El cielo se había ido nublando a lo largo del día y una luz oscura y gris aplastaba la belleza de Santa María in Cosmedín, sin por ello menoscabarla en absoluto. Quizá, además del cansancio, era ese ambiente plomizo el motivo de mi dolor de cabeza. Levanté la mirada hasta lo más alto del campanario de siete pisos, que se alzaba majestuoso desde el centro de la iglesia, y reflexioné, una vez más, sobre aquella vieja idea de los efectos del tiempo, ese tiempo inexorable que a nosotros nos destruye y que a las obras de arte las vuelve infinitamente más hermosas. Desde la Antigüedad, en aquella zona de Roma -conocida como Foro Boario por celebrarse allí las ferias de ganado vacuno- había existido una importante colonia griega y un más importante templo dedicado a Hércules Invicto, erigido en honor de aquel que había recuperado los bueyes robados por el ladrón Caco. En el siglo III de nuestra era se construyó, sobre los restos del templo, una primera capilla cristiana, capilla que en etapas posteriores fue creciendo y embelleciéndose hasta convertirse en la preciosa iglesia que era hoy. Sin duda, para Santa María in Cosmedín fue definitiva la llegada a Roma de los artistas griegos que huían de Bizancio escapando de las persecuciones iconoclastas, promovidas por aquellos otros cristianos que creían que representar imágenes de Dios, la Virgen o los santos era pecado.
Farag, el capitán y yo nos acercamos paseando hasta el pórtico de la iglesia, no sin sortear los tirabuzones de apretadas filas de turistas jubilares que hacían cola para fotografiarse con la mano dentro del enorme mascarón de la «Boca de la Verdad», situado en un extremo del pórtico. El capitán avanzaba con la firmeza y la indiferencia de un buque insignia militar, indiferente a todo cuanto nos rodeaba, mientras que Farag parecía no tener ojos suficientes para retener en su memoria hasta los detalles más nimios.
– Y esa boca… -me preguntó, divertido, inclinándose hacia mí-. ¿Ha mordido realmente a alguien alguna vez?
Solté una carcajada.
– ¡Nunca! Pero si algún día lo hace, te avisaré.
Le vi reírse y observé que sus ojos azules se habían vuelto más oscuros por el reflejo de la luz y que el vello claro de la barba -que ya mostraba, por aquí y por allá, alguna que otra cana suelta-, resaltaba todavía más sus rasgos semitas y su morena piel de egipcio. ¿Qué vueltas tan extrañas daba la vida que unía en un mismo tiempo y lugar a un suizo, una siciliana y un compendio morfológico racial?
El interior de Santa María estaba iluminado por focos eléctricos colocados en lo alto de las naves laterales y de las columnas, ya que la claridad que se colaba desde el exterior resultaba demasiado pobre para permitir la celebración de los oficios. La decoración de la iglesia era netamente griego-bizantina y aunque por ese motivo todo en ella me gustaba, lo que siempre me atraía como un imán eran los enormes lampararios de hierro, que, en lugar de albergar, como en las iglesias latinas, decenas de velillas aplanadas y blancas, sostenían finos cirios de color amarillo, típicos del mundo oriental. Sin dudarlo un momento, me adelanté hasta el lamparario que se apoyaba contra el pretil de la schola cantorum -situada en la nave central, delante del altar-, eché unas liras en el cepillo y, encendiendo una de aquellas luces doradas, entorné los párpados y me sumí en oración para pedirle a Dios que cuidara de mi padre y de mi pobre hermano, y le supliqué también que protegiera a mi madre, que, al parecer, no conseguía recuperarse de sus recientes muertes. Di gracias por estar tan ocupada en una misión de la Iglesia y poder sustraerme así al constante dolor que su pérdida me hubiera ocasionado.
Cuando abrí los ojos, descubrí que me había quedado completamente sola y busqué con la mirada a Farag y al capitán, que deambulaban como turistas despistados por las naves laterales. Se les veía muy interesados en los frescos de los muros, que representaban escenas de la vida de la Virgen, y por la decoración del suelo, de estilo cosmatesco, pero, como yo ya conocía todo eso, me dirigí hacia el presbiterio para examinar de cerca la peculiaridad más notable de Santa María in Cosmedín: bajo un baldaquino gótico de finales del siglo XIII, una enorme bañera de pórfido color salmón oscuro, servía de altar a la iglesia. Es de suponer que algún rico bizantino -o bizantina- de la época romana imperial se había dado sus buenos baños perfumados dentro de aquel futuro tabernáculo cristiano.
