– ¿Te falta mucho…? -me preguntó Juana, de pronto, desde el otro lado de la puerta. Mi tía jamás entraba en el calabozo; era su particular manera de no saber nada.
Descolgué de mi hombro la bolsa de cuero y la apoyé blandamente sobre una tabla. Con sumo cuidado deshice los nudos que la cerraban y tiré de los lados hasta dejar al descubierto un hermosísimo icono ruso del siglo XVIII. Mis manos, que lo habían sujetado y manipulado con fría precisión mientras lo descolgaban del iconostasio de la pequeña iglesia ortodoxa de San Demetrio, lo acariciaron ahora con mimo y ternura como si fuera un delicado gatito recién nacido. Una Virgen y un Niño de rostros estilizados y hieráticos me contemplaron en silencio desde la distancia de sus más de doscientos años de vida. El monje que los había pintado lo había hecho respondiendo a unos procedimientos que habían permanecido inalterados a lo largo de los siglos: pintar un icono no era, ni mucho menos, lo mismo que pintar un cuadro religioso al estilo de Zurbarán o Murillo; para un monje ortodoxo, pintar un icono representaba un momento sagrado de su vida que empezaba por la oración y el ayuno previos a la preparación de las colas y los pigmentos. Por tradición, todos los colores tenían una significación estricta: el azul representaba la trascendencia; el amarillo y el oro, la gloria, y el blanco, la majestad. Antes de emplear el blanco, por ejemplo, el monje debía pasar largas horas de rezos y penitencias, igual que antes de empezar a pintar los rostros, las manos y los pies, que eran las zonas más importantes, del icono, las no cubiertas por vestiduras y que hacían que la imagen fuese realmente sagrada. De hecho, a partir del siglo ix (y la imagen que yo tenía delante no era una excepción), se extendió masivamente en Rusia la costumbre de cubrir con un revestimiento de oro o plata, llamado Rizza, la totalidad de la obra a excepción de esas partes del cuerpo, que debían quedar al aire.
La brusca interrupción de la producción de iconos en 1921, prohibidos por un edicto de Lenin, no había hecho otra cosa que despertar la insaciabilidad de los coleccionistas de estas joyas del arte. Y para uno de ellos había robado yo aquella maravilla salvada de la destrucción definitiva gracias a la perestroika. El comprador, un discreto multimillonario francés, había ofrecido quinientos mil dólares por la pieza y, considerando el poco riesgo que entrañaba la operación, el Grupo de Ajedrez había aceptado el trabajo, que, como siempre, se llevó a cabo con meticulosidad. En estos momentos, una exquisita y perfecta réplica del icono que yo tenía entre las manos colgaba tranquilamente en el iconostasio de la pequeña iglesia de San Demetrio, en San Petersburgo, impidiendo que nadie se percatase del hurto durante los próximos cien años. Donna, como era habitual en ella, había llevado a cabo un excelente trabajo de falsificación.
– ¿Te falta mucho, Ana María? -volvió a preguntar mi tía con tono impaciente.
– No -respondí dejando el icono en un rincón, bajo un paño limpio, y recogiendo mis bártulos apresuradamente.
Eché una última mirada a la celda y salí de ella sacudiéndome el polvo de las manos en los vaqueros. Juana cerró la puerta, echó la llave y se encaminó con premura hacia al claustro.
– Vamos, que todavía tenemos mucho que hacer.
La comunidad en pleno nos esperaba en la puerta del viejo scriptorium que ahora cumplía las funciones de archivo de documentos históricos. En la actualidad, las monjas desarrollaban sus labores en una zona cercana a las cocinas y, salvo cronistas y estudiosos autorizados por el obispado, nadie accedía ya a aquellas antiguas dependencias como no fuera para limpiar. Mi tía me indicó con un gesto que entrara y con otro dejó fuera a las hermanas que manifestaron su desilusión con un lamento ahogado.
– Mira allí, sobre las estanterías de los documentos de los siglos XIV y XV.
Seguí con los ojos la dirección que señalaba su índice y distinguí en el artesonado del techo una enorme grieta astillada que dejaba al descubierto la piedra.
