– ¿Saben cómo se llama esta calle por la que estamos circulando? Via Dante. Acabo de verlo. ¿No les parece curioso?
– En Italia, capitán, todas las ciudades tienen una via Dante -repliqué, aguantándome la risa. La de Farag, sin embargo, se escuchó perfectamente.
Llegamos enseguida a la plaza de Santa Lucía, justo al lado del estadio deportivo. En realidad, más que una plaza, era una simple calle que encerraba la forma rectangular de la iglesia. Adyacente al pesado edificio de piedra blanca, que exhibía un modesto campanario de tres alturas, se podía contemplar un menudo baptisterio de planta octogonal. La factura de la iglesia no dejaba lugar a dudas: a pesar de las reconstrucciones normandas del siglo XII y del rosetón renacentista de la fachada, aquel templo era tan bizantino como Constantino el Grande.
Un hombre de unos sesenta años, vestido con unos pantalones viejos y una chaqueta desgastada, paseaba arriba y abajo por la acera frente a la iglesia. Al vernos salir del coche, se detuvo y nos observó cuidadosamente. Exhibía una hermosa mata de pelo gris, espeso y abundante, y un rostro pequeño, lleno de arrugas. Desde el otro lado de la calle, nos saludó con el brazo en alto y echó a correr ágilmente hacia nosotros.
– ¿El capitán Glaser-Rót?
– Sí, yo soy -dijo amablemente la Roca, sin corregirle, estrechándole la mano-. Estos son mis compañeros, el profesor Boswell y la doctora Salina.
El capitán se había colgado del hombro una pequeña mochila de tela.
– ¿Salina? -inquirió el hombre, con una sonrisa amable-. Ese es un apellido siciliano, aunque no de Siracusa. ¿Es usted de Palermo?
– Si, en efecto.
– ¡Ah, ya decía yo! Bueno, vengan conmigo, por favor. Su Excelencia el Arzobispo llamó anoche para anunciar su visita. Acompáñenme.
Con un inesperado gesto protector, Farag me sujetó por el brazo hasta que llegamos a la acera.
El sacristán introdujo una llave enorme en la puerta de madera de la iglesia y empujó la hoja hacia adentro, sin entrar.
– Su Excelencia el Arzobispo nos pidió que les dejáramos solos, así que, hasta la misa de las siete, la iglesia de nuestra patrona es toda suya. Adelante. Pasen. Yo vuelvo a casa para desayunar. Si quieren algo, vivo ahí enfrente -y señaló un viejo edificio con las paredes encaladas-, en el segundo piso. ¡Ay, casi se me olvida! Capitán Glaser-Rót, el cuadro de luces está a la derecha y estas son las llaves de todo el recinto, incluida la capilla del Sepulcro, el baptisterio que tienen ahí al lado. No dejen de visitarlo porque vale la pena. Bueno, hasta luego. A las siete en punto vendré a buscarles.
Y echó a correr de nuevo hacia el otro lado de la calle. Eran las cinco y media de la mañana.
– Muy bien, ¿a qué esperamos? Doctora, usted primero.
El templo estaba a oscuras, salvo por unas pequeñas bombillas de emergencia situadas en la parte superior, ya que ni por el rosetón ni por los ventanales entraba todavía la luz. El capitán buscó y pulsó los interruptores y, de súbito, el resplandor diáfano de las lámparas eléctricas que colgaban de largos cables desde el techo, iluminó el interior: tres naves ricamente decoradas, separadas por pilastras y con un artesonado de madera orlado con los escudos de los reyes aragoneses que gobernaron Sicilia en el siglo XIV. Bajo un arco triunfal, un crucifijo pintado del siglo XII o XIII, y otro más, al fondo, de época renacentista. Y, por supuesto, sobre un magnífico pedestal de plata, la imagen procesional de Santa Lucía, con una espada atravesándole el cuello y, en la mano derecha, una copa con el par de ojos de repuesto, como decía Farag (quien, por cierto, estaba empezando a desprender un cierto tufillo a impío).
– La iglesia es nuestra -murmuró la Roca; su voz, ya de por si grave, sonó como un trueno en el interior de una caverna. La acústica era fabulosa-. Busquemos la entrada al Purgatorio.
