– ¡Bien pensado! Buscad, por favor, aquella nota.
– La puse por aquí -afirmó levantándose del asiento y dirigiéndose hacia una esquina del comedor donde, de los alfardones del techo, colgaban algunas vasijas y embutidos puestos a secar. Con esfuerzo, se subió a una de las sillas y sacó una de las jarras de su gancho. Pero no, no era aquélla. Bajó de nuevo resoplando, arrastró la banqueta un poco más allá y volvió a subir. La segunda jarra sí contenía lo que buscaba, porque sonrió contento y sacó del interior, con dos dedos, un papelillo grasiento.
– ¡Aquí está!
Me levanté y me acerqué hasta él para cogerle el papelito de la mano. Subido en aquella banqueta el mesonero me llegaba sólo hasta el cuello.
Con la infame letra de un comerciante que ha aprendido lo imprescindible para llevar su negocio, en el papelito estaba escrito:
ADAB AL-ACSA
y
FAT AL-YEDOM
– ¿Esto es todo? -pregunté-. ¿Puedo quedarme con el papel?
– Eso es todo -confirmó el grueso y sudoroso mesonero-. Y sí, podéis quedároslo.
– Bien, pues dejadnos pagar nuestra comida y nos marcharemos de aquí mi escudero y yo, felices y agradecidos por el día de hoy.
– ¡Por Dios, caballero! ¿No habéis pagado suficiente salvando mi alma de Satanás? No me debéis nada, en todo caso soy yo quien queda en deuda con vos.
– Sea. El dinero de esta comida lo entregaré a los sacerdotes de mi iglesia en Valencia, para que digan misas por el alma de mi primo.
– Dios os recompensará ampliamente por vuestro noble corazón. Esperad un momento y enseguida os traeré a la puerta vuestros caballos.
Miré a Jonás, esperando encontrar un profundo reproche en su mirada, pero tenía las mejillas coloradas por la excitación y sus ojos centelleaban de entusiasmo.
– Tengo mil preguntas que haceros -susurro.
– En cuanto nos alejemos de este lugar.
Unas tres horas después de salir de Roquemaure detuvimos nuestras caballerías en un recodo protegido del camino, un lugar perfecto a la orilla del Ródano -cuyo cauce seguíamos hacia el norte, hacia su nacimiento- para hacer un buen fuego, cenar y dormir, ya que hasta el día siguiente no llegaríamos a Vienne. Esas tres horas las había empleado en contar a Jonás la misión encargada por el papa Juan, así como los pormenores de la historia que, por su edad y tipo de vida, no podía conocer, y que estaban directamente relacionados con el problema. Mientras encendíamos el fuego, comentó:
– Creo que el Papa tiene tanto miedo a morir, frere, que si le decís que, en efecto, fueron los templarios quienes mataron a su antecesor, aprobará la petición del rey Don Dinis para no vivir amenazado; y si le decís que no, que no fueron ellos, la denegará para quitarse de en medio a los templarios para siempre.
– Puede que tengas razón, muchacho. En cualquier caso vamos a tener que averiguarlo.
– Y ya sabéis algo, ¿verdad? Todas esas mentiras y pecados contra el primero de los Mandamientos han dado algún fruto, ¿no es cierto?
– Lo único que sabemos con certeza es que dos médicos árabes examinaron a Clemente V antes de morir. Nada más.
– ¿Y qué me decís del remedio, las esmeraldas?
– Es muy común entre los que pueden permitírselo consumir piedras preciosas para luchar contra las enfermedades.
– ¿Y es cierto, surten algún efecto?
– La verdad es que no, debo reconocerlo. Pero con el tiempo aprenderás que no sólo los verdaderos preparados curan los padecimientos. ¿No te has fijado en la mejoría del Papa en cuanto tomó la pócima?
– Pero ¿qué dolencia tenía? He visto que hacíais muchas preguntas a este respecto.
