El Último Catón - Asensi Matilde 11 стр.


– Tiene razón -admitió el capitán-. A mí también me hubiera gustado que las viera.

– De todos modos, hermana -añadió el profesor Boswell con su marcado acento árabe-, y aunque no le sirva de consuelo, usted… -parpadeó evasivamente y se subió las gafas hasta lo más alto de la nariz-, usted no hubiera podido hacer mucho en Santa Catalina. Los monjes no admiten con facilidad a las mujeres en el recinto. No es que lleguen al extremo de la comunidad del monte Athos, en Grecia, donde ya sabe que ni siquiera pueden entrar las hembras de los animales, pero tampoco creo que la hubieran dejado pernoctar en la abadía ni deambular libremente por el lugar, como afortunadamente pudimos hacer nosotros. Los monjes ortodoxos son muy parecidos a los musulmanes en lo que respecta a las mujeres.

– Eso es cierto -confirmó Glauser-Róist-. El profesor le está diciendo la verdad.

No me sorprendió. Por norma, todas las religiones del mundo discriminaban a las mujeres, bien situándolas en un incomprensible segundo plano o bien legitimando que pudieran ser maltratadas y vejadas. Era algo realmente lamentable a lo que nadie parecía querer encontrar una solución.

El monasterio ortodoxo de Santa Catalina estaba emplazado en el corazón de un valle llamado Wadi ed-Deir, al pie de una estribación del monte Sinaí y era uno de los lugares más hermosos creados por la naturaleza con la colaboración de la mano del hombre. Un perímetro rectangular, amurallado por Justiniano en el siglo VI, cobijaba tesoros inimaginables y una belleza sin fin que dejaba mudos de asombro a quienes traspasaban la puerta y eran admitidos en su interior. La aridez del desierto circundante y las yermas montañas de granito rojizo que lo protegían, preparaban muy mal a los peregrinos para lo que iban a encontrar en el monasterio: una impresionante basílica bizantina, numerosas capillas, un inmenso refectorio, la segunda biblioteca más importante del mundo, la primera colección de bellísimos iconos… y todo ello ornamentado con lámparas de oro, mosaicos, maderas labradas, mármoles, marquetería, plata sobredorada, piedras preciosas… Un festín irrepetible para los sentidos y una exaltación inigualable de la fe.

– Durante un par de días -contaba Glauser-Róist-, el profesor y yo nos recorrimos de arriba abajo el monasterio en busca de algo que tuviese relación con el etíope. La presencia de las siete cruces en el muro sudoeste estaba empezando a perder sentido para mí. Me preguntaba si no sería una ridícula casualidad y si no estaríamos avanzando en la dirección equivocada. Pero el tercer día… -su boca se ensanchó en una deslumbrante sonrisa y se giró para mirar al profesor, buscando su asentimiento-. El tercer día nos presentaron, por fin, al padre Sergio, el responsable de la biblioteca y del museo de iconos.

– Los monjes son muy precavidos -explicó el profesor, casi en un susurro-. Lo digo para que entiendan por qué nos hicieron esperar dos días para enseñarnos sus objetos más preciados. No se fían de nadie.

En aquel momento consulté mi reloj: eran las tres de la madrugada. Ya no podía con mi alma, ni siquiera después de dos tazas de café. Pero la Roca hizo como que no había visto ni mi gesto ni mi cara de agotamiento, y continuó, impertérrito:

– El padre Sergio vino a buscarnos alrededor de las siete de la tarde, después de la cena, y nos guió a través de las estrechas callejuelas del monasterio, iluminándonos con una vieja lámpara de aceite. Era un monje grueso y taciturno, que, en lugar de llevar el bonete negro como los demás, usaba un gorro de lana puntiagudo.

– Y se tironeaba de la barba continuamente -añadió el profesor, como si aquello le hubiera hecho mucha gracia.

– Cuando llegamos frente a la biblioteca, el padre sacó de entre los pliegues de su hábito una argolla de hierro cargada de llaves y empezó a abrir una cerradura detrás de otra hasta completar siete en total.

– Otra vez siete -dejé escapar yo, medio dormida, recordando las letras y las cruces de Abi-Ruj.

– Las puertas se abrieron con un fuerte chirrido y el interior estaba oscuro como la boca de un lobo, pero lo peor era el olor. No pueden imaginárselo… Nauseabundo.

– Olía a cuero podrido y a trapos viejos -aclaró Boswell.

