Manrique me miró estupefacto, paralizado por la sorpresa. No sé qué demonios había esperado que le pidiera, pero, por la cara que puso, aquello no lo tenía previsto. De repente soltó una de sus estruendosas carcajadas.
– ¡Vivediós, Galcerán de Born! Siempre conseguís sorprenderme. ¿Y por qué tendríamos que concederos tan extraordinaria petición? ¡El Perquisitore suplicando al Temple un rinconcito en el que enterrarse y morir! ¡A fe mía que esto no me lo esperaba!
– Tendréis que concederme lo que os pido por varias razones. La primera, porque he visto el Arca de la Alianza -Manrique dio un respingo involuntario- y sé dónde la tenéis guardada, y aunque la hubierais cambiado de refugio, el mero hecho de saber con certeza que está en vuestro poder convocaría a todos los reyes cristianos de Europa en vuestra contra, incluidos los que se han portado misericordiosamente durante el proceso.
– Con mataros… -masculló cargado de odio-. Además, ¿quién me asegura que no habéis hablado ya sobre ello con el papado y con el Hospital y que todo esto no es más que una asquerosa trampa? ¿Cómo puedo saber que el secreto del Arca continúa seguro?
– Matarme no serviría de nada, sire, puesto que Sara y Jonás también conocen el lugar donde está oculta y se encargarían de propagarlo a los cuatro vientos antes de que les dierais alcance, lo que os resultaría, en cualquier caso, muy perjudicial. Respecto a si he guardado el secreto del Arca, no tengo más pruebas que la propia estupidez y avaricia de Su Santidad y de mis superiores: ¿ creéis realmente que si yo hubiera hablado del Arca cuando escapamos de Las Médulas hace un mes, habrían esperado tanto tiempo para enviar sus huestes a las galerías subterráneas del Bierzo? Por más que yo hubiera suplicado prudencia y sigilo (aunque no sé muy bien con qué objeto), a estas horas los túneles estarían plagados de soldados.
Manrique permaneció en silencio.
– La segunda razón por la cual accederéis a mi petición -dije sin ofrecerle una tregua-, es que conozco perfectamente la manera de encontrar vuestro oro, y no me estoy refiriendo a la clave de la Tau, sino a la forma, al procedimiento que utilizáis para esconder los tesoros. Sé que esta clave no es la única, que hay otras muchas de similares características, y no creo que me costase demasiado trabajo dar con ellas. Aunque, estoy pensando que, en realidad, podría continuar un poco más con la Tau, porque es imposible que hayáis logrado cambiar de lugar todas las riquezas ocultas bajo este signo. Por otro lado… -continué-, por otro lado, sé que no sólo tenéis el Arca de la Alianza, sino que también poseéis el tesoro del Templo de Salomón. ¿Me equivoco? -La cara de Manrique era una máscara de piedra-. Siempre se ha rumoreado que los templarios poseíais ambas cosas, el Arca y el tesoro del Templo, pero nunca pudo probarse. Sin embargo, si tenéis una de ellas, como yo sé con total certeza, ¿por qué no ibais a tener también la otra? Y os apuesto lo que queráis a que está también en Las Médulas, ya que es el único lugar que ofrece las garantías de seguridad necesarias para algo tan valioso.
– Nadie lo encontrará nunca -afirmó torvamente. Yo, en aquellos momentos, interpreté sus palabras como una señal de que había decidido matarme.
– Ya os he dicho, Manrique -exclamé precipitadamente-, que todavía tengo algo más que ofreceros.
– ¡Hablad, maldita sea! ¡Terminad de una vez!
– El pergamino de claves.
– ¿El pergamino de claves…? ¿Qué pergamino de claves?
– El pergamino de claves que encontré en la cripta de San Juan de Ortega, un rollo de cuero lleno de signos herméticos y textos latinos escritos en letras visigóticas que empieza con un versículo del Evangelio de Mateo: Nihil enim est opertum quod non revelabitur, aut occultum quod non scietur, «Nada hay oculto que no llegue a descubrirse, ni secreto que no venga a conocerse».
Aunque no moví un músculo de la cara, por dentro mi espíritu estaba pletórico de satisfacción. Había ganado la partida, me dije orgulloso. Jaque mate.
