El Salón De Ámbar - Asensi Matilde 4 стр.


El domingo a última hora empecé a organizar mi parte del trabajo. Las fotografías de la pintura de Krilov llegaron a media tarde. Estudié cuidadosamente las imágenes y saqué varias impresiones de alta calidad para conocer mejor aquella obra meritoria aunque lejana a la genialidad: tres generaciones de pobres mujiks (un anciano, dos hombres de mediana edad y tres niños pequeños), sentados lóbregamente alrededor de una mesa miserable, miraban al espectador directamente a los ojos. El rostro del viejo evocaba el cansancio de la ruda realidad del campesino ruso de principios de siglo. Una marmita vacía hablaba del hambre, y un gato rechoncho, mucho mejor alimentado que la familia, de las ratas que debían poblar aquella humilde vivienda, apenas caldeada por un fuego tacaño que ardía a la derecha de la escena.

Según los datos, las dimensiones de la pintura eran de 1,13 x 1,59 metros, lo que implicaba, para mí, cierta incomodidad a la hora de trabajar. Presentaba la peculiaridad, además, de tener la tela sujeta al bastidor por unos curiosos clavos numerados producidos en Rusia a principios de siglo, clavos que Donna estaba intentando desesperadamente encontrar por si se me rompía alguno du rante el proceso de desprender el lienzo para sustituirlo por la copia. Pero, al margen de estos dos pequeños detalles, la obra no hacía presagiar grandes problemas para su manipulación y falsificación: el examen pigmentográfico realizado con el microscopio electrónico había revelado que los colores utilizados por Krilov eran todos de producción industrial (el blanco, por ejemplo, era vulgar óxido de titanio), caracterizados por un grano de pequeñísimas dimensiones en comparación con el grano de los pigmentos antiguos, que se molían a mano y que, por lo tanto, presentaban un nivel muy alto de impurezas. El lienzo ni siquiera exhibía un suave craquelado en las zonas más cercanas al soporte, como es normal en las pinturas con ochenta o cien años de antigüedad, posiblemente porque, con arreglo a las notas enviadas por Cávalo, Krilov preparaba las telas utilizando una finísima imprimación blanca de yeso y cola, muy disuelta en agua para mantener la buena elasticidad de los tejidos fabricados en los telares mecánicos modernos.

En cuanto a la ubicación actual del cuadro, había que remitirse a los abultados, farragosos y estomagantes informes de Láufer, cuyo concepto de información útil estaba francamente distorsionado. Cualquier documento que contuviese, aunque fuera de pasada o como referencia, el apellido Hubner, había sido considerado digno de traspasar el filtro y de ser estudiado y, como no había contraseña ni protección en el mundo que se le resistiese, mi ordenador comenzó a llenarse de memorándums, notas internas, datos de producción de galletas y panes, listas de ejecutivos, facturación de filiales, expedientes de regulación de empleo, índices históricos bursátiles y un largo etcétera de cosas semejantes. A punto estuve de quedarme sin memoria en el disco duro por culpa de aquel idiota sin criterio. Pero, por fortuna, no hay mal que cien años dure y, poco después, Láufer anunció (a gritos) que había empezado a funcionar el troyano enviado por él al ordenador personal de Helmut Hubner. Se trataba, al parecer, de un sofisticado back-orífice, un programilla informático parecido a un virus, que le permitía el libre y secreto acceso a la máquina del magnate, siempre que ésta, claro, estuviera conectada. Y como Hubner no apagaba nunca su equipo, Láufer no encontró ningún problema para escudriñar los secretos más íntimos del coleccionista.

