El Último Catón - Asensi Matilde 12 стр.


Cuando se concluyó el primer bifolio, todavía no era posible realizar una lectura completa del texto: había multitud de palabras y frases truncadas, irrecuperables a primera vista, fragmentos enteros donde la luz infrarroja, el estereomicroscopio y la digitalización de alta calidad no habían encontrado nada que resaltar. Entonces le llegó el turno al departamento de informática. Con la ayuda de sofisticados programas de diseño gráfico, empezaron por seleccionar un conjunto de caracteres a partir del material recuperado y, puesto que la escritura era manual -y, por lo tanto, variable-, extrajeron cinco representaciones diferentes de cada letra. Midieron, pacientemente, los trazos verticales y horizontales, los curvos y diagonales y los espacios en blanco de cada carácter; la anchura y altura del cuerpo, la profundidad bajo la línea base de los trazos descendentes y la elevación de los trazos ascendentes y, cuando todo esto estuvo hecho, me llamaron para ofrecerme el espectáculo más curioso que había tenido oportunidad de contemplar en mi vida: con la imagen completa del bifolio en pantalla, el programa probaba automáticamente, a una velocidad vertiginosa, los caracteres que cabían en los espacios vacíos y si se ajustaban a los restos o vestigios de tinta de la vitela, en caso de que los hubiera. Cuando lograba completar la cadena, el sistema verificaba que dicha palabra constaba en el diccionario del magnífico programa Ibycus, que contenía toda la literatura griega conocida -bíblica, patrística y clásica-, y, si además había aparecido previamente en el texto, la cotejaba también, para comprobar la exactitud del hallazgo.

El proceso era muy rápido, como ya he dicho, pero, aún así, tremendamente laborioso, de modo que sólo después de un día entero de trabajo pudieron proporcionarme, al fin, una imagen completa del primer bifolio en unas condiciones casi perfectas, con un noventa y cinco por ciento de texto recuperado. El prodigio se había consumado: el espíritu que dormía, aletargado, en el interior del códice Iyasus, había vuelto a la vida, y llegaba el momento de que yo leyera su mensaje e interpretara su contenido.

Estaba realmente conmovida cuando, a mi vuelta al Hipogeo, tras escuchar la misa del cuarto Domingo de Cuaresma en San Pedro, me senté, por fin, ante mi mesa de trabajo y me calé las gafas sobre la nariz, dispuesta a comenzar. Mis adjuntos, que disponían de copias idénticas a la mía, se prepararon también para iniciar el análisis paleográfico, basado en el estudio de los elementos de la escritura: morfología, ángulos e inclinación, dzíctus [10], ligaduras, nexos, ritmo, estilo, etc.

Afortunadamente, el griego bizantino utilizaba muy poco las abreviaturas y contracciones que tan comunes resultaban en el latín y en las transcripciones medievales de los autores clásicos. Sin embargo, como contrapartida, las peculiaridades propias de una lengua tan evolucionada como la griega bizantina podía llevar a confusiones importantes, pues ni la forma de escribir ni el sentido de las palabras era el mismo que en tiempos de Esquilo, Platón o Aristóteles.

La lectura del primero de los bifolios del Códice Iyasus me dejó absolutamente encandilada. El escriba, que decía haberse llamado Mirógenes de Neápolis pero que, en el momento de redactar el texto, se daba a sí mismo, repetidamente, el nombre de Catón, explicaba que, por la voluntad de Dios Padre y de Su Hijo Jesucristo, unos cuantos hermanos de buena voluntad, diáconos [11] de la basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén y devotos adoradores de la Verdadera Cruz, se habían constituido en una especie de hermandad bajo la denominación de STAYPOFYLAKES (STAUROFÍLAKES), o guardianes de la Cruz. Él, Mirógenes, había sido elegido archimandrita de la hermandad, bajo el nombre de Catón, el día primero del mes primero del año 5850.

– ¿5850…? -se sorprendió Glauser-Róist.

El capitán y el profesor estaban sentados frente a mi, al otro lado de mi mesa, escuchando la transcripción del contenido del bifolio.