– Si -sentencié-, ese pergamino de claves.
La máscara de piedra de Manrique de Mendoza había pasado a convertirse en el rostro demudado de un hombre incrédulo, apabullado, aplastado bajo un peso indecible caído súbitamente sobre sus hombros. La sangre había huido de sus mejillas y sus ojos empezaron a emitir una luz de desvarío.
– No, no es posible… -tartajeó-. ¿Cómo…?
– ¿Es que acaso no habíais advertido su pérdida? -quise saber con inocencia.
– Sólo hay tres copias -dijo pasándose la mano por la frente para secar un sudor frío y oleoso-. Sólo hay tres copias en todo el orbe. Y sólo dos personas saben dónde están esas copias: el gran maestre y el comandante del Reino de Jerusalén, nuestro tesorero general. Ni siquiera yo estaba al tanto de que una de ellas se hallaba oculta en San Juan de Ortega.
– Mala táctica -afirmé fingiendo pesar-. Supongo que vuestra Orden está persuadida de poseer un sistema de seguridad infalible.
– ¿Qué duda cabe? Pero ¿cómo supisteis vos de qué se trataba?
– En realidad, sólo estaba seguro de su importancia como códice de claves. En cuanto a su contenido, todavía no tengo claro si se trata de algo parecido a una llave universal que permite el acceso a cualquier lugar secreto de vuestra Orden, o si sólo vale para llegar hasta el Arca de la Alianza y el tesoro del Templo de Salomón. En cualquier caso, conozco su valor, sire, y os repito que obra en mi poder.
– ¿Lo lleváis encima? Dejadme verlo.
No pude creer lo que acababa de oír. O Manrique me creía tonto, o el tonto indiscutible era él. La sorpresa debió reflejarse en mí cara, porque a renglón seguido el de Mendoza dejó escapar una carcajada.
– ¡Bueno! -exclamó de excelente humor-. ¡Tenía la obligación de intentarlo! Vos habríais hecho lo mismo.
– Permitid que os aclare algunas cosas -exclamé enojado-. Si no regreso hoy mismo junto a Sara y a Jonás…
– ¿Por qué pronunciáis siempre su nombre en primer lugar? ¿Es que ya la habéis hecho vuestra?
Me abalancé sobre Manrique y, antes de que tuviera tiempo de reaccionar, le clavé el puño en la boca. Pero si había supuesto que la debilidad de su corazón le iba a impedir responder a mi ataque, me había equivocado por completo. Saltó sobre mí como un toro y me incrustó la cabeza en el estómago, doblándome en dos y dejándome sin aliento, propinándome, a continuación, un rodillazo tremendo en la barbilla.
– ¡Basta ya! -gritó entre jadeos, alejándose con paso inseguro-. ¡Basta ya!
Su labio estaba partido y la sangre le chorreaba por el mentón.
– ¡Bellaco mal nacido! -le espeté desde el suelo, respirando afanosamente.
– ¡Si no fuera porque cumplo órdenes, no saldríais vivo de aquí!
– ¡Miserable! -exclamé mientras me incorporaba con dificultad y recuperaba el resuello. Sacudí mis ropas y le miré desafiante-. Si no regreso hoy mismo junto a Sara y a Jonás, ellos tienen instrucciones para hacer llegar el pergamino a manos del gran comendador hospitalario de Francia, frey Robert d‘Arthus-Bertrand, duque de Soyecourt, de quien sin duda habréis oído hablar. Sin embargo, si llegamos a un acuerdo, yo mismo os lo entregaré en cuanto la mujer, el chico y yo estemos a salvo.
Manrique continuó en silencio. Sus ojos cansados recorrieron el acantilado, deteniéndose en la forma borrosa de la barca de Martiño.
– Ella está allí, ¿verdad? -preguntó con una repentina tristeza. Entonces lo comprendí todo. Todavía amaba a Sara.
Por primera vez en mi vida, sentí el aguijonazo de los celos atravesándome el corazón. Me pregunté qué diría ella, qué sentiría si lo supiera. ¿Desearía volver con él? ¿Le había amado más de lo que me amaba a mí…? No, me dije, los ojos de Sara no sabían mentir. El cuerpo de Sara no mentía jamás.
