El Origen Perdido - Asensi Matilde 14 стр.


Mis ojos se detuvieron, de improviso, en una frase curiosa: «En la Visita General ordenada por el Virrey, actuaba como historiador y Alférez General un tal Pedro Sarmiento de Gamboa, quien, durante cinco años, viajó exhaustivamente por el Perú colonial recogiendo, de los indígenas más ancianos de cada lugar, datos sociales, geográficos, históricos y económicos.» ¿Pedro Sarmiento de Gamboa…? ¿El mismo Pedro Sarmiento de Gamboa del «Camino de yndios Yatiris. Dos mezes por tierra»…? Me sentí tan eufórico que no pude evitar ponerme en pie y mover un poco el esqueleto al son de una samba inexistente y silenciosa. ¡Tenía una pieza del rompecabezas! Las cosas empezaban a encajar. Era una satisfacción pírrica, pero era más de lo que tenía antes.

Dejándome llevar por la intuición, hice una búsqueda rápida en la red sobre el tal Pedro Sarmiento y cuál no sería mi sorpresa al descubrir que aquel tipo había sido alguien muy importante en el siglo XVI, una figura destacada que, según el contenido de la página por la que pasara, aparecía como navegante, cosmógrafo, matemático, militar, historiador, poeta y estudioso de las lenguas clásicas. No sólo había explorado el Pacífico y descubierto más de treinta islas, entre ellas las Salomón, sino que fue el primer gobernador de las provincias del Estrecho de Magallanes, participó en las guerras contra los incas rebeldes, realizó la Visita General al Virreinato de Perú, inventó un instrumento de navegación llamado ballestrilla que servía para calcular, de una manera aproximada, la longitud (un dato desconocido en su época), escribió una Historia Incaica, y, además, fue raptado por el pirata Richard Grenville y conducido a Inglaterra, donde hizo amistad con sir Walter Raleigh y la reina Isabel, con la que se comunicaba en un perfecto latín. Pero, por si algo le faltaba a un personaje como éste, en dos ocasiones tuvo que vérselas con la Santa Inquisición, que estaba dispuesta a quemarlo vivo en cualquier plaza pública de Lima (llamada entonces Ciudad de los Reyes) por brujo y astrólogo aunque, concretando un poco más, por la fabricación de unos anillos de oro que atraían la buena suerte. Acusado de nigromancia y de «prácticas mágicas con instrumentos», tuvo que escapar a uña de caballo y refugiarse en Cuzco y, diez años más tarde, exactamente por los mismos cargos (con la diferencia de que, esta vez, se trataba de una tinta capaz de provocar el amor o cualquier otro sentimiento en quien leyera lo que con ella se escribía), acabó en las cárceles secretas del Santo Oficio.

Pues bien, había llegado al punto de poder explicar el mapa que Daniel había fotocopiado o, al menos, de poder situarlo históricamente con bastante precisión porque Pedro Sarmiento de Gamboa acabó la Visita General en 1575, cinco años después de iniciada, y se desplazó (o fue llevado) a la Ciudad de los Reyes, donde, a principios de ese mismo año fue juzgado por la Inquisición y encarcelado en julio. Sarmiento afirmaba haber terminado el mapa del «Camino de yndios Yatiris» el veintidós de febrero y, según un documento del Tribunal de la Santa Inquisición de Lima (8), en el inventario de objetos incautados a Sarmiento el treinta de julio por el alguacil del Santo Oficio don Alonso de Aliaga, aparecían «tres lienços pintados de lugares de yndios y tierras».

(8) Historia del tribunal de la Inquisición de Lima: 1569-1820. Tomo II, Apéndice documental del historiador peruano Carlos A. Mackehenie (Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Universidad de Alicante).

Según las crípticas notas de mi hermano, aquellos lienços salieron hacia España muchos años después junto con otros objetos y documentos de Sarmiento de Gamboa y permanecieron en el Archivo de Indias de Sevilla durante casi un siglo, reapareciendo brevemente en la Casa de Contratación de esta misma ciudad antes de culminar su viaje, vaya usted a saber por qué, en el Depósito Hidrográfico de Madrid, donde, al parecer, se encontraban en aquel momento y donde, deduje, los había descubierto Daniel.

