– Ya estamos aquí… -murmuró José, echando una ojeada alrededor. De su boca salió, con cada sílaba, una pronunciada nube de vaho. Menos mal que llevábamos los trajes isotérmicos y guantes de piel, porque, si no, nos hubiéramos muerto de frío: debíamos estar varios grados bajo cero. Tuve la firme convicción de que tanto mis orejas como mi nariz iban a despegarse y a caer al suelo rodando de un momento a otro.
Abrimos con cuidado el maletero, sacamos nuestras abultadas mochilas, las cargamos a la espalda y nos encaminamos hacia la Beethovenplatz. No se veía ni un alma pero, por si acaso, me puse los amplificadores de sonido. Mujer prevenida vale por dos.
La boca de alcantarilla elegida para descender a los infiernos era la que estaba más cerca de la puerta del Gauforum; esta cercanía me garantizaba la correcta entrada en los ramales de galerías directamente conectados con el viejo museo y residencia del gauleiter. Por suerte, la tapa de hierro que debíamos levantar quedaba situada, más o menos, en una zona de sombra. José dejó la mochila en el suelo y, de un bolsillo lateral con cremallera, sacó una palanqueta cuyo extremo inferior introdujo en la pequeña muesca de la tapa, desencajándola de su orificio de un tirón seco. No hizo apenas ruido, pero el poco que hizo sonó en mi cabeza como el tañido de una campana catedralicia. Debíamos introducirnos por aquel agujero a la velocidad del rayo y volver a colocar la tapa en su sitio si no queríamos ser descubiertos por algún paseante insomne o por alguna patrulla nocturna de la policía local.
Me coloqué los intensificadores de luz sobre los ojos y miré al fondo de la cloaca. Una escalerilla metálica, sujeta a la pared por pegotes de cemento, descendía un par de metros hacia el fondo. No lo pensé dos veces y apoyé el pie en el primer peldaño, pasándole las gafas de visión nocturna a José para que pudiera poner la cubierta en su sitio y seguirme. El eco amplificado del roce de nuestros guantes y nuestras suelas sobre los estribos se mezclaba con el rumor lejano de una corriente de agua. En cuanto José clausuró de nuevo la boca de alcantarilla, saqué de mi cinturón, con una mano, la linterna frontal y me la coloqué torpemente en la cabeza. Él me imitó y el estrecho cilíndrico de cemento en el que nos hallábamos se iluminó de repente mostrando su aspecto más sucio y desagradable. El horrible olor a sumidero me hizo desear un buen catarro nasal.
Al finalizar nuestro descenso nos encontramos en un espacioso entronque de túneles lo bastante seco como para desembarazarnos de las mochilas, dejarlas caer y ultimar los preparativos. Algún obrero había olvidado allí, tiempo atrás, una llave inglesa y un rollo de cable que aparté de un puntapié antes de empezar a sujetarme bien las correas de la linterna y de ponerme la mascarilla y las botas de alveolite. No tenía ningún sentido quitarnos la ropa que llevábamos sobre los trajes especiales, así que nos la dejamos, y luego sacamos de las mochilas todo el material que nos iba a hacer falta. Miré el reloj: eran las cuatro de la madrugada. Dentro de poco los ciudadanos de Weimar darían comienzo a su rutina diaria.
Empuñando en una mano la brújula digital (que también servía de termómetro y odómetro) y, en la otra, un bolígrafo y una carpeta de cartón duro sobre la que había sujetado una hoja de papel reticulado -para dibujar nuestra ruta y evitar extraviarnos o dar vueltas por los mismos sitios-, me volví hacia José y casi pierdo el aliento al verle sentado tranquilamente en el suelo, manipulando el ordenador portátil de Amalia y el walkie-talkie que nos había dado Roi.
– ¿Qué demonios se supone que estás haciendo? -pregunté asombrada, inclinándome para observar mejor sus extrañas maniobras.
– ¿A qué hora debemos contactar con Roi? -preguntó a su vez, sin hacerme caso.
– A las diez de la mañana. Faltan seis horas. Pero te agradecería que me respondieras. ¿Qué se supone que estás haciendo?
– Intentando conectar con Amalia.