– Por lo que he podido averiguar, deduzco que Su Santidad no tenía la conciencia muy limpia… Imagínate, Jonás, que tú eres Clemente V. El decimonoveno día de marzo del año de Nuestro Señor de 1314 asistes al horrible espectáculo de ver morir en la hoguera a un par de hombres a quienes conoces de muchos años atrás, hombres importantes, poderosos, cuya culpabilidad no está demostrada y que, además, como monjes, son súbditos tuyos, exclusivamente tuyos, y no del monarca francés. Como Papa, has intentado débilmente protegerles de las iras y ambiciones del rey, el soberano que te dio el papado y que te mantiene en él, pero Felipe te ha amenazado con nombrar un Antipapa si no accedes a sus pretensiones. Así que estás allí, sabiendo que los ojos de Dios te miran y te juzgan y, en ese momento, cuando el fuego empieza a morder sus carnes, el gran maestre de la Orden Templaria, te maldice y te emplaza ante el Tribunal de Dios antes de que se cumpla un año. Tú, naturalmente, te asustas, intentas no pensar en ello pero no lo puedes evitar; tienes pesadillas, te obsesionas… Quieres seguir con tu vida cotidiana como Pastor de la Iglesia pero sabes que una espada pende sobre tu cabeza. Entonces los nervios te traicionan. No todas las naturalezas son iguales, Jonás, hay gente que soporta con fortaleza las mayores desgracias físicas y que, sin embargo, se desploma ante un pequeño problema del alma; otros, por el contrario, sobrellevan grandes problemas con entereza pero braman como animales ante el menor dolor. Seguramente nuestro Papa era un hombre débil y crédulo, y empezó a padecer las torturas del infierno sin haber llegado a morir. La fiebre es un síntoma que podrás observar en pacientes enfermos y sanos; los nervios también pueden producir fiebre y, muy frecuentemente, vómitos o «estómagos cerrados», ¿recuerdas la negativa del Papa a comer algo en la posada…? También la respiración afanosa es signo de diferentes dolencias, pero descartado un problema de corazón, puesto que sus labios tenían buen color y no manifestaba dolor en ninguna parte de su cuerpo, sólo quedaban como causa los pulmones o, de nuevo, los nervios. En el caso de Clemente, creo que todo podría reducirse a un caso grave de excitación.
– ¿Por eso en cuanto ingirió las esmeraldas mejoró?
– Se sintió mejor porque creyó que se estaba curando.
– ¿Y era cierto?
– Las pruebas demuestran que no -declaré riendo.
– Pero la sangre negra… las hemorragias por arriba y por abajo…
– Bien, podemos elegir dos explicaciones: una, la que parece más probable por la forma de la muerte, es que el Papa sufrió cortes internos en el estómago y las tripas con cristales mal triturados de esmeralda que le provocaron las hemorragias, y otra, puramente especulativa, que aquellos dos médicos árabes eran en realidad dos templarios disfrazados que le administraron algún tipo de veneno en la pócima.
– ¿Y cuál creéis vos que es la verdadera?
– Vamos, Jonás, piensa un poco. He simplificado al máximo tu trabajo; ahora demuéstrame tus capacidades deductivas.
– ¡Pero yo no sé! -exclamó irritado.
– Está bien, pero sólo te ayudaré porque acabamos de empezar. Después serás tú quien tenga que ayudarme a mí.
– Haré lo que pueda.
– Veamos… Alguien como el Papa, acostumbrado a una vida cómoda, que no sabe lo que es el frío, ni el hambre, que tiene decenas de personas pendientes de sus deseos, cocineros que guisan exclusivamente para él, Padres Conciliares que le sirven como lacayos, y otras muchas cosas más de igual talante, alguien así, digo, ¿crees que bebería una pócima en la que unas esmeraldas capaces de cortarle los intestinos le pasaran antes por la boca y la garganta?
– Desde luego que no -confirmó, mordisqueándose el labio inferior y mirando las llamas de la hoguera con atención-. Alguien así habría protestado en cuanto un minúsculo cristal le hubiera arañado la lengua.
– En efecto. De modo que nos quedamos con el veneno de los templarios. Debes saber que existen miles de venenos y miles de elementos que, sin ser veneno, se convierten en tal una vez combinados con otras sustancias igualmente inocentes. Muchos de los preparados que utilizamos para curar enfermedades contienen veneno en cantidades que los herbolarios y los físicos debemos controlar muy bien para no producir el efecto contrario al deseado. Por lo tanto, si esos dos médicos eran templarios, y dados los amplios conocimientos que poseía su Orden en estas materias, por sus muchos años de contacto con Oriente…
– Eso también se podría decir de los hospitalarios.
– …por sus muchos años de contacto con Oriente, repito, es casi imposible saber qué sustancia echaron en el almirez del mesonero mientras trituraban las esmeraldas. Lo que sí podemos deducir es que era muy poderosa y muy rápida. El posadero nos dijo que la sangre era negra, oscura… Si la sangre hubiera salido de los cortes infligidos por las esmeraldas, hubiera sido roja.
