El Último Catón - Asensi Matilde 22 стр.


Era cierto. La plancha de hierro irradiaba una altísima temperatura y, de no ser por los zapatos, nos estaría quemando los pies como si pisáramos arena de playa en pleno verano.

– ¡Tenemos que darnos prisa o nos abrasaremos aquí dentro! -exclamé, horrorizada.

El capitán y yo saltamos precipitadamente a los escalones, pero yo seguí subiendo hasta el peldaño de pórfido, junto a Farag, y miré fijamente al ángel. Una luz, una chispa de claridad se iba abriendo camino en mi cerebro. La solución estaba allí. Debía estar allí. Y que Dios quisiera que estuviera, porque en cuestión de minutos aquello iba a convertirse en un horno crematorio. El ángel sonreía tan levemente como la Gioconda de Leonardo y parecía estar tomándose a broma lo que estaba pasando. Con sus manos elevadas al cielo, se divertía… ¡Las manos! Debía fijarme en las manos. Examiné las cadenas minuciosamente. No tenían nada especial, aparte de su valor crematístico. Eran unas cadenas normales y corrientes, gruesas. Pero las manos…

– ¿Qué está haciendo, doctora?

Las manos no eran normales, no señor. En la mano derecha faltaba el dedo índice. El ángel estaba mutilado. ¿A qué me recordaba todo aquello…?

– ¡Miren aquella esquina del suelo! -vociferó Farag-. ¡Se está poniendo al rojo!

Un rugido sordo, un fragor de llamas enfurecidas, subía hasta nosotros desde el piso inferior.

– Hay un incendio allá abajo -masculló la Roca y, luego, enfadado, insistió:- ¿Qué demonios está usted haciendo, doctora?

– El ángel está mutilado -le expliqué, con el cerebro funcionando a toda máquina, buscando un lejano recuerdo que no conseguía despertar-. Le falta el dedo índice de la mano derecha.

– ¡Pues muy bien! ¿Y qué?

– ¿Es que no lo entiende? -grité, girándome hacia él-. ¡A este ángel le falta un dedo! ¡No puede ser una casualidad! ¡Tiene que significar algo!

– Ottavia tiene razón, Kaspar -resolvió Farag, quitándose la chaqueta y desabrochándose totalmente la camisa-. Utilicemos la cabeza. Es lo único que puede salvarnos.

– Le falta un dedo. Estupendo.

– Quizá sea una especie de combinación -pensé en voz alta-. Como en una caja fuerte. Quizá debamos poner un eslabón en la cadena de plata y nueve en la cadena de oro. O sea, los diez dedos.

– ¡Adelante, Ottavia! No nos queda mucho tiempo.

Por cada eslabón que volvía a introducir en la mano del ángel, se oía un «¡clac!» metálico detrás. Dejé, pues, un eslabón de plata y estiré de la cadena de oro hasta que se vieron nueve eslabones. Nada.

– ¡Las cuatro esquinas del suelo están al rojo vivo, Ottavia! -me gritó Farag.

– No puedo ir más rápida. ¡No puedo ir más rápida!

Empezaba a marearme. El fuerte olor a lavadora quemada me estaba dando angustia.

– No son uno y nueve -aventuró el capitán-. Así que quizá debamos mirarlo de otra manera. Hay seis dedos a un lado y tres al otro del que falta, ¿no es cierto? Pruebe seis y tres.

Tiré de la cadena de plata como una posesa y dejé al aire seis eslabones. Íbamos a morir, me dije. Por primera vez en toda mi vida, empezaba a creer de verdad que había llegado el final. Recé. Recé desesperadamente mientras introducía seis eslabones de oro en la mano derecha y dejaba fuera sólo tres. Pero tampoco ocurrió nada.

El capitán, Farag y yo nos miramos desolados. Una llamarada surgió entonces del suelo: la chaqueta que el capitán había dejado caer de cualquier modo, acababa de prenderse fuego. El sudor me chorreaba a mares por el cuerpo, pero lo peor era el zumbido en los oídos. Empecé a quitarme el jersey.

– Nos estamos quedando sin oxígeno -anuncio la Roca en ese momento con voz neutra. En sus ojos grisáceos pude percibir que sabía, como yo, que se acercaba el final.

– Más vale que recemos, capitán -dije.

