El Salón De Ámbar - Asensi Matilde 14 стр.


En la siguiente conexión del ordenador de José, salió otro mensaje para Roi con las nuevas necesidades. Pero no hubo ninguna respuesta a nuestro mail anterior.

Seguimos trabajando durante media hora más. Eran ya cerca de las doce del mediodía y debíamos ir pensando en subir a comer, pero todavía faltaba por resolver alguna menuda cuestión.

– Necesitamos un buen mapa de carreteras de Francia, otro de Alemania y un plano detallado de la ciudad de Weimar.

– Los compraré esta semana -afirmó José distraído, trazando, por fin, una larga raya al final de la lista.

– No. Quiero decir que los necesitamos ahora. Deberíamos planificar nuestra ruta y conocer el trazado de las calles por las que tendremos que movernos.

– ¡Vaya, pues sí que es raro, pero no tengo ningún mapa de ésos en este momento!

– ¡Pero yo sí, papá!

Si me hubieran pinchado no me habrían sacado ni una gota de sangre. José me miró fijamente, con los ojos desorbitados y luego, muy despacio, levantó la cabeza hacia el techo, hacia el lugar del que procedía la voz apagada de la niña.

– ¿Amalia…? -preguntó incrédulo.

– ¿Sí, papá?

– Amalia, ¿estabas escuchando?

– Habláis muy fuerte y por el agujero del cable se oye todo.

– ¡Lo que me faltaba! -exclamé soltando una carcajada.

– ¡Amalia! -gritó su padre, enfadado-. ¡Baja al taller ahora mismo! ¡Tú y yo tenemos que hablar! No hubo respuesta.

– ¿Me has oído, Amalia?

– Sí, papá.

– ¡Pues baja!

De nuevo se hizo el silencio. La niña debía haber emprendido el largo y trágico camino hacia la reprimenda de su padre.

– Si quieres me voy, José.

Me miró largamente, meditando, y justo cuando la puerta de comunicación del taller con la casa se abría dando paso a Amalia, me dijo muy serio:

– No, quédate. Va a tener que acostumbrarse a ti… Y tú también vas a tener que acostumbrarte a ella.

– Pero quizá éste no sea el mejor momento…

– Ya estoy aquí -anunció Amalia al ver que no le hacíamos caso. Se había plantado frente a los dos, muy digna, con los brazos cruzados en la espalda. José se la quedó mirando con el ceño fruncido y los ojos fríos como el hielo.

– ¿Por qué estabas escuchando nuestra conversación?

– No la estaba escuchando a propósito. Yo trataba de estudiar pero vuestras voces y vuestras risas se colaban por el agujero del cable.

– ¿Y qué es lo que has oído exactamente? -la interrogué. Tuve buen cuidado de poner una nota apaciguadora en mi voz.

– Todo.

– ¡Todo!-bramó José.

Amalia bajó la cabeza. No creo que lo sintiera de verdad, pues debía haber pasado una mañana muy entretenida escuchando lo que hablábamos, pero aplacar a su padre mostrando sumisión era una buena táctica. Yo también la había empleado a menudo con el mío, y eso que, por dentro, hervía de indignación y orgullo herido.

– No lo he hecho con mala intención -musitó-. Si no hubiera querido que me descubrierais, no me habría ofrecido a ayudaros.

– Pues a pesar de tu buena fe y de tu admirable interés, comprenderás que…

– ¡No puedes castigarme otra vez, papá! ¡Ya me castigaste anoche!

– ¡Pero si es que no paras, es que haces una detrás de otra!

Y en este punto ambos pasaron al portugués, enzarzándose en una violenta discusión de la que ya no entendí nada. De todos modos, por el tono de las voces, comprendí con sorpresa que José estaba perdiendo.

Finalmente, después de un rato que se me hizo eterno, las miradas del padre y la hija recayeron al mismo tiempo sobre mí, lo que me llevó a sospechar que habían dicho algo que me concernía.

– Está bien, Amalia. Ofréceselo.

– ¿Ofrecerme qué? -inquirí.

– Los mapas y el plano de Weimar. Los bajó anoche de Internet suponiendo que hoy nos harían falta y, por lo visto, ha mejorado la resolución y ha hecho un programita, un pequeño motor de búsqueda, para que nos resulte más fácil localizar nuestra ubicación y la zona que queramos estudiar.

