El Salón De Ámbar - Asensi Matilde 5 стр.


– Ya lo tengo todo preparado. En cuanto me entregues el… diseño, volveré a casa y haré el equipaje.

José dirigió la mirada hacia una esquina del techo y la volvió a bajar rápidamente.

– ¡Ah, el diseño! -exclamó-. ¡Pues es verdad! Nos lo hemos dejado olvidado en el coche, ¿verdad, Amalia?

– Sí, papá.

– Es que veníamos hablando y… Luego te lo doy, antes de irnos. Hay que reconocer que Donna ha hecho un trabajo excepcional. Dentro del tubo tienes también una bolsita con dos clavos numerados.

– ¡Ah, estupendo! -exclamé, sin poder borrar el espasmo de mi cara. ¿Se me quedaría así para siempre, deformándome hasta el día de mi muerte por culpa del inconsciente de Cávalo? En cuanto llegase a Ávila esa noche, hablaría seriamente con Roí.

– ¿ Cómo lo vas a hacer? -me preguntó mientras se encendía un cigarrillo y exhalaba el humo por la nariz y la boca al mismo tiempo. ¿Por qué demonios era tan atractivo? y, sobre todo, ¿por qué demonios me hacía preguntas tan comprometidas?

– Seguiré mi método habitual -repuse tragando un pedacito de pan tostado con paté-: el camino más corto, más seguro y más lógico. Siempre me ha dado buen resultado, ya lo sabes.

– No hay duda de que conoces muy bien tu trabajo. Sin embargo, te encuentro un poco fatigada -murmuró, examinándome con preocupación-. ¿No has descansado del viaje a Rusia?

– Me canso mucho en cada… negociación, pero me recupero pronto con los guisos de Ezequiela. Lo que pasa es que, esta vez, no he tenido tiempo. Ha sido todo muy rápido.

– En eso tienes razón -asintió, con gesto pesaroso. Amalia, mientras tanto, nos miraba alternativamente a uno y a otro, escuchando con sumo interés.

La conversación prosiguió en el mismo tono superficial y vano durante el resto de la comida, pero es que resultaba completamente imposible hablar de otras cosas delante de la niña. Jamás he conocido a un hombre más embobado con su hija que Cávalo. Aunque, pensándolo mejor, mi padre no le iba a la zaga: también él me había llevado a reuniones con Roí en las cuales se hablaba de cosas que yo no comprendía en absoluto. También mi padre había actuado conmigo como ahora lo hacía José con Amalia. Terminado el almuerzo salimos de la posada y dimos un tranquilo paseo por el pueblo, completamente desierto a esas tempranas horas de la tarde. Parecíamos una pequeña familia realizando una excursión de fin de semana. Por fortuna, José había tenido la precaución de aparcar su coche lejos de las posibles miradas curiosas, en una zona deshabitada junto a un pequeño puente romano. Cuando llegamos, abrió el maletero y sacó el portalienzos, que depositó en mis manos como si se tratara de un hijo. Intercambiamos una mirada de inteligencia y yo me colgué el tubo en bandolera, tal y como lo llevaría en el momento de realizar la operación.

– Amalia y yo tenemos que pedirte un pequeño favor, Ana -me dijo Cávalo con cierta timidez.

– ¿Amalia y tú…? Bien, pues vosotros diréis -repuse con una breve sonrisa.

– ¿Te molestaría traernos un diminuto paquete desde Alemania? Es un encargo muy especial que le hice a Heinz -Heinz, Heinz Kemmler, era el nombre real de nuestro querido Láufer, con quien yo iba a tener el enorme placer de encontrarme esa misma semana.

– Claro que no me importa -exclamé sincera, y en ese mismo instante me arrepentí. ¿Y si era un paquete pesado o que llamaba mucho la atención? José leyó mi pensamiento.,

– Se trata de un pequeño cachivache, muy ligero, que no te molestará en absoluto. Amalia y yo somos unos apasionados de los ingenios mecánicos antiguos. Tenemos una magnífica colección de juguetes animados: bailarínas, norias, payasos, animales… ¿Verdad, Amalia?

– Sí, papá.

