– Naturalmente, si tuvieras hijos esta cuestión ni se habría planteado. Para nosotros, los dos sois exactamente iguales. Ya sabes lo que te quiere Clifford. Pero, desde luego, mientras sigas soltero no hay discusión. De todos modos, no nos vamos a morir, por supuesto. No todavía. Ahora que…, también te digo otra cosa: si, en unos pocos años, encuentras a una buena chica como Ona y te casas o te juntas o como se diga, y tienes hijos, pues nada, se rehace el testamento y en paz.
Yo no salía de mi asombro.
– ¿Estás diciendo que si me caso y tengo hijos me dejarás más dinero en herencia?
Mi madre siempre conseguía desconcertarme. ¿Acaso creía que con ese argumento, totalmente inútil, podía obligarme a cambiar mi vida? El laberinto de sus pensamientos era un auténtico sinsentido.
– ¡Por supuesto! ¿Crees que yo, ¡yo!, sería tan injusta como para discriminar a los nietos de un hijo en beneficio de los nietos del otro? Jamás! ¡Todos serían iguales para mí! ¿Cómo se te ha ocurrido tal cosa? ¡Arnau, por favor! ¡Parece que no conozcas a tu madre, hijo mío!
No llevábamos hablando ni cinco minutos de reloj y yo ya estaba mareado y con una angustia terrible en la boca del estómago.
– Ven conmigo, mamá -le dije, poniéndome en pie y tendiéndole una mano como si fuera una niña pequeña. De hecho, sólo tenía sesenta años recién cumplidos y se conservaba estupendamente, mucho mejor que la doctora Torrent, por ejemplo, que, con ese pelo blanco, parecía una vieja; mi madre, gracias a la gimnasia, la cirugía estética y los tintes, apenas aparentaba los cincuenta.
– ¿Adónde vamos? -quiso saber mientras se incorporaba para seguirme.
– A la cocina. Yo voy a prepararme un té y tú te tomarás un vaso de leche caliente.
– ¡Desnatada!
– Por supuesto. Y, después -le susurré avanzando por el pasillo, llevándola de la mano-, te irás a la cama y me dejarás trabajar, ¿de acuerdo?
Soltó una risita feliz (le encantaba que Daniel y yo la tratáramos de aquella manera) y se dejó llevar dócilmente sin despegar los labios.
Di gracias a Viracocha cuando vi que se bebía la leche sin chistar y que me daba un beso rápido en la mejilla antes de perderse de nuevo en la penumbra. Eran las cinco y media de la madrugada del domingo. Sentí tentaciones de salir al jardín y contemplar el cielo, pero Guamán Poma me estaba esperando y ya no quedaba mucha noche por delante. No podía irme a la cama sin saber un poco más.
Cuando mi madre volvió a acostarse, el sistema borró del monitor de la pared las imágenes de las cámaras de su habitación. Sabiendo que podía hacerse de día sin que me diera cuenta, le dije al ordenador que me avisara a las siete y le pedí información sobre los progresos en la búsqueda de la clave de Daniel. La respuesta se proyectó tanto en la pantalla gigante de la pared como en los tres monitores que tenía repartidos por el estudio: la clave debía de ser ya una cadena superior a los seis dígitos pues, por debajo de eso, ninguna combinación había dado resultado. Tecleé un par de órdenes para capturar una instantánea del proceso y comprobar qué tipo de series verificaba el sistema en ese momento. Unas cincuenta palabras de siete dígitos aparecieron sobre el fondo negro, alternando tanto mayúsculas como minúsculas, números, espacios en blanco y símbolos especiales (admiraciones, paréntesis, guiones, comillas, corchetes, barras, tildes, todo tipo de puntos, todo tipo de acentos, etc.). El asunto se complicaba por momentos porque las combinaciones de nueve o diez dígitos podrían arrastrar y consumir todos los recursos del sistema. Si la clave no aparecía pronto, iba a tener que pedir ayuda.
Giré el asiento y, sujetándome con las dos manos al borde de la mesa donde tenía los libros, tiré con fuerza y me deslicé hasta allí patinando sobre las ruedecillas del sillón para seguir mirando dibujos mientras aparecían, poco a poco, las frases resaltadas por mi hermano con rotulador fosforescente.