– He reunido los datos de varios tipos de mapas -explicó Amalia con voz firme-, de manera que tenéis una gran cantidad de información disponible pinchando con el ratón ó introduciendo el nombre o parte del nombre de lo que buscáis. Además, te da la mejor ruta para llegar a un punto si le indicas dónde te encuentras. Sonreí y me acerqué a ella.

– Amalia -intenté poner una mano sobre su hombro, pero se retiró como si mi contacto le escociera; la sonrisa se me apagó en los labios-, tienes todas las papeletas para ocupar el puesto de Láufer en el Grupo cuando seas mayor.

Creo que ésa fue la primera vez que Amalia me miró directamente a los ojos y me sonrió. En aquel instante, aunque aún no lo supiera, me había ganado su corazón. Por lo visto, había acertado de lleno en el centro de sus máximos deseos.

– Si quieres -me dijo-, te enseño cómo funciona. Puedes imprimir el área que desees al tamaño que te apetezca. Mira.

Poco después llegó el mail que estábamos esperando. Roi nos advertía de entrada que Láufer quedaba excluido de cualquier tarea, que ya había hecho suficiente en esta operación y que estaba demasiado ocupado para andarse perdiendo el tiempo en Weimar mientras nosotros recorríamos las malditas catacumbas. Por supuesto, José y yo nos quedamos perplejos por el tono empleado por Roi, pero supusimos que Láufer había respondido de manera mucho más violenta cuando le fueron planteadas nuestras necesidades. No obstante, después de la pequeña filípica, el príncipe Philibert nos tranquilizaba: él personalmente se haría cargo de todo. Nada más cruzar la frontera encontraríamos, en algún lugar previamente convenido, tanto los francos franceses como los marcos alemanes que nos iban a hacer falta, así como las llaves de un buen coche alemán y las instrucciones necesarias para poder encontrarlo y cambiarlo por el nuestro. En cuanto le diéramos las fechas del viaje, pondría el plan en marcha y, mientras estuviésemos bajo tierra, él permanecería, con nombre supuesto, en el hotel Kempinski de Weimar, dispuesto a recurrir a quien hiciera falta para sacarnos de las galerías si llegaba a suceder algún desgraciado accidente.

José puso al horno una enorme dorada y yo le ayudé preparando una guarnición de cebolla y patata que le iba a sentar divinamente al pescado. Amalia ayudó en todo y también puso la mesa, mostrándose tan encantadora -como si un hada buena le hubiera echado un encantamiento- que su padre la miraba con verdadera adoración. El programa informático que había creado para nosotros era realmente bueno y yo sabía que el pecho de José estallaba de orgullo paterno. Me dije con resignación que, para una vez que me enamoraba de verdad, había ido a elegir a un respetable progenitor y me recriminé por no haberme fijado un poco más y haber escogido a alguien que se encontrara realmente solo en esta vida. Pero cuando, en un descuido, José rne besó en los labios, se me borraron todos estos malos pensamientos de la cabeza.

Ya en la mesa, mientras disfrutábamos de la sabrosa comida, la niña planteó el último problema que restaba por solucionar:

– ¿Qué harás conmigo mientras estés fuera, papá?

– Supongo -murmuró José dejando el tenedor en el plato con gesto preocupado-, supongo que puedes quedarte con tu madre un par de semanas, ¿no? Quizá menos.

– No pienso volver con mamá.

– No puedes quedarte sola, Amalia -opiné.

– ¿Por qué no? Ya soy mayor. Puedo quedarme aquí.

– Irás con tu madre. No hay más discusión. Luego, cuando yo vuelva, te vienes a esta casa otra vez.

Yo sabía que los padres de José habían muerto, pero los abuelos maternos podían estar vivos y quedarse con la niña. De todos modos, como no conocía el alcance de la enemistad entre madre e hija, supuse que no sería tan complicado que Amalia permaneciera con ella un par de semanas. A fin de cuentas, aquélla era su verdadera casa, pues el trato de vivir con su padre hasta Navidad no había sido más que un acuerdo temporal para solventar algún problema que yo desconocía.