– En realidad -le expliqué, subiéndome las gafas y apoyándolas en los pliegues de la frente-, ese año se corresponde con el 341 de nuestra era. El cómputo temporal para los bizantinos empezaba el 1 de septiembre del año 5509, fecha en la que creían que Dios había creado el mundo.

– De manera que ese tal Mirógenes -concluyó el profesor, cruzando fuertemente los dedos de las manos-, de origen bizantino y diácono de la basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén, se convierte en el líder de la Herman dad de los Staurofílakes el 1 de septiembre del año 341, quince años después, si no recuerdo mal, del descubrimiento de la Vera Cruz por santa Helena.

– Y, a partir de ese momento -añadí yo-, se rebautiza como Catón y empieza a escribir esta crónica.

– Deberíamos buscar información adicional sobre esa hermandad -propuso el capitán, incorporándose de su asiento. A pesar de ser el coordinador de la operación, era quien menos trabajo tenía y estaba deseando sentirse útil-. Yo me encargo.

– Es una buena idea -asentí-. Hay que demostrar la existencia histórica de los staurofílakes al margen del códice.

Unos golpecitos discretos sonaron en la puerta de mi laboratorio. Era el Prefecto Ramondino, con una sonrisa de oreja a oreja.

– Quisiera invitarles a comer en el restaurante de la Domus, si les apetece -sugirió contento-. Para celebrar lo bien que marcha todo.

Pero no todo marchaba tan bien como creíamos: aquella misma tarde, mientras yo regresaba con todos los honores al minúsculo apartamento de la Piazza delle Vaschette, el importante Lignum Crucis del Convento de Sainte-Gudule, en Bruselas, desapareció de su relicario de plata.

El capitán Glauser-Róist estuvo ausente durante todo el lunes. En cuanto se recibió el aviso del robo en el Vaticano, salió para Bruselas en el primer avión y no regresó hasta el martes a mediodía. Mientras tanto, el profesor Boswell y yo seguimos trabajando en el laboratorio del Hipogeo. Los bifolios restaurados comenzaban a llegar hasta mi mesa cada vez a mayor velocidad, ya que los técnicos iban perfeccionando la manera de acelerar el proceso, y, precisamente por esa celeridad, a veces disponía de apenas dos o tres horas para completar la lectura y transcripción del texto manuscrito antes de que llegara la siguiente hornada de datos.

Creo que fue la noche de aquel lunes de principios de abril cuando el profesor Boswell y yo cenamos completamente solos en la cafetería de personal del Archivo Secreto. Al principio pensé que iba a ser bastante complicado mantener una conversación con alguien tan apocado y silencioso, pero el profesor se reveló pronto como una compañía muy agradable. Hablamos mucho y de muchas cosas. Después de relatarme, de nuevo, la historia completa del robo del códice, me preguntó por mi familia. Quería saber si tenía hermanos y hermanas y si mis padres vivían todavía. En un primer momento, sorprendida por aquel giro personal de la conversación, le hice una descripción abreviada, pero él, al oír el número de miembros que integrábamos la tribu Salina, quiso saber más. Recuerdo que, incluso, llegué a hacerle un esquema en una servilleta de papel para que supiera de quién le estaba hablando en cada momento. No deja de ser extraño encontrar a alguien que sabe escuchar. El profesor Boswell no preguntaba directamente, ni siquiera demostraba una curiosidad excepcional. Se limitaba a mirarme fijamente y a asentir con la cabeza o a sonreír en el momento apropiado. Y, claro, caí en la trampa. Cuando quise darme cuenta de lo que estaba pasando, ya le había contado mi vida. Él se reía, muy divertido, y yo pensé que había llegado el momento de pasar al contraataque porque, de repente, me sentía muy vulnerable, como si hubiera hablado demasiado y me afligiese una cierta culpabilidad. De modo que le pregunté si no estaba preocupado por la posible pérdida de su trabajo en el Museo Grecorromano de Alejandría. Frunció el ceño y se quitó las gafas, pinzándose el puente de la nariz con gesto cansado.

– Mi trabajo… -murmuró, y se quedó pensativo unos instantes-. Usted no sabe lo que está pasando en Egipto, ¿verdad, doctora?

– No. No lo sé -respondí, desorientada.

– Verá… Yo soy copto y ser copto en Egipto es ser un paria.

