Iacobus - Asensi Matilde 38 стр.


Volví a fijar mi atención en las lápidas. Aquellas piedras que, en apariencia, no eran sino tapas de sepulcros, estaban llenas de símbolos, imágenes y emblemas mistéricos, y carecían por completo de cualquier inscripción que permitiera identificar a su supuesto y fallecido propietario. No tuve ninguna dificultad para entender los grabados a pesar del tiempo transcurrido desde que había estudiado aquel lenguaje y, a través de ellos, recibí las voces lejanas de quienes, como yo, habían llegado hasta allí abandonando para siempre una vida anterior, renunciando a sus viejas creencias y fidelidades en pos de una nueva verdad.

– ¿Entendéis lo que dicen? -preguntó una voz a mi espalda.

No me volví. Fuera quien fuera, me había estado esperando.

– Sabéis que sí -repuse serenamente.

– Aquel montón de laudae sepulcralis no tiene inscripciones.

Elegid la vuestra.

– Cualquiera servirá, no os preocupéis.

– ¿Habéis comido algo, señor?

– No.

– Pues acompañadme, por favor. Entrad conmigo en la iglesia.

Cuando, al anochecer, salí del cementerio, una nueva losa había quedado apoyada contra el muro sur de la iglesia. Yo mismo había tallado en ella mi ascendencia y mi linaje, mis pasados dolores y mi soledad, el largo amor que había sentido por Isabel de Mendoza, mis votos hospitalarios, mis años en Rodas, y todo aquello que había constituido la biografía del desaparecido Galcerán de Born. Tenía una nueva identidad, un nuevo nombre secreto que no podría revelar jamás y por el que siempre debería responder ante mi mismo. Adiós, pasado, dije mientras me alejaba de mi propio sepulcro.

Embarcamos en plena noche a bordo de la barca de Martiño. Era una sólida embarcación de dos mástiles, ceñida, larga y de proa cortante, con el timón colgado del codaste y dotada de altos flancos para resistir mejor las embestidas de la mar, tan brava y tormentosa por aquellas costas. Abandonamos Noia cruzando la lengua de mar hacia el puerto de Muros, hacia el norte, y desde allí seguimos los contornos de un paisaje formado por escarpados acantilados y arenosas playas. En los días sucesivos rebasamos la amplia ensenada de Carnota, el legendario Monte Pindo, que fue pasando por todos los tonos posibles de color rosado mientras lo tuvimos a la vista, y las hermosísimas cascadas de Ézaro, donde las aguas del río se entregaban al mar saltando al vacío desde un prominente acantilado cortado a pico.

Tras cinco jornadas de viaje por mar, nos acercábamos por fin a Finisterre, el temible Fin del Mundo, último reducto habitado por el hombre antes del gran reino de Atlas, del gran océano a partir del cual no hay más que un vacío infinito, el lugar donde, según la historia, las legiones romanas de Décimo Junio Bruto se aterrorizaron al observar cómo el Mare Tenebrosum engullía el sol y lo hacia desaparecer, la última tierra, en fin, que pisan los muertos antes de subir a la barca de Hermes para ser conducidos al Hades… Hubiéramos podido llegar mucho antes, pero Martiño se acercaba a tierra y echaba el áncora frente a cada villorrio, aldehuela o palomar solitario que apareciera en la costa. En un pueblo recogía una vaca y la dejaba en el siguiente; en otro soltaba un fardo de forraje pero subía a cambio seis o siete espuertas de vieiras, berberechos, nécoras, percebes y calamares; en la aldea inmediata subía telas que luego cambiaba por cereales. Jonás, que hasta llegar a Noia sólo había visto el mar (y de pasada) el día que nos despedimos a toda prisa de Joanot y Gerard en el portus de Barcelona, se unió alegremente a la tripulación de la nave, rebosante de energía y entusiasmo, realizando duras faenas que ponían a prueba sus músculos y que le dejaban exhausto pero complacido. Dos días antes de desembarcar, después de la cena, se acercó a Sara y a mí, que conversábamos apaciblemente apoyados en un costado de la nave y nos soltó a bocajarro:

– Quiero ser marinero.

– Me lo temía -exclamé, golpeándome la frente con la mano sin volverme.