– Los padres de Rosario viven muy lejos, en Ferreira do Alentejo, un pueblecito del sur de Portugal -me explicó José-, y Amalia no ha tenido nunca mucho trato con ellos. Así que volverá con su madre y no hablemos más. Además, no puede perder días de clase. Está en plenos exámenes.

– Eso no es verdad, papá, los exámenes de mañana son los últimos hasta diciembre. Y no quiero ir a casa con mamá. Ella está perfectamente sin mí y tú lo sabes.

– Mira, Amalia, no es lógico que te quedes sola aquí viviendo tu madre a tres calles de distan cía. ¿Qué crees que diría si se enterara, eh? Se lo contaría al juez en un santiamén y te quedarías sin padre hasta la mayoría de edad.

– Pues llévame contigo.

Solté una risa sardónica al tiempo que daba un trago largo de mi lata de coca-cola. ¡Para que luego dijera Ezequiela que yo era tozuda como una muía! Todavía había alguien que me superaba.

– ¿Cómo voy a llevarte conmigo? -protestó José pacientemente. Si hubiera sido mi hija, desde luego que la disputa se habría terminado mucho antes-. Parece mentira, Amalia, que se te ocurran esas cosas con lo mayor que eres.

– Pues si soy mayor… -y aquí volvieron a pasarse al portugués, idioma en el que, al parecer, discutían más a gusto. Yo seguí comiendo tranquilamente, ajena a los aires tormentosos que discurrían de un lado al otro de la mesa, dejando que padre e hija zanjaran sus problemas familiares como les viniera en gana. Entonces se me ocurrió una idea absurda:

– José… ¿y si dejas a Amalia con Ezequiela, en mi casa?

– ¿En tu casa, en España?

Sí, bueno, la idea era descabellada, ya lo sabía, pero por lo menos rompía el círculo vicioso de la discusión.

– Ezequiela podría cuidar de ella perfectamente mientras estamos fuera. De hecho, ha cuidado de mí toda la vida y el resultado no ha sido tan malo.

Amalia me miró con desconfianza mientras José trataba de entender mi proposición. -¿Quién es Ezequiela? -preguntó ella.

– Es mi vieja criada. Ha vivido siempre con mi familia y, como perdí a mi madre cuando era pequeña, cuidó de mí y hoy día sigue viviendo conmigo en mi casa de Ávila. Te advierto que es una gruñona quisquillosa que no ha conocido más niños que yo, pero tiene buen corazón y cocina estupendamente.

– Me moriría de aburrimiento -sentenció.

– Sí, pero estarías bien con ella -terció José con los ojos brillantes-, y podríamos decirle a tu madre que me acompañas en un viaje de negocios a España.

– Creo que no quiero.

– Pues te quedarás con tu madre. Ya está decidido.

Amalia pareció reflexionar. Luego levantó la mirada hacia mí.

– ¿Podría usar tu ordenador?

Estuve a punto de ponerme a gritar como una loca diciendo «¡No, no y no!», pero si la edad sirve para algo es, precisamente, para no perder la compostura. Así que con voz suave y tono meloso, dije:

– Naturalmente que no.

– Entonces prefiero quedarme en esta casa.

– Podrías llevarte el ordenador portátil -propuso su padre-. Y Ana te dejaría usar su conexión a Internet.

Volví a reprimir los gritos de la niña posesiva que había en mí y forcé una sonrisa voluntariosa:

– Eso podríamos negociarlo.

– Bueno, entonces de acuerdo. Me quedaré en Ávila. Pero sólo si puedo usar la conexión. Aquella noche, después de un largo vuelo y de una hora de carretera hasta Ávila, le conté a Ezequiela las novedades, sentadas las dos al calor del brasero de la mesa camilla del salón. Nada dijo. Nada me preguntó. Pero, al día siguiente, lunes, cuando abrí los ojos para empezar el nuevo día, estaba limpiando a fondo, con gran estrépito y brío, mi antigua habitación, la que había utilizado toda mi vida hasta que me pasé a la de mi padre, más grande y luminosa. Greo que le gustaba la idea de tener, otra vez, una niña en casa.

