Iacobus - Asensi Matilde 4 стр.


Las razones aducidas por Felipe para justificar ante los sorprendidos reyes de Europa tal afrenta contra la todopoderosa Orden pasaban por las pruebas incontestables que obraban en su poder en las que, decía, se demostraba que los templarios habían cometido delitos que iban desde la herejía, el sacrilegio y la sodomía, hasta la idolatría, la blasfemia, la brujería y la terrible renegación. En total, catorce acusaciones que fueron confesadas por los propios freires del Temple bajo el hierro de la tortura. Pero mientras que los monarcas de Inglaterra, Alemania, Aragón, Castilla y Portugal ponían muy en duda tales imputaciones, Su Santidad el papa Clemente V, presionado terriblemente por el rey Felipe -que le había dado el papado-, decidió suprimir la Orden de los Caballeros Templarios mediante la bula Considerantes Dudum, dictando de manera inmediata Pastoralis praeementiae y Faciens misericordiam, por las cuales obligaba a todos los reinos cristianos a poner bajo la competencia de la Santa Inquisición a los templarios que se hallasen en sus territorios.

A partir de este momento, el monarca franco se consideró legalmente autorizado para llevar a cabo su particular venganza, otorgando plena libertad de acción a su guardasellos real, Guillermo de Nogaret. De este modo, treinta y seis freires milites murieron durante los interrogatorios, cincuenta y cuatro ardieron en la hoguera, los que se negaron a reconocer sus crímenes fueron condenados a cadena perpetua, y sólo aquellos que los aceptaron públicamente fueron liberados, en 1312, desapareciendo rápidamente de París y de toda Francia en el transcurso de las siguientes jornadas.

En todo esto estaba pensando yo, cuando la voz de su santidad Juan XXII me devolvió a la realidad del momento:

– Conoceréis, por tanto -dijo el Papa-, la diáspora de los templarios francos hacia reinos más benévolos que el de los Capetos y la formación, con Nuestro permiso, de nuevas Órdenes militares, más pequeñas y menos peligrosas, que hoy día llevan a cabo algunos de los servicios menores que antes prestaban los milites Templi. Pues bien, todo ello se conjuga ahora en una mixtura sorprendente para complicar aún más el difícil equilibrio político que existe en este momento entre los reinos cristianos. Sabréis que los templarios portugueses recibieron un trato muy diferente al de sus hermanos de otros países…

Asentí levemente.

– De hecho, Portugal fue el único reino de toda la cristiandad que no los sometió a la Inquisición, librándolos así del potro y los borceguíes. ¿Por qué este reino ha desobedecido todos los mandatos papales? Porque Don Dinis, el rey portugués, es un ferviente seguidor del espíritu templario… ¡Y ahora pretende -vociferó Su Santidad indignado-, pretende llegar aún más lejos y reírse de Nos!

Vació los restos del contenido de su copa de un solo trago y la dejó caer sobre la mesa con un fuerte golpe. El cubicularius se precipitó a llenarla de nuevo.

– Escuchad con atención, freire, no ha mucho que hemos recibido la increíble visita de un emisario de Don Dinis solicitándonos autorización para crear en Portugal una nueva Orden militar que recibiría el nombre de Orden de los Caballeros de Cristo. La desfachatez del rey llega hasta el punto de enviarnos por emisario a un conocido templario, Jodo Lourenço, que espera pacientemente en la ciudadela Nuestra respuesta, cualquiera que ésta sea, para regresar a uña de caballo junto a su rey. ¿Qué opináis vos, Galcerán de Born?

– Creo que el rey de Portugal actúa de acuerdo a planes muy bien meditados, Santo Padre.

– ¿Y cómo es eso, freire?

