Iacobus - Asensi Matilde 6 стр.


– Sabía que había alguna cosa detrás de todo esto… -observó satisfecho-. Tenéis mi juramento. -Sí, pero no te diré nada ahora. Estamos en el centro de la hoguera, ¿me comprendes?

– ¡Por supuesto, sire! Estamos haciendo algo relacionado con el secreto.

– En efecto, y ahora ¡cuidado!, vuelve el mesonero.

El grueso Françoise avanzó hacia nosotros portando una enorme cazuela humeante que escampó por todas partes un agradable aroma a pescado. En su cara traía puesta la mejor de sus sonrisas.

– ¡Aquí tenéis, sire, el mejor pescado del Ródano preparado a la provenzal, con hierbas aromáticas del Comtat Venaissin!

– ¡Espléndido, mesonero! ¿Y un poco de vino para acompañar? ¿Acaso en esta hostería no servís vino?

– ¡El mejor! -afirmó señalando las barricas que había al otro lado de la estancia.

– Pues tomaos un vaso con nosotros mientras comemos y así nos hacéis compañía.

Le hice hablar hasta que vimos el fondo de la olla y dimos buena cuenta del caldo con la hogaza de pan. Jonás, mientras tanto, le rellenaba el vaso en cuanto se le vaciaba, y se le yació varias veces a lo largo del almuerzo. Al final, me había puesto en antecedentes de su vida, la de su esposa, las de sus hijos y las de buena parte de la Curia Apostólica. Todavía no he podido encontrar un método mejor para obtener la información deseada que provocar la confianza del informante haciéndole hablar sobre sí mismo, sobre sus seres queridos y sobre aquellas cosas de las que se siente orgulloso, acompañando la atenta escucha con leves gestos apreciativos. Para cuando terminamos con el queso y las uvas, François ya estaba en mi poder.

– De manera, François -comenté limpiándome los dedos en la seda de mis finas calzas-, que vos sois el hombre en cuya casa murió el santo padre Clemente…

Su cara porcina y brillante, palideció súbitamente.

– ¿Qué…? ¿Cómo sabéis vos…?

– ¡Vamos, vamos, François! ¿Queréis decirme que no os habíais dado cuenta de lo extraño de mi presencia en esta casa a los dos meses justos de la muerte de mi primo?

François abrió la boca para decir algo pero no se oyó nada.

– ¿De verdad que no habíais recelado de tan curiosa coincidencia?… ¡No puedo creerlo de un hombre tan inteligente como vos! Volvió a abrir la boca, pero sólo pudo escucharse un sonido ahogado.

– ¿Quién sois? -preguntó por fin con un gemido-. ¿Sois algún espía del rey o del nuevo Papa?

– Ya os lo he dicho. Soy Galcerán de Born, primo del difunto cardenal Henri de Saint-Valéry, y ésa es toda la verdad. Jamás os engañaría, debéis creerme. Lo único que he hecho hasta ahora ha sido callar el motivo de mi visita. Quería comprobar qué clase de persona erais y he quedado gratamente satisfecho. Por eso, paso a explicaros por qué he venido a vuestra casa.

Dos pares de ojos me observaron atentamente; unos, los de Jonás, con vivo interés; otros, los del pobre François, con un destello de agonía.

– Mi primo Henri vio anunciado el momento de su muerte durante un sueño en el que se le apareció la Santísima Virgen. -El pobre mesonero tiritaba bajo su mandil como si estuviera desnudo bajo la nieve-. Así que me escribió una larga carta suplicándome que acudiera a su lado para acompañarlo en los últimos momentos… Por culpa de la vieja nao en la que viajé desde Valencia a Roma, llegué con el tiempo justo para cogerle la mano y decirle adiós. Sin embargo, instantes antes de morir, Henri me sujetó la cabeza y acercó mi oído a su boca para confesarme algo que no pudo terminar… ¿Sabéis de lo que estoy hablando, mesonero?

François asintió y, soltando un lamento, ocultó la cara entre las manos.