– ¿Por qué?
– Hay cosas del cuerpo que constituyen grandes misterios, y la sangre es uno de ellos. Simplemente, no se sabe. Lo cierto es que, según de la zona del cuerpo de la que provenga, la sangre parece tener una coloración diferente. Por eso sé que las esmeraldas no cortaron sus tripas, porque, si lo hubieran hecho, la sangre, igual que la que saldría de tu brazo si yo te cortara ahora mismo con mi cuchillo, hubiera sido roja, roja y brillante. Sin embargo, la sangre era negra, es decir, no procedía de incisiones, lo cual confirma que tenía alguna sustancia que mudaba su color, que la ensuciaba. Pero nunca sabremos qué sustancia fue.
– ¿Y los templarios? ¿Cómo pudieron hacerse pasar por moros?
– Acabo de decirte que los templarios tuvieron un conocimiento muy profundo del mundo musulmán y de sus sectas (la de los sufíes, por ejemplo, y la de los ismailíes…›. Hacerse pasar por físicos sarracenos era sencillo para ellos. Aceptemos, pues, que eran dos templarios. En primer lugar, se cumple el precepto cabalístico de los dos iniciados…
– ¿A qué os referís…?
– Ya lo irás aprendiendo poco a poco, Jonás. No puedes pretender adquirir en un solo día los conocimientos más profundos, secretos y sagrados del hombre y de la Madre Naturaleza. Baste decir que los templarios siempre van de dos en dos: su sigillum, incluso, representa a dos templarios cabalgando juntos en un mismo caballo, montura alegórica del conocimiento que conduce al adeptus por la vía de la Iniciación.
– No comprendo nada de lo que decís -suspiró.
– Y así debe ser por el momento, muchacho. Pero prosigo con mí argumento. Eran dos, y fingían ser árabes con una fidelidad tal que, incluso, hicieron creer al inocente hijo del mesonero que les había descubierto por casualidad mientras oraban en dirección a La Meca. Todo irreprochable. Pero los templarios son vanidosos. Están tan convencidos de su superioridad, de su eficacia y valentía, que acostumbran a dejar pequeños rastros, minúsculas señales que duermen durante años en espera de que alguien las desvele.
– ¿Y qué rastros han dejado esta vez, frere? -preguntó Jonás, exaltado.
– Sus falsos nombres, ¿los recuerdas?
– Si. Eran Adab Al-Acsa y Fat Al-Yedom.
– Recuérdame que una de las primeras cosas que debo enseñarte son las lenguas árabe y hebrea. Sin ellas no se puede ir hoy en día por el mundo.
– Seguramente esos nombres encierran algo que yo no soy capaz de comprender.
– En efecto. Verás, lo primero es escuchar su sonido. Debes darte cuenta que sólo disponemos de la trascripción hecha por un hombre ignorante cuyos oídos no están acostumbrados a la cadencia de la lengua árabe. Por tanto, lo primero es escuchar.
– Adab Al-Acsa y Fat Al-Yedom.
– Muy bien. Ahora, vayamos palabra por palabra: Adab; Adab es, sin lugar a dudas, Ádâb, que significa «Castigo», así que ya ves que vamos por buen camino. En cuanto a Al-Acsa, no ofrece ningún problema, se trata, evidentemente, de la mezquita de Al-Aqsa, que significa «La Única», situada dentro del recinto del Templo de Salomón y que los templarios utilizaron como residencia, como casa presbiterial o casa-madre, desde los tiempos del rey Balduino II hasta la pérdida de Jerusalén. Por lo tanto, y aunque parezca un poco enmarañado, la traducción de Adab Al-Acsa sería «Castigo de La Única» o, por aproximación, «Castigo de los templarios».
– ¡Asombroso!
– Pero aún nos queda el segundo nombre: Fat Al-Yedom. Fat, como Adab, no tiene demasiados problemas. Se trata de Fath, que significa «Victoria», pero ¿victoria de quién? Lo cierto es que no conozco, ni recuerdo haber leído nada sobre un hombre o un lugar llamado Al-Yedom, pero el mundo es muy grande, y, como demostró Al-Juarizmí, cuyo verdadero nombre era Muhammad ibn Musá, la Tierra es un inmenso globo redondo que puede recorrerse eternamente sin principio ni fin. Quizá haya en él algún lugar que lleve ese nombre.