Hacía mucho más frío allí dentro que en la calle, como si hubiera una corriente de aire helado que brotara del suelo. Me dirigí hacia el altar por el pasillo central y una necesidad imperiosa me llevó a arrodillarme ante el Sagrario y a rezar unos instantes. Con la cabeza hundida entre los hombros y tapándome la cara con las manos, intenté reflexionar sobre todas las cosas extrañas que me estaban pasando últimamente. Había empezado a perder el control de mi ordenada vida un mes y pico atrás, cuando me llamaron de la Secretaría de Estado, pero desde hacía una semana la situación se había desbocado por completo. Nada me parecía ya como antes. Le pedí a Dios que me perdonara por el abandono en el que le tenía y le supliqué, con el corazón desolado, que fuera misericordioso con mi padre y con mi hermano. Recé también por mi madre, para que encontrara la fuerza necesaria en estos terribles momentos, y por el resto de mi familia. Con los ojos llenos de lágrimas, me santigüé y me puse en pie, pues no quería que Farag y el capitán tuvieran que hacerlo todo sin mí. Como ellos estaban examinando las naves laterales, yo subí al presbiterio, y allí revisé la columna de granito rojizo en la que, según la tradición, se había apoyado la santa mientras moría apuñalada. Las manos devotas de los fieles habían ido puliendo la piedra a lo largo de los siglos y su importancia como objeto de adoración quedaba patente por la reincidencia de este símbolo en la decoración de toda la iglesia. Por supuesto, además de la columna, la representación de los ojos también menudeaba hasta la saciedad: por todas partes colgaban cientos de esos curiosos exvotos con forma de panecillo llamados «ojos de Santa Lucía».
Cuando terminamos de explorar la iglesia, accedimos, a través de una escalerilla, a un estrecho corredor que nos llevó hasta la contigua capilla del Sepulcro. Ambos edificios estaban conectados por aquel túnel subterráneo excavado en la roca. El baptisterio octogonal contenía, únicamente, el nicho rectangular -o lóculo-, donde fue enterrada la santa después de su martirio. Lo
cierto es que el cuerpo no estaba en Siracusa. Ni siquiera en Sicilia, pues, por uno de aquellos azares de la vida, una vez muerta, Lucía había recorrido medio mundo y sus restos habían ido a parar a la iglesia de San Jeremías, en Venecia. En el siglo XI, el general bizantino Maniace se los llevó a Constantinopla, donde fueron venerados hasta 1204, año en que los venecianos los trajeron de regreso para quedárselos. Los siracusanos, pues, debían conformarse con honrar el sepulcro vacío, que había sido notablemente ornamentado con un bello retablo de madera colocado sobre un altar, bajo el cual, una escultura en mármol, obra de Gregorio Tedeschi, reproducía a la santa tal y como debió ser enterrada.
Bien, pues ahí terminaba nuestra visita a la iglesia. Ya lo habíamos visto todo y lo habíamos examinado todo minuciosamente, y no parecía haber nada extraño ni significativo que la relacionara con Dante o con los staurofílakes.
– Recapacitemos -propuso el capitán-. ¿Qué nos ha llamado la atención?
– Nada en absoluto -afirmé, muy convencida.
– Pues, en ese caso -declaró Farag, subiéndose las gafas-, sólo nos queda una opción.
– Es lo mismo que estaba pensando yo -observó la Roca, entrando nuevamente en el corredor que llevaba a la iglesia.
Así pues, y contra mis más íntimos deseos, íbamos a adentrarnos en las catacumbas.
Según rezaba el letrero que colgaba de un clavo en la puerta de acceso a los subterráneos, las catacumbas de Santa Lucía estaban cerradas al público. Si alguien sentía mucha curiosidad, añadía el cartel, podía visitar las cercanas catacumbas de San Giovanni. Terribles imágenes de derrumbamientos y aplastamientos cruzaron fugazmente por mi cabeza, pero las deseché por inútiles porque el capitán, usando una de las llaves del manojo que le había dado el sacristán, había abierto ya la puerta y estaba colándose en el interior.
Contrariamente a lo que se suele afirmar, las catacumbas no servían de refugio a los cristianos durante la época de las persecuciones. No era esa su finalidad, ni ellos las construyeron para ocultarse, pues, para empezar, las persecuciones fueron muy breves y muy localizadas en el tiempo. A mediados del siglo II, los primeros cristianos empezaron a adquirir terrenos para enterrar a sus muertos, ya que eran contrarios a la costumbre pagana de la incineración por creer en la resurrección de los cuerpos el día del Juicio Final. De hecho, ellos no llamaban catacumbas a estos cementerios subterráneos, que es una palabra de origen griego que significa «cavidad» y que se popularizó en el siglo IX, sino koimeteria, «dormitorios», de donde procede cementerio. Creían que dormirían, simplemente, hasta el día de la resurrección de la carne. Como necesitaban lugares cada vez más grandes, las galerías de los koimeteria fueron creciendo hacia abajo y hacia los lados, convirtiéndose en verdaderos laberintos que podían alcanzar muchos kilómetros de longitud.
