotros? -se sorprendió Sara.
– No puedo -le expliqué poniendo la palma de mi mano sobre su mejilla-. Debo hacer algo muy importante. Pero estaré de vuelta antes de que suba la marea. Te lo prometo.
– ¡Yo quiero ir con vos! -protestó mi hijo. -
No. Lo que tengo que hacer, debo hacerlo solo. Además, tú debes cuidar de Sara hasta mi regreso.
Le entregué a Jonás las riendas del caballo y me alejé de la ría caminando, internándome de nuevo en las callejuelas empedradas. Mis pasos me llevaron, como si conocieran el camino, hasta el pequeño cementerio de la iglesia de Santa María. ¿Cuántas veces había escuchado de boca de los viejos maestros sus propias muertes ocurridas en este mismo lugar? No me cabía ninguna duda de que el destino había reservado para mí la misma experiencia. Y estaba preparado.
Me detuve frente a los montones de losas apiladas, unas sobre otras, contra los muros de la iglesia y me recreé contemplando los dibujos grabados en ellas desde tiempos inmemoriales. Según la tradición, la barca de Noé se detuvo en Noia tras el Diluvio Universal y aunque esto, naturalmente, no era más que un mito, este mito ocultaba una verdad mucho más importante y secreta. Es cierto que después de un gran desastre que asoló la tierra, una nao había arribado hasta Noia. Pero no era Noé quien viajaba en ese barco, como tampoco era Santiago quien estaba enterrado en Compostela.