– Avanzamos en penumbra entre las filas de estanterías llenas de manuscritos bizantinos, cuyas letras iluminadas con pan de oro chispeaban con la luz de la lámpara que llevaba el padre Sergio. Por fin, nos detuvimos frente a una vitrina. «Esta es la zona donde conservamos algunos de los códices más antiguos. Pueden mirar lo que quieran», nos dijo el monje. Yo pensé que estaba de broma: ¡pero si no se veía nada!

– Recuerdo que fue entonces cuando tropecé con algo y me golpeé con la esquina de una de aquellas viejas vitrinas -señaló el profesor.

– Sí, fue en ese momento.

– Y entonces le dije al padre Sergio que si querían que el invitado extranjero les entregara su dinero para la restauración de la biblioteca… -carraspeó esforzadamente y se colocó las gafas de nuevo en su sitio-, lo mínimo que podían hacer era enseñársela en buenas condiciones, con luz de día y sin tanta reserva, y entonces el padre Sergio me dijo que debían proteger los manuscritos porque ya les habían robado antes, y que apreciásemos que nos estaba enseñando lo más valioso del monasterio. Pero como yo seguí protestando, al final el monje se acercó hasta un rincón de la pared y pulsó un interruptor.

– Resulta que la biblioteca tiene una deslumbrante luz eléctrica -terminó de explicar el capitán-. Los monjes de Santa Catalina del Sinaí protegen sus manuscritos, sencillamente, enseñándolos sólo a quienes acuden con autorización previa del arzobispo, como era nuestro caso, y, además, mostrándolos en penumbra, para que nadie pueda hacerse una idea de lo que realmente guardan allí. Cuando acude algún estudioso que ha obtenido el permiso, le llevan a la biblioteca por la noche y le mantienen envuelto en sombras mientras consulta el manuscrito en el que estaba interesado. De ese modo, nunca llega a sospechar lo que ha tenido a su alrededor. Imagino que el robo del Codex Sinaiticus por parte de Tischendorff en 1844 dejó una huella dolorosa e imborrable en los monjes de Santa Catalina.

– La misma huella que dejará nuestro robo, capitán -murmuró Boswell con un rictus pesaroso.

– ¿Han robado ustedes un manuscrito del monasterio? -pregunté alarmada, despertando bruscamente del dulce sopor en el que me acunaba.

El silencio más profundo respondió a mi pregunta. Les fui mirando uno a uno, confundida, pero las cuatro caras que me rodeaban se habían convertido en inexpresivas máscaras de cera.

– Capitán… -insistí-, contésteme, por favor. ¿Ha sido capaz de robar un manuscrito de Santa Catalina del Sinaí?

– Júzguelo usted misma -respondió friamente, alargándome la tarta de cumpleaños cubierta por el lienzo blanco-, y digame luego si no hubiera hecho lo mismo en mi lugar.

Perpleja y sin la menor capacidad de reacción, miré el envoltorio como si fuera una rata o una cucaracha. No pensaba volver a poner las manos encima de aquello.

– Ábralo -me ordenó súbitamente Monseñor Tourníer.

Me volví hacia el cardenal Colli, buscando su protección, pero tenía la mirada perdida en algún punto bajo la mesa. El profesor Boswell se había quitado las gafas y las estaba limpiando con el faldón de su chaqueta.

– Hermana Salina -exigió de nuevo la voz impaciente de Monseñor Tournier-, le acabo de decir que abra ese paquete. ¿Es que no me ha oído?

No tenía más remedio que hacer lo que me decía. No era el momento para andarse con remilgos ni con problemas de conciencia. El lienzo blanco resultó ser una bolsa y, no bien hube aflojado las cintas que la cerraban, comencé a distinguir la esquina de un códice antiguo. No podía creer lo que estaba viendo… Conforme iba extrayendo el pesado volumen, mi turbación era mayor. Finalmente, sostuve entre las manos un grueso y sólido manuscrito bizantino, de primitiva factura cuadrada, con cubiertas de madera forradas de cuero repujado en el que podían verse, en relieve, las siete cruces de Santa Catalina (dos columnas de tres a cada lado de la cubierta y una más abajo, formando una fila con las cruces de los extremos inferiores), el Monograma de Constantino, en la parte superior central y, debajo, la palabra griega de siete letras que parecía ser la clave de todo aquel asunto: STAYPOS (STAUROS), Cruz. Mirando aquello, con la mente vacía como una cáscara de huevo, me acometió un temblor de manos tan agudo que casi doy con el códice en el suelo del reservado. Intenté dominarme pero no pude. Supongo que, en buena medida, se debió al agotamiento terminal que padecía, pero Monseñor Tournier tuvo que arrebatarme el volumen para salvaguardar su integridad.

