El Origen Perdido - Asensi Matilde 13 стр.


– No sé qué es esto -me dijo mirándome por encima de las gafas-. No lo había visto en mi vida.

– ¿No es inca? -me sorprendí.

Ella lo examinó con mucha atención, acercando y alejando la imagen de su cara, así que deduje que las gafas debían funcionarle sólo de modo intermitente, como una bombilla floja. Eso, o necesitaba una revisión óptica con urgencia.

– No, no es inca -aseguró-. Ni inca, ni pukará, ni tiwanacota, ni wari, ni, desde luego, aymara.

– Y, ¿no tiene idea de cuál podría ser su origen?

Volvió a mirar con atención y frunció los labios como si fuera a dar un beso, sumamente concentrada, dejándolos así durante unos segundos. Lamentablemente, el gesto se disolvió en la nada y yo me tragué la risa como si me hubiera tragado un chicle por accidente.

– Sólo puedo decirle que es demasiado figurativo. El personaje está perfectamente dibujado, con colores muy vivos y sombras y degradados que le proporcionan volumen. La barba lo sitúa claramente en Europa o Asia y, por todo esto, no debe de ser anterior al siglo XIV. Seguramente formará parte de una representación mucho más grande, ya que los bordes recortan lo que parece un paisaje de piedras y ramas. Lo único que me resulta vagamente familiar es ese sombrero rojo, que podría parecerse a los típicos gorros collas que cubrían los cráneos deformes. Fíjese en aquellos ídolos -me pidió, señalando las estatuillas tocadas con cubiletes-. Si lo desea, también puede examinarlos con más detalle en la obra de Guamán Poma de Ayala, Nueva crónica y buen gobierno. Su hermano debe de tener un ejemplar.

– Sí, en efecto -dije mientras recogía al hombrecillo con una mano y, con la otra, le entregaba la fotocopia de la cara cuadrangular con rayos solares.

– Tiwanacu -repitió nada más echar una ojeada y, de nuevo, el gesto de su cara volvió a torcerse y su voz, tan peculiar, adoptó un timbre oscuro-. Inti Punku, la Puerta del Sol. Durante siglos se pensó que esta figura, que corona la pieza, era una representación del dios Viracocha. Los descubrimientos de Wari han hecho tambalear esta hipótesis y ahora prefiere hablarse de un desconocido Dios de los Báculos adorado por ambas culturas.

– Con razón me resultaba tan familiar -comenté yo, inclinándome ligeramente sobre la mesa para contemplar la imagen invertida-. La Puerta del Sol. Es muy famosa.

Se puso en pie como si alguna idea importante le rondara la cabeza y se acercó a una de las estanterías de la que extrajo un libro de gran tamaño que colocó sobre la mesa, delante de mí. Era un volumen de fotografías, uno de esos que apenas tienen texto, en cuyas páginas abiertas, nada más apartarse ella, divisé, a la izquierda, la reproducción de un bloque de piedra con un vano a modo de puerta en cuya parte superior se veían, labradas, tres bandas horizontales partidas por una figura central de gran tamaño cuya cara era, sin posibilidad de error, la que Daniel había ampliado en la fotocopia. En la página de la derecha podía verse, con todo detalle, la misma figura mucho más grande, de manera que no sólo reconocí su cara sino también, inesperadamente, lo que había debajo de sus pies -si por pies podía entenderse un par de pequeños muñones que le salían de la cintura-, y lo que había no era otra cosa que la pirámide escalonada de tres pisos dibujada con rotulador rojo por mi hermano. ¿Por qué Daniel había ampliado, concretamente, la cabeza y delineado en rojo el suelo del Dios de los Báculos?

– Eso es la Puerta del Sol, que en quechua se llama Inti Punku y en aymara Mallku Punku, o Puerta del Cacique -me explicó. Yo no la estaba observando en ese momento y, por lo tanto, no podía ver su expresión, sin embargo, su voz seguía llenándose de tonalidades sombrías cargadas de enojo, lo que me obligó a levantar los ojos del libro para descubrir con sorpresa que tenía la cara tan imperturbable como una estatua y que sólo sus manos estaban contraídas por la tensión-. Es el monumento más famoso de las ruinas de Tiwanacu. Está fabricado con un bloque monolítico de roca volcánica de más de trece toneladas de peso que mide unos tres metros de alto por cuatro de largo y cincuenta centímetros de grosor. El tallado de la piedra es perfecto, preciso… Los arqueólogos y los expertos aún no se explican cómo pudo ser realizado por un pueblo que no conocía ni la rueda, ni la escritura, ni el hierro, ni, lo que es más sorprendente todavía, el número cero, tan necesario para los cálculos astronómicos y arquitectónicos.