– Me sorprende, profesor Boswell -repuse-. Ustedes, los coptos, son los auténticos descendientes de los antiguos egipcios. Los árabes llegaron mucho después. De hecho, su lengua, la copta, procede directamente del egipcio demótico, el que se hablaba en tiempo de los faraones.

– Ya, pero… ¿sabe?, las cosas no son tan bonitas como usted las pinta. Ojalá todo el mundo lo viera como lo ve usted. Lo cierto es que los coptos somos una pequeña minoría en Egipto, una minoría dividida, a su vez, en cristianos católicos y cristianos ortodoxos. Desde que comenzó la revolución fundamentalista, los zrhebin…, los terroristas quiero decir, de la Gema ’a al-Islamiyya, la guerrilla islámica, no han cesado de asesinar a miembros de nuestras pequeñas comunidades: en abril de 1992 mataron a tiros a catorce coptos de la provincia de Asyut por negarse a pagar «servicios de protección». En 1994, un grupo de irhebin armados atacaron el monasterio copto de Deir ul-Muharraq, cerca de Asyut, matando a los monjes y a los fieles -suspiró-. Continuamente hay atentados, robos, amenazas de muerte, palizas… Últimamente, han comenzado a poner bombas en la entrada de las principales iglesias de Alejandría y El Cairo.

Deduje, en silencio, que el gobierno egipcio no debía estar haciendo mucho por impedir esos crímenes.

– Afortunadamente -exclamó, riéndose de repente-, yo soy un mal copto-católico, lo reconozco. Hace muchos años que dejé de acudir a la iglesia y eso me ha salvado la vida.

Siguió sonriendo y se puso las gafas, ajustándolas cuidadosamente en las orejas.

– El año pasado, en junio, Gema’a al-Islamiyya puso una bomba en la puerta de la iglesia de San Antonio, en Alejandría. Murieron quince personas, entre ellas mi hermano menor, Juhanna, su mujer, Zoe, y su hijo de cinco meses.

Me quedé muda de asombro y de horror, y bajé la mirada hasta la mesa.

– Lo siento… -conseguí balbucir a duras penas.

– Bueno, ellos…, ellos ya no sufren. Quien sufre es mi padre, que no podrá superarlo nunca. Ayer, cuando le llamé por teléfono, me pidió que no volviera a Alejandría, que me quedara aquí.

No sabía qué decir. Ante infortunios semejantes, ¿qué palabras son las apropiadas?

– Me gustaba mi trabajo -continuó-. Pero si lo he perdido, como parece lo más probable, volveré a empezar. Puedo hacerlo en Italia, como quiere mi padre, lejos del peligro. De hecho, tengo también la nacionalidad. Por mi madre, ya sabe.

– ¡Ah, sí! Su madre era italiana, ¿verdad?

– De Florencia, exactamente. A mediados de los cincuenta, cuando el Egipto faraónico se volvió a poner de moda, mi madre acababa de terminar la carrera de arqueología y obtuvo una beca para trabajar en las excavaciones del yacimiento de Oxirrinco. Mi padre, que también es arqueólogo, pasó un día por allí, de visita, y, ya ve… ¡la vida es extraña! Mi madre siempre dijo que se había casado con mi padre porque era un Boswell. Pero, claro, bromeaba -sonrió de nuevo-. En realidad, el matrimonio de mis padres fue un matrimonio feliz. Ella se adaptó bien a las costumbres de su nuevo país y de su nueva religión, aunque, en el fondo, siempre prefirió los ritos católicos romanos.

Sentía mucha curiosidad por saber si ese color azul marino intenso de sus ojos lo había heredado de su madre -muchas italianas del norte tienen los ojos azules- o de su lejano pariente inglés, pero no me pareció correcto preguntárselo.

– Profesor Boswell… -empecé a decir.

– ¿Qué le parece si nos llamamos por nuestros nombres, doctora? -me interrumpió, mirándome fijamente, como hacía siempre-. En este lugar, todo el mundo se comporta de una manera demasiado ceremoniosa.

Sonreí.

– Eso es porque aquí, en el Vaticano -le expliqué-, las relaciones personales deben desarrollarse dentro de unos márgenes muy estrictos.