Sara soltó una carcajada y Jonás pareció vivamente molesto.

– ¡Pero no ahora! -gritó enfurecido-. ¡Cuando acabemos este extraño viaje!

– ¡Menos mal…! Ya me dejas más tranquilo -murmure reprimiendo la risa a duras penas.

Nunca me había sentido tan feliz, nunca había sido tan rico y poderoso, nunca había tenido, a la vez, todo lo que deseaba en este mundo. El nuevo Galcerán era un ser afortunado, a pesar de hallarse todavía en el ojo del dragón.

– ¿Sabes una cosa? -bisbiseó Sara cuando Jonás desapareció, muy ofendido, en las sombras del barco.

– ¿Qué?

– Estoy cansada de este «extraño viaje», como lo ha llamado Jonás con toda la razón. Quiero que paremos ya, quiero que busquemos un lugar para vivir y que compremos una casa en la que estemos siempre juntos, tú y yo. ¡Tenemos mucho dinero! Todavía nos quedan cuatro bolsas de oro de las que nos dieron en Portomarín. Podríamos comprar una granja -murmuró soñadora- y muchos animales.

– Detén tus sueños, Sara -rechacé con tristeza. Me hubiera gustado abrazarla y besarla en aquel mismo instante. Me hubiera gustado hacerle el amor allí mismo-. Soñar es algo que todavía no nos podemos permitir. Dentro de dos días, si todo va bien, pondremos fin a este «extraño viaje». Pero aún no sabemos qué va a pasar, Sara, no sabemos qué será de nosotros, ni siquiera podemos tener la certeza de que no tengamos que seguir huyendo.

Ella me miró con dolor.

– No creo que valga la pena vivir una vida en la que siempre tengamos que estar escondiéndonos, escapando, mintiendo y ocultándonos del mundo.

No pude responder con palabras, no pude decirle que, si las cosas salían mal en Finisterre, ése era el mejor futuro al que podíamos aspirar. Yo tampoco deseaba un mañana así para nosotros. ¿Quién puede ambicionar una vida de esta suerte?

– Escúchame atentamente, Sara -dije conteniendo mi aflicción y pasando a detallarle ciertos importantes pormenores-. Esto es lo que quiero que hagáis Jonás y tú…

Al día siguiente, muy temprano, la nave fondeó frente a Corcubión, en la entrada de la ría, pasados los islotes de Lobeira y Carromoeíro, y se quedó cabeceando en la marea baja de aquellas aguas frías y transparentes de reflejos turquesa. Desde la rada, abarrotada de grandes barcos de pesca, Corcubión parecía una localidad próspera y rica, con grandes y señoriales mansiones de piedra cuyos ventanales relucían al sol como el azogue y la plata.

– Esta tarde llegaremos o Fin do Mundo -proclamó Martiño, satisfecho-, a Fisterra. -Y se puso a canturrear-: O que vai a Compostelafai ou non fai romanase chega ou non a Fisterra

– Tengo un asunto que proponeros, Martiño -le dije súbitamente, interrumpiendo su romanza.

– ¿Qué es ello? -preguntó con curiosidad.

– ¿Cuánto pediríais por introducir un pequeño cambio en vuestra ruta?

– ¿Un pequeño cambio en mi ruta…? ¿Qué cambio?

– Necesito que amarréis vuestra barca aquí, en Corcubión, y que, luego, a medianoche, nos llevéis hasta Finisterre, pero no al puerto, sino al mismo cabo, y que me dejéis en tierra, y que os quedéis en el mar a una distancia prudente desde donde yo pueda veros, y que, a partir de ese momento, obedezcáis las órdenes de mis hijos, que os indicarán cuándo debéis volver a tierra, para recogerme o para desembarcarlos a ellos, o si debéis partir hacia donde os ordenen y dejarme.

Martiño quedó muy pensativo y comenzó a morderse el labio inferior. Era un hombre de unos veinticinco o veintiséis años, curtido, fornido y voluntarioso, y se notaba a la legua que pensar no era lo suyo, que tenía bastante con timonear espléndidamente su nave a lo largo de la costa. Sin embargo, también era un hábil comerciante, y yo confiaba en que no dejaría escapar una buena oportunidad. Si se negaba, no tendría más remedio que ba-jar a tierra en Corcubión y buscar otro barco.