Sólo me faltaba adivinar cuál era el lago del que partía el «Camino de yndios Yatiris», pero eso fue lo más fácil de todo cuanto había llevado a cabo aquella madrugada porque me bastó con buscar en la red un mapa del altiplano boliviano para descubrir que los perfiles del Titicaca se correspondían exactamente con los dibujados por Sarmiento de Gamboa y que la gran ciudad que él había trazado al sur se ajustaba como un clavo a la ubicación de las ruinas de Tiwanacu. Lo que ya no quedaba tan claro era el recorrido del camino que, partiendo de allí, descendía los cuatro mil y pico metros de altitud a que se encontraba la ciudad para internarse en la selva, corriendo paralelo al curso de un río sin nombre que no pude identificar en el mapa de mi pantalla debido a la complejidad de afluentes que, como en el sistema circulatorio de un cuerpo humano, se tejían, trenzaban y entrecruzaban hasta formar un amasijo de hebras de agua imposibles de separar. El dibujo quedaba bruscamente interrumpido por la rasgadura de lo que, en un principio, yo había tomado por una sábana de bordes deshilachados así que, en realidad, tampoco era posible saber adónde conducía aquel camino de pisadas de hormiga que se internaba en el Amazonas. En cualquier caso, daba lo mismo porque no era significativo para mi búsqueda; lo significativo ya lo había encontrado y era el hecho de que, durante aquellos cinco años que Pedro Sarmiento de Gamboa estuvo recorriendo Perú para escribir las Informaciones de la Visita General, se encontró con los yatiris en Tiwanacu y dibujó un mapa que mi hermano había considerado importante y, nada más terminar el mapa, la Inquisición lo encerró por elaborar una tinta mágica. De nuevo tropezaba con la magia de las palabras, el Supercalifragilisticoespialidoso que tanto le gustaba a Proxi.

Resultaba obvio que mi hermano había dejado aquellas notas dentro del primer volumen de la Nueva crónica y buen gobierno porque alguna relación tenían al margen de que el indio Felipe Guamán se hubiera visto en la necesidad de escribir casi mil doscientas páginas para refutar las mentiras de las Informaciones de la Visita General, así que me cargué de valor, miré el reloj -eran casi las cuatro de la madrugada- y afronté la lectura. No tenía sueño pero, aunque lo hubiera tenido, me habría despejado igualmente con sólo echar un vistazo a las prodigiosas ilustraciones de aquel libro. Acostumbrado a las modernas imágenes digitales diseñadas por ordenador, con vectores en movimiento y millones de colores, capaces, incluso, de recrear virtualmente la realidad, el choque con los toscos dibujos en tinta negra de Guamán Poma fue brutal, devastador, como si una descarga eléctrica me hubiera formateado el disco duro del cerebro dejándome inerme frente a aquellas burdas pinturas -de las que había cuatrocientas en total, intercaladas en el texto-. Era como un cómic, donde la acción se visualiza y desarrolla en las viñetas, con la única diferencia de que aquella obra tenía cerca de cuatrocientos años.

Me llamó la atención, en primer lugar, un dibujo en el que se veía a Viracocha (en el quechua de Guamán, Vari Vira Cocha Runa) vestido con hojas de árboles bajo un brillante sol de rostro jovial, parecido a uno de esos -en jerga- smileys o emoticones que circulan por la red para expresar, de manera rápida y sencilla, con signos de puntuación, estados de ánimo o actitudes. Por lo que pude ver, todos los soles que pintaba Guamán tenían cara y todos manifestaban con muecas de emoticón su parecer sobre lo que podía verse en la escena. Pero lo más significativo del dibujo era la barbita que, para recordar su origen divino y no indio, le había puesto a Viracocha: cuatro pelos en el bigote y una perilla como la mía. Otra imagen destacable era la del escudo con las primeras armas reales o emblemas de los Incas. Resultaba evidente que la forma era un remedo de los escudos españoles y no de los rectangulares walqanqa, pero había algo genial en esa mezcla de un campo cuartelado en cruz encerrado en adornos de volutas barrocas con esos ingenuos retratos de un sol barbudo llamado Inti, una luna llamada Quya, una estrella refulgente de dieciséis puntas, Willka, y un ídolo antropomórfico situado sobre una colina.

