El Último Catón - Asensi Matilde 21 стр.


Si aquello estaba pensado por los staurofílakes, había que reconocer que tenían una mente retorcida. La sensación era claustrofóbica, daban ganas de echar a correr, de salir de allí poniendo pies en polvorosa. Parecía que faltaba el aire y que el regreso a la superficie era poco menos que imposible. Como si nos hubiéramos despedido para siempre de la vida real (con sus coches, sus luces, sus gentes, etc.), teníamos la impresión de estar entrando en uno de esos nichos para muertos del que ya no podríamos salir jamás. El tiempo se hacía eterno sin que viéramos el final de aquella escalera diabólica, que cada vez era más y más pequeña.

En un momento dado, fui presa de un ataque de pánico. Sentí que no podía respirar, que me ahogaba. Mi único pensamiento era que tenía que salir de allí, salir de aquel agujero cuanto antes, volver inmediatamente a la superficie. Boqueaba como un pez fuera del agua. Me detuve, cerré los ojos e intenté calmar los feroces y apresurados golpes de mí corazón.

– Un momento, capitán -solicitó Farag-. La doctora no se encuentra bien.

El lugar era tan estrecho que apenas podía acercarse a mí. Me acarició el pelo con una mano y luego, suavemente, las mejillas.

– ¿Estás mejor, Ottavia? -preguntó.

– No puedo respirar.

– Sí puedes, sólo tienes que calmarte.

– Tengo que salir de aquí.

– Escúchame -dijo firmemente, sujetándome por la barbilla y levantándome la cara hacia él, que estaba unos peldaños más arriba-. No dejes que te domine la claustrofobia. Respira hondo. Varias veces. Olvídate de dónde estamos y mírame, ¿vale?

Le obedecí porque no podía hacer otra cosa, porque no había ninguna otra solución. De manera que le miré fijamente y, como por arte de magia, sus ojos me dieron aliento y su sonrisa ensanchó mis pulmones. Empecé a sosegarme y a recuperar el control. En menos de un par de minutos estaba bien. Volvió a acariciarme el pelo y le hizo una seña al capitán para que continuara el descenso. Cinco o seis escalones más abajo, sin embargo, Glauser-Róist se detuvo en seco.

– Otro Crismón.

– ¿Dónde? -preguntó Farag. Ni él ni yo podíamos verlo.

– En el muro, a la altura de mi cabeza. Está grabado más profundamente que los otros.

– Los otros estaban en el suelo -apunté-. El desgaste de las pisadas habrá rebajado el tallado.

– Es absurdo -añadió Farag-. ¿Por qué un Crismón aquí? No tiene que indicarnos ningún camino.

– Puede ser una confirmación para que el aspirante a staurofílax sepa que va por buen camino. Una señal de ánimo o algo así.

– Es posible -concluyó Farag, no muy convencido.

Reanudamos el descenso, pero apenas habíamos bajado otros tres o cuatro escalones, el capitán volvió a detenerse.

– Un nuevo Crismón.

– ¿Dónde se encuentra esta vez? -quiso saber el profesor, muy alterado.

– En el mismo sitio que el anterior -el anterior estaba, en ese momento, a la altura de mi cara; podía verlo con total claridad.

– Sigo diciendo que no tiene sentido -insistió Farag.

– Sigamos bajando -manifestó lacónicamente la Roca.

– ¡No, Kaspar, espere! -se opuso Boswell, nervioso-. Examine la pared. Mire a ver si hay algo que le llame la atención. Si no hay nada, continuaremos descendiendo. Pero, por favor, verifíquelo bien.

La Roca giró la linterna hacia mí y, accidentalmente, me deslumbró. Me tapé los ojos con una mano y solté una ahogada protesta. Al cabo de un momento, escuché una exclamación más fuerte que la mía.

– ¡Aquí hay algo, profesor!

– ¿Qué ha encontrado?

– Entre los dos Crismones se distingue otra forma erosionada en la roca. Parece un portillo, pero apenas se aprecia.

La ceguera que me había provocado el destello de luz iba pasándose. Enseguida pude apreciar la figura que decía el capitán. Pero aquello no tenía nada de portillo. Era un sillar de piedra perfectamente incrustado en el muro.

– Parece un trabajo de los fossores [19]. Un intento por reforzar la pared o una marca de cantería -comenté.

– ¡Empújelo, Kaspar! -le instó el profesor.