José y yo seguimos la ruta fijada de antemano para llegar a Weimar. La tarde del sábado, último día de octubre, recogimos en Toulouse el sobre con las instrucciones, el juego de llaves de un coche y el dinero francés y alemán que Roi nos había dejado en la centralita telefónica de una clínica privada situada en las afueras de la ciudad, y la mañana del domingo, 1 de noviembre, día de Todos los Santos, cambiamos nuestro vehículo por un antiguo Mercedes, color azul oscuro, con matrícula de Bonn, que nos estaba esperando en el garaje desierto de un edificio en ruinas en la Rómerhofstrasse de Francfort. En el maletero del Mercedes encontramos un potente walkie-talkie y una nota de Roi indicándonos las frecuencias, las horas y las claves que necesitábamos para conectar. Como sólo nos restaban trescientos kilómetros hasta Weimar (habíamos hecho mil quinientos en las últimas veinticuatro horas), nos detuvimos durante un buen rato en la primera estación de servicio que encontramos en la Autobahn 5. Allí aprovechamos para cambiarnos de ropa, poniéndonos los trajes isotérmicos debajo de los pantalones y los jerseys. Más tarde, ya anochecido, tomamos el desvío hacia el último tramo de la Autobahn 4, Eisenach-Dresde, que nos llevaría directamente a nuestro destino. Estábamos cansados de tantas horas de coche,. pero nuestra locuacidad sólo era comparable con nuestra felicidad por estar juntos.

Por fin, alrededor de las tres de la madrugada entrábamos en las primeras calles de la oscura y silenciosa ciudad de Weimar.

Weimar está situada a orillas del río Ilm, en el corazón mismo de Alemania. Ninguna otra ciudad europea ha vivido experiencias históricas tan dispares como ella: cuna del pensamiento humanístico, del refinado movimiento romántico -abanderado por el escritor Johann Wolf gang von Goethe-, había sido también el primer feudo alemán del movimiento nazi. Centro artístico y cultural de importancia incomparable, acogió a pintores como Lucas Cranach, a músicos como Bach o Liszt, a escritores como el mencionado Goethe o Friedrich von Schiller, e incluso a filósofos como Nietzsche. Pero Weimar albergó también uno de los peores campos de concentración y exterminio, el KZ Buchenwald, en el que fueron torturados y exterminados más de cincuenta y seis mil seres humanos, entre judíos, homosexuales y opositores políticos.

Afortunadamente, nada de aquella barbarie quedaba en Weimar cuando José y yo entramos en la ciudad aquella noche de noviembre. El tiempo había respetado lo bello y lo agradable y había borrado cualquier huella del pasado horror. Mientras contemplaba las hermosas y estrechas calles de aspecto medieval, los encantador es jardines de aires versallescos, los muchos personajes célebres convertidos en monumentos y las típicas casitas de postal con tejado a dos aguas, no pude evitar un doloroso recuerdo para quienes, apenas cincuenta años atrás, habían sido llevados al límite del sufrimiento y habían perdido la vida en aquel lugar: la ciudad de Weimar dormía, limpia y tranquila, aquella madrugada, pero yo sentí con intensa fuerza que el dolor de los muertos, como una costra, permanecía por todas partes.

Nos resultó fácil encontrar el viejo Gauforum. Curiosamente, Amalia nos había dejado de buen grado su ordenador portátil a cambio de poder usar el mío mientras estuviera en Ávila (¡sólo yo sé lo que me costó ceder!), de modo que iba consultando el programa de la niña para indicar a José, que conducía, las calles que debíamos tomar. Llegamos, pues, sin problemas, hasta la enorme explanada rectangular en cuyo centro permanecían estacionados, sobre la hierba, varias hileras de coches. Aquélla era la Beethovenplatz, uno de los espacios más grandes de Weimar y aquel edificio alargado y gris, con un enorme y clásico pabellón central y una extensa ala a cada costado, era el viejo, aunque rehabilitado, Gauforum de Sauckel. José dio varias vueltas en torno a plaza, débilmente iluminada por las farolas situadas en las aceras y, por fin, dobló en una esquina y entró en la calle que yo había previsto para dejar el vehículo, una amplia avenida con zona de aparcamiento a ambos lados y sin señales de estacionamiento limitado. Encontramos un hueco apropiado poco antes de la segunda travesía y, tras detener el motor, limpiar nuestras huellas (por si ocurría algún percance) y abrir las portezuelas, salimos del coche con las piernas acalambradas tras tantas horas de inmovilidad.

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