– Vosotros, al menos… -susurró el profesor, mirando la chaqueta incendiada y retirándose los mechones de pelo mojado de la frente-, tenéis el consuelo de creer que dentro de poco empezaréis una nueva vida.

Un súbito acceso de temor me inundó por dentro.

– ¿No eres creyente, Farag?

– No, Ottavia, no lo soy -se disculpó con una tímida sonrisa-. Pero no te preocupes por mí. Llevo muchos años preparándome para este momento.

– ¿Preparándote? -me escandalicé-. Lo único que debes hacer es volverte hacia Dios y confiar en su misericordia.

– Dormiré, sencillamente -dijo con toda la ternura de la que era capaz-. Durante bastante tiempo tuve miedo a la muerte, pero no me consentí la debilidad de creer en un Dios para ahorrarme ese temor. Después, descubrí que, al acostarme cada noche y dormir, también estaba muriendo un poco. El proceso es el mismo, ¿no lo sabías? ¿Recuerdas la mitología griega? -sonrió-. Los hermanos gemelos, Hipnos [20] y Thánatos [21], hijos de Nyx, la Noche… ¿te acuerdas?

– ¡Por Dios Santo, Farag! -gemí-. ¿Cómo puedes blasfemar de esta manera cuando estamos a punto de morir?

Jamás pensé que Farag no fuera creyente. Sabía que no era lo que se dice un cristiano practicante, pero de ahí a no creer en Dios mediaba un abismo. Afortunadamente, yo no había conocido a muchos ateos en mi vida; estaba convencida de que todo el mundo, a su manera, creía en Dios. Por eso me horroricé al darme cuenta de que aquel estúpido se estaba jugando la vida eterna por decir esas cosas espantosas en el último minuto.

– Dame la mano, Ottavia -me pidió, tendiéndome la suya, que temblaba- Si voy a morir, me gustaría tener tu mano entre las mías.

Se la di, por supuesto, ¿cómo iba a negársela? Además, yo también necesitaba un contacto humano, por breve que fuera.

– Capitán -llamé-. ¿Quiere que recemos?

El calor era infernal, apenas quedaba aire y ya casi no veía, y no sólo por las gotas de sudor que me caían en los ojos, sino porque estaba desfallecida. Notaba un dulce sopor, un sueño ardiente que se apoderaba de mí, dejándome sin fuerza. El suelo, aquella fría plancha de hierro que nos había recibido al llegar, era un lago de fuego que deslumbraba. Todo tenía un resplandor anaranjado y rojizo, incluso nosotros.

– Por supuesto, doctora. Empiece usted el rezo y yo la seguiré.

Pero, entonces, lo comprendí. ¡Era tan fácil…! Me bastó echar una última mirada a las manos que Farag y yo teníamos entralazadas: en aquel amasijo, húmedo por el sudor y brillante por la luz, los dedos se habían multiplicado… A mi cabeza volvió, como en un sueño, un juego infantil, un truco que mi hermano Cesare me había enseñado cuando era pequeña para no tener que aprender de memoria las tablas de multiplicar. Para la tabla del nueve, me había explicado Cesare, sólo había que extender las dos manos, contar desde el dedo meñique de la mano izquierda hasta llegar al número multiplicador y doblar ese dedo. La cantidad de dedos que quedaba a la izquierda, era la primera cifra del resultado, y la que quedaba a la derecha, la segunda.

Me desasí del apretón de Farag, que no abrió los ojos, y regresé frente al ángel. Por un momento creí que perdería el equilibrio, pero me sostuvo la esperanza. ¡No eran seis y tres los eslabones que había que dejar colgando! Eran sesenta y tres. Pero sesenta y tres no era una combinación que pudiera marcarse en aquella caja fuerte. Sesenta y tres era el producto, el resultado de multiplicar otros dos números, como en el truco de Cesare, ¡y eran tan fáciles de adivinar!: ¡los números de Dante, el nueve y el siete! Nueve por siete, sesenta y tres; siete por nueve, sesenta y tres, seis y tres. No había más posibilidades. Solté un grito de alegría y empecé a tirar de las cadenas. Es cierto que desvariaba, que mi mente sufría de una euforia que no era otra cosa que el resultado de la falta de oxígeno. Pero aquella euforia me había proporcionado la solución: ¡Siete y nueve! O nueve y siete, que fue la clave que funcionó. Mis manos no podían empujar y tirar de los mojados eslabones, pero una especie de locura, de arrebato alucinado me obligó a intentarlo una y otra vez con todas mis fuerzas hasta que lo conseguí. Supe que Dios me estaba ayudando, sentí Su aliento en mí, pero, cuando lo hube conseguido, cuando la losa con la figura del ángel se hundió lentamente en la tierra, dejando a la vista un nuevo y fresco corredor y deteniendo el incendio del subterráneo, una voz pagana en mi interior me dijo que, en realidad, la vida que había en mi siempre se resistiría a morir.