Mi mandíbula inferior cayó, descolgada, y mis ojos se abrieron de par en par. Tardé unos segundos en recuperar la circulación sanguínea.
– ¿Intentando conectar con quién?
– Con Amalia -repitió de una manera estática y reposada, como si hubiera dicho la cosa más normal del mundo.
– ¿Con Amalia…? ¡Pero si tu hija está a dos mil kilómetros de aquí!
– ¿No has oído hablar del Packet-Radio?
– ¿Packet-Radio…? ¿Qué es eso?
– Es un sistema de comunicación entre ordenadores que, en lugar de emplear las líneas telefónicas, utiliza un sistema basado en las emisoras de radioaficionados. Sólo hace falta un ordenador, un módem especial que vale menos de tres mil pesetas y una emisora de VHF/UHF Esto es el módem -dijo señalando una pequeña cajita misteriosa-. Convierte las señales binarias que salen del ordenador en tonos, o señales de audio, y viceversa. Y esto -y levantó el walkie-talkie en el aire, frente a mi cara- es una emisora de VHF/UHF, es decir, una potente estación de radioaficionado. El único problema es la velocidad de transmisión, ya que, cuanto mayor es la distancia entre los ordenadores, más tarda en llegar la señal porque tiene que pasar por muchos repetidores.
– ¡Dios mío…! -fue todo lo que atiné a decir. Mi tía Juana hubiera estado muy contenta de escucharme.
– No es ninguna novedad. Funciona desde hace quince años y tiene un volumen de tráfico considerable.
– ¿Y puedes entrar en Internet utilizando este sistema o sólo navegar por esa red especial?
– Las dos cosas. La mayoría de los proveedores dan acceso a Internet a través de Packet-Radio. Sólo tienes que solicitarlo. De hecho, se utilizan los mismos protocolos de comunicación, el famoso TCP/IP y todos los demás.
– O sea, que vas a comunicarte con Amalia, que está en mi casa, desde estas horribles alcantarillas.
– Exactamente. Espero que no te moleste que ella haya conectado un módem como éste a tu ordenador.
– ¡Oh, no…! -gemí.
– Voy a mandarle un mensaje diciéndole que hemos llegado sin problemas y que estamos bien.
Gemí de nuevo, apoyando la mejilla sobre la palma de la mano con gesto de consternación. ¡Mi maravilloso equipo informático estaba en manos de aquel monstruo de trece años! José sonrió.
– Ya sé por qué te quiero tanto -declaró-. Tienes un estupendo sentido del humor.
No pude articular palabra, naturalmente, pero me sentí reconfortada por esa seductora sonrisa y esa mirada cálida con que me envolvieron sus ojos.
– Creo que no vamos a durar mucho juntos… -le amenacé ladinamente.
– ¡Eso no te lo crees ni tú! -repuso recogiendo los bártulos después de haber enviado el mensaje a su hija-. ¡Esto es para siempre, cariño!
– ¡Ja!
– ¡Eso digo yo! ¡Ja!
Y así empezamos la larga marcha a través de las galerías. En aquel momento aún no sabíamos que tardaríamos mucho tiempo en volver a salir al exterior.
Caminamos sin descansar durante dos horas por túneles estrechos con paredes de ladrillo encachadas hasta media altura y techos abovedados que rozábamos con la cabeza. Delante y detrás de nosotros se prolongaba la más negra oscuridad y, en algunos tramos, chapoteábamos en un riachuelo de agua que moría súbitamente por falta de abastecimiento. Al final de aquel trayecto llegamos a otro entronque de galerías del que salían tres nuevos ramales de similares características. Tomamos el del centro por decisión colegiada y, después de otras tres horas de caminata, llegamos a un inesperado punto muerto: el pasillo se ensanchaba al final para concluir en un muro agrietado. Presa del desánimo, bosquejé el trazado en mi papel reticulado.
– Deberíamos parar aquí, tomar algo y dormir un poco -propuso José, retirándose la mascarilla de la boca; yo hice lo mismo-. Además, tenemos que contactar con Roi.
– Faltan cinco minutos -corroboré mirando el reloj-. Pásame el walkie.