– No sé… -murmuró-. ¿Qué os parecería una dobla de oro?

– ¡Una dobla!

– ¡Está bien, está bien! ¡Cien maravedís, sólo cien maravedís! Pero debéis tener en cuenta que los arrecifes del cabo Fisterra son los más peligrosos del mundo. Será muy difícil acercaros hasta allí.

Me eché a reír.

– ¡No, Martiño, si una dobla está bien! Os pagaré una dobla ahora, y otra más cuando hayamos terminado. ¿Estáis de acuerdo?

Martiño estaba completamente de acuerdo, por supuesto; seguramente no ganaría tal cantidad de dinero ni con cincuenta de sus duros viajes. Pero si ya era difícil mantener a salvo la nave en aquel mar violento, lo que le estaba pidiendo en realidad -y yo lo sabía- era un milagro: que costeara en plena noche los cortantes acantilados del confín del mundo, esquivando las puntiagudas rocas y los arrecifes, y que me dejara a salvo en tierra poco antes de la salida del sol… Tal esfuerzo, bien valía, sin lugar a dudas, dos doblas de oro.

A fe que aquella noche Martiño demostró su buen hacer como piloto y su valor inquebrantable. Por culpa de un golpe de viento estuvimos a punto de chocar contra el escollo de Bufadoiro, pero guió su nave con una pericia insuperable y, poco antes del alba, la barca rozaba de costado las rocas graníticas del cabo Finisterre. Poco después, dando un pequeño salto, yo ponía el pie en el confín del mundo.

– Tened cuidado, padre -suplicó la voz de Jonás en tanto la barca se alejaba mar adentro.

Di unos pasos hacia adelante y me detuve mirando en derredor. Ya no había más caminos que recorrer. Había llegado.

Mientras esperaba que saliera el sol y que llegara Manrique de Mendoza, estuve paseando sin cesar por aquella desierta penisla sintiendo en mi corazón, como un puñal, la dolorosa mirada que Sara me había echado cuando bajé del barco. Sus ojos negros habían querido atraparme como si presintieran que era la última vez que me veían, y yo hubiera deseado estrecharla entre mis brazos y darle millones de besos y decirle al oído cuánto la amaba y cuánto la necesitaba. Por ella estaba allí, caminando aterido entre los riscos del fin del mundo, por ella y por aquel mozalbete larguirucho y desgarbado que gastaba mi misma voz al hablar y que tenía un genio de mil demonios. Si ellos no hubieran existido, si no hubieran estado a bordo de esa pequeña embarcación que veía mecerse sobre el piélago a escasa distancia de la costa, yo no hubiera estado jugándome el todo por el todo en aquella mañana que apuntaba tristemente entre la bruma.

Iba armado, desde luego, pero de nada me iba a servir la fina daga que llevaba oculta en el pecho, bajo el jubón, si una mesnada de templarios aparecía en aquel peñón desierto con la intención de poner fin a mi vida. No les convenía hacerlo -en eso basaba yo la firmeza de mi oferta-, y buena prueba de que ellos también lo sabían era la rapidez con que se habían avenido a negociar. Pero siempre existía la peligrosa posibilidad de que el de Mendoza hubiera resuelto despachar el problema por la vía rápida, confiando en imponderables desconocidos para mí o con los que yo no había contado por ignorancia o mal juicio.

Repasaba con creciente desesperación los puntos principales de mi ofrecimiento, pareciéndome, conforme pasaban las horas sin que Manrique se dejase ver, que eran cada vez más débiles e inconsistentes, pero me decía que aquella impresión era sólo producto del miedo, y que el miedo era, precisamente, el único sentimiento que no me podía permitir, porque me convertía de antemano en el perdedor de la partida.

Por fin, cuando comenzaba a rayar el mediodía, en torno a la hora sexta, la figura de un hombre montado a caballo se dibujó al oriente. A pesar de no poder distinguirlo al principio -la niebla se mantenía baja-, no me cupo ninguna duda de que se trataba de Manrique de Mendoza.

– ¡Veo que habéis llegado el primero! -gritó cuando estuvo ya a escasa distancia de mí, que le esperaba de pie y con los brazos cruzados sobre el pecho en actitud desafiante.