Quizá la catedrática era una mujer dura, quizá, incluso, una arpía; seguramente Ona no se equivocaba en sus opiniones y comentarios sobre ella, pero yo hubiera añadido, además, que estaba como una cabra. En cuestión de minutos había pasado de la tirantez a la normalidad y otra vez a la tirantez sin que yo pudiera explicarme los motivos. La doctora Torrent no podía disimular un acusado carácter ciclotímico y no podía hacerlo porque, aunque controlara sus movimientos y los gestos de su cara, su voz, tan grave y peculiar, la delataba. Ése era su talón de Aquiles, la grieta que daba al traste con la muralla. Buscando una razón lógica que hubiera podido provocar su malhumor, pensé que, quizá, había prolongado excesivamente mi visita y que sería conveniente marcharme cuanto antes. En ese momento, fijó sus ojos helados en mí y, tan glacial era su mirada, que a punto estuve de emprender la huida hacia la puerta caminando humildemente de espaldas y haciendo reverencias como los cortesanos chinos al despedirse del emperador.

– ¿Qué más trae en ese montón de papeles? -me preguntó a bocajarro.

– ¿Quiere que se lo cuente o desea mirarlo usted misma?

– Déjeme verlo -ordenó, extendiendo el brazo para que le entregara el fajo de documentos. No quedaba mucho por examinar: además de las fotografías de los cráneos tiwanacotas, que ella no había llegado a ver, sólo faltaba el dibujo de la pirámide escalonada, las reproducciones de los tejidos y jarrones decorados con filas y columnas de cuadrados, y las fotocopias de los mapas de las rosas de los vientos y de Sarmiento de Gamboa. Sin embargo, se entretuvo mucho tiempo mirándolo todo, como si aquello fuera nuevo para ella y enormemente interesante. Al cabo de cinco o seis eternos y aburridos minutos, abrió uno de los cajones de su mesa y sacó una gran lupa como la de Sherlock Holmes pero de madera oscura y profusamente tallada, que, así, de pronto, se me ocurrió que debía de valer un dineral. Un objeto semejante no podía encontrarse fácilmente en las tiendas de antigüedades de Barcelona. Con las gafas apoyadas en una arruga de la frente y mirando a través de la lente, estuvo contemplando los mapas antiguos con un interés poco común, hasta el punto de hacerme pensar que había cometido el error más grande de mi vida concertando aquella entrevista. Si mi hermano se curaba con el nuevo tratamiento y aquella mujer, por mi culpa, se apropiaba de su material de investigación, habría metido la pata más allá de lo imaginable y era posible, incluso, que mi hermano dejara de dirigirme la palabra durante el resto de su vida… o de la mía, según quién se muriera antes.

Por fin, después de muchísimo tiempo, la doctora Torrent emitió un largo suspiro, dejó la lupa y los papeles sobre la mesa y se quitó las gafas para mirarme directamente a los ojos.

– ¿Todo esto lo encontró usted en casa de Daniel? -dijo modulando su radiofónica voz de tal manera que me recordó el silbido de una serpiente (o, al menos, a como sonaba el silbido de una serpiente en las películas).

– En su casa, sí -admití, dispuesto a salir pitando de allí con toda la documentación.

– Permítame que le haga una pregunta… ¿Cree usted que todo esto está relacionado con esas enfermedades que padece su hermano?

Chasqueé la lengua antes de responder a aquella pregunta tan directa y, en ese breve espacio de tiempo, apenas unas décimas de segundo, decidí que no debía decir ni media palabra más sobre nada.

– Ya le expliqué que los médicos quieren saber si Daniel podía haber tenido problemas con el trabajo.