– No creo que pueda. Estoy en una posición muy incómoda.

– ¡Pues empújalo tú, Ottavia!

– ¿Cómo voy a empujar esa piedra? No se va a mover en absoluto.

Pero el caso es que, mientras protestaba, había apoyado la palma de la mano sobre el bloque y, con un mínimo esfuerzo, este se retiró suavemente hacia adentro. El agujero que quedó en la pared era más pequeño que la piedra, que en su cara frontal había sido rebajada por los bordes para que encajara en un marco de unos cinco centímetros de grosor y altura.

– ¡Se mueve! -exclamé alborozada-. ¡Se mueve!

Era curiosísimo, porque el sillar resbalaba como si estuviera engrasado, sin hacer el menor ruido y sin rozadura. En cualquier caso, mi brazo no iba a ser lo suficientemente largo para que la piedra llegara hasta el final de su recorrido: debía haber varios metros de roca a nuestro alrededor y el pasadizo cuadrado por el que se deslizaba parecía no tener fin.

– ¡Tome la linterna, doctora! -prorrumpió Glauser-Róist- ¡Entre en el agujero! Nosotros la seguiremos.

– ¿Tengo que entrar yo la primera?

El capitán resopló.

– Escuche, ni el profesor ni yo podemos hacerlo, no tenemos sitio para movernos. Usted está justo delante, así que ¡entre, maldita sea! Después entrará el profesor y, por último, yo, que retrocederé hasta donde se encuentra usted ahora.

De modo que me encontré abriéndome camino, a gatas, por un estrecho corredor de apenas un poco más de medio metro de alto y otro medio de ancho. Tenía que desplazar el sillar con la manos para poder avanzar, mientras empujaba la linterna con las rodillas. Casi me desmayo cuando recordé que llevaba detrás a Farag, y que, a cuatro patas, la falda no debía cubrirme mucho. Pero hice acopio de valor y me dije que no era el momento de pensar en tonterías. No obstante, en previsión de futuras situaciones de ese estilo, en cuanto volviera a Roma -si es que volvía- me compraría unos pantalones y me los pondría, aunque a mis compañeras, a mi Orden y al Vaticano en pleno les diera un ataque al corazón.

Por suerte para mis manos y mis piernas, aquel pasadizo era tan fino y terso como la piel de un recién nacido. El pulido que podía notar tenía tal acabado, que me daba la sensación de avanzar sobre un cristal. Los cuatro lados del cubo de piedra que tocaban las paredes debían estar igual de alisados, y esa era la respuesta a la facilidad con la que movía el sillar, que no obstante, en cuanto apartaba las manos se deslizaba ligeramente hacia mí, como si el túnel fuera adquiriendo una tenue elevación. No sé qué distancia recorrimos en esas condiciones, puede que quince o veinte metros, o más, pero se me hizo eterno.

– Estamos ascendiendo -anunció, a lo lejos, la voz del capitán.

Era cierto. Aquel corredor se volvía más y más empinado y parte del peso de la piedra comenzaba a recaer sobre mis cansadas muñecas. Desde luego, no parecía un lugar para que pasara por allí ningún ser humano. Un perro o un gato, a lo mejor, pero una persona, en absoluto. La idea de que, luego, en algún momento, habría que retroceder todo lo avanzado, volver a la siniestra escalera de caracol, ascenderla y subir dos niveles de catacumbas, me hacía pensar en lo lejos que me hallaba del sol y del aire libre.

Por fin me pareció notar que el extremo opuesto de la piedra salía del túnel. La pendiente estaba para entonces muy realzada y yo apenas podía sujetar el peso del bloque, que se venía continuamente contra mí. En un último esfuerzo, le propiné un empellón, y el sillar cayó al vacío, golpeando enseguida contra algo metálico.

– ¡Se acabó!

– ¿Qué puede ver?

– Espere un minuto a que recupere el aliento y le contestaré.

Sujeté la linterna con la mano derecha y enfoqué a través del agujero. Como no vi nada, avancé un poco más y asomé la cabeza. Era un cubículo de idénticas dimensiones a los que habíamos visto en las catacumbas, pero éste estaba completamente desocupado. Tras una primera ojeada me pareció que sólo eran cuatro paredes vacías, directamente excavadas en la roca, con un techo más bien bajo y un extraño suelo cubierto por una plancha de hierro. Lo curioso es que, en ese momento, no me llamara la atención el hecho de que todo estuviera perfectamente limpio, como tampoco me di cuenta de que me estaba apoyando sobre la misma piedra que había venido empujando durante tantos metros de rampa. Su altura coincidía aproximadamente con la distancia que había desde el suelo hasta la abertura por la que yo emergía.