El cuadro de Krilov se encontraba en el castillo de Kunst, a orillas del lago Constanza, en el estado de Baden-Württemberg, al sudoeste de Alemania. Parte de la rica Pinakothek de Hubner había sido trasladada a las galerías de este castillo en 1985, una vez culminadas las impresionantes obras de rehabilitación emprendidas por el empresario para convertir este edificio defensivo del siglo xiv en una de sus residencias habituales. Al menos durante tres meses al año se le podía encontrar en Kunst, generalmente en abril, mayo y junio, y luego se trasladaba a su finca de Mallorca hasta la Navidad. Láufer no tardó en enviarme una soberbia colección de fotografías del castillo hechas con un potente teleobjetivo desde puntos de observación diferentes. Lo primero que llamó mi atención fue que estaba construido dentro del lago y lIñTao£i tierra firme por un puente de madera de unos diez metros de largo. La idea del constructor medieval no había sido mala en absoluto, pues las aguas le servían de foso natural y el puente podía ser retirado o destruido en caso de asalto. La muralla de piedra, de planta hexagonal, estaba jalonada por dos atalayas y cuatro torres de flanqueo de bases gruesas y laterales curvos, salpicadas por estrechas aspilleras ojivales que dejaban pasar la luz al interior y que en su día permitieron los disparos de los arqueros. La altura del muro era de unos doce metros y culminaba en unas almenas que sobresalían al exterior para dificultar la escalada del enemigo.

Los planos técnicos me llegaron un poco más tarde porque Láufer tuvo ciertas dificultades para averiguar el nombre del arquitecto que había dirigido las obras de rehabilitación. En realidad, se habían respetado la forma y el aspecto primitivos de la fortaleza (sólo se habían añadido una pequeña piscina en la parte posterior y un aparcamiento para coches en torno al viejo pozo), realizándose las mayores reformas en el interior de la torre del homenaje, que había vuelto a ser, como en el pasado, la morada del castellano. De planta cuadrada y gruesos muros de tres metros de espesor, la torre tenía un sótano y cinco pisos, el primero de los cuales estaba destinado a la cocina y al personal de servicio; los tres siguientes eran la vivienda propiamente dicha, con sus aposentos, comedores y salas (había incluso una biblioteca y una capilla privada); y, por fin, en la última planta, se encontraba la pinacoteca de Hubner. La espiral de escaleras de piedra adosadas al muro había sido reforzada con un pequeño ascensor central que atravesaba los suelos de madera.

En cuanto al personal de servicio que trabajaba en Kunst, Láufer descubrió el pago de sus nóminas en una cuenta bancaria a nombre de una de las muchas empresas de Hubner. El señor y la señora Seitenberg, mayordomo y ama de llaves respectivamente, eran los encargados del castillo durante todo el año y tenían su hogar en la primera planta. Sus vecinos más cercanos eran dos enormes rottweilers cuya caseta estaba pegada al muro occidental. Además, todas las mañanas acudían desde el pueblo un viejo jardinero y una asistenta (cosa que Láufer pudo comprobar personalmente durante sus ratos de observación). Era de suponer que durante los tres meses anuales que Hubner residía allí, el número de criados aumentara, pero sus nóminas no aparecieron entre los gastos del castillo.

Un poco más difícil fue dar con la empresa encargada de montar el sistema de seguridad. Tras arduas investigaciones resultó ser la internacional White Knight Co., una vieja conocida cuyos métodos tradicionales de trabajo no me quitaron el sueño. Un par de días más tarde, Láufer disponía de la red de circuitos de alarma, incluidos modelos y series.

La historia del cuadro investigada por Roi resultó bastante más interesante. Por las referencias y notas encontradas en revistas especializadas, en libros de arte e historia y en las fichas científicas de algunos galeristas y coleccionistas amigos suyos, supimos que la obra, tras permanecer por más de veinte años en el Museo Estatal Ruso de Leningrado (actual San Petersburgo), fue robada y trasladada a la ciudad prusiana de Kónigsberg (actual Kaliningrado) en octubre de 1941, durante la invasión de la Unión Soviética por parte del ejército alemán. Los nazis habían constituido dos comandos de tropas especiales dedicados al saqueo sistemático de objetos de valor artístico: el Künstberg, a las órdenes de Joachim von Ribbentrop, ministro de Exteriores de Hitler, y el Rosenberg, a las órdenes de Alfred Rosenberg, ministro de los Territorios Ocupados del Este de Europa. Ambos comandos tenían la orden de poner «fuera de peligro» las obras de arte de los museos de Leningrado y Moscú, llevándolas, naturalmente, a Alemania.