– Lo que el cardenal me dijo fue: «Iré al infierno, primo, iré al infierno si no encuentras a François, el posadero de Roquemaure, y le dices que te cuente la verdad. La Virgen me anunció que tanto François como yo arderíamos en el infierno si no rompíamos antes de morir el juramento que hicimos cierto día… Dile a él todo esto, primo, dile que salve su alma.» Y, después, murió… Un par de días más tarde -continué-, entre los papeles de mí primo hallé una carta a mi nombre. En vista de que mi barco no terminaba de llegar y de que su final se acercaba, Henri me dejó unas líneas dentro de un sobre lacrado, en las que me pedía que os encontrara a vos, mesonero, «el hombre en cuya casa murió el Santo Padre Clemente». ¿Podéis explicaros…?

– ¡Todo fue muy rápido! -lloriqueó François, atemorizado-. ¡Ni vuestro primo ni yo tuvimos la culpa de nada!

– ¿Se puede saber, hombre de Dios, de qué demonios estáis hablando? -me escandalicé.

– ¡Lo que voy a decir no puede escucharlo vuestro sirviente! ¿Quién es él para conocer secretos que sólo conocen cuatro personas… tres, ahora, en todo el mundo?

– En realidad, François, este joven no sólo es mí sirviente y mi escudero, también es mi hijo, mi único hijo; por desgracia es ilegítimo, bastard… por eso lo llevo conmigo como lacayo, pero ya veis que podéis hablar con tranquilidad. No dirá nada.

– ¿Estáis seguro, sire, de que no hablará?

– ¡Jurad, Jonás! -ordené a mi sorprendido aprendiz que nunca se había encontrado en una situación tan descabellada como aquélla.

– Yo, Jonás… -murmuró atolondrado-, juro que jamás diré nada.

– Empezad, François.

François se limpió las lágrimas y la nariz en los faldones de su pringoso mandil y, más sereno, inició su relato.

– Si la Virgen quiere que rompa mi juramento, ¡sea…!, lo rompo en este día por el bien de mi alma… -Y se persignó tres veces para conjurar la presencia del demonio-. En realidad, tiene razón Nuestra Señora, porque habéis de saber, caballero, que vuestro primo y yo nos juramentamos por miedo, por temor a que nos culparan de la muerte del Santo Padre.

– ¿Y por qué iban a hacer una cosa así? ¿Acaso lo matasteis?

– ¡No! -chilló con desesperación-. ¡Sólo quisimos salvarle!

– Mejor será, amigo François, que empecéis por el principio.

– Sí, sí… Tenéis razón… Pues veréis, sire, aquel día la comitiva papal se detuvo frente a mi establecimiento y, del carruaje principal, varios sirvientes ayudaron a bajar al Santo Padre, al que reconocí por la túnica roja y el gorro. Era un hombre de unos cincuenta años, con barba poblada, y parecía no encontrarse muy bien de salud. Un soldado me ordenó a gritos que echara a la calle a todos los clientes que tenía en ese momento y vuestro primo, que entró a continuación, me pidió que preparara una cama para que el Santo Padre pudiera descansar un rato antes de seguir su camino. Mi esposa y mis hijos se esmeraron adecentando el mejor cuarto que tenemos, el último del piso de arriba, y allí llevaron a Clemente, que estaba pálido y sudoroso.

– Decid… -le interrumpí-. ¿Os fijasteis en el color de sus labios? ¿Estaban grises o azules?

– Ahora que lo pienso… Recuerdo que sí me fijé, pero lo hice porque, precisamente, me llamó la atención el color rojo subido que tenían, como silos llevara pintados.

– Ajá… Continuad, por favor.

– Pasaban las horas y no había novedades. Los soldados bebían en silencio en estas mismas mesas que ahora veis, como sí estuvieran asustados y, en aquel rincón, en la tabla grande, un grupo de cardenales de la Cámara y la Cancillería conversaban en voz baja. Algunos de ellos eran viejos conocidos míos, clientes de esos que entran por la escalera del granero para que nadie les vea… En fin, les di de comer a todos, y luego subí comida para el Papa y para vuestro primo, que le cuidaba con la ayuda de un joven sacerdote que ya había bajado antes a tomar alguna cosa. Clemente estaba incorporado en el lecho, apoyado contra los almohadones, y respiraba afanosamente, ya sabéis, muy rápida y muy profundamente… Como si se ahogara; de hecho parecía que le faltaba el aire.

– ¿Y qué ocurrió?