– ¿Qué ha pasado?
– Carcoma y vejez -repuso lacónicamente mi tía-. Se veía venir desde hacía tiempo. Ya te lo dije en Navidad, ¿recuerdas?, pero no me hiciste caso.
Agité la cabeza en sentido negativo y la miré directamente a los ojos.
– En Navidad, querida tía, me pediste dinero para reparar las canalizaciones de agua de los jardines, y recuerdo haberte dado cinco millones el día de Reyes, y otros cinco en junio, cuando me advertiste del inminente derrumbamiento del muro del huerto.
– Pues ahora necesito un poco más. Reparar el artesonado requiere una delicada tarea de restauración, sin contar con los costes de acabar para siempre con la carcoma.
Por un segundo no supe si echarme a reír o si soltar un grito.
– ¡Escúchame bien! -protesté, encarándome con mi insaciable tía-. En lo que va de año te he dado diez millones de pesetas. ¡Creo que ya es suficiente! El año pasado fueron siete, y el anterior ni me acuerdo. ¿Por qué no le pides el dinero a la Junta de Castilla y León o a tu maldito Episcopado?
– Ya se lo he pedido… -respondió con suavidad.
– ¿Y…? -Sinceramente, estaba sublevada.
– La próxima semana vendrán los peritos del ministerio y, con mucha suerte,podremos empezar las obras dentro de un par de años. Te recuerdo que en España hay más de cuarenta mil inmuebles de la Iglesia en peores condiciones que éste, que está catalogado como de riesgo moderado. Para cuando nos lleguen las ayudas, toda la madera de este archivo se habrá convertido en serrín. Lo que yo te propongo es que sigas desgravando impuestos por tus generosas aportaciones al monasterio como vienes haciendo hasta ahora.
Contuve mi ira y bajé la cabeza hasta que el pelo me sirvió de cortina protectora para mascullar a escondidas unas cuantas abominaciones.
– ¿Cuánto? -pregunté por fin.
– Ocho.
– ¡Qué!
Mi grito alarmó a las hermanas que se encontraban en la puerta y una de ellas se asomó discretamente; la mirada asesina de mi tía la animó a esfumarse a la velocidad del rayo. Las monjas sabían que mi bolsillo financiaba la restauración del monasterio, aunque estaban convencidas de que era por pura generosidad y por amor a mi única tía. Craso error: aquella arpía había estado extorsionando a mi padre durante años y ahora me extorsionaba sin piedad a mí.
– Ocho millones, Ana María, y ni un duro menos.
– ¡Pero, tía…!
– No hay peros que valgan. O pagas, o mañana mismo llamo a los del grupo de patrimonio artístico de la Guardia Civil para que vengan a visitar el calabozo.
– ¡Canalla!
– ¿Qué has dicho? -preguntó entre indignada y dolorida.
– He dicho que eres una canalla, tía, y lo mantengo.
Durante un segundo, Juana se quedó en suspenso, mirándome, supongo que no sabiendo bien cómo responder a mi insulto. Luego, con el instinto del político que sabe encajar los golpes diplomáticamente, dejó escapar una ruidosa carcajada.
– ¡Me acojo a la garantía espiritual de que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón! Confío, incluso, en negociar con Dios una ampliación de este vencimiento.
Sonriendo, y muy segura de sí misma, salió del archivo dejándome allí con cara de imbécil. Era igualita que mi padre, me dije rabiosa. Igualita.
Al día siguiente, que amaneció nublado y lluvioso, pasé la mañana en la tienda comprobando facturas y atendiendo a los clientes. Tenía sobre la mesa vanas cartas de compradores habituales solicitando información acerca de algunos artículos de mi catálogo y dos o tres avisos de subastas de Sotheby's y de Christie's que iban a celebrarse en Londres y Nueva York durante los próximos meses. La perspectiva de pasar un largo período sin «trabajos especiales» (por lo menos hasta diciembre, en que tendría que organizar la entrega del icono) me resultaba atractiva y estimulante y estuve pensando seriamente en la idea de apuntarme a un gimnasio o de matricularme en algún centro de idiomas para mejorar mi horrible alemán y empezar con el ruso.