– Vos habéis elegido la libertad -dejó escapar Manrique por fin-. Yo siempre he obedecido órdenes. Vivimos tiempos difíciles y alguien tiene que hacer el trabajo sucio.
– ¿Aceptáis mi propuesta? -le urgí, volviendo sobre el asunto que nos ocupaba. Tenía prisa por volver junto a Sara, por salir de allí.
– No.
– ¿No?
Sabia que podía ocurrir, contaba con esa posibilidad, pero en el fondo de mi corazón había deseado tanto que aquello saliera bien que la negativa me desconcertó.
– ¿No? -repetí incrédulo.
– No.
Se dejó caer pesadamente sobre la roca que le servia de asiento y me miro.
– Vos habéis expuesto vuestras necesidades y lo que deseáis de nosotros. Ahora me toca a mí exponeros lo que el Temple quiere de vos.
– ¿No es bastante mi silencio, mi desaparición, la entrega del pergamino?
– No digo que no sea interesante -sonrío-. Es más, estoy seguro de que mi Orden hubiera valorado muy positivamente vuestro ofrecimiento de no mediar otros intereses fundamentales. Habría sido una manera sencilla de resolver un problema que está manteniendo ocupadas a una parte importante de nuestras fuerzas. Pero hay algo que la Orden del Temple necesita por encima de cualquier otra cosa, y sin eso no hay trato posible.
– ¿Qué es lo que deseáis?
– A vos, Galcerán de Born. A vos.
Creía que no le había comprendido bien, y repasé varias veces en mi mente su respuesta hasta que se hizo la luz en mis duras entendederas.
– ¡A mí!
– ¿No os parece que ha llegado la hora de tomar algún alimento? El sol está alto y todavía nos queda mucho de que hablar. En las alforjas traigo pan, queso, pescado seco, tocino ahumado, manzanas y un buen pellejo de vino ¿Os apetece?
– No tengo hambre.
– Bien, pues permitid que yo tome algo. El aire del mar me abre el apetito.
Comió frugal y rápidamente, y yo, por no dejarle solo, mastiqué sin ganas un poco de pan y un resto de queso. El vino, fuerte y transparente, nos relajó el humor y, para cuando hubimos acabado con las viandas, proseguimos con la charla.
– ¿Qué es lo que el Temple quiere de mí? ¡Sería absurdo que me pidierais que tomara los votos templarios cuando acabo de abandonar los votos hospitalarios!
– El Temple no os quiere a vos, Galcerán de Born. El Temple quiere al Perquisitore.
– ¡Yo soy el Perquisitore! -repuse indignado.
– ¿Y cuántos como vos creéis que existen? ¡Ninguno! Bien a las claras ha quedado. Por eso os necesitamos. No os pedimos que profeséis en nuestra Orden, ni que renunciéis a la vida que deseáis. Sólo queremos que trabajéis para nosotros, y el pago que obtendréis a cambio será todo cuanto habéis pedido, y tal vez mucho más, pues estamos convencidos de que un hombre como vos se verá ampliamente recompensado por el hecho de formar parte de los proyectos en los que estamos trabajando.
– ¡Cuánta presunción! Esa actitud no hace sino desmerecer vuestra oferta.
– ¡Esperad, que no he terminado!
Su rostro reflejaba una íntima satisfacción, una secreta complacencia que no pude comprender. ¿Por qué debía ceder a su demanda? Yo tenía mis armas y las había esgrimido: si no me daban esto yo haría lo otro, y no había más discusión, aunque debo confesar que sentía una gran curiosidad por la propuesta de Manrique.
– El Capitulo General de la desaparecida Orden del Temple, celebrado hace pocos días en Portugal, decretó como objetivo prioritario conseguir la colaboración del Perquisitore en ciertas empresas que estamos llevando a cabo. Debéis saber que el papa Juan XXII ha autorizado una nueva Orden Militar en Portugal, la Orden de los Caballeros de Cristo.
– ¡La autorizó por fin!