– Su Santidad no quiso comer nada, decía que tenía el estómago cerrado y que sólo deseaba un poco de vino, pero el Camarero, vuestro primo, comentó que quizá no fuera conveniente, que le haría subir la fiebre y que lo más correcto sería regresar a Aviñón para que le viera su médico personal. Pero el Papa se negó. En realidad dio un brinco en la cama, ¿sabéis?, como si la rabia le impulsara a pesar de la debilidad, y le gritó a vuestro primo que tenía que llegar a Wilaudraut cuanto antes, que aquel médico suyo era un necio que no había sabido curarle y que si no le llevaban a su casa de la Gascuña se moriría muy pronto. En fin, yo me sentía muy violento, así que me excusé y salí, pero no bien hube alcanzado el pasillo, vuestro primo salió en pos de mí y me detuvo. Dijo que ya sabía que era imposible que en Roquemaure hubiera un físico, pero quería saber si en las aldeas cercanas sería posible encontrar a alguno. «No hace falta que sea bueno, me dijo, con que tenga buen aspecto es suficiente. Quiero alguien que calme los nervios de Su Santidad con buenas palabras, alguien que le convenza de que se encuentra bien para proseguir su camino.»

– ¿Eso dijo Henri, exactamente…?

– Sí, sire, tal cual. Y verá, aquí es donde empieza el problema, porque algunos días antes habían llegado hasta mi posada dos físicos árabes que me pidieron alojamiento para cuatro o cinco noches. No suele haber moros por estos pagos, pero tampoco es raro que ricos comerciantes, o incluso diplomáticos, crucen Roquemaure camino de España o de Italia, y son gente que paga bien, sire, con buenas onzas de oro. Los físicos se encerraron en su cuarto desde el primer día y sólo salían para comer o para dar un paseo por los contornos a media tarde. Uno de mis hijos les vio en una ocasión extender sus alfombrillas junto al río y prosternarse y hacer reverencias como hacen ellos para sus oraciones.

– Así que vos le dijisteis a mi primo que, casualmente, había dos físicos musulmanes en una de las habitaciones, y que si quería, podía avisarles y pedirles ayuda.

– Ocurrió tal como decís, caballero… Al principio el cardenal Henri no se atrevía a proponerle al Papa que se dejara examinar por dos moros, pero en vista de que no había otra solución, se lo consultó, y el Papa accedió. Por lo visto, Clemente ya había sido curado en alguna otra ocasión por médicos árabes y había quedado muy satisfecho con el resultado. Así que llamé a la puerta de aquellos caballeros y les conté lo que pasaba. Se mostraron dispuestos a colaborar y departieron largo tiempo con vuestro primo antes de entrar en la habitación en la que se encontraba el Santo Padre. Yo no sé lo que hablaron, pero vuestro primo debió hacerles muchas indicaciones porque ellos asentían con mucha cortesía. Después entraron, y yo entré también, por si les hacía falta alguna cosa. Debo añadir que, de todo esto, los que estaban abajo no sabían nada, puesto que incluso el joven sacerdote que ayudaba a vuestro primo en las obligaciones con el Papa había dejado el cuarto para rezar con los cardenales por la salud de Su Santidad, y estaban orando todos en este mismo comedor mientras sucedía lo que os estoy contando. Pues bien -prosiguió, después de dar un largo trago de vino-, los médicos reconocieron con mucha diligencia a Su Santidad. Le observaron las pupilas, la boca, le tomaron el pulso y le palparon el vientre, y finalmente le recetaron esmeraldas en polvo disueltas en vino; le dijeron que esa pócima aliviaría su estómago y bajaría la fiebre en pocos minutos. Parecía un buen remedio, y el Papa se mostró dispuesto a machacar tres hermosas esmeraldas que portaba consigo. Estaba convencido de que se curaría. Los físicos me pidieron un almirez y un poco de vino, y trituraron las esmeraldas con mucho cuidado, mezclándolas lentamente con la bebida. Eran unas piedras bellísimas, brillantes, enormes… de un verde transparente que me maravilló. Ya sé que las piedras preciosas tienen propiedades curativas, pero a mí me dolió en el alma verlas desaparecer en la boca de Su Santidad reducidas a nada.

– ¿Y qué pasó después?