– Vamos, Ottavia -me animó Farag desde el otro lado de la puerta, viendo que yo no tenía la menor intención de entrar. Una bombilla desnuda colgaba del cielo de la gruta ofreciendo una luz muy pobre y llenando de sombras una mesa, una silla y algunas herramientas que descansaban bajo una gruesa capa de polvo junto a la entrada. Por suerte, el capitán había traído en su mochila una robusta linterna que alumbró el espacio como un foco de mil vatios. Unas escaleras excavadas en la roca muchos siglos atrás se precipitaban hacia las profundidades de la tierra. La Roca empezó a descender sin vacilar, mientras Farag se hacia a un lado para dejarme pasar y, de esa manera, cerrar él la marcha. A lo largo de las paredes, multitud de grafitos, esculpidos con puntas de hierro sobre la piedra, recordaban a los muertos: Cornelius cuius dies inluxit, «Cornelio, cuyo día amaneció», Tauta o bios, «Esta es nuestra vida», Firene ecoimete, «Irene se durmió»… En un rellano donde la escalera giraba a la izquierda, se hallaban amontonadas varias lápidas de las que cerraban los lóculos, algunas de las cuales eran sólo fragmentos. Por fin llegamos al último escalón y nos hallamos en un pequeño santuario de forma rectangular decorado con unos magníficos frescos que, por su aspecto, bien podían ser de los siglos VIII o IX. El capitán los iluminó con la linterna y quedamos fascinados al contemplar la representación del suplicio de los cuarenta mártires de Sebastia. Según la leyenda, estos jóvenes eran los integrantes de la XII Legión, llamada «Fulminada», que prestaban sus servicios en Sebastia, Armenia, en la época del emperador Licinio, el cual ordenó que todos sus legionarios hicieran sacrificios a los dioses por el bien del Imperio. Los cuarenta soldados de la XII Legión se negaron en redondo porque eran cristianos, y fueron condenados a morir de aterimiento, es decir, de frío, colgados de una cuerda, desnudos, sobre un estanque helado.
Resultaba admirable contemplar como aquella pintura, hecha sobre el revoque de yeso del muro, se había mantenido en casi perfectas condiciones a lo largo de tantos siglos, mientras otras obras posteriores, efectuadas con más medios técnicos, ofrecían hoy un aspecto lamentable.
– No enfoque los frescos con la linterna, Kaspar -rogó Farag, desde la oscuridad-. Podría dañarlos para siempre.
– Lo siento -repuso la Roca, dirigiendo rápidamente el haz de luz hacia el suelo-. Tiene razón.
– ¿Y ahora qué hacemos? -pregunté-. ¿Hemos preparado algún plan?
– Continuar andando, doctora. Nada más.
Al otro lado del santuario se abría una nueva oquedad que parecía ser el principio de un largo corredor. Entramos en el mismo orden en el que habíamos bajado la escalera y lo seguimos durante un largo trecho en completo silencio, dejando a derecha e izquierda otras galerías en las que podían observarse filas intermínables de tumbas en las paredes. No se oía absolutamente nada aparte de nuestros pasos y la sensación era asfixiante, a pesar de existir lucernarios en el techo que permitían la ventilación. Al final del túnel, una nueva escalera, obstaculizada por una cadena con un rótulo de prohibido el paso que el capitán ignoró, nos condujo hasta un segundo piso de subsuelo, y allí todo se volvió más opresivo, si cabe.
– Les recuerdo -susurró la Roca, por si no habíamos pensado en ello- que estas catacumbas apenas están exploradas. Este nivel, en concreto, no ha sido estudiado todavía, así que lleven mucho cuidado.
– ¿Y por qué no examinamos el piso de arriba? -propuse, notando en las sienes los latidos acelerados de mi corazón-. Hemos dejado muchas galerías por recorrer. A lo mejor la entrada al Purgatorio está allí.
El capitán avanzó unos cuantos metros hacia adelante y, por fin, se detuvo, iluminando algo en el suelo.
– No lo creo, doctora. Fíjese.