– Le pedí a Heinz que comprara en mi nombre un Márklin de 1890 que salió a subasta hace algunas semanas en Bonn. ¡Una maravilla! ¡Una joya que no tiene precio! Se trata de una muñequita de hojalata, pintada a mano, que se desliza por una pista nevada.

Como buen joyero-relojero, José había heredado de su padre y de su abuelo el gusto por las maquinarias complicadas. Por lo que yo sabía, uno de sus pasatiempos predilectos, además del ajedrez, era la restauración de viejos relojes. Imaginarlo trabajando, concentrado, sobre un mecanismo basado en el perfecto funcionamiento y la sincronización de centenares de minúsculas piezas, alteraba notoriamente mis hormonas. Era uno de los hombres más inteligentes que había conocido en mi vida.

Amalia susurró unas palabras en portugués.

– ¿ Qué ha dicho? -pregunté, desconcertada.

– Ha dicho que funciona con un dispositivo de resorte.

Así pues, la hija había heredado la afición y, probablemente, la capacidad de tres generaciones de afamados relojeros. Empezaba a entender por qué su padre había dicho que era la chica más lista del mundo.

José se había vuelto para mirar a su hija con gesto serio.

– ¡Amalia, te dije que hablaras en castellano cuando estuviéramos con Ana!

– Lo siento -murmuró la niña con cara de fastidio.

– Habla perfectamente el castellano, pero le da vergüenza.

– Bueno, no pasa nada -concedí-. Y tranquilos: traeré vuestro juguete con sumo cuidado desde Alemania, os lo prometo. Ya me dirás, José, cómo quieres que te lo entregue.

– Gracias, Ana, te debo una. Que tengas mucha suerte. En serio. Y saluda de mi parte a ese tonto de Heinz -indicó alegremente, despidiéndose, el que pudo haber sido el hombre de mi vida. Luego, dando un suspiro, apoyó la mano en el hombro de Amalia y la empujó suavemente hacia el interior del vehículo. De repente me sentí bastante mayor y amargada.

«Nos pones innecesariamente en peligro, Ana -había exclamado el exigente príncipe Philibert durante su última visita a la finca, años atrás-. Deja de tontear con Cávalo cada vez que entramos en el IRC. ¿Acaso no hay más hombres en el mundo? Cuanto menores sean los contactos entre nosotros, más seguros estaremos.» Tanto me acobardó, que todavía me parecía estar viendo sus ojos grises, furibundos, cubiertos por las erizadas cejas blancas.

Los vi alejarse y proseguí yo sola el paseo hasta mi coche. Sola, me dije, ahora ya estaba sola por completo. La Operación Krilov era enteramente mía.

Por cierto, mientras cruzaba la muralla aquella tarde, la radio anunció la victoria del socialdemócrata Schróder y de sus aliados, los Verdes. Alemania comenzaba una nueva etapa en su ya larga y extraña historia.

El aeropuerto internacional de Zúrich, en Suiza, quedaba mucho más cerca de Baden-Württemberg que el aeropuerto de Stuttgart, capital del estado, así que Roí me había reservado vuelo en el avión que salía a las cuatro de la tarde de París-Orly con destino al centro financiero más próspero del mundo. Apenas una hora después estaba sentada en el espléndido Mercedes de Láufer, que corría a toda velocidad por la autopista NI en dirección a Gossau y la frontera alemana.

Láufer -o Heinz- era la simbiosis perfecta de dos naturalezas contrapuestas, como si existieran dos hombres distintos dentro de él: uno, cercano a los cuarenta años, apuesto, encantador, responsable e inteligente, y otro, en plena adolescencia, gamberro, temerario y petrificado en una suerte de eterna y falsa juventud, con su greñuda melena rubia, su cazadora de cuero negro, sus deportivas viejas y sus vaqueros gastados. Hacía ostentación de riqueza en las cosas exteriores (el Mercedes-Benz, el móvil Iridium, el increíble ramo de flores que me entregó cuando descendí del avión, etc.), pero luego exhibía una profunda campechanía en sus gustos personales:

– Móchten Sie etwas trinken? [5] -le preguntó el camarero del bar en el que paramos a cenar apenas cruzada la frontera, ¡a las cinco y media de la tarde!

– Ein Pils, bitte.