La fachada principal de mi tienda era el resultado de un largo y costoso estudio de imagen realizado por mi padre allá por los años setenta. Lejos de dejarse llevar por la apariencia adusta y aburrida que impera en esta clase de establecimientos, mi padre pintó la fachada de un color verde muy claro, salpicado de azulejos y coronado por unas grandes letras doradas. Sin duda, puede resultar un tanto estridente para un negocio como el nuestro, pero, por increíble que parezca, no quedaba mal aquel frontis abierto por dos grandes escaparates, separados entre sí por una elegante puerta italiana de madera (también pintada de verde, aunque más oscuro), a la que se accedía subiendo tres escalones que salvaban la distinta elevación del suelo provocada por la inclinación de la calle.
El mayor atractivo de Antigüedades Galdeano estaba constituido por nuestras colecciones de grabados antiguos de los siglos XVII, XVIII y XIX tanto en color como en blanco y negro, y nuestro impresionante surtido de espejos españoles de los siglos XVII y XVIII. Pero ofrecíamos también la mejor exposición de muebles, bargueños, pintura, plata y cerámica del norte de España. Siempre habíamos intentado diferenciar lo más posible la oferta de la tienda de la oferta del calabozo: un anticuario especializado en la venta de bargueños del XVIII difícilmente sabrá algo de tallas policromadas góticas del XIV.
Nuestros clientes eran expertos y exigentes, y, mayoritariamente, compraban a través de intermediarios a sueldo. De ahí que una de las mayores preocupaciones de mi padre fuera siempre la exquisita elaboración de nuestros catálogos, tarea que yo había heredado y que, recientemente, había asumido en su totalidad, realizando el diseño y la maquetación con el ordenador. Las fotografías, por supuesto, las encargaba a uno de los principales estudios profesionales de Madrid y la reproducción -en tiradas de quinientos o mil ejemplares- a Martí B. Gráficas, S.A., de Valencia; los mejores, sin duda, en su especialidad.
A mediodía, cuando entré en casa, unos aromas exquisitos a sopa de ajo y chuletón de ternera hicieron rugir mis jugos gástricos. Con el último trabajo había perdido tres kilos de mis ya escasas reservas calóricas. Mi delgadez, al margen de ser una herencia familiar y tan exagerada como poco atractiva, traía de cabeza a Ezequiela, que se empeñaba en prepararme banquetes pantagruélicos, dignos de un luchador de sumo.
– ¿Ya está la comida? -pregunté a gritos desde la entrada.
– Falta un poco todavía -me respondió Ezequiela.
Fruncí el ceño, desilusionada, y me encaminé hacia el despacho. Si toda la tecnología moderna que me podía permitir en la tienda era la luz eléctrica y el sistema de alarma, por aquello de que los compradores de antigüedades suelen ser hostiles a cualquier cosa que huela a nuevo, en casa me desquitaba a gusto. Mientras con una mano pulsaba el mando a distancia del equipo de música y ponía en marcha el CD de Jarabe de Palo, con la otra, encendía mi estupendo ordenador y me dejaba caer en el sillón ergonómico lanzando por los aires los zapatos de tacón. Para relajarme, jugaría una partida de cartas contra la máquina antes de sentarme a la mesa. Era fantástico contemplar tantas luces parpadeantes y poder manipular tantos botones.
Todavía estaba desabrochándome la blusa y soltándome la falda cuando la pantalla que tenía delante se puso de un color rojo intenso y los altavoces emitieron un agudo pitido. El aparato estaba programado para conectarse automáticamente a Internet y revisar el buzón de correo electrónico. «Tiene un mensaje del Grupo de Ajedrez -empezó a repetir una voz mecánica-. Tiene un mensaje del Grupo de Ajedrez.»
– ¡Oh, no! -exclamé descorazonada, mirando como una tonta el monitor-. ¡No quiero saber nada de nadie todavía!