En los primeros meses de 1945, cuando el Ejército Rojo cercaba Kónigsberg en uno de los combates más violentos de la Segunda Guerra Mundial, una expedición cargada con los tesoros robados abandonó aquella zona peligrosa con destino a Turingia, donde gobernaba el terrible gauleiter [4]Fritz Sauckel, responsable del campo de concentración de Buchenwald, en Weimar, y posteriormente condenado a muerte durante los juicios de Núremberg y ejecutado. Este antiguo ministro plenipotenciario del Reich declaró antes de morir que aquellas obras de arte recibidas en las postrimerías de la guerra habían salido de Weimar en abril de 1945 con destino a Suiza, extremo que nunca pudo ser confirmado porque jamás volvió a saberse nada de ellas.

El dato curioso era que, veinte años después, el lienzo titulado Mujiks, del pintor ruso Ilia Krilov, aparecía sorprendentemente registrado en el modesto catálogo particular de un antiguo dirigente nazi reconvertido en respetable empresario panadero, un tal Helmut Hubner… ¿No era increíble? Desde Turingia (o desde Suiza), el cuadro había pasado a manos de Hubner a través de cauces desconocidos, aunque mucho más asombroso todavía resultaba el hecho de que el multimillonario fabricante de las galletas más famosas del mundo, y exquisito coleccionista de arte, era un antiguo nazi transformado.

Donna, con toda la información que necesitaba a su disposición, se puso manos a la obra y realizó un trabajo tan perfecto que despertó la admiración del Grupo. Recibimos dos fotografías escaneadas exactamente iguales y se nos pidió que diferenciáramos el original de la copia. Todos nos equivocamos menos Láufer, que reconoció haber tomado su decisión no sobre la base de sus conocimientos como especialista en la autentificación de piezas, sino echando una moneda al aire después de haberse bebido unas cuantas cervezas.

Donna había empezado su carrera como excelente pintora a la edad de veinte años y, al decir de la crítica en general, estaba dotada de unas magníficas dotes naturales para el dibujo y el color. Pero pronto descubrió que sólo era una aspirante más en medio de un océano de aspirantes y que jamás conseguiría un trono en el Olimpo de los grandes maestros. Con profunda amargura, se dio cuenta de que su nombre no cruzaría los siglos envuelto en una aureola de gloría: ya no quedaban capillas Sixtinas que pintar ni había papas-mecenas como Julio II o León X y, hasta para el trabajo más insignificante, los candidatos en oferta se contaban por miles. Así que cambió su rumbo hacia derroteros más provechosos y, siguiendo los pasos de su admirado Miguel Ángel Buonarroti, se encaminó hacia la falsificación de obras de arte. Miguel Ángel, según su amigo y biógrafo Giorgio Vasari, «también de magistral manera imitó dibujos de antiguos y afamados maestros; los teñía y envejecía con humo y otras materias primas, manchándolos de modo que pareciesen antiguos, haciendo que se confundiesen con los originales». En una ocasión, incluso, ya célebre y acomodado, preparó un Cupido para que pareciera encontrado en unas excavaciones y, haciéndolo pasar por antiguo, lo vendió a un cardenal por treinta ducados florentinos. El viernes 25 de septiembre, a primera hora de la mañana, Cávalo embarcó en un avión de Alitalia con destino a Roma; comió con Donna en un elegante restaurante de la piazza Farnese y regresó a media tarde al aeropuerto de Fiumicino – llevando en bandolera un tubo portalienzos cargado con un rollo de láminas variadas y algunas reproducciones litografiadas de las vistas de Roma de Piranesi-, para tomar otro avión que le llevaría de regreso a Oporto. El sábado 26 lo dedicó a jugar al ajedrez, deporte al que era tan aficionado como su abuelo y su padre, y el domingo 27 salió de casa muy temprano para, al volante de su coche, cruzar la frontera con España por Fuentes de Oñoro y comer conmigo en la posada del pequeño pueblo medieval de San Marros del Castañedo, en Salamanca, a mitad de camino entre nuestras dos ciudades. Durante las cuatro horas largas que tardé en llegar hasta el lugar de la cita, permanecí atenta a las noticias sobre las elecciones generales que estaban teniendo lugar ese día en Alemania. Sentía mucha curiosidad por saber si Kohl sería de nuevo canciller o si, por el contrario, el socialdemócrata Schróder conseguiría quitarle el puesto y pactaría después con los Verdes para formar gobierno. Sería una maravilla, me dije, que Alemania fuera la primera potencia económica en renunciar a la energía nuclear. Eso tendría el efecto de un cataclismo en los cimientos de la industria atómica y quizá, de este modo, el mundo empezara a ser un lugar más limpio. ¿Tendrían tanta influencia los Verdes alemanes si ganaba Schróder? Lo deseé con todas mis fuerzas.