– Está claro que piensa permitir la continuidad del Temple en su reino, y el hecho de enviar a un templario como embajador prueba que no siente ningún temor a ofenderos con su desobediencia. -Decidí continuar con mi argumento ante el evidente interés del Papa-. Como Vos sabréis, el verdadero nombre de la Orden del Temple era Orden de los Pobres Caballeros de Cristo; lo del Temple les vino por su primera residencia en Tierra Santa, el Templo de Salomón, regalo del rey Balduino II de Jerusalén a los nueve primeros fundadores. Así que la diferencia entre los nombres de ambas órdenes, la que quiere fundar, los Caballeros de Cristo, y la desaparecida, los Pobres Caballeros de Cristo, es sólo de una palabra que, además, bien está que desaparezca puesto que, sin duda, los templarios eran cualquier cosa menos pobres… Al menos, en este punto el rey de Portugal se muestra honrado.

– ¿Y qué más?

– Si piensa permitir que el Temple sobreviva en su reino, necesitará, no sólo cambiarle el nombre, sino también devolverle sus antiguas posesiones. ¿A quién pertenecen en este momento?

– Al rey -exclamó el Papa con resentimiento-. Él se encargó de incautar los bienes templarios según ordenaban las bulas de Nuestro antecesor, Clemente, y ahora nos comunica con toda tranquilidad que dotará a la nueva Orden con dichos bienes y, para mayor desfachatez, por si algo faltaba en este indigno tapiz, nos hace saber que los Caballeros de Cristo se regirán por la Regla de los Caballeros de Calatrava, basada en las ordenanzas cistercienses que, fijaos de nuevo (¡y esto no lo dice el rey portugués, no, esto el rey portugués se lo calla!), son idénticas a las de la Regla de los milites Templi Salomonis.

Dio otro largo trago a su copa, apurándola de nuevo hasta el fondo, y la dejó caer otra vez sobre la mesa con un golpe seco. Estaba tan indignado que hasta los ojos se le habían congestionado por la cólera. Sin duda era de una naturaleza profundamente sanguínea -y también biliosa-, muy diferente en el fondo a la imagen de impasible suavidad que había manifestado al entrar, y no podía extrañarme lo que me había contado frey Robert sobre sus rápidos triunfos y su enérgico carácter.

– Y vos os preguntaréis: ¿Qué importancia puede tener todo esto? Pues bien, si descartamos el pequeño detalle de que Don Dinis quiere humillarnos ante todo el orbe, reírse de la Iglesia y hacer burla de su Pastor, todavía quedan pendientes unos cuantos pormenores. Imaginaos que, por estos vergonzantes motivos, no le damos nuestro permiso, ¿qué podría pasar?

– No sé cuál… -interrumpí sin darme cuenta.

– ¡No hemos terminado, freire! -profirió violentamente-. Si la Orden del Temple ve frustrados sus deseos de volver a renacer de sus cenizas en Portugal, probablemente acariciará la idea de un nuevo Papa que sea más conforme con sus planes, y no descartamos la posibilidad de que, además de ese Joáo Lourenço que nos ha enviado Don Dinis, haya en la ciudadela otros templarios camuflados esperando nuestra respuesta para acabar con Nos sí es necesario.

– Si así fuera, Santo Padre -me atreví a decir-, la Orden Templaria se arriesgaría a que el próximo pontífice le negara también el permiso. Y, entonces, ¿qué haría…?, ¿asesinar a un Papa tras otro hasta que alguno accediera a sus deseos?

– ¡Ya, ya sé por dónde vais, sire Galcerán, pero estáis equivocado! No se trata del próximo pontífice, o los próximos cincuenta pontífices… ¡Se trata de Nos, freire, de Nuestra pobre vida puesta al servicio de Dios y de la Iglesia! La cuestión es: ¿Se atreverá el Temple a matarnos si le negamos el permiso? Quizá no, quizá la fama que pesa sobre la Orden sea exagerada… ¿Recordáis la maldición de Jacques de Molay? ¿Habéis oído hablar del asunto?