Y se bebió de un solo trago la enorme jarra de medio litro que le pusieron delante. Yo apenas pude con el amargo sabor de esa cerveza dorada y de espuma cremosa que tanto gusta a los camioneros alemanes.

– Debemos quedarnos aquí hasta las siete -dijo Heinz mirando su reloj-, para llegar a Friedrichshafen a las siete y media. ¿Necesitas alguna cosa de última hora? ¿Se te ha olvidado algo? ¿Quieres relajarte con marihuana?

– Lo que quiero es que te calmes tú -declaré sonriendo-. Acabarás por ponerme nerviosa de verdad… Repasemos tu parte, no sea cosa que me falles.

– ¡Pero si mi parte sólo es recogerte cuando termines y volver a llevarte al aeropuerto!

– Bueno, pues repítelo sin parar para que no se te olvide.

Me reí mucho con Láufer durante la cena. Era, en el fondo, un genio solitario, un Peter Pan incomprendido. Parte de su encanto radicaba en que las impresiones se le reflejaban enseguida en el rostro y en que hablaba con entusiasmo, calor y espontaneidad. La verdad es que resultaba divertido para pasar un rato a su lado, un tiempo muerto como aquel antes de entrar en acción.

A las siete y media en punto cruzábamos las calles de Friedrichshafen, vacía y desolada como una ciudad fantasma. Ni bares, ni discotecas, ni paseantes nocturnos… Ni siquiera policías.

– Alemania no es España, Ana -me explicó Heinz con un leve matiz de disculpa-. Y Friedrichshafen no es Mallorca, ni Benidorm, ni Marbella.

– ¡Pero es que no hay ni un solo coche aparte del nuestro!

– Bueno… aquí es lo normal a estas horas. En Stuttgart o en Munich sí que verías gente por la calle. Pero éste es unpueblecito de gente trabajadora, de pescadores acostumbrados a madrugar.

Salimos de Friedrichshafen hacia el noroeste, siguiendo la carretera que ascendía serpenteando por un elevado montículo. Era una zona completamente boscosa y a mí me pareció un tanto siniestra a esas horas de la noche. Cuando llegamos a la cumbre, nos encontramos con un hermoso panorama del lago Constanza, sobre el que espejeaba una hermosa luna creciente y, a menos de quinientos metros, el contorno del bellísimo castillo de Kunst, totalmente dormido y apagado. Era impresionante. Toda una fortaleza medieval construida sobre un islote cercano a la ribera, unido a ésta por un largo puente que yo iba a atravesar velozmente al cabo de un minuto. Láufer apagó los faros y, a oscuras, aparcó el coche tras unos árboles cercanos que lo ocultaban completamente de la carretera. Mi atemorizado compañero, poco habituado a este tipo de correrías nocturnas, me ayudó a sacar el pequeño equipaje del maletero y se quedó inmóvil, contemplándome, mientras yo llevaba a cabo los rápidos y habituales preparativos: me quité la chaqueta y la blusa, y luego los pantalones, quedándome sólo con una ajustada prenda de malla, ligera y flexible, sobre la que me puse un traje isotérmico de color negro como los que utilizan los marineros para mantener el calor del cuerpo en caso de naufragio en aguas frías. El traje, ceñido como una segunda piel, aunque extraordinariamente cómodo, me cubría todo el cuerpo, excepto las manos y la cabeza.

– Nunca me hubiera imaginado… -susurró entonces Láufer desde la oscuridad-. ¿Esto lo haces siempre, Ana? Quiero decir… ¿siempre te vistes igual y todo eso?

– Siempre -le respondí, recogiéndome cuidadosamente el pelo con un apretado gorro de goma negra-. El traje no sólo me protege del frío exterior sino que impide que el calor de mi cuerpo dispare los sensores de infrarrojos. Las personas emitimos una radiación térmica equivalente a la de una bombilla incandescente de unos quinientos vatios, ¿lo sabías? Si el cinturón de sensores de la muralla detecta cualquier emisión de calor en las almenas, las alarmas se dispararán y tú y yo acabaremos pasando la noche en la cárcel.

– Tu traje me parece precioso, Ana, de veras. No te lo quites.

Me puse un par de guantes de látex, me calcé las botas y anudé con firmeza los cordones. Láufer estaba muerto de curiosidad.

– Esas botas, ¿también son especiales?