– ¡Ah, conocéis el tema! Bien, entonces ya sabréis que el rey de Portugal, Don Dinis, es un ferviente aliado nuestro y que con la fundación de esta nueva Orden, que se creará oficialmente el año próximo, pretende facilitar nuestra supervivencia y devolvernos nuestras posesiones lusitanas, que habían pasado legalmente a sus manos por la bula disolutoria del fallecido papa Clemente V.
– A quien vos mismo matasteis.
– ¿También sabéis eso? -se sorprendió-. ¡Caramba, caramba, Galcerán, sois realmente mucho más listo de lo que nadie pueda imaginar! ¿Os lo ha contado Sara?
– No. Ya os dije que Sara siente una inmensa lealtad hacia Evrard y hacia vos, y hacia la Orden del Temple en general. En realidad fue François, el mesonero de Roquemaure.
– ¡Oh, si, le recuerdo!
– El buen hombre anotó los nombres de los dos médicos árabes que atendieron a Su Santidad, Adab Al-Acsa y Eat Al-Ye-dom, «Castigo de los templarios» y «Victoria de Molay».
– De veras que no puedo creer lo que estoy oyendo… -murmuro con creciente admiración-. En otro momento os preguntaré cómo sabéis tanto sobre esta historia. Es cierto, a Evrard y a mi nos correspondió el honor de ajusticiar a esos canallas. Ya os he dicho que alguien tiene que hacer siempre el trabajo sucio, y nosotros lo hicimos realmente bien, debéis reconocerlo. Pero, si os place, dejad que continúe con lo nuestro, que todavía tengo mucho que decir.
– Adelante. Os escucho.
– Bien, la situación es la que os estaba contando: los templarios hemos dejado de existir, pública y privadamente, y antes de un año nos llamaremos Caballeros de Cristo, con todas nuestras posesiones en Portugal recuperadas y con una gran capacidad de maniobra y un vasto horizonte frente a nosotros.
– Portugal no es un reino grande, ni tampoco poderoso.
– No; tenéis razón, pero es una enorme puerta de salida al océano.
Antes de que pudiera preguntarme para qué demonios querían los templarios una puerta al océano, Manrique continuo:
– El Capitulo General, adelantándose a vuestra demanda de negociación, estimó que vos, Galcerán el Perquisitore, erais una adquisición esencial para la nueva Orden. Al parecer estaban impresionados por vuestra habilidad para dar al traste con nuestras claves más secretas (claves que, en doscientos años, nadie había conseguido descifrar), para encontrar nuestros tesoros, escapar de nuestras trampas, y evadiros de Las Médulas. Nosotros, los más hábiles y astutos, habíamos sido burlados por un solo hombre, así que, ese hombre, el único capaz de derribar todas nuestras barreras, debía estar de nuestro lado, y no del lado de nuestros enemigos. No estamos comprando vuestro silencio, Galcerán -añadió con preocupación por si yo le había entendido mal-; eso acabáis de ofrecérmelo vos mismo a cambio de protección. Estamos comprando vuestra inteligencia, que, amigo mío, no tiene precio. Deseamos que recompongáis de principio a fin nuestro sistema de seguridad. Si vos lo habéis quebrantado, vos lo repararéis de manera que nadie, ni ahora ni en los siglos venideros, pueda tener acceso a nuestros lugares prohibidos, a nuestros documentos, a nuestras vías de comunicación o a nuestras misiones secretas.
Yo le escuchaba boquiabierto, sin atreverme a respirar para no interrumpir su perorata.
– Veo, por vuestra cara, que os interesa… -Manrique sonrió-. Pues mucho más ha de interesaros la oferta cuando os cuente el proyecto en el que vos empezaríais a trabajar de inmediato: debemos trasladar a Portugal, sin dilación, el Arca de la Alianza y el tesoro del Templo de Salomón, así como buena parte de las riquezas escondidas tanto en nuestras antiguas encomiendas europeas como a lo largo del Camino de Santiago, y encontrar un sitio donde ocultarlo todo de manera que jamás, ¿oís bien?, ¡jamás!, pueda ser encontrado.
Debía llevar mucho rato conteniendo la respiración, porque noté cómo mi pecho, hundido y vacío, se expandía como un fuelle con una gran y necesaria inspiración de aire. El sol empezaba a declinar en el fin del mundo y pronto seria devorado por el océano.