Según contaba la leyenda que había circulado de boca en boca por todo el orbe, cuando el fuego de la pira en la que se estaba quemando vivo Jacques de Molay, último gran maestre templario, se cimbreó de un lado a otro movido por una racha de viento, el reo quedó al descubierto durante unos instantes. Justo entonces, aprovechando la bocanada de aire, el gran maestre, que tenía la cabeza levantada hacia la ventana del palacio donde se encontraban el rey, el Papa y el guardasellos real, gritó a pleno pulmón:

– Nekan, Adonai!… Chol-Begoal!… Papa Clemente… caballero Guillermo de Nogaret… rey Felipe: os convoco a comparecer ante el Tribunal de Dios antes de un año para recibir vuestro justo castigo… ¡Malditos!… ¡Malditos!… ¡Todos malditos hasta la decimotercera generación de vuestras razas!

Un silencio amenazador puso fin a sus palabras antes de que su imagen se perdiera para siempre entre las llamas. Lo terrible fue que, en efecto, antes de ese plazo los tres estaban muertos.

– Quizá los rumores que circulan sobre esas muertes -seguía diciendo Juan XXII-no sean otra cosa que patrañas, habladurías del vulgo, embustes hechos circular por la propia Orden para aumentar su prestigio como brazo armado, secreto y poderoso, del que nadie puede escapar. ¿A vos qué os parece, freire?

– Es posible, Santidad.

– Sí, es posible… Pero a Nos no nos gustan los posibles y deseamos que vos lo averigüéis. Ésta es la misión que os encomendamos: queremos pruebas, freire Galcerán, pruebas que demuestren a ciencia cierta si las muertes del rey Felipe, del consejero Nogaret y del papa Clemente fueron producto de la voluntad de Dios o, por el contrario, de la voluntad de aquel miserable Jacques de Molay. Vuestra condición de médico y vuestra reconocida sagacidad son inestimables para este trabajo. Poned vuestras dotes al servicio de la Iglesia y traednos las pruebas que os pedimos. Pensad que, si las muertes fueron voluntad de Nuestro Señor, Nos podríamos rechazar tranquilamente la petición de Don Dinis sin temor a morir asesinado, pero si fueron obra de la Orden del Temple…, entonces, toda la cristiandad vive amenazada por la espada magnicida de unos criminales que se hacen llamar monjes.

– La tarea es inmensa, Santidad -protesté; notaba cómo el sudor corría por mis costados y cómo el pelo se me pegaba al cuello-. No creo que pueda llevarla a cabo. Lo que me pedís es imposible de averiguar, sobre todo si fueron los templarios quienes los asesinaron.

– Es una orden, freire Galcerán de Born -musitó suavemente, pero con firmeza, el gran comendador de Francia.

– ¡Sea, pues, caballero Galcerán, empezad cuanto antes! No disponemos de mucho tiempo; recordad que el templario espera en la ciudadela.

Sacudí la cabeza con gesto de impotencia. La misión era irrealizable, imposible de todo punto, pero no tenía escapatoria: había recibido una orden que no podía, bajo ningún concepto, desobedecer. De modo que aplaqué mi indignación y me sometí.

– Necesitaré algunas cosas para empezar, Santidad: narraciones, crónicas, informes médicos, los documentos de la Iglesia relativos a la muerte del papa Clemente… y también permisos para interrogar a ciertos testigos, para consultar archivos, para…

– Todo eso ya está previsto, freire. -Juan XXII tenía la desesperante costumbre de no dejar terminar de hablar a los demás-. Aquí tenéis informes, dinero, y cualquier otra cosa que os pueda hacer falta. -Y me alargó un chartapacium de piel que sacó de un arca a los pies de la mesa-. Naturalmente, no encontraréis nada que os avale como enviado papal y tampoco gozaréis de mi respaldo si llegáis a ser descubierto. Todas las autorizaciones que preciséis tendrá que proporcionároslas vuestra propia Orden. Supongo que lo comprenderéis… ¿Tenéis alguna última petición que hacernos?

– Ninguna, Santidad.

– Espléndido. Os espero de vuelta cuanto antes.

Y alargó el rubí del anillo de Pedro, el anillo del Pescador, para que lo besáramos.