Recuerdo que en aquel momento escuché algo que me sorprendió bastante: el capitán Glauser-Róist acababa de soltar su primera carcajada.

Resulta evidente que no está en nuestras manos resucitar a los muertos, porque esa capacidad taumatúrgica sólo pertenece a Dios. Pero aunque no podamos hacer que la sangre vuelva a circular por las venas y que el pensamiento regrese a un cerebro sin vida, sí podemos recuperar los pigmentos que el tiempo borró de los pergaminos y, así, las ideas y pensamientos que alguien plasmó en la vitela. El milagro de reanimar un cuerpo muerto no está entre nuestras facultades, es cierto, pero sí lo está el prodigio de alentar el espíritu que duerme, aletargado, en el interior de un códice medieval.

Como paleógrafa, estaba capacitada para leer, descifrar e interpretar cualquier texto antiguo escrito manualmente, pero lo que no podía hacer de ninguna manera era adivinar qué se había escrito en aquellos pergaminos rígidos, traslúcidos y amarillentos, cuyas letras, difuminadas por los siglos, resultaban prácticamente ilegibles.

El códice Iyasus, como dimos en llamar -en honor a nuestro etíope- al manuscrito robado por Glauser-Róist y Boswell en Santa Catalina, se encontraba en unas condiciones verdaderamente lamentables. Según el capitán, después de explorar la biblioteca del monasterio durante un par de días, el profesor y él descubrieron en un rincón, junto a los montones de leña que los monjes utilizaban para caldear la estancia durante los meses fríos del invierno, unos cestos de pergaminos y papiros desechados, que se utilizaban para encender y avivar el fuego. Con la idea de distraer al padre Sergio mientras Glauser-Róist examinaba el contenido de los cestos, el profesor Boswell llevó a la biblioteca una botella del inmejorable vino egipcio Omar Khayyam, un lujoso placer reservado a los no musulmanes y a los turistas (el profesor, tan atento como siempre, había acarreado varias botellas desde Alejandría para obsequiarlas al arzobispo Damianos como regalo de despedida y agradecimiento). El padre Sergio, encantado con aquel detalle, correspondió al profesor con otra botella del vino que elaboraban en el monasterio y, entre una cosa y otra, ambos acabaron achispados perdidos, cantando alegremente viejas canciones egipcias (el padre Sergio antes de ser monje había sido marinero) y soltando exclamaciones de júbilo al ver reaparecer al ausente Glauser-Róist que, para entonces, llevaba el códice Iyasus escondido bajo la camisa, en la espalda.

El códice, según el capitán, se encontraba en uno de aquellos cestos de bagazos, bajo un revoltijo de hojas sueltas y pliegos rotos, así como de otros códices igualmente desechados por los monjes -bien por su mal estado de conservación, como era el caso de nuestro manuscrito, o bien por carecer de valor-. Contaba Glauser-Róist que, cuando vio los grabados de la cubierta del códice, después de quitarles con la mano una gruesa capa de polvo y suciedad, dejó escapar tal exclamación de sorpresa que creyó haber despertado a la comunidad entera de Santa Catalina. Afortunadamente, ni siquiera el padre Sergio y el profesor Boswell, que estaban cerca, se percataron de nada.

Al día siguiente, con las primeras luces, abandonaron el monasterio. Pero algo se barruntaron los monjes al ver la resaca del padre Sergio porque, a pocos kilómetros de El Cairo, cuando ya estaba a punto de anochecer, el teléfono móvil del profesor Boswell comenzó a sonar y resultó ser el secretario de Su Beatitud Stephano II Ghattas, que les informaba de que no debían entrar en la ciudad -ni en ninguna otra ciudad de Egipto-, sino dirigirse, lo más rápidamente posible y por carreteras secundarias, hacia el este, hacia Israel, e intentar cruzar la frontera para escapar de la policía, ya que el arzobispo del Sinaí, el abad Damianos, había denunciado un posible robo de manuscritos por parte de aquellos dos impostores que habían emborrachado al bibliotecario.