Aturdido por esta borrachera iconográfica en blanco y negro donde cada escena era un mundo de detalles en el que perderse, me quedé sin visión periférica, ignorando por completo el color amarillo fosforescente de los fragmentos resaltados por mi hermano del mismo modo que hubiera ignorado con toda tranquilidad un semáforo en rojo si hubiese estado conduciendo. Hay imágenes, o estilos de imágenes, músicas, olores, sabores o texturas que tienen la poderosa capacidad de arrancarnos del mundo real, de modo que, hasta que no me recuperé de la impresión no descubrí que Daniel había vuelto a señalarme el camino destacando en amarillo luminoso las palabras, frases o párrafos importantes.

La primera marca que pude encontrar estaba situada junto al dibujo de otro escudo barroco con los segundos emblemas reales (un pájaro, cierto tipo de palmera, una borla y dos serpientes), y resaltaba una frase en la que se afirmaba que «ellos», los Incas, habían salido de «la laguna del Titicaca y de Tiahuanaco» y que, partiendo del «Collau», los ocho hermanos y hermanas «Yngas» originales habían llegado a Cuzco y fundado la ciudad. En el párrafo siguiente, Guamán Poma, con la biliosa colaboración de Daniel C., afirmaba, nada más y nada menos, que todos cuantos tenían «orexas», o sea, orejas, se llamaban Incas y que los demás no. En un primer momento, me quedé preocupado ante la idea de que los veintinueve millones y pico de habitantes del Tihuantinsuyu que no formaban parte de la realeza hubieran podido ser unos desorejados, pero de inmediato recordé la leyenda que decía que los descendientes directos de los hijos de Viracocha formaban la nobleza «Orejona», que se distinguía de los que no tenían sangre solar insertándose grandes discos de oro en los lóbulos de las orexas. Y, efectivamente, así era, porque, pasando la hoja de los segundos emblemas, en la siguiente se veía al primer Inca, Manco Capac («Capac» quería decir poderoso), con una pieza redonda a cada lado de la cabeza a modo de enorme pabellón auditivo. De repente recordé un detalle curioso. ¿No había dicho Proxi que los sacerdotes-astrónomos que gobernaban Tiwanacu se llamaban «Capaca»? ¿No sería Capac una derivación de Capaca? Sólo había una forma de comprobarlo y era usando el diccionario de Ludovico Bertonio que mi hermano tenía… en su casa. No me quedó más remedio que hacer una búsqueda en internet, pero la suerte me acompañó y no tardé en encontrar un acceso libre al diccionario a través de la biblioteca virtual de la Universidad de Lima, en Perú, y un Bertonio transcrito al lenguaje de las páginas Web me confirmó, efectivamente, que «Capaca» quería decir Rey o Señor, aunque matizaba que era una palabra muy antigua (él lo decía en 1612) y que ya no se utilizaba. De modo que, quizá, las leyendas incas tenían su parte de razón y, a lo mejor, Manco Capac, o Capaca, y su hermana-esposa, Mama Ocllo, procedían efectivamente de Tiwanacu y desde allí subieron al norte para fundar Cuzco y el Imperio inca.

Manco Capac aparecía elegantemente ataviado. Llevaba un gran manto sobre el vestido, un cíngulo alrededor de la cabeza que le sujetaba un adorno sobre la frente, sandalias abiertas, lazos bajo las rodillas y, en las manos, un curioso quitasol y una lanza. Pero lo que más me llamó la atención fueron los adornos del vestido: una banda de tres líneas de pequeños rectángulos como los de las fotocopias de tejidos de Daniel, que cruzaban horizontalmente la tela por la cintura. Esta vez, sin embargo, me fijé mejor y descubrí en el interior de ellos diminutas estrellas, pequeños rectángulos, tildes alargadas, rombos con puntos en el centro… Los motivos se repetían tres veces cada uno, en diagonal, y me pregunté qué podrían tener de insólito estos diseños textiles para que mi hermano se hubiera empeñado en coleccionarlos.

Me sobresaltó la luz de la pantalla grande de la pared, que se encendió de pronto para informarme de que mi madre acababa de despertarse. Mientras me giraba para observar, la imagen se dividió por la mitad y, en la ventana derecha, pobremente iluminada, apareció ella saltando de la cama con su discreto camisón de raso color verde. Mi casa, obviamente, estaba dotada de todo tipo de sensores de movimiento pero, además, el sistema de identificación distinguía perfectamente a cada uno de los miembros de mi familia.