De regreso a nuestra capitanía, mi señor Robert y yo guardamos un absoluto silencio. La energía del diminuto Juan nos había dejado completamente exhaustos y cualquier palabra hubiera sobrado antes de descansar nuestros oídos de su vertiginosa verborrea. Pero en cuanto entramos en el patio de nuestra casa, con las primeras luces iluminando el cielo, frey Robert me convidó a una última copa de vino caliente en sus dependencias privadas. A pesar del cansancio y la preocupación, jamás se me hubiera ocurrido rechazar la oferta.

– Hermano De Born… El Hospital de San Juan tiene otra misión para vos -comenzó el comendador en cuanto estuvimos instalados y con nuestras copas de vino entre las manos.

– La misión que me ha encomendado el Papa ya es bastante pesada, sire, espero que la de mi Orden no sea tan exigente.

– No, no…, ambas están relacionadas. Veréis, el gran maestre y el gran senescal han pensado que, puesto que tendréis que moveros por ciertos ambientes, entrar en contacto con ciertas personas y escuchar ciertas cosas, estaríais en disposición de recoger algunas informaciones muy importantes para nuestra Orden.

– Os escucho.

– Como sabéis, tras la disolución de la Orden Templaria, sus inmensas riquezas y sus prósperas posesiones debían ser divididas a partes iguales entre los monarcas cristianos y nosotros, la Orden del Hospital de San Juan. El reparto definitivo de sus numerosos bienes ha costado tres años de duros pleitos con los reyes de Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, y con los de los reinos de España. Puedo aseguraros que los caballeros hospitalarios que llevaron a término los acuerdos con unos y con otros tienen bien ganado el paraíso de los pacientes y de los mansos. No he visto jamás acuerdos tan arduos de conseguir ni victorias tan poco satisfactorias. Las fracciones de los tesoros templarios fueron distribuidas en función de las cantidades que, según los documentos, obraban en poder de recaudadores, síndicos, contables y tesoreros reales, así como de los banqueros lombardos y judíos. Sin embargo, cuando fuimos a recoger el oro de las arcas, no encontramos ni un ochavo.

– ¡Cómo!

Frey Robert hizo un gesto con la mano pidiéndome paciencia.

– Fueron encargados rápidamente estudios más serios a eminentes funcionarios y auditores -continuó-. Se intentaba averiguar qué había pasado con el oro, puesto que los castillos, las tierras, el ganado, los molinos, las herrerías, etc., afortunadamente no pudieron ocultarlos. Se investigaron los cartularios con las actividades económicas de la Orden: donaciones, compras e intercambios; contratos de préstamos, registros bancarios, transacciones, arbitrajes, percepción de derechos… Pues bien -siguió el comendador d‘Arthus levantando su copa hacia el techo con gesto desesperado-, los informes revelaron que, o bien los templarios habían sido más pobres que las ratas, o bien habían sido lo suficientemente listos como para hacer desaparecer en el aire la más que importante cantidad de mil quinientos cofres llenos de oro, plata y piedras preciosas, que fue lo que se calculó, grosso modo, que podrían haber tenido en el momento de su detención… quizá, incluso, más.

– ¿Y qué pasó con todas esas riquezas? ¿Dónde están?

– Nadie lo sabe, hermano. Es otro de los grandes misterios que esa condenada Orden ha dejado tras su desaparición. Podría decirse que nos hemos conformado con la primera explicación de los contables: el Temple era más pobre que las ratas; mejor eso que aceptar la pública humillación de haber sido burlados ante nuestras propias narices. Pero si los reyes prefieren ignorar la verdad por motivos de prestigio personal, nosotros deseamos recuperar las riquezas que legalmente nos pertenecen. Por eso, hermano Galcerán, cualquier información que pudierais obtener sobre el oro durante vuestra misión para el Papa, sería de vital importancia para nuestra Orden. Pensad cuántos hospitales podrían construirse con ese dinero, cuántas obras de misericordia podrían realizarse, cuántos hospicios podríamos levantar…

– Y en lo poderosos e influyentes que nos volveríamos -añadí, crítico-, casi tanto como los templarios antes de su desaparición.

– Sí…, eso también, naturalmente. Pero en estos delicados asuntos resulta mejor no entrar.

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