¡Era muy pronto para que el Grupo se pusiera en contacto conmigo! Por regla general, después de realizar un trabajo -y del breve parte que yo enviaba a Roi anunciándole el resultado del mismo-, las comunicaciones se interrumpían durante algunas semanas y si, además, como era éste el caso, la pieza debía «dormir» unos meses en el calabozo, los contactos entre los miembros del Grupo se suspendían completamente para respetar las «vacaciones». Pero aquella pantalla roja y la voz machacona del ordenador no dejaban lugar a dudas.
El genio informático del Grupo era Láufer, el alemán, que había realizado todos los programas con los que trabajábamos y que mantenía actualizados los sistemas de codificación y cifrado que garantizaban la impermeabilidad de nuestras comunicaciones. Láufer era un antiguo backer del famoso grupo Chaos Computer Club. Él fue quien rompió las protecciones del Centro de Investigaciones Espaciales de Los Álamos, California, y también de la agencia espacial europea EuroSpand, del Centro Europeo de Investigaciones Nucleares de Ginebra, del Instituto Max Planck de física nuclear y del laboratorio de biología nuclear de Heidelberg, entre otros. Pero, sin duda, su proeza más memorable fue la que llevó a cabo en mil novecientos ochenta y cinco, poco después de que un candoroso ejecutivo del Bundespost, el servicio de correos alemán, declarase que las medidas de seguridad informática de dicha entidad eran inexpugnables. Láufer recogió el desafío y, cierto día, un teléfono del Bundespost estuvo llamando automáticamente durante diez horas al Chaos Computer Club y colgando al obtener respuesta. El resultado fue una factura telefónica de ciento treinta y cinco mil marcos.
Láufer tuvo la suficiente inteligencia para abandonar el Chaos antes de ser descubierto y encarcelado por la policía (como sucedió con muchos de sus compañeros) y rehizo completamente su vida adentrándose en el selecto mundo de los objetos de arte, su segunda pasión. Sin abandonar los ordenadores, se entregó con entusiasmo al estudio y a la preparación profesional y, al cabo de unos cuantos años, se ganaba muy bien la vida dedicándose a la tasación y valoración de muebles, cerámicas, porcelanas, vidrio, plata, pintura, escultura, bronces, textiles y joyas, llegando a estar considerado, con el tiempo, como el mejor especialista en autentificación de piezas antiguas.
La combinación de sus dos habilidades, en las que, por su inteligencia y sensibilidad, era un verdadero maestro, le convirtieron en el candidato adecuado para cubrir la vacante dejada por el anterior Láufer y, aunque desconozco qué método utilizó Roi para ficharle, lo cierto es que formaba parte del Grupo de Ajedrez varios años antes que yo.
Entre disgustada y preocupada por la llegada de un mensaje, cargué el lector de correo electrónico y las letras comenzaron a surgir en la pantalla en forma de signos y dibujos totalmente ilegibles. Ni Champollion con toda su ciencia hubiera conseguido descifrar aquella piedra de Rosetta.
Al cabo de pocos segundos, sin embargo, el algoritmo descodificador elaborado por Láufer había terminado su trabajo y aquel enjambre sin forma empezó a adquirir sentido ante mis ojos:
«IRC, #Chess, 16.00, pass: Golem. Roi.»
¡Mierda!
– ¡Mierda, mierda! -grité levantándome del sillón con un brinco. El ruido alarmó a Ezequiela que entró rápidamente por la puerta secándose las manos con un paño de cocina.
Ezequiela era una anciana bajita, flaca y encorvada, de mirada perspicaz y con una cara surcada de arrugas que terminaba en una curiosa barbilla hundida y rosada. Desde hacía unos cuantos años venía acortándose las faldas para que no se notara que, con la edad, estaba disminuyendo de tamaño.
– ¿Qué pasa?
– ¡Roi otra vez! -exclamé mirándola desesperada.
Ella enarcó las cejas con un gesto que bien podía significar «¡Qué le vamos a hacer!» o «¡Aguántate por tonta!» y desapareció como había venido sacudiendo la cabeza con resignación, sin volver a ocuparse de mí.
– ¡Maldita sea, otro trabajo no, no y no! -exclamé en el desierto de mi despacho.