El segundo Inca, Cinche Roca, aparecía dos páginas después de su antecesor vestido de forma muy similar y, naturalmente, con sus grandes orejeras bien visibles. Las varias líneas destacadas en la página adyacente me aportaron una valiosa información: decía Guamán Poma de Cinche Roca que había gobernado el Cuzco y conquistado a todos los orejones y ganado toda Collasuyu con muy pocos soldados porque los collas eran «flojos y pusilánimes, gente para poco». Un hijo de este Inca, el capitán Topa Amaro, «conquistaba, mataba y sacaba los ojos» a los collas principales y, para que no hubiera dudas de cómo lo hacía, Guamán Poma lo ilustraba detalladamente con otro dibujo en el que se veía al capitán con unas largas pinzas en las manos pinchando un ojo a un pobre cautivo que permanecía arrodillado ante él y que lucía en su cabeza un curioso gorrito con forma de estilizado macetero. ¡Así que aquél era un collaaymara!, me dije examinándolo con gran curiosidad. La verdad era que me parecía conocerlo de toda la vida.
Sobre Cinche Roca Inca (el título real se ponía detrás del nombre) el cronista aún aportaba otros datos más reveladores. Describiendo minuciosamente su vestimenta, Poma de Ayala decía que el awaki de su vestido, el diseño que podía verse en el dibujo, llevaba «tres vetas de tukapu» o, lo que venía a ser lo mismo, tres filas de pequeñas formas rectangulares rellenas de signos muy parecidos a los símbolos especiales del ordenador.
Giré el asiento, me deslicé rápidamente hacia el teclado y lancé una búsqueda general en internet sobre tukapus. Para mi desgracia, sólo aparecieron dos documentos que, al final, resultaron ser el mismo en inglés y en español. Era un estudio titulado Guamán Poma y su crónica ilustrada del Perú colonial: un siglo de investigaciones, hacia una nueva era de lectura, de la doctora Rolena Adorno, profesora de Literatura Latinoamericana de la Universidad de Yale, en Estados Unidos. El trabajo apabullaba por su erudición y profundidad. Lo leí con atención y, entre otras muchas cosas interesantes que la doctora Adorno decía sobre Guamán, encontré un párrafo en el que hacía referencia a los trabajos sobre tukapus de un tal Cummins, el cual insistía en que este cronista desvelaba muy poco sobre el significado secreto de esos diseños textiles abstractos y menos aún sobre el sentido codificado de, por ejemplo, el ábaco que aparecía en el dibujo del khipukamayuq, o secretario del Inca que llevaba la cuenta de los khipus de información dinástica y estadística. Comprender que los khipus eran los quipus, es decir, las cuerdas de nudos de las que me habló Ona en el hospital, no me costó demasiado, ya me estaba acostumbrando a ver la misma palabra escrita de mil formas diferentes, pero tardé un poco más en darme cuenta de que el khipukamayuq era el quipucamayoc del que también me había hablado mi cuñada. Esta idea me llevó, obviamente, a otra muy parecida: si khipus podía ser quipus y khipukamayuq podía ser quipucamayoc, ¿por qué los tukapus, o sea, las casillas con simbolitos de los tejidos, no podía ser tucapus o tucapos o tocapus…? Sin embargo, al lanzar la búsqueda de la primera opción sólo aparecieron algunos documentos de poca utilidad y la segunda alternativa dio todavía menos resultados, así que sólo me quedaba probar con la tercera antes de rendirme. Pero esa vez sí tuve suerte: más de sesenta páginas contenían la palabra «tocapus» y di por sentado que alguna de ellas me explicaría por qué mi hermano estaba tan interesado (más que Rolena Adorno y el tal Cummins) en esos curiosos diseños textiles andinos que parecían tener unos significados secretos que Guamán Poma no había querido revelar.
Afortunadamente, apenas deslicé la mirada por los títulos de las primeras páginas tropecé con un nombre conocido: Miccinelli, documentos Miccinelli… ¿Acaso no eran ésos los manuscritos descubiertos por la amiga de la doctora Torrent en un archivo privado de Nápoles que contenían el quipu de nudos sobre el que trabajaba mi hermano? ¡Pues claro que sí, no cabía la menor duda! Pinché el vínculo, cargué la página y allí estaba: «Actas del coloquio Guamán Poma y Blas Valera. Tradición Andina e Historia Colonial. Nuevas pistas de investigación», por la profesora Laura Laurencich-Minelli, titular de la Cátedra de Civilizaciones Precolombinas de la Universidad de Bolonia, Italia. ¿Y qué tenía que decir la profesora Laurencich-Minelli sobre los tejidos con bandas de tocapus…? ¿Acaso no se ocupaba de los quipus? No, recordé, de los quipus se ocupaba Marta Torrent y, por delegación, mi hermano Daniel; la profesora Laurencich-Minelli estudiaba la parte histórica y paleográfica de los documentos.