Suspiré notando una oleada de creciente desesperación mientras la veía avanzar por los pasillos como el Titanic hacia el hielo. Incluso cuando ya notaba su mirada sobre mi nuca y su imagen en el visor me indicaba que estaba exactamente detrás de mí, en el umbral de la puerta, todavía albergaba yo la inútil esperanza de que tomara otro rumbo y desapareciera.

– ¿Se puede saber qué estás haciendo a estas horas? -me increpó, avanzando un poco más y deteniéndose frente a la pantalla en la que podía verse a sí misma con los brazos en jarras, el camisón verde, los pelos de punta y la cara de enfado-. ¿Y se puede saber por qué me espías? ¡No recuerdo haberte enseñado a espiar cuando eras pequeño!

– Estoy leyendo.

– ¿Leyendo…? -se indignó-. ¡No, si ya verás como al final tendré que hacer lo mismo que hacía cuando tenías diez años! ¡Apagarte la luz por las buenas!

Me eché a reír.

– Pues encenderé una linterna, como hacía entonces.

Ella sonrió también.

– ¿Crees que no lo sabía? -preguntó, acercando un sillón y acomodándose; la noche estaba perdida-. Todavía recuerdo las pilas de petaca, los cables y aquellas bombillas diminutas con las que te fabricabas las linternas para leer debajo de las mantas. ¿Sabes que tu hermano te copió la idea? Cuando vivíamos en Londres y tú estabas interno en La Salle, él hacía lo mismo, salvo que tú leías cómics y él, libros de verdad. ¡Era tan listo para su edad…! -¿Había comentado ya que Daniel era el hijo favorito de mi madre?-. Chaucer, Thomas Malory, Milton, Shakespeare, Marlowe, Jonathan Swift, Byron, Keats…

– Vale, mamá. Siempre he sabido lo inteligente que era mi hermano.

Para ella, la cultura se reducía al campo de las humanidades. Lo que yo hacía jamás había alcanzado la categoría de «respetable» y, por supuesto, jamás sería otra cosa que un pasatiempo adolescente. Mi madre miraba con mejores ojos a un zapatero remendón o a un pintor de brocha gorda que a mí; al menos, el zapatero y el pintor hacían algo útil. Por supuesto, desde esa perspectiva, Daniel siempre salía ganando: antropólogo, profesor de universidad, erudito, con pareja y con un hijo precioso. ¿Qué título tenía yo?, ¿qué era eso de internet?, ¿por qué seguía soltero y sin compromiso?, ¿por qué no le daba nietos? En su última visita había dejado muy claro que, por mucho dinero que yo tuviera, siempre sería el fracaso más grande de su vida y en aquel preciso momento me daba la impresión de que estaba a punto de repetir el desagradable comentario.

– Tienes que hacer algo de una vez, Arnie -me reprochó cariñosamente-. No puedes, de ninguna manera, seguir así. Ya tienes treinta y cinco años. Eres un hombre y es hora de que tomes decisiones importantes. Clifford y yo hemos pensado hacer testamento… Sí, ya sé que todavía es pronto, pero Clifford está empeñado y yo, claro está, no voy a negarme. Sería una tontería, ¿no te parece? Te lo digo porque hemos pensado dejarle a Daniel una parte mayor que a ti… Espero que no te importe, cariño. Él no tiene tantos recursos como tú y ya se sabe que los profesores no ganan dinero. Además, tiene un hijo y, probablemente, tenga más porque tanto Ona como él son jóvenes todavía. Así que…

– No me importa, mamá -afirmé, convencido. ¿Qué más me daba? Además, por lo que yo sabía, mi madre llevaba mucho tiempo ayudándole con pequeñas cantidades mensuales y pagándole la hipoteca del piso de la calle Xiprer. Me parecía acertado que mi hermano recibiera más que yo, aunque no podía dejar de ver una maniobra de Clifford detrás de todo aquello. Clifford era un buen hombre y ambos nos apreciábamos, pero Daniel era su hijo y yo no. En cualquier caso, a mí, afortunadamente, no me hacía falta el dinero y a mi hermano, tanto si se recuperaba como si no, siempre le vendría bien.

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