A sus pies, encerrado en el intenso círculo de luz, podía distinguirse con total nitidez un Monograma de Constantino, idéntico al que Abi-Ruj Iyasus llevaba en el torso -con el travesaño horizontal- y al que exhibía la cubierta del códice sustraído de Santa Catalina. No había ninguna duda de que los staurofílakes habían pasado por allí. Lo que no se podía saber, me dije angustiada, era cuánto tiempo hacia que habían pasado, ya que la mayoría de las catacumbas habían caído en el olvido durante la baja Edad Media, después de que, retiradas poco a poco las reliquias de los santos por motivos de seguridad, los desprendimientos y la vegetación condenaron las entradas hasta el punto de perderse completamente el rastro de muchas de ellas. Farag no cabía en sí de gozo. Mientras avanzábamos a buen ritmo por un túnel de techos altísimos, afirmaba que habíamos descifrado el lenguaje mistérico de los staurofílakes y que, a partir de ahora, podríamos comprender todas sus pistas y señales con bastante acierto. Su voz llegaba desde la cerrada oscuridad que quedaba a mi espalda, pues la única luz que iluminaba aquella galería era la de la linterna del capitán, que caminaba un metro por delante de mí, y cuyo reflejo sobre las paredes de roca permitía que yo pudiera examinar las tres filas de lóculos -muchos de ellos evidentemente ocupados-, que discurrían a la altura de nuestros pies, nuestras cinturas y nuestras cabezas. Leía al vuelo los nombres de los difuntos grabados en las pocas lápidas que aún permanecían en su sitio: Dionisio, Puteolano, Cartilia, Astasio, Valentina, Gorgono… Todas mostraban algún dibujo simbólico relacionado con el trabajo que desarrollaron en vida (sacerdote, agricultor, ama de casa…), o con la primitiva religión cristiana que profesaban (el Buen Pastor, la paloma, el anda, los panes y los peces…) o, incluso, incrustados en el yeso, podían verse objetos personales de los fallecidos, desde monedas hasta herramientas o juguetes, si es que eran niños. Aquel lugar no tenía precio como fuente histórica.
– Un nuevo Crismón -anunció el capitán, deteniéndose en una intersección de galerías.
A la derecha, al fondo de un pasaje estrecho, se abría un cubículo en el que se distinguía un altar en el centro y, en las paredes, varios lóculos y arcosolios -nichos grandes, con forma de bóveda de horno, en los que solía enterrarse a una familia completa-; a la izquierda, otra galería de altos techos idéntica a la que habíamos venido siguiendo; delante de nosotros, una nueva escalera excavada en la roca, pero, en este caso, una escalera de caracol cuyos peldaños descendían girando en torno a una gruesa columna central de piedra pulida que desaparecía en las oscuras profundidades de la tierra.
– Déjeme verlo -pidió Farag, adelantándome.
El Monograma de Constantino aparecía cincelado exactamente en el primer escalón.
– Creo que debemos seguir bajando -murmuró el profesor, pasándose nerviosamente las manos por el pelo y subiéndose las gafas una y otra vez a pesar de tenerlas pegadas a los ojos.
– No me parece prudente -objeté-. Es una temeridad seguir descendiendo.
– Ahora ya no podemos retroceder -afirmó la Roca.
– ¿Qué hora es? -preguntó inquieto Farag, al tiempo que miraba su propio reloj.
– Las siete menos cuarto -anunció el capitán, iniciando la bajada.
De haber podido, habría dado marcha atrás y habría regresado a la superficie, pero ¿quién era la valiente que desandaba sola, y a oscuras, aquel laberinto lleno de muertos, por muy cristianos que fueran? De manera que no tuve más remedio que seguir al capitán e iniciar el descenso, escoltada inmediatamente por Farag.
La escalera de caracol parecía no tener fin. Nos precipitábamos en aquel pozo peldaño tras peldaño, respirando un aire cada vez más pesado y más agobiante, sujetándonos a la columna para no perder el equilibrio y dar un traspiés. Pronto, el capitán y Farag tuvieron que empezar a inclinar las cabezas, pues sus frentes quedaban a la altura de los escalones por los que ya habíamos descendido. Poco después, el ancho de la escalinata comenzó también a decrecer: el muro lateral que la cerraba y la columna del centro se iban uniendo insensiblemente, adquiriendo aquel horrible embudo un tamaño más propio de niños que de personas adultas. Llegó un momento en que el capitán tuvo que seguir bajando encorvado y de costado, pues sus anchos hombros ya no cabían en la abertura.