Arrastrándonos por el suelo, abandonamos aquel cubículo, tragando bocanadas de un aire que debía ser viejo y rancio, pero que a nosotros nos parecía el más limpio y dulce de cuantos hubieramos respirando nunca. No lo hicimos a propósito, pero, sin saberlo, cumplimos también con el precepto final que el ángel le había dado a Dante: «Entrad en el Purgatorio, mas debo advertiros que quien mira hacia atrás vuelve a salir.» No miramos hacia atrás y, a nuestra espalda, la losa de piedra se volvió a cerrar.

Ahora el camino era amplio y ventilado. Un largo pasillo, con algún que otro escalón para salvar el desnivel, nos iba acercando a la superficie. Nos hallábamos rendidos, maltrechos; la tensión que habíamos sufrido nos había dejado al borde de la extenuación. Farag tosía de tal manera que parecía a punto de romperse por la mitad; el capitán se apoyaba en las paredes y daba pasos inseguros, mientras que yo, confusa, sólo quería salir de allí, volver a ver grandes extensiones de cielo, notar los rayos del sol en mi cara. Ninguno de los tres era capaz de decir ni media palabra. Avanzábamos en completo silencio -excepto por las toses intermitentes de Farag-, como avanzan sin rumbo los supervivientes de una catástrofe.

Por fin, al cabo de una hora, u hora y media, Glauser-Róist pudo apagar la linterna porque la luz que se colaba a través de los estrechos lucernarios era más que suficiente para caminar sin peligro. La salida no debía estar muy lejos. Sin embargo, pocos pasos después, en lugar de llegar a la libertad, arribamos a una pequeña explanada redonda, una especie de rellano de un tamaño aproximado al de mi pequeña habitación del piso de la Piazza delle Vaschette, cuyos muros estaban literalmente invadidos por los signos griegos de una larguísima inscripción tallada en la piedra. A simple vista, leyendo palabras sueltas, parecía una oración.

– ¿Has visto esto, Ottavia? -La tos de Farag se iba calmando poco a poco.

– Habría que copiarlo y traducirlo -suspiré-. Puede ser una inscripción cualquiera o, quizá, un texto de los staurofílakes para aquellos que superan la entrada al Purgatorio.

– Empieza aquí -indicó con la mano.

La Roca, que ya no parecía tan roca, se dejó caer en el suelo, apoyando la espalda contra el epígrafe, y extrajo de la mochila una cantimplora con agua.

– ¿Quieren? -nos ofreció, lacónico.

¡Que si queríamos…! Estábamos tan deshidratados que, entre los tres, dimos cuenta completa del contenido del cacharro.

Apenas recuperados, el profesor y yo nos plantamos frente al principio de la inscripción, enfocándola con la linterna:

Pasan caran hghsasqe, adelfoi mou, otan peirasmois peripeshte poikilois,

ginwskvntes ote to dokimon umwn ths pistewskatergaxetai upomonhn

– Pasan caran hghsasqe, adelfoi mou… -leyó Farag en un correctísimo griego-. «Considerad, hermanos míos…» Pero ¿qué es esto? -se extrañó.

El capitán sacó de su mochila una libreta y un bolígrafo y se los dio al profesor para que tomara nota.

– «Considerad, hermanos míos -traduje yo, utilizando el dedo índice como guía, pasándolo por encima de las letras-, como motivo de grandes alegrías el veros envueltos en toda clase de pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce constancia

– Está bien -murmuró sarcástico el capitán, sin moverse del suelo-, consideraré un gran motivo de alegría haber estado a punto de morir.

– «Pero que la constancia lleve consigo una obra perfecta -continúe-, para que seáis perfectos y plenamente íntegros, sin deficiencia alguna.» Un momento… ¡Yo conozco este texto!