– ¿Que la Tierra es redonda? -se escandalizó Jonás, abriendo mucho los ojos-. ¡Menuda majadería! Todo el mundo sabe que la Tierra es plana y que se sostiene sobre dos columnas situadas al este y al oeste, y que si quisiéramos avanzar más allá de sus extremos caeríamos en un abismo infinito.
– De momento, y hasta que estudies suficientes matemáticas y astronomía, dejaremos que sigas creyendo esa tontería.
– ¡Es la verdad que explica la Iglesia!
– ¡Magnífico! Ya te dije que no pienso discutirlo en este momento. Me interesa mucho más resolver el enigma encerrado en las palabras Al-Yedom. Si nuestra pareja de templarios quería que sus huellas pudieran ser seguidas con apenas media luz, como es el caso del primer nombre, la solución del segundo también tiene que estar a nuestro alcance y sólo debemos desandar el camino que ellos recorrieron para elegir sus apelativos árabes. El primero significa algo así como «Castigo de los templarios», y el segundo empieza por «Victoria de», ¿de quién? ¿De una persona, de otro lugar, de un símbolo…? Al-Yedom, Al-Yedom -repetí incansablemente buscando una pista en el sonido-. No puede ser tan difícil, ellos querían que alguien lo descubriera… Empecemos suponiendo que sea «Victoria de» alguien, en ese caso ese alguien sería Al-Yedom… -me detuve en seco, deslumbrado por la brillantez del recurso-. ¡Pues claro! ¡Demonios, si lo teníamos delante! ¡Si era tan fácil que incluso debieron reírse mucho cuando lo prepararon!
– Pues yo no lo comprendo.
– Piensa, Jonás. ¿Cuál es la primera regla para ocultar un mensaje?
– No lo sé, aunque me encantaría saberlo. -¡Jugar con el orden de las letras, Jonás! ¡Simplemente, jugar con el orden de las letras y de las palabras! Hace años, por razones que ahora no vienen al caso, tuve que leer algunos tratados sobre la utilización de alfabetos secretos y lenguajes cifrados, y en todos ellos se recomendaba siempre el sistema más simple: los juegos de palabras, el retruécano, la asonancia, el anagrama y el jeroglífico. Por definición, el intruso siempre andará al acecho de un sistema o un código complejo e imposible y pasará por alto lo más sencillo y evidente.
– ¿Queréis decir que las letras de Al-Yedom son también las letras de otra palabra? -inquirió Jonás bostezando y dejándose caer lentamente sobre su manto. A pesar de su apariencia, no era más que un muchacho demasiado cansado.
– ¡Piensa, Jonás, piensa! ¡Es sencillísimo!
– No puedo pensar, sire… Me estoy durmiendo.
– ¡Molay, Jacques de Molay, el Gran Maestre! Ha sido la «Y» de Yedom la que ha llamado mi atención, ¿comprendes? Bailando las letras construyeron Al-Yedom con De Molay. «Victoria de Molay»… ¿Qué te parece, eh? Ingenioso… «Castigo de Al-Aqsa», es decir, «Castigo de los templarios» y «Victoria de Molay». Querido muchacho, creo que vamos a…
Pero Jonás dormía profundamente al calor del fuego, con la cara apoyada sobre el brazo.
Descansamos una noche en Vienne y de allí pasamos a Lyons, y fuimos subiendo hasta La Chaise Dieu, Nevers, Orleans y, por fin, París. Un largo viaje de diez días durante los cuales enseñé a Jonás mis exiguos conocimientos de la lengua francesa que yo, por mi parte, procuré ampliar en cada ocasión que el camino me presentaba, hablando con unos y con otros hasta sentirme moderadamente seguro de mis expresiones. Nunca he comprendido a esas personas que se dicen incapaces de aprender una lengua; las palabras son instrumentos, como los del herrero o los del cantero, y no encierran más secreto que cualquier otro arte. Las lecciones, que tanto para el maestro como para el alumno mejoraban jornada a jornada, me permitieron también abordar para Jonás los primeros y rudimentarios conocimientos en materias tales como filosofía, lógica, matemáticas, astronomía, astrología, alquimia, cabalística… Jonás embebía todas y cada una de mis palabras y era capaz de repetir punto por punto lo que yo le había dicho. Tenía una memoria portentosa, pero no sólo portentosa por su capacidad para retener, sino también por su asombrosa capacidad para olvidar todo aquello que no le interesaba.