Los documentos Miccinelli, descubiertos a mediados de los ochenta, eran dos manuscritos jesuíticos, Exsul Immeritus Blas Valera Populo Suo e Historia et Rudimenta Linguae Piruanorum, escritos en los siglos XVI y XVII y encuadernados en un solo volumen en 1737 por otro jesuita, el padre Pedro de Illanes quien, poco después, lo vendió a Raimondo de Sangro, príncipe de Sansevero. Probablemente, el efímero rey de España, Amadeo I (1870-1873), de la casa de Saboya, los hizo llegar a su nieto, el duque Amadeo de Saboya Aosta, quien los regaló al Mayor Riccardo Cera, tío de la actual propietaria, Clara Miccinelli, en cuyo archivo privado, el Archivo Cera, los encontró ella misma en 1985. Parte del segundo manuscrito, Historia et Rudimenta Linguae Piruanorum, estaba redactado en Lima, entre 1637 y 1638, por el padre italiano Anello Oliva, quien agregó tres medios folia en los cuales estaba dibujado el quipu literario Sumac Ñusta y, pegadas, unas cuantas cuerdas con nudos que formaban parte del mismo, confeccionadas en lana. Sin duda, se trataba del quipu que Daniel estaba estudiando por encargo de la doctora Torrent.
El asunto era serio: los documentos venían a decir que Guamán Poma era el pseudónimo adoptado por un jesuita mestizo llamado Blas Valera (escritor, lingüista experto en quechua y aymara e historiador) y que los Comentarios Reales del Inca Garcilaso de la Vega eran un plagio de una obra inédita del mismo Valera que éste le había confiado durante el tiempo que anduvo en terribles juicios con la Inquisición por ser el líder de un grupo que, además de pretender mantener viva la cultura inca, acusaba a los españoles de los mayores abusos, robos y crímenes imaginables contra los indios. Pero, lo que todavía era más grave: los documentos afirmaban de manera tajante que Francisco Pizarro había derrotado al último Inca, Atahualpa, no en una verdadera batalla como contaba la historia que había ocurrido en Cajamarca, sino envenenando a sus oficiales con vino moscatel mezclado con rejalgar que, por lo visto, era como se denominaba en aquella época al arsénico. La profesora Laurencich-Minelli acompañaba cada uno de estos asuntos con una amplia batería de bibliografía documental que demostraba y complementaba tales aseveraciones pero, por muy interesante que me resultase el tema, lo que yo necesitaba eran las referencias a los enigmáticos tocapus y no otro puñado más de misterios.
Por fin, llegué a la parte del ensayo en la que aparecía lo que yo buscaba y, nada más leer el subtítulo de la sección, supe por qué mi hermano, un antropólogo del lenguaje, se había interesado tanto por los tejidos incas y sus diseños. En el fondo, a esas alturas no me hubiera debido costar tanto deducirlo, vista la línea general de los datos, pero, para un profano, todos los mares parecen iguales por el simple hecho de no haberlos navegado nunca. El subtítulo rezaba La escritura mediante quipus y textiles y, sólo con eso, ya hubiera debido sentirme idiota de remate no sólo por mi ceguera sino también por algo que, ahora, resultaba palmariamente claro: la catedrática conocía el asunto de los tocapus tan bien como el de los quipus porque, sin duda, sabía lo mismo que sabía yo en aquel momento -o más-, no en vano, los documentos Miccinelli habían pasado por sus manos y la autora de aquel ensayo que yo leía era su amiga y asociada.
Pues bien, según decía aquella amiga de la doctora Torrent, los documentos Miccinelli afirmaban que tanto los quipus de nudos como los textiles con tocapus eran como nuestros libros y, aunque ella hacía mucho más hincapié en los quipus, en una frase mencionaba la necesidad de estudiar atentamente las ilustraciones de la Nueva crónica y buen gobierno de Guamán Poma-Blas Valera porque, «en su nivel más secreto», contenían textos escritos con los tocapus dibujados como adornos en las vestiduras que, disponiendo de los adecuados medios humanos y técnicos, se podrían llegar a descifrar.