– ¿Si…? Entonces ¿no es una carta de los staurofílakes? -preguntó Farag, decepcionado, llevándose el bolígrafo a la frente.

– ¡Es del Nuevo Testamento! ¡El principio de la Carta de Santiago! El saludo que Santiago de Jerusalén dirige a las doce tribus de la dispersión.

– ¿El Apóstol Santiago?

– No, no. En absoluto. El escritor de esta carta, aunque dice llamarse Iacobos [22], no se identifica a sí mismo, en ningún momento, como Apóstol y, además, como puedes comprobar, utiliza un griego tan culto y correcto que no hubiera podido salir de la mano de Santiago el Mayor.

– Entonces ¿no es una carta de los staurofílakes? -repitió una vez más.

– Claro que sí, profesor -le consoló Glauser-Róist-. Por las frases que han leído, creo que no es errado suponer que los staurofílakes utilizan las palabras sagradas de la Biblia para componer sus mensajes.

– «Si a alguno de vosotros le falta sabiduría -continué leyendo-, pídala a Dios, que la da a todos en abundancia y sin echárselo en cara, y se la dará

– Yo traduciría esta frase, más bien -me interrumpió Boswell, poniendo igualmente el dedo sobre el texto-, como: «Que si alguno de vosotros se ve falto de sabiduría, pídala a Dios, que da a todos generosamente y no reprocha, y le será otorgada

Suspiré, armándome de paciencia.

– No aprecio la diferencia -concluyó el capitán.

– No existe tal diferencia -declaré.

– ¡Está bien, está bien! -se lamentó Farag, haciendo un gesto de falso desinterés-. Reconozco que soy un poco barroco en mis traducciones.

– ¿Un poco…? -me sorprendí.

– Según como se mire… También podría decir bastante exacto.

Estuve a punto de comentarle que, con el color opaco que tenían los cristales de sus gafas, era imposible exactitud alguna, pero me abstuve porque, además, era él quien cargaba con la tarea de copiar el texto y a mí no me apetecía en absoluto hacerlo.

– Estamos desviándonos de la cuestión -aventuró Glauser-Róist-. ¿Quérrían los expertos ir al fondo y no a la forma, por favor?

– Por supuesto, capitán -declaré, mirando a Farag por encima del hombro-. «Pero pida con fe, sin dudar nada; pues el que duda es semejante al oleaje del mar agitado por el viento y llevado de una parte a otra. No piense tal hombre en recibir cosa alguna del Señor; es un indeciso, inconstante en todos sus caminos

– Más que indeciso, yo leería ahí hombre de ánimo doblado.

– ¡Profesor…!

– ¡Está bien! No diré nada mas.

– «Gloríese el hermano humilde en su exaltación y el rico en su humillación -estaba llegando al final de aquel largo párrafo-. Bienaventurado el que soporta la prueba, porque, una vez probado, recibirá la corona

– La corona que nos grabarán en la piel, encima de la primera de las cruces -murmuró la Roca.

– Pues, francamente, la prueba de entrada al Purgatorio no ha sido sencilla y no tenemos ninguna marca en el cuerpo que no hubiéramos traído de casa -comentó Farag, queriendo apartar el mal sueño de las futuras escarificaciones.

– Esto no ha sido nada en comparación con lo que nos espera. Lo que hemos hecho, simplemente, es pedir permiso para entrar.

– En efecto -dije, bajando el dedo y la mirada hasta las últimas palabras del epígrafe-. Ya no queda mucho por leer. Sólo un par de frases:

kai outws eis thn Rwmhn hlqamen

– «Y con esto, nos dirigimos a Roma» -tradujo el profesor.

– Era de esperar… -afirmó la Roca -. La primera cornisa del Purgatorio de Dante es la de los soberbios, y, según decía Catón LXXVI, la expiación de este pecado capital tenía que producirse en la ciudad que era conocida, precisamente, por su falta de humildad. O sea, Roma.

– Así que volvemos a casa -murmuré, agradecida.

– Si salimos de aquí, sí. Aunque no por mucho tiempo, doctora.

– No hemos terminado aún -señalé, volviendo sobre el muro-. Nos falta la última línea: «El templo de María está bellamente adornado

– Eso no puede ser de la Biblia -apuntó el profesor, frotándose las sienes; el pelo, sucio de tierra y sudor, le caía sobre la cara-. No recuerdo que en ninguna parte se hable de un templo de María.

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