– Ya… Pero no me refiero a eso exactamente. -Puso las dos manos sobre el borde de la mesa y se incorporó-. Verá, este material, tomado en conjunto, revela que su hermano seguía una línea de investigación muy diferente a la que yo le confié. No quisiera que se lo tomara usted a mal, ni mucho menos, pero, de alguna manera que no puedo ni imaginar, Daniel tomó prestados todos los documentos de este mismo despacho. Sin comunicármelo.

¿Estaba insinuando que mi hermano le había robado? ¡Menuda imbécil! Me levanté del asiento yo también y me encaré con ella. A pesar de que la ancha tabla nos separaba, mi estatura me permitía mirarla desde muy arriba con todo el frío desprecio del que era capaz. Y era capaz de mucho en situaciones como aquélla. Durante una fracción de segundo, involuntariamente, dirigí la mirada hacia la fotografía enmarcada que descansaba sobre la mesa y que ahora quedaba expuesta a mis ojos con toda claridad, y mis retinas retuvieron el destello de un hombre mayor y sonriente, con barba, que pasaba los brazos sobre los hombros de dos muchachos de veintitantos años. La típica familia feliz al estilo americano. Y Doris Day se atrevía a insultar a mi hermano, la persona más honrada y decente que había conocido en mi vida. La única ladrona que había allí era ella misma, que quería apoderarse, de la manera más sucia, del trabajo de Daniel.

– Escuche, doctora Torrent -silabeé, amenazante-. No suelo perder los papeles a menudo, pero si lo que está diciendo es que mi hermano Daniel es un ladrón, usted y yo vamos a terminar muy mal esta conversación.

– Lamento que se lo tome así, señor Queralt… Sólo puedo decirle que no va a llevarse de nuevo esta documentación. -Tenía redaños, la doctora-. Si Daniel estuviera bien, mantendría con él una larga conversación y estoy segura de que resolveríamos este lamentable asunto, pero, como está enfermo, tengo que limitarme a recuperar lo que es mío y a pedirle que sea respetuoso y que, por el bien de su hermano, guarde completo silencio respecto a esta cuestión.

Sonreí y, de un manotazo rápido, recuperé los documentos que ella había dejado sobre la mesa, supuestamente fuera de mi alcance. Jamás he aguantado las majaderías y, aún menos, los insultos, y si algún estúpido (o estúpida, como era el caso) se imaginaba que podía tomarme el pelo e impedir que yo hiciera lo que me diera la gana, se equivocaba por completo de una manera lamentable.

– Escúcheme bien, doctora. No he venido con la intención de mantener un altercado con la jefa de mi hermano, pero tampoco voy a consentir que usted se invente una película en la que Daniel es un ladrón y usted una pobre víctima desvalijada. Lo siento, señora Torrent, pero me marcho con todo esto. -Y, diciéndolo, introduje de nuevo en mi cartera todas las fotocopias y reproducciones, encaminándome después hacia la puerta-. Cuando mi hermano se encuentre mejor, ya resolverán ustedes dos este tema. Buenos días.

Abrí con gesto brusco y me marché dando un portazo. Ya no quedaba nadie en el departamento. Mi reloj del capitán Haddock indicaba que eran casi las dos y media de la tarde. Hora de comer y, por qué no, hora de escupir todos los insultos que conocía contra aquella imbécil a la que debieron de pitarle los oídos durante los cuarenta minutos que tardé en llegar a casa y en borrarla para siempre de mi vida.