Nadie me llamó la atención por pisar el presbiterio; y es que, en aquella iglesia, salvo a las horas de misa y del rosario, jamás había ni un sacerdote, ni un sacristán, ni ninguna de esas garbosas ancianas que, por unas pocas liras dejadas en el cestillo, pasaban la tarde en su iglesia parroquial tan estupendamente como mis sobrinos pasaban las noches de los sábados en las discotecas de Palermo. Santa María in Cosmedín podía permanecer tranquilamente solitaria porque apenas entraba, de vez en cuando, algún que otro visitante perdido. Y eso que su pórtico siempre estaba lleno de turistas.
Examiné la bañera detenidamente e, incluso, por lo que pudiera pasar, tiré con fuerza de sus cuatro grandes argollas laterales, también de pórfido, pero no ocurrió nada fuera de lo normal. Farag y Glauser-Róist tampoco habían tenido éxito. Parecía que los staurofílakes no hubieran pasado nunca por allí. Mientras estaba inspeccionando el trono episcopal del ábside, mis compañeros volvieron a mi lado.
– ¿Algo significativo? -preguntó la Roca.
– No.
Con aire grave, nos dirigimos a la sacristía, donde encontramos a la única persona viva de aquel lugar: el viejo vendedor de la chirriante tienda de regalos llena de medallitas, crucifijos, tarjetas postales y colecciones de diapositivas. Era un anciano sacerdote vestido con una sotana mugrienta, sin afeitar y con el pelo canoso despeinado. Dondequiera que viviese aquel clérigo, la higiene brillaba por su ausencia. Nos observó torvamente cuando entramos, pero, de repente, cambió la expresión y exhibió una amabilidad servil que me desagradó.
– ¿Son ustedes los del Vaticano? -inquirió mientras salía de detrás del mostrador para plantarse frente a nosotros. Su olor corporal era repugnante.
– Soy el capitán Glauser-Róist y estos son la doctora Salina y el profesor Boswell.
– ¡Les estaba esperando! Estoy a su servicio. Mi nombre es Bonuomo, padre Bonuomo. ¿En qué puedo ayudarles?
– Ya hemos visto la iglesia -le informó la Roca-. Ahora quisiéramos ver todo lo demás. Creo que hay también una cripta.
El clérigo frunció el ceño y yo me sorprendí: ¿una cripta? Era la primera vez que lo oía. No sabia que hubiera tal cosa en Santa María.
– Si -afirmó el anciano, disgustado-, pero aún no es la hora de visita.
¿Bonuomo [25]…?, mejor sería decir Mal-uomo. Pero Glauser-Róist ni se inmutó. Se limitó a mirar fijamente al sacerdote sin mover ni un músculo de la cara y sin parpadear, como si el viejo no hubiera hablado y él siguiera esperando la inexcusable invitación. Vi retorcerse al cura, torturado entre su obligación de obedecer y su mezquina incapacidad para saltarse el horario.
– ¿Hay algún problema, padre Bonuomo? -le preguntó, gélido y cortante, Glauser-Róist.
– No -gimió el viejo, girando sobre si mismo y guiándonos hasta las escaleras que descendían hacia la cripta. Una vez allí, se detuvo frente a la puerta y, en un panel situado a la derecha, accionó varios interruptores-. Ya tienen luz. Lamento no poder acompañarles; no puedo abandonar la tienda. Avísenme cuando terminen.
Con estas secas palabras, se esfumó de nuestro lado, detalle que yo le agradecí de todo corazón porque respirar continuamente el desagradable olor acre que desprendía me estaba revolviendo el estómago.
– ¡De nuevo al centro de la tierra! -exclamó jocoso Farag, iniciando el descenso lleno de entusiasmo.
– Espero volver a ver algún día la luz del sol… -mascullé, siguiéndole.
– No lo creo, doctora.
Me volví a mirarle con mala cara.