– Son botas con suela de pie de gato, de caucho, muy útiles para escalar paredes verticales. Se af errana los bordes, huecos y grietas como auténticas garras. Y, antes de que me lo preguntes, te diré que lo que me estoy poniendo en este momento en los oídos -y acompañé las palabras con los movimientos- son dos miniauriculares con amplificadores de sonido que me permiten escuchar el fuelle de tus pulmones como si fueras el primo del huracán El Niño. Sirven para que nadie pueda pillarme desprevenida y para controlar mis propios ruidos. Así que ahora, por favor, silencio. Métete en el coche y duérmete. Dentro de una hora estaré de vuelta.

Me ajusté en la cabeza, sobre el gorro, la correa de los intensificadores de luz -las gafas de visión nocturna- y los apoyé firmemente sobre el puente de la nariz. De pronto, el mundo se iluminó bajo un curioso y potente resplandor verde. ¡Incluso la pálida cara de Láufer!

– ¿Y si no vuelves?-El pobre temblaba como un flan de gelatina.

– No te preocupes -dije cargando a la espalda la mochila con el equipo y el tubo portalienzos con la copia hecha por Donna-. Te despertarán las sirenas de los coches de la policía.

Crucé la carretera rápidamente y me detuve un segundo frente al puente de madera. Rogué a los dioses que no crujiera mucho bajo mi peso y, por suerte, los dioses me escucharon. Encogida sobre mí misma avancé despacito por él hasta alcanzar el islote y una vez allí caminé sigilosamente alrededor de la muralla hasta situarme en la parte posterior, en la pared oeste, la que daba al lago. Los amplificadores de sonido me indicaron que los perros todavía no habían detectado mi presencia. Su caseta quedaba justo al otro lado de la cortina del muro. Calculé bien mi posición, el ángulo de tiro, la fuerza y la altura, y, arrancando la anilla, lancé un bote de gas tranquilizante que dibujó un arco en el aire y desapareció tras las almenas. El bote chocó contra el suelo con un golpe secó y uno de los perros ladró, sobresaltado; al otro, probablemente, ni siquiera le dio tiempo de abrir los ojos: unas buenas dosis de cloracepato dipotásico y de cloruro de mivacurio le dejaron fuera de juego en décimas de segundo. No les pasaría nada; al día siguiente se despertarían contentos como cachorros después de un buen sueño.

Saqué de la mochila el rollo pequeño de cuerda, de trece metros de largo y sólo diez milímetros de grosor, y sujeté uno de los extremos con la abrazadera del arpón de tres puntas que debía engancharse al adarve de la muralla. Lo hice girar como las aspas de un molino, trazando un círculo cada vez mayor y, cuando tuvo el radio adecuado, lo disparé hacia arriba como si aspirara a ganar la medalla olímpica de lanzamiento de martillo. Tenía que ser muy precisa si no quería que el arpón cayera contra el suelo de la ronda, tras las almenas, y disparara la alarma. Pero salió bien y se enganchó en la cornisa a la primera. Coloqué entonces en la cuerda los dos puños de ascensión, rapidísimos y fuertes como bocas de lobo, y, agarrándome a las empuñaduras con firmeza, comencé a escalar la pared a toda velocidad. Cuando llegué arriba, me senté a horcajadas sobre el muro y busqué ávidamente con la mirada los abanicos de rayos infrarrojos que mis gafas me permitían desenmascarar. Allí estaban, relampagueando débilmente en la verdosa claridad. Ni si quiera cubrían por completo la distancia entre atalaya y atalaya. White Knight Co. volvía a darme una gran alegría con su trabajo chapucero. ¿Cómo se atrevían a cobrar las fortunas que cobraban por semejantes instalaciones? Avancé a lo largo de la muralla hasta llegar a la zona de sombra entre los dos manojos de rayos y me dejé caer hasta el suelo con toda tranquilidad. Enganché de nuevo el garfio en sentido contrario y me deslicé suavemente por la cuerda hasta la esponjosa hierba del antiguo y magnífico patio de armas. Aquel terreno solitario y silencioso que yo pisaba ahora subrepticiamente había sido el escenario de los ejercicios militares, duelos, torneos, juegos, justas y fiestas de una sociedad y unas gentes desaparecidas para siempre.

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