Pensativo, regresé al libro de Guamán (si es que ése era el verdadero nombre de su autor) y repasé cavilosamente las imágenes que tanto me habían impresionado. Miré aquellas bandas de tocapus en las ropas con unos nuevos ojos, como si mirara una pared llena de jeroglíficos egipcios que no porque yo no supiera leerlos dejaban de ser un lenguaje escrito formado por palabras y repleto de ideas. Sólo una duda me quedaba y la verdad era que no me sentía capaz de resolverla aquella noche: ¿en qué lengua estarían escritos los tocapus? Ya no cabía ninguna duda de que los nudos servían para escribir en quechua, el idioma de los Incas y de sus súbditos, pero daba la impresión de que los tocapus también. ¿Dos sistemas de escritura, igualmente misteriosos, para la misma lengua…? Entonces, ¿dónde demonios entraba el aymara en esta historia?
– Correo para Jabba-exclamé con desánimo, sin moverme. Los monitores se pusieron en blanco y el cursor negro parpadeó al inicio de una plantilla para mailes escritos mediante el sistema de reconocimiento de voz-. Buenos días a los dos -empecé a dictar; las palabras fueron apareciendo mecánicamente en las pantallas-. Mirad la hora a la que os envío este mail y adivinaréis la noche que he pasado. Necesito que sigáis investigando más cosas sobre el lenguaje aymara. En concreto, cualquier relación del aymara con algo llamado tocapus. -La máquina se detuvo después de «llamado»-. Deletreo: t de Toledo, o de Orense, c de Cáceres, a de Alicante, p de Falencia, u de Urgell y s de Sevilla. -La palabra se visualizó de inmediato, correctamente escrita-. Memorizar: tocapu. Significado: diseño textil inca. Plural: tocapus. Continúo dictando correo para Jabba. Sólo me interesa el quechua si aparece relacionado con los tocapus y el aymara, si no, no. Me levantaré a mediodía y, por la tarde, estaré en el hospital con Daniel por si queréis localizarme. En otro mail os envío parte del material que no he conseguido descifrar, por si también podéis echarme una mano. Feliz domingo. Gracias de nuevo. Saludos, Root. Fin del correo para Jabba. Codificación normal. Prioridad normal. Enviar.
Extraje de la cartera de cuero las fotocopias del mapa de las rosas de los vientos y del hombrecillo barbudo sin cuerpo (Humpty Dumpty) y las pasé por el escáner más potente para darles toda la resolución posible. Los ficheros resultantes eran enormes, pero mejor así, porque, de ese modo, Jabba y Proxi no tendrían problemas añadidos de pérdida de nitidez.
– Seleccionar imágenes uno y dos -concluí, arrellanándome en el sillón y apoyando la cara sobre el puño izquierdo-. Correo para Jabba. Adjuntar ficheros seleccionados. Fin del correo para Jabba. Codificación normal. Prioridad normal. Enviar.
Los monitores se apagaron y yo, que seguía frente a la Nueva Crónica , continué pasando maquinalmente páginas hasta que localicé otro párrafo resaltado con rotulador amarillo, pero, en ese momento, los monitores volvieron a iluminarse, apareciendo un mensaje del sistema recordándome que eran las siete de la mañana y, a continuación, haciendo un magistral fundido, mostró uno de mis cuadros preferidos: Harmatan, de Ramón Enrich. Como si aquel aviso hubiera hecho sonar alguna alarma interior, de manera automática sentí un agotamiento infinito y el entumecimiento de todos los músculos de mi cuerpo. ¿Cuánto tiempo llevaba allí sentado, navegando entre apuntes y libros? Ya no recordaba la hora a la que había comenzado. Mientras bostezaba ruidosamente y me estiraba en el sillón todo lo largo que era hasta quedar convertido en un recio travesaño, me vinieron a la cabeza las innumerables noches que había pasado en blanco mientras permanecía frente al ordenador hacheando sistemas. Eran retos apasionantes que, una vez conseguidos, te dejaban el ego por las nubes, la vanidad en el hiperespacio y una satisfacción personal que no podía compararse con ninguna otra cosa de este mundo. Pues bien, aquella noche, a pesar del cansancio (o quizá debido a él) me sentía igual de omnipotente y, en un delirio final antes de caer en la cama rendido por el sueño, decidí que, a partir de aquel momento, cambiaría mi tag por algún acrónimo de Arnau Capac Inca, o Poderoso Rey Arnau.