Nos quitamos las linternas frontales y las apagamos, iluminándonos con una lámpara de gas -la única diferencia con una alegre acampada campestre de fin de semana era el maloliente entorno-. Mientras José calentaba un poco de agua en el hornillo, programé la frecuencia en la pantalla digital y saludé a Roi. Su voz se escuchaba nítidamente en aquel reducto bajo tierra. Daba la impresión de acabar de despertarse.
– Buenos días, Roi -dije, hablando al micrófono del aparato.
– Buenos días, Peón. ¿Va todo bien?
– Aquí hace un frío endiablado, pero, aparte de eso y de que llevamos cinco horas caminando, todo bien.
– Descríbeme vuestra ruta.
José, tras remover el contenido con una cuchara, me alargó una taza de humeante café soluble. Interrumpí la comunicación con Roi para pedirle que me añadiera un poco de leche y luego continué. Roi tenía delante la misma cuadrícula que yo y, con los datos que le iba dando, dibujó el mismo trazado de nuestro camino. De este modo, si algo nos sucedía, podría acudir en nuestra ayuda.
– Que tengáis suerte -nos deseó al despedirse.
– Hasta mañana.
Apagué el trasto y miré a José. Me hubiera gustado estar con él en algún otro sitio más limpio, más cómodo y más romántico, y él también pensaba lo mismo, porque se acercó a mí, me rodeó con su brazo y, después de darnos un largo beso, apoyó su frente contra la mía.
– ¿Qué hacemos aquí? -me preguntó en un susurro.
– Buscamos un Salón de Ámbar robado por los nazis, ¿te acuerdas?
– De lo único que me acuerdo es de las veces que hemos hecho el amor. Reí quedamente.
– Es un buen pensamiento -observé-. ¡Prepárate para cuando salgamos de aquí! Voy a terminar contigo.
Permanecimos juntos unos minutos más, tomando sorbos de café de nuestras tazas. Luego, José me soltó y se levantó para acercarse a las mochilas.
– A ver si tenemos algún mensaje de Amalia. Volvió a enchufar todos los cables y se conectó a la red Packet. Le oí soltar una exclamación de alegría.
– ¡Mira, cariño! Amalia ha contestado.
– ¿Sí…? -farfullé, intentando sobreponerme a mi desinterés-. ¿Y qué dice?
– «Hola, papá. Hola, Ana. Me lo estoy pasando muy bien. Ezequiela os manda recuerdos…»
– ¡En mi vida había hecho un trabajo tan acompañada! -bufé de mal humor, y me dispuse a aclarar con un poco de agua las tazas y las cucharillas. Hacía un frío tan intenso que ni se me había pasado por la cabeza quitarme los guantes, y no hay nada más complicado que intentar enjuagarla vajilla con patas de oso. Esta impotencia todavía me puso de peor talante… La verdad es que pensar que aquella niña y mi querida Ezequiela hacían tan buenas migas me atacaba los nervios. No lo podía evitar.
– Si quieres me voy… -rezongó José levantando la vista del teclado.
Me detuve y le miré. Comprendí que había sido terriblemente injusta.
– Lo siento. Es que recibir recuerdos de mi criada en mitad de una misión es algo a lo que no estoy acostumbrada. -Dejé lo que estaba haciendo y me senté a su lado-. Sigue, por favor. Te prometo que no volverá a suceder.
José me dio un beso rápido en la frente y se inclinó de nuevo sobre el ordenador. Me sorprendió su facilidad para hacer borrón y cuenta nueva. Yo hubiera montado una trifulca y hubiera estado dándole vueltas a la cabeza durante horas.
– «Como tengo mucho tiempo libre he escrito un programa para seguir vuestra ruta y saber dónde estáis…»
– ¡Con mi ordenador! -grité, irguiéndome como si me hubiera picado un alacrán.
– ¡Ana, por favor! ¡Ya está bien de comportarte como una niña malcriada!
– ¡Lo siento, lo siento! Sigue. ¡Oh, Dios, con mi ordenador!
– «Así que, papá, envíame los datos de vuestro recorrido. Dime cuántos kilómetros hacéis en cada tramo y en qué dirección, así como otros detalles que me sirvan para ir dibujando el itinerario.» -José se detuvo-. Podemos mandarle la misma información que a Roi.
– ¿Con qué objeto?
– Está preocupada. Seguirnos, aunque sea de manera virtual, la tranquilizará.