– Por lo del fin del milenio -me aclaró, tan serio como siempre-. Ya sabe… El mundo será destruido cualquier día de estos. Quizá mientras estamos en la cripta.
– ¡Ottavia! -se apresuró a contenerme Farag-. ¡Ni se te ocurra iniciar una discusión!
No pensaba hacerlo. Hay tonterías que no merecen respuesta.
Aquel fatuo sacerdote nos había engañado con lo de la luz. Apenas llegamos al final de la escalera, nos encontramos inmersos en la más completa oscuridad. Lamentablemente, habíamos descendido lo suficiente como para que regresar resultara bastante incómodo. Debíamos estar varios metros por debajo del nivel del Tíber.
– ¿Es que no hay luz en este agujero? -dijo la voz de Farag, a mi derecha.
– No hay luz en la cripta -anunció Glauser-Róist-. Pero ya lo sabía, así que no se preocupen. Estoy sacando la linterna.
– ¿Y el padre Bonuomo no podía haberlo dicho antes de invitarnos a bajar? -me extrañé-. Además, ¿cómo iluminan a los turistas o a los curiosos?
– ¿No se ha dado cuenta, doctora, de que no hay ningún cartel anunciando el horario de visitas?
– Ya lo había pensado. De hecho, he venido muchas veces a esta iglesia y no sabia que tuviera una cripta.
– También es extraño que no tenga ningún tipo de iluminación -continuó Glauser-Róist, encendiendo por fin la linterna que derramó un intenso haz de luz sobre el lugar en el que nos encontrábamos-, y que un sacerdote de la Iglesia se atreva a poner trabas a una orden directa de la Secretaria de Estado, y que ese mismo sacerdote no acompañe durante la visita a unos enviados del Vaticano.
El capitán enfocó hacia el fondo de la cripta y en ese momento entendí mejor que nunca el sentido original de la palabra (derivada de crupth, kripte, que quiere decir «esconder», «ocultar»). Lo primero que divisé fue un pequeño altar al fondo, en la nave central, y es que aquel lugar tenía la forma perfecta de una iglesia, en miniatura y como hecha a escala, pero con su división en tres naves mediante columnas de capitel bajo e, incluso, sus correspondientes capillas laterales, completamente a oscuras.
– ¿Está insinuando, capitán -quiso saber Boswell-, que el padre Bonuomo puede ser un staurofílax?
– Digo que puede serlo tanto como el sacristán de Santa Lucía.
– Entonces, lo es -afirmé muy convencida, adentrándome en la iglesita.
– No podemos estar seguros, doctora. Es sólo una intuición y con una intuición no vamos a ninguna parte.
– ¿Y cómo es que conocía usted la existencia de este lugar casi clandestino? -pregunté con curiosidad.
– Porque busqué en Internet. Se puede encontrar casi cualquier cosa en Internet. Aunque eso usted ya lo sabe, ¿verdad, doctora?
– ¿Yo? -me extrañé-. ¡Pero si yo apenas sé manejar el ordenador!
– Sin embargo, fue en Internet donde encontró toda la información sobre los Ligna Crucis y el accidente de aviación de Abi-Ruj Iyasus, ¿no es cierto?
Me quedé paralizada por la pregunta a bocajarro. De ningún modo podía confesar que había involucrado a mi pobre sobrino Stefano en la investigación, pero tampoco podía mentir y, además, ¿para qué? A esas alturas mi cara ya debía estar expresando toda la culpabilidad que sentía.
Sin embargo, Glauser-Róist no se quedó a esperar la respuesta. Me adelantó por la derecha y, al pasar, puso en mi mano otra linterna, idéntica a la que también entregó a Farag. De modo que nos dividimos, cada uno se fue hacia un lado y, con el resplandor de los tres focos, el lugar se volvió menos inhóspito.
– Esta cripta es conocida como la Cripta de Adriano, en honor del papa Adriano I que fue quien ordenó su restauración en el siglo VIII -nos fue explicando la Roca mientras registrábamos, metro a metro, todo el recinto-. Sin embargo, su construcción se ha fechado en torno al siglo III, durante las persecuciones de Diocleciano, cuando los primeros cristianos decidieron aprovechar los cimientos de un templo pagano que había en esta zona para edificar una pequeña iglesia secreta. Esos trozos de piedra que resaltan en el enlucido del muro son los restos del templo pagano y el altar del ábside es lo que queda del Ara Maxima.