No fui al partido, ni falta que me hizo. Pasé la mayor parte de la tarde en el hospital, con Daniel y, luego, me fui a cenar con Jabba, Proxi y Judith, una amiga de Proxi con la que, años atrás, estuve saliendo durante unos meses. Judith era una persona estupenda en la que, ciertamente, se podía confiar pero, aunque no hubiera sido así, habría dado lo mismo porque, antes de encontrarnos en el restaurante, Proxi ya le había contado todo lo que había que contar. Así las cosas y ante los hechos consumados, me explayé a gusto criticando a la catedrática y, a base de hacer bromas sobre ella, terminó por pasárseme el cabreo. Lo único malo de la noche fue que, si no hubiera tenido mi casa llena de gente que decía ser mi familia, Judith se habría quedado conmigo, porque seguíamos conservando la buena química y a ninguno le gustaba desaprovechar las ocasiones. Pero, en fin, no era mi día de suerte y ahí se quedó la cosa. Para animarme, y como no tenía sueño, a las dos de la madrugada, después de comprobar que los ordenadores de la empresa continuaban buscando la dichosa contraseña de Daniel, decidí que era tan buen momento como cualquier otro para arriesgarme, por fin, con las malditas crónicas de los conquistadores españoles. Ya no se trataba sólo de confirmar una estrafalaria teoría; aquello se había convertido para mí en un desafío, en una cuestión de lealtad a mi hermano. Le había fallado exponiendo su trabajo a la rapacidad de su jefa y debía compensarle de alguna forma. Si llegaba a curarse, bien con la magia de las palabras de la que hablaban Jabba y Proxi (y también Judith, que se sumó entusiasmada a la idea), bien con los medicamentos de Diego y Miquel (lo que sería más probable), yo quería tener algo interesante que ofrecerle, una idea que él pudiera explorar, un espejismo que, quién sabe, a lo mejor podría hacerle ganar algún día un premio Nobel que humillara muchísimo a la necia de su jefa.

Empecé, obviamente, por la Nueva crónica y buen gobierno escrita por el tal Felipe Guamán Poma de Ayala a principios del siglo XVII. Sentí que el alma se me caía a los pies al encararme con los tres volúmenes que formaban la inmensa obra de aquel indio de la nobleza peruana que creyó poder conmover el alma piadosa y cristiana del rey Felipe III de España contándole la verdad de lo que estaba pasando en el viejo Imperio inca desde los primeros años de la conquista. Eso, al menos, era lo que refería la introducción, además del azaroso peregrinaje del manuscrito hasta que fue descubierto en Copenhague a principios del siglo XX. Di un par de sorbos desesperanzados a mi botella de agua, y eché una rápida mirada a las hojas de notas que mi hermano había dejado, plegadas, entre las páginas del primer libro. Por fortuna, Daniel había escrito aquellos borradores con el ordenador -imprimiéndolos, por detrás, en papel usado de la Divisió d'Antropologia Social-, salvándome así de uno de los dos principales escollos con los que temía enfrentarme: descifrar su letra y enterarme del contenido. En cuanto empecé a leer, me abstraje de todo cuanto me rodeaba y, sin darme cuenta, en ese mismo instante dejé de caminar a ciegas y empecé a recorrer, pisando las huellas de Daniel, la senda que él había explorado en solitario apenas unos meses atrás.

Por lo visto, desde el preciso momento en que Colón descubrió América en 1492 a los reyes españoles se les planteó un dilema jurídico sorprendente: debían justificar la necesidad de la conquista y de la posterior colonización de América porque, en cualquier otro caso, la legislación de la época (como la de ahora) no permitía que un Estado arrasara y usurpara por las buenas lo que no le correspondía. Había algo llamado Ley Natural que amparaba el derecho de cada pueblo a la soberanía sobre sus tierras. De modo que los doctísimos letrados castellanos del siglo XVI tuvieron que devanarse los sesos para encontrar torpes excusas y motivos sin fundamento que permitieran afirmar incuestionablemente que las Indias Occidentales no pertenecían a nadie cuando Colón arribó a sus costas porque los indígenas allí encontrados ni eran legítimos ni tenían reyes verdaderos que pudieran certificar la propiedad natural del territorio. A tal efecto, en 1570, el nuevo virrey del Perú, don Francisco de Toledo, cumpliendo un mandato de Felipe II, ordenó una Visita General a todo el territorio del Virreinato con el fin de elaborar unas Informaciones en las que se demostrara que los incas habían robado la tierra a unos desdichados, incultos y salvajes indígenas que, desde entonces, habían malvivido bajo su tiranía, lo que justificaba «legalmente» la apropiación del Imperio incaico por la corona española. Esto, por supuesto, dio lugar a numerosos desmanes, a la falsificación de datos y a la deformación de la historia que los visitadores recogían de boca de los, en realidad, civilizados, bien alimentados y, en su mayoría, felices pobladores del imperio que, de entrada, desconocían el dinero porque no les hacía falta, tenían reservas de alimentos para más de seis meses en todos los pueblos y no establecían grandes diferencias sociales entre hombres y mujeres, aunque cada uno realizara tareas distintas.

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