– ¿Acaso lo dudabais? -repuse orgulloso.

– No. Lo cierto es que no. Sois varón precavido, Galcerán de Born, y eso está bien. Desmontó y sujetó las riendas de su caballo en unas matas.

– Aquí estamos otra vez, viejo amigo -exclamó mirándome escrutadoramente a los ojos y examinándome luego de arriba abajo, como quien contempla a un lacayo al que debe dar el beneplácito-. De nuevo el destino nos une, ¿no es curioso…? Recuerdo cuando Evrard y yo regresamos de Chipre, hace dieciséis años, y pasamos unas semanas en el castillo de mi padre. Allí estabais vos, un muchacho aún, un joven escudero enamoriscado de la tonta de mi hermana. ¡Ja, ja, ja…!

Debía contener mi cólera, debía permanecer impasible ante aquella sucia provocación.

– Recuerdo también… -continuó mientras buscaba con la mirada un lugar adecuado para sentarse-, recuerdo también con cuánta atención nos escuchabais a Evrard y a mí cuando contábamos historias de las Cruzadas, de Tierra Santa, del gran Salah Al-Din, de la piedra negra de La Meca… ¡Erais un muchacho despierto, Galcerán! Parecía que teníais un gran futuro por delante. Es una verdadera pena que vuestro linaje no os permitiera llevar a cabo las esperanzas que vuestra familia tenía depositadas en vos.

«Refrena tu furor, Galcerán, refrena tu ira, me decía mientras luchaba por no lanzarme contra él y golpearle de lleno en el pecho hasta cortarle la respiración.

– Fue una época dulce, sí -prosiguió dejándose caer, al fin, sobre una roca. Su caballo piafó intranquilo-. Mi compañero Evrard…, mi pobre compañero Evrard y yo comentábamos entonces lo muy lejos que llegaríais cuando fuerais un hombre. Evrard especialmente estaba convencido de que oiríamos hablar mucho y muy bien de vos. Os tomó mucho aprecio, freire. Lástima que errarais de aquella manera tan lamentable.

No hice ningún gesto, ni pronuncié ninguna palabra. Le dejé continuar con su sarta de estúpidos recuerdos que no eran otra cosa que una ruin maniobra para debilitar mi posición antes de entrar en la palestra. Por fortuna, pareció haber agotado todas las viejas crónicas de mi lejana mocedad y se quedó por fin callado y pensativo. Quizá se debió a su gran parecido con mi hijo -así sería Jonás cuando tuviera cuarenta y cinco años, me dije conmovido-, pero el caso fue que me detuve a observarlo y que advertí en él los terribles signos del paso del tiempo y de una creciente dificultad para respirar, acompañada de un fuerte rubor de cara y de unos ojos inyectados en sangre que no dejaban lugar a dudas respecto a la enfermedad mortal que llevaba dentro, aunque, al contrario que él, yo me abstuve de decirle nada. Mi estrategia no incluía sajar al contrario antes de la lucha.

– Pues bien, amigo mío -dijo alzando los sanguinolentos ojos azules-, vos habéis solicitado esta entrevista y aquí estamos de nuevo, así que hablad.

– Creí que no terminaríais nunca -mascullé-. ¿Os hacia falta todo este preámbulo para sentiros más a gusto?

Me miró y sonrío.

– Hablad.

Era mi turno. La partida estaba casi acabada y llegábamos a los últimos movimientos. No habría más huidas en mitad de la noche ni más disfraces. Ahora primaba el talento y la rapidez de pensamiento.

– Os diré lo que deseo -comencé-. Deseo protección frente a la Iglesia y el Hospital de San Juan. Ni quiero ni puedo volver, así que solicito del Temple un lugar seguro en el que vivir con la mujer y el chico. No pido manutención: soy perfectamente capaz de mantenerme y de mantener a mi familia ejerciendo mi profesión de médico. Pido, además de dicha seguridad, que cese la persecución por vuestra parte de manera definitiva y que nos acojáis en alguna ciudad o pueblo que se halle en el interior de vuestros territorios en Portugal, Chipre, o donde mejor os venga. Adoptaremos nuevas identidades y nos dejaréis vivir en paz, aunque salvaguardándonos de los esbirros papales y de los soldados hospitalarios.

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