Subieron de nuevo hasta Bilbays, cruzaron el canal de Suez por Al’Quantara y condujeron toda la noche hasta Al’Arish, cerca de la frontera israelí, donde un representante de la delegación apostólica de Jerusalén les estaba esperando con pasaportes diplomáticos de la Santa Sede. Atravesaron el puesto fronterizo de Rafah y, en menos de dos horas, descansaban, por fin, en la delegación. Poco después, mientras yo subía al avión con destino a Irlanda, ellos despegaban, en un Boeing 747 de la compañía israelí El Al, del aeropuerto Ben Gurion, en Tel Aviv, y llegaban, tres horas y media más tarde, al aeropuerto militar de Roma Ciampino, justo cuando yo iniciaba mi vuelo de retorno.

Bien, pues si creíamos que todo aquello habían sido problemas y dificultades, nos estábamos quedando cortos respecto a lo que se avecinaba.

Nada más hojear el códice aquella noche, me di cuenta de que su deterioro era tan acusado que difícilmente conseguiríamos extraer de allí un par de párrafos en condiciones aceptables para que yo pudiera trabajar sobre ellos. Apenas se vislumbraban manchas y sombras, como una acuarela sobre la que se hubieran dejado caer varios vasos de agua. El pergamino, que no deja de ser como la piel tersa de un tambor, es menos permeable a la tinta que el papel y, con el tiempo, esta se difumina y puede llegar a borrarse por completo según los materiales que se hayan utilizado para elaborarla. Si aquel manuscrito había contenido alguna vez información útil sobre por qué Abi-Ruj Iyasus y, seguramente, otros como él, estaban robando fragmentos de la Vera Cruz en la actualidad, desde luego que ya no era así… O eso creía yo, pero, claro, yo sólo era una paleógrafa del Archivo Secreto Vaticano, no una arqueóloga del afamado Museo Grecorromano de Alejandría, y por eso mi conocimiento de los procedimientos técnicos utilizados para recuperar las palabras de los papiros y los pergaminos antiguos dejaba mucho que desear, según puso de manifiesto -sin mala fe, desde luego- el profesor Farag Boswell.

El viernes por la mañana, mientras yo todavía dormía en una de las habitaciones de la Domus Sanctae Martae, el Reverendo Padre Ramondino descendió hasta el Hipogeo y comunicó a los responsables de los servicios de Informática, Restauración de documentos, Paleografía, Codicología y Reproducción fotográfica que, por el momento, tanto ellos como el personal a su servicio, debían olvidarse de volver a sus respectivos conventos, comunidades o noviciados; se había decretado la ley marcial y de allí no saldría nadie hasta que la tarea que había que hacer estuviera culminada. En cuanto se les informó de la naturaleza de la misma, los responsables de los servicios protestaron alegando que aquello podía suponer, como mínimo, un mes de duro trabajo con dedicación exclusiva, a lo cual el Prefecto Ramondino repuso que tenían solamente una semana y que sí en una semana no habían terminado, podían hacer las maletas y olvidarse de sus carreras en el Vaticano. Poco después se demostró que no resultaba necesaria tanta urgencia, pero, en aquel momento, todo parecía poco.

Bajo las órdenes del profesor Boswell, el departamento de Restauración de documentos comenzó por descuadernar el códice, separando los pliegos infolio y dejando al descubierto las tablillas cuadradas de la cubierta, que resultaron ser de madera de cedro, como era habitual en los manuscritos bizantinos. El tipo de encuadernación, además, las situaba claramente en torno a los siglos IV o V de nuestra era. Una vez separados los bifolios [8] de pergamino (182 en total, es decir, 364 páginas), fabricados con una excelente piel de gacela nonata que debió tener, en su origen, un color blanco perfecto, el taller fotográfico de reproducción comenzó a realizar pruebas para ver cuál de las dos técnicas posibles, la de fotografía infrarroja o la digital de alta resolución con telecámara CCD refrigerada, permitía una recuperación más completa del texto. Se adoptó, al final, una combinación de ambas, ya que las imágenes obtenidas por ambos métodos, una vez pasadas por el estereomicroscopio y escaneadas, podían superponerse fácilmente en la pantalla de un ordenador. De este modo, la amarillenta y frágil vitela comenzó a desvelar sus hermosos secretos: de un espacio vacío o, como mucho, lleno de sombras, se pasó, lentamente, a un magnífico boceto de letras unciales [9] griegas, sin acentos ni separaciones entre palabras, distribuidas en dos anchas columnas de treinta y ocho líneas cada una. Los márgenes eran amplios y proporcionados, y se distinguían claramente las letras de inicio de párrafo, ensanchadas hacia la orilla izquierda y pintadas de color púrpura, en contraste con el resto del texto, escrito con tinta negra de polvo de humo.

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