– Pero ese portátil no tiene el codificador de Láufer -objeté-. Es demasiado peligroso.
– No seas tan exagerada. Sólo le enviaremos números, letras y símbolos. Ella los entenderá. Tú déjame a mí y verás como no hay ningún problema. Pásame tus notas, anda.
– ¿Dice algo más? -pregunté incorporándome y empezando a recoger los trastos.
– Sólo «Um beijo».
– Bueno, pues venga, apaga ese trasto y vamos a trabajar un poco antes de dormir. Cuando nos despertemos desandaremos el camino hasta el cruce de galerías.
José terminó de enviar a Amalia los datos del mapa y empezamos a golpear con los puños los muros del fondo del túnel en el que nos encontrábamos. El informe elaborado en los años sesenta por el ingeniero del ayuntamiento de Weimar hablaba de muros dobles, pasillos tapiados, planchas metálicas, techos falsos… así que debíamos comprobarlo todo y no dar nada por sentado: cualquier paredón podía ser la entrada al cubículo donde Sauckel y Koch escondieron el Salón de Ámbar. Tras el infructuoso tabaleo, saqué de la mochila el pequeño magnetómetro y apliqué el sensor sobre los ladrillos, dibujando líneas rectas por toda la superficie, pero el registro de datos no desveló la existencia de huecos en la parte posterior. Estábamos rodeados por varios metros de tierra sólida.
El largo viaje hasta Weimar, el descenso a las alcantarillas y las muchas horas de caminata nos habían agotado. El saco de dormir me pareció tan maravillosamente cálido como mi propia cama. La pena era que, para conseguir mayor aislamiento contra el frío y la humedad, no habíamos podido llevar sacos con cremallera que se pudieran unir para dar cabida a dos personas. Con todo, nos tumbamos tan juntos que pude respirar el aliento de José hasta que me quedé dormida.
Nos despertamos seis horas después, con los cuerpos magullados. Hacía un frío estremecedor. El termómetro indicaba que estábamos a cinco grados bajo cero. Aunque las ropas nos protegían, no resultaba agradable respirar ese aire pestilente y helado que se colaba a través de los filtros de las mascarillas.
Reanudamos el camino a buena marcha y alcanzamos de nuevo el entronque de galerías que habíamos dejado atrás por la mañana. Esta vez elegimos el camino que quedaba a nuestra izquierda, que empezaba trazando un semicírculo hacia la derecha, interrumpido bruscamente por un largo túnel que volvía a tomar la dirección contraria. Nos costó cuatro horas recorrer aquel monótono carril hasta encontrar una especie de amplio hueco en la pared donde nos detuvimos para tomar algo y descansar. Para nuestra sorpresa, al examinar el hueco poco antes de partir, descubrimos dos viejos y oxidados portillos de madera hinchada y agrietada de los que partían dos nuevos túneles. El primero de ellos nos llevó, tres días después, hasta el enlace de galerías por el que ya habíamos pasado en dos ocasiones… Volvimos a empezar.
Poco a poco, conforme iban pasando las jornadas, nos fuimos volviendo, por cansancio, más descuidados en el registro de los recintos que íbamos descubriendo a los lados o en los extremos de aquellos largos corredores encharcados. Era un entramado incoherente, sin pies ni cabeza, que acabó desquiciándonos los nervios y agotando nuestra paciencia. Las hojas reticuladas en las que iba trazando nuestra ruta habían formado ya un cuadernillo de cierto grosor sin que por ello hubiéramos encontrado nada que valiera la pena. Topamos, efectivamente, con planchas metálicas detrás de las cuales no encontramos otra cosa que la misma continuación absurda del pasadizo por el que veníamos avanzando. Un par de veces tuvimos que retroceder de nuevo al anterior cruce de colectores después de haber descendido, en el primero de los casos, hasta el fondo de una enorme y vacía cisterna, y de haber atravesado, en el segundo, un paso de agua pluvial que nos dejó frente a uno de tantos túneles ciegos con los que ya nos habíamos encontrado. Aquel lugar me recordaba mucho al cuadro pintado por Koch, el Jeremías, con el profeta saliendo de un pozo lleno de lodo, como si el gauleiter se hubiera inspirado en aquel entorno para situar a su personaje.