– Era un templo dedicado a Hércules Invicto -le aclaré.
– Exactamente lo que yo he dicho: un templo pagano -repitió.
Con mi linterná iluminé y examiné cada rincón de las tres naves y alguno de los pequeños oratorios laterales de la izquierda. Había polvo por todas partes, así como urnas desvencijadas conteniendo los restos de santos y mártires olvidados muchos siglos atrás por la devoción popular. Pero, aparte de su obvio interés histórico y artístico, aquella discreta capilla no tenía nada digno de mención. Era, simplemente, una curiosa iglesia subterránea sin ningún dato que nos aportara pistas sobre la primera prueba del purgatorio staurofilakense.
Después de un rato de infructuosa búsqueda, los tres nos reunimos en el ábside y nos sentamos en el suelo, junto al Ara Maxima, para recapitular. Yo, como llevaba pantalones, me acomodé tranquilamente. Dentro de una arqueta, en el muro, el cráneo y los huesos de una tal Santa Cirilla reposaban a mi lado («Santa Cirilla, virgen y mártir, hija de santa Trifonia, muerta por Cristo bajo el príncipe Claudio», rezaba el epitafio latino).
– Esta vez no hemos encontrado ningún Crismón que nos indique el camino -señaló Farag, retirándose el pelo de la cara.
– Algo tiene que haber -repuso, bastante enfadado, el capitán-. Hagamos memoria de todo lo que hemos visto desde que llegamos a Santa María in Cosmedín. ¿Qué nos ha llamado la atención?
– ¡La Boca de la Verdad! -exclamó Boswell lleno de entusiasmo. Yo sonreí.
– No me refiero a las atracciones turísticas, profesor.
– Bueno… A mí es lo que más me ha llamado la atención.
– La verdad es que esa tapa de alcantarilla romana tiene su interés -comenté para respaldarle.
– Muy bien -profirió la Roca-. Volveremos arriba y comenzaremos toda la inspección de nuevo.
Aquello era más de lo que yo podía soportar. Miré mi reloj de pulsera y vi que marcaba las cinco y media de la tarde.
– ¿No podríamos volver mañana, capitán? Estamos cansados.
– Mañana, doctora, estaremos en Rávena, afrontando el segundo circulo del Purgatorio. ¿No entiende que en este mismo momento, en cualquier parte del mundo, puede estar teniendo lugar otro robo de Ligna Crucis? ¡Incluso aquí mismo, en Roma! No, no vamos a parar y tampoco vamos a descansar.
– Estoy seguro de que no tiene importancia… -declaró, de pronto, el profesor, volviendo a sus tics nerviosos del titubeo y las gafas-, pero he visto algo extraño por allí -y señaló uno de los oratorios laterales de la derecha.
– ¿De qué se trata, profesor?
– Una palabra escrita en el suelo… Grabada en la piedra, más bien.
– ¿Qué palabra?
– No se distingue claramente, porque está muy desgastada, pero parece que pone «Vom».
– ¿«Vom»?
– Veámosla -decidió la Roca, poniéndose en pie.
En la esquina interior izquierda del oratorio, justo en el centro de una enorme losa rectangular que hacía ángulo recto con las paredes, podía leerse, en efecto, la palabra «VOM».
– ¿Qué quiere decir «Vom»? -preguntó la Roca.
Estaba a punto de responderle cuando, de repente, oímos un chasquido seco y el suelo comenzó a oscilar como si se hubiera declarado un formidable terremoto. Yo solté un grito mientras caía como un peso muerto sobre la losa que se hundía en las profundidades de la tierra, balanceándose furiosamente de un lado a otro. Sin embargo, recuerdo un detalle importante: segundos antes del chasquido, mi nariz percibió, con mucha intensidad, el inconfundible olor acre del sudor y la mugre del padre Bonuomo, que debía encontrarse muy cerca de nosotros.
El pánico me impedía pensar, sólo trataba, angustiosamente, de agarrarme al suelo oscilante para no caer al vacio. Perdí la linterna y el bolso, mientras una mano de hierro me sujetaba por la muñeca, ayudándome a mantener el cuerpo pegado a la piedra.