– Bueno, ¿y qué le parece si nos saltamos los márgenes? ¿Cree que Monseñor Tournier o el capitán Glauser-Róist se escandalizarán?

Solté unas grandes carcajadas.

– ¡Seguro! -dije entre hipos-. Pero ¡que se fastidien!

– ¡Estupendo! -exclamó el profesor-. Así pues… ¿Ottavia?

– Encantada de conocerte, Farag.

Y nos estrechamos las manos por encima de la mesa.

Ese día descubrí que el profesor Boswell -Farag-, era una persona encantadora, completamente diferente del Boswell que aparecía en público. Comprendí que lo que intimidaba al profesor no eran las personas, que le agradaban, sino los grupos, y, cuanto más amplios, peor: tartamudeaba, se ahogaba, parpadeaba, se subía las gafas una y otra vez, dudaba, carraspeaba…

Glauser-Róist volvió de Bruselas al día siguiente. Apareció en el laboratorio con cara de pocos amigos, con el ceño fruncido y los labios apretados en una fina línea prácticamente imperceptible.

– ¿Malas noticias, capitán? -le pregunté al verle entrar, levantando los ojos del bifolio (el cuarto) que acababan de traerme.

– Malas, muy malas.

– Siéntese, por favor y cuénteme.

– No hay nada que contar -masculló mientras se dejaba caer en la silla, que crujió bajo su peso-. Nada. No se han encontrado huellas, ni signos de violencia, ni puertas forzadas ni pistas o vestigios de ninguna clase. Ha sido un robo impecable. Tampoco se ha podido comprobar la entrada en el país de ningún ciudadano etíope durante las últimas semanas. La policía belga interrogará a los residentes de dicha nacionalidad por si pudieran facilitar alguna información. Me llamarán si se produce alguna noticia.

– Es posible que el ladrón no fuera etíope esta vez -objeté.

– Ya lo hemos pensado. Pero no tenemos nada más.

Miró a su alrededor, distraído.

– ¿Qué tal por aquí? -preguntó, por fin, poniendo los ojos sobre el bifolio que descansaba en mi mesa-. ¿Han adelantado mucho?

– Cada vez vamos más rápido -repuse satisfecha-. En realidad, yo soy el cuello de botella de la operación. No puedo transcribir y traducir a la velocidad que marcha el resto del equipo. Son unos textos muy complicados.

– ¿Alguno de sus adjuntos podría ayudarla?

– ¡Bastantes problemas tienen con el análisis paleográfico! De momento están trabajando en el segundo Catón.

– ¿El segundo Catón? -preguntó, enarcando las cejas.

– ¡Oh, sí! Parece que Mirógenes murió pronto, en el año 344. Después, la Hermandad de los Staurofílakes eligió como archimandrita a un tal Pértinax. Ahora mismo estamos trabajando con él. Según mis adjuntos, Catón II (que de este modo se denomina a sí mismo), era un hombre muy culto, de un vocabulario exquisito. El griego que se usaba en Bizancio -le expliqué- tenía una pronunciación muy diferente a la del griego clásico que, sin embargo, fue con el que se fijaron las normas lingúisticas y lexicográficas -el capitán me miro con cara de no estar entiendiendo nada, así que le puse un ejemplo-. Pasaba entonces como pasa ahora con el inglés moderno, que los niños tienen que aprender a deletrear las palabras y, luego, memorizarlas, porque lo que pronuncian no tiene nada que ver con lo que escriben. El griego bizantino, después de tantos siglos de modificaciones, era igualmente complicado.

– ¡Ah, ya, ya…!

¡Menos mal!, me dije aliviada.

– Pértinax, o Catón II, debió recibir una buena educación en algún monasterio en el que se copiaban manuscritos. Su gramática es impecable y su estilo muy refinado, al contrario que Catón I, que parecía un hombre poco preparado. Algunos de mis adjuntos opinan que Pértinax, más que un antiguo monje, quizá fuera algún miembro de la familia real o de la nobleza constantinopolitana, porque su ductzís presenta características muy elegantes, excesivamente elegantes para un monje, se podría decir.

– ¿Y qué cuenta Catón II?

Назад Дальше