Inspirando como un saltador antes de tomar impulso, hice una contorsión estrambótica y salté dentro del cubículo con un gran estruendo. Inmediatamente después, salió Farag por el agujero, y luego el capitán, que no tenía muy buen aspecto. Su cuerpo era demasiado grande y, en lugar de gatear, había tenido que reptar como una culebra durante todo el camino, arrastrando, además, su mochila de tela. Farag era casi tan alto como él, pero, al ser más delgado, había podido moverse con mayor facilidad.

– Un suelo muy original -musitó el profesor, zapateando sobre la plancha de hierro.

– Deme la linterna, doctora.

– Toda suya.

Entonces ocurrió algo chocante. Apenas hubo salido el capitán del agujero, oímos un hosco chirrido, algo así como la dolorosa contorsión de unas viejas cuerdas de esparto, y el ruido de un engranaje que se ponía lentamente en marcha. Glauser-Róist iluminó todo el cubículo, girando sobre si mismo velozmente, pero no vimos nada. Fue el profesor quien lo descubrió.

– ¡La piedra, miren la piedra!

Mi querido pedrusco, el que tan amorosamente me había precedido hasta llegar allí, se elevaba del suelo impulsado por una especie de plataforma que lo depositó en la boca del túnel, por el que se deslizó nuevamente desapareciendo de nuestra vista en menos de lo que se tarda en decir amén.

– ¡Estamos encerrados! -grité, angustiada. El sillar resbalaría imparablemente por el conducto hasta encajar de nuevo en la moldura de piedra de la entrada y, desde dentro, resultaría imposible moverlo de allí. El marco no estaba pensado para sellar la entrada, descubrí en aquel momento, sino para impedir la salida.

Pero otro mecanismo se había puesto también en marcha. Justo en la pared de enfrente de la abertura, una losa de piedra giraba como una puerta sobre sus goznes, dejando al descubierto una hornacina del tamaño de una persona en la que se observaban, sin ninguna duda, tres escalones de colores (mármol blanco, granito negro y pórfido rojo) y, encima, labrada sobre la roca del fondo, la enorme figura de un ángel que levantaba sus brazos en actitud orante y sobre cuya cabeza, apuntando al cielo, se veía una gran espada. El relieve aparecía coloreado. Tal y como decía Dante en la Divina Comedia, las largas vestiduras estaban pintadas del color de la ceniza o de la tierra seca, la carne de rosa pálido y el pelo de un negro muy oscuro. De las palmas de sus manos, que se elevaban implorantes, salían, por unos agujeros practicados en la roca, dos fragmentos de cadena de similar longitud. Una era, indiscutiblemente, de oro. La otra, desde luego, de plata. Ambas estaban limpias y relucientes y centelleaban bajo la luz de la linterna.

– ¿Qué querrá decir todo esto? -preguntó Farag, aproximándose a la figura.

– ¡Quieto, profesor!

– ¿Qué ocurre? -se sobresaltó este.

– ¿No recuerda las palabras de Dante?

– ¿Las palabras…? -Boswell arrugó el ceño-. ¿No había traído usted un ejemplar de la Divina Comedia?

Pero la Roca ya lo había sacado de su mochila y estaba abriéndolo por la página correspondiente.

– «A los pies santos me postré devoto -leyó-; y pedí que me abrieran compasivos, mas antes di tres golpes en mi pecho.»

– ¡Por favor! ¿Vamos a repetir todos los gestos de Dante, uno por uno? -protesté.

– El ángel saca entonces dos llaves, una de plata y otra de oro -continuó recordándonos Glauser-Róist-. Primero con la de plata y luego con la de oro, abre las cerraduras. Y dice muy claramente que, cuando una de las llaves falla, la puerta no se abre. «Una de ellas es más rica; pero la otra requiere más arte e inteligencia porque es la que mueve el resorte.»

– ¡Dios mío!

– Vamos, Ottavia -me anímó Farag-. Intenta disfrutar con todo esto. A fin de cuentas, no deja de ser un ritual hermoso.