– Los moros volvieron a su habitación y el Papa se sintió mucho mejor inmediatamente. Recuperó la respiración, se le fue la fiebre, dejó de sudar… Y entonces, cuando estaba a punto de bajar para reemprender el viaje, se encogió, se dobló por la mitad, y empezó a vomitar sangre. Vuestro primo y yo estábamos aterrorizados. Lo primero que pensamos fue en pedir socorro a los médicos, así que corrí de nuevo hacia su habitación. Pero, en apenas diez minutos, habían desaparecido; no quedaba en el cuarto señal alguna de su presencia, como si jamás hubieran estado allí: ni ropas, ni libros, ni huellas en las camas, ni restos de comida… Nada. ¡Ya podéis suponer la angustia que teníamos! El Papa seguía vomitando sangre y retorciéndose de dolor. Vuestro primo me cogió entonces por el cuello y me dijo: «¡Escucha, bribón. No sé cuánto te habrán pagado esos asesinos por ayudarles a matar al Papa, pero te juro que te esperan los tormentos de la Inquisición si no me dices ahora mismo qué veneno le habéis dado.» Le juré y le volví a jurar que no sabia de qué hablaba, que yo también había sido engañado y que, por muy cardenal y muy Camarero que fuera, también a él le entregarían a la Inquisición por haber permitido que dos moros envenenaran al Papa.

Françoise dio un interminable suspiro y guardó silencio. Parecía estar reviviendo en su mente la agonía de aquel día, el miedo, el pánico que había sentido al ver morir a Su Santidad Clemente V en su casa, y casi por culpa suya.

– El Santo Padre también echaba sangre por… detrás, ya sabéis a qué me refiero. Un río, sire, salía un río de sangre por arriba y por abajo.

– ¿Roja o negra?

– ¿Cómo decís…?

– ¡La sangre, demonios, la sangre! ¡Roja o negra!

– Negra, sire, muy negra, oscura -exclamó.

– Y entonces, asustados, mi primo, el cardenal Henri de Saint-Valéry, y vos jurasteis no decir nada a nadie y, puesto que los físicos habían hecho su parte desapareciendo en el aire, ambos os comprometisteis a no mencionar este incidente en las declaraciones posteriores a la muerte. ¿Me equivoco?

– No, sire, no os equivocáis, así fue…

– Pero Dios no estaba conforme, amigo mesonero, y envió a su Madre Santísima para que mi primo se arrepintiera de aquel mal juramento que, seguramente, le ha retenido hasta hoy en el purgatorio, hasta el mismo momento en que habéis hablado.

– ¡Sí, si…! -aulló el pobre infeliz con los ojos arrasados en lágrimas-. ¡Y no sabéis lo feliz que me siento de liberar mi alma y la de vuestro primo del fuego del infierno!

– Y yo me alegro de haber sido un instrumento de Nuestro Señor para llevar a cabo tan maravillosa tarea -declaré con orgullo-. Nunca podré olvidaros, amigo Francois. Me habéis he-cho feliz permitiéndome cumplir esta sagrada misión.

– ¡Siempre os deberé la salvación de mi alma, sire, siempre!

– Sólo una cosa más… ¿Por casualidad recordáis los nombres de aquellos árabes?

– ¿Y qué importancia puede tener? -me preguntó sorprendido.

– Ninguna, ninguna… -corroboré-. Con toda probabilidad, serian nombres falsos. Pero si alguna vez me encontrara con algún médico árabe que respondiera a alguno de esos nombres, tened por seguro que pagaría con su vida el daño que le causó a mi primo y el que os causo a vos.

La mirada de François se posó en mí con húmeda veneración, y no pude evitar un ligero picorcillo en la conciencia.

– No lo recuerdo bien, pero creo que uno de ellos respondía por Fat no-sé-qué, y el otro… -Frunció el entrecejo haciendo un esfuerzo por recordar-. El otro era algo así como Adabal… Adabal, Adabal, Adabal… -salmodió-. Adabal Ka, creo, pero no estoy seguro… ¡Esperad! ¡Esperad un momento! Recuerdo que aquella noche, cuando todo había pasado y la comitiva se había marchado con el cadáver, apunté los nombres de aquellos físicos por si me sometían a interrogatorio.

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