Aparqué mi BMW en la plazuela del pueblo y me colé por una estrecha callejuela que me llevó directamente a la posada. Aquel viejo edificio del siglo xvi, con la fachada a medio restaurar y cubierta de andamies, me producía siempre la misma sensación de estudiada ramplonería. El interior estaba decorado en el más puro estilo rústico-moderno, es decir, mucha cerámica de barro cocido, muchos tejidos de lino y algodón, mucha madera de pino y haya, muchas flores secas y mucho hierro forjado. Empujé el portalón y me topé de bruces con un escuálido personaje que se me quedó mirando fijamente con ojos de iluminado. Por experiencias anteriores sabía que no diría ni media palabra hasta que yo no tomara la iniciativa, así que le saludé amablemente y le pregunté por el señor José da Costa-Reis. Siguió mirándome un buen rato, sin parpadear y sin moverse, y luego se apartó de golpe para dejarme ver el comedor, al fondo del cual, José, sentado a la mesa y con una gran sonrisa en los labios, charlaba animadamente con una jovencita de unos doce o trece años, muy morena, muy flaca y con unos dientes enormes. Debía ser esa hija de la que siempre me hablaba cuando nos encontrábamos en aquella posada antes de cada trabajo. Solté un gruñido de desagrado por la inesperada comensal y me dirigí hacia ellos bajando resueltamente los tres escalones que separaban el vestíbulo del pequeño comedor.

Siempre me gustaba volver a ver a Cávalo. Para mí era uno de esos hombres tranquilos y exquisitamente educados al lado de los cuales puedes sentir que el mundo tiene sentido aunque en realidad no lo tenga. De ojos profundamente oscuros y alegres, alto y deportivo, siempre bien afeitado y bien peinado el espeso cabello gris, José era un hombre muy apetecible que, sin embargo, conforme a las normas del Grupo, no estaba a mi alcance.

– Estás preciosa, Ana -me dijo con ese castellano redondo y musical que utilizan los gallegos y los portugueses al hablar nuestro idioma. Luego me dio dos besos.

– Y tú también, José.

Exhibió una atractiva sonrisa infantil y retrocedió hasta sujetar con las manos el respaldo de una de las dos sillas libres, echándolo hacia atrás para ofrecerme asiento. La niña no me quitaba los ojos de encima. -Ésta es Amalia, mi hija, la chica más guapa e inteligente del mundo. Amalia, ésta es Ana, Ana Galdeano.

– Hola, Amalia -mascullé con un esfuerzo.

– Hola -respondió la niña, observándome como si tuviera rayos X en los ojos.

José se había separado de su esposa al poco de nacer Amalia. Como en Portugal no existía entonces el divorcio, ambos habían llegado a un acuerdo civilizado para que la niña creciera sin echar de menos a su padre. Los días que Amalia tenía que estar con José eran tan sagrados para éste, que era capaz de suspender un encuentro conmigo y posponer una operación del Grupo con tal de no perder ni un minuto del tiempo que debía pasar con su hija. Sin embargo, en esta ocasión, sin avisarme previamente, había traído a la niña consigo.

– ¿Cómo llevas el negocio de Alemania? -quiso saber mientras se sentaba.

Estoy segura de haber exhibido una sonrisa estúpida y bobalicona. ¿Cómo se atrevía a hacerme esas preguntas delante de la niña? Hice acopio de aire y de sangre fría antes de responder.

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