Bueno, en parte tenía razón. Si no hubiéramos estado a muchísimos metros bajo tierra, enterrados en un sepulcro y con la salida sellada, quizá hubiera sido capaz de encontrar esa belleza de la que hablaba Farag. Pero la cautividad me irritaba y tenía una aguda sensación de peligro subiéndome por la columna vertebral.

– Supongo -continuó Farag- que los staurofílakes eligieron los tres colores alquímicos en un sentido puramente simbólico. Para ellos, como para cualquiera que llegara hasta aquí, las tres fases de la Gran Obra alquímica se corresponderían con el proceso que el aspirante iba a realizar en su camino hasta la Vera Cruz y el Paraíso Terrenal.

– No te comprendo.

– Es muy sencillo. A lo largo de la Edad Media, la Alquimia fue una ciencia muy valorada y el número de sabios que la practicaron, incontable: Roger Bacon, Ramon Llull, Arnau de Vilanova, Paracelso… Los alquimistas pasaban buena parte de sus vidas encerrados en sus laboratorios entre atanores, retortas, crisoles y alambiques. Buscaban la Piedra Filosofal, el Elixir de la Vida Eterna -Boswell sonrió-. En realidad, la Alquimia era un camino de perfeccionamiento interior, una especie de práctica mística.

– ¿Podrías concretar, Farag? Estamos encerrados en un sepulcro y hay que salir de aquí.

– Lo lamento… -tartamudeó, encajándose las gafas en la frente-. Los grandes estudiosos de la Alquimia, como el psiquiatra Carl Jung, sostienen que era un camino de autoconocímiento, un proceso de búsqueda de uno mismo que pasaba por la disolución, la coagulación y la sublimación, es decir, las tres Obras o escalones alquímicos. Quizá los aspirantes a staurofílakes tengan que sufrir un proceso similar de destrucción, integración y perfección, y de ahí que la hermandad haya utilizado este lenguaje simbólico.

– En cualquier caso, profesor -atajó el capitán, adelantándose hacia el ángel guardián-, nosotros somos ahora esos aspirantes a staurofílakes.

Glauser-Róist se postró ante la figura e inclinó la cabeza hasta tocar con la frente el primer escalón. Aquella escena era, realmente, digna de ver. De hecho, sentí una profunda vergüenza ajena, pero, enseguida, Farag le imitó, así que yo no tuve más remedio que hacer lo mismo si no quería provocar una disputa. Nos dimos tres golpes en el pecho mientras pronunciábamos una especie de solicitud misericordiosa para que se nos abriera la puerta. Pero, por supuesto, la puerta no se abrió.

– Vamos con las llaves -murmuró el profesor, incorporándose y subiendo los impresionantes peldaños. Estaba cara a cara con el ángel, pero, en realidad, su atención recaía en las cadenas que le salían de las manos. Eran unas cadenas gruesas y, de cada palma, colgaban tres eslabones.

– Pruebe tirando primero de la de plata y luego de la de oro -le indicó la Roca.

El profesor le obedeció. Al primer tirón de la cadena salió otro eslabón más. Ahora había cuatro en la mano izquierda y tres en la derecha. Farag cogió entonces la de oro y estiró también. Ocurrió exactamente lo mismo: salió un nuevo eslabón, sólo que, esta vez, no fue lo único que pasó, porque un nuevo chirrido, mucho más fuerte que el de la plataforma que se había llevado mi sillar, se escuchó bajo nuestros pies, bajo aquel frío suelo de hierro. La piel se me erizó, aunque, al menos en apariencia, no ocurrió nada.

– Tire otra vez -insistió la Roca-. Primero de la de plata y luego de la de oro.

Yo no lo veía claro. Allí había algo que fallaba. Nos estábamos olvidando de algún detalle importante e intuía que no podíamos andar jugando con las cadenas. Pero no dije nada, de modo que Boswell repitió la operación anterior y el ángel mostró cinco eslabones en cada mano.

De repente sentí mucho calor, un calor insoportable. Glauser-Róist, sin apercibirse de su propio gesto, se quitó la chaqueta y la dejó en el suelo. Farag se desabrochó el cuello de la camisa y empezó a resoplar. El calor aumentaba a una velocidad vertiginosa.

– ¿No les parece que aquí pasa algo raro? -pregunte.

– El aire se está volviendo irrespirable -advirtió Farag.

– No es el aire… -murmuró la Roca, perplejo, mirando hacia abajo-. Es el suelo. ¡El suelo se está recalentando!

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