El Último Catón - Asensi Matilde 26 стр.


Estuvimos descendiendo en esas condiciones durante mucho tiempo -aunque, claro, también podría ser que a mí me pareciera eterno lo que sólo duró unos minutos-, y, por fin, la dichosa piedra tocó suelo y se detuvo. Ninguno de nosotros se movió. Sólo podía escuchar las respiraciones agitadas de Farag y del capitán por debajo de la mía. Sentía las piernas y los brazos como si fueran de goma, como si no pudieran volver a sostenerme; un temblor incontrolable me agitaba entera, de los pies a la cabeza, y notaba el corazón desbocado y unas enormes ganas de vomitar. Recuerdo haberme dado cuenta de que me llegaba una luz cegadora a través de los párpados cerrados. Debíamos parecer tres ranas tendidas boca abajo en la batea de un científico loco.

– No… No lo hemos… hecho bien… -oí decir a Farag.

– ¿Se puede saber qué está diciendo, profesor? -preguntó la Roca en voz muy baja, cómo si le faltara fuerza para hablar.

– «… por la hendidura de una roca -recitó el profesor tomando bocanadas de aire-, que se movía de uno y de otro lado como la ola que huye y se aleja. “Aquí es preciso usar la destreza -dijo mi guía- y que nos acerquemos aquí y allá del lado que se aparta.“»

– Dichoso Dante Alighieri… -susurré con desmayo.

Mis compañeros se incorporaron, y la mano de hierro que aún me sujetaba, me soltó. Sólo entonces supe que se trataba de Farag, que se puso frente a mi cara y me tendió la misma mano con timidez, ofreciéndome su caballerosa ayuda para ponerme en pie.

– ¿Dónde demonios estamos? -silabeó la Roca.

– Lea el Canto X del Purgatorio y lo sabrá -murmuré, todavía con las piernas temblorosas y el pulso acelerado. Aquel sitio olía a moho y a podrido, a partes iguales. Una larga fila de antorcheros, fijados a los muros por estribos de hierro, iluminaba lo que parecía ser una vieja alcantarilla, un canal de aguas residuales en uno de cuyos márgenes nos encontrábamos nosotros. Dicho margen (¿o quizá debería llamarlo cornisa?), desde el borde que caía sobre el cauce de agua -que todavía fluía, negra y sucia-, hasta la pared, «mediría sólo tres veces el cuerpo humano», que era exactamente la anchura de la losa sobre la que habíamos descendido. Y, desde luego, hasta donde yo alcanzaba con la vista, tanto a derecha como a izquierda, sólo se divisaba la misma monótona imagen de túnel abovedado.

– Creo que ya sé qué lugar es este -afirmó el capitán, colocándose la mochila al hombro con gesto decidido. Farag se estaba sacudiendo el polvo y la suciedad de la chaqueta-. Es muy posible que nos encontremos en algún ramal de la Cloaca Máxima.

– ¿La Cloaca Máxima? Pero… ¿todavía existe?

– Los romanos no hacían las cosas a medias, profesor, y, cuando de obras de ingeniería se trataba, eran los mejores. Acueductos y alcantarillados no tenían secretos para ellos.

– De hecho, en muchas ciudades de Europa se siguen utilizando las canalizaciones romanas -apunté. Acababa de encontrar los restos de mi bolso esparcidos por todas partes. La linterna estaba destrozada.

– Pero… ¡La Cloaca Máxima!

– Fue la única manera de poder levantar Roma -seguí explicándole-. Toda el área que ocupaba el Foro Romano era una zona pantanosa y hubo que desecarla. La Cloaca se empezó a construir en el siglo VI antes de nuestra era, por orden del rey etrusco Tarquinio el Viejo. Luego, como es evidente, se fue ampliando y reforzando hasta alcanzar unas dimensiones colosales y un funcionamiento perfecto durante el Imperio.

– Y este lugar en el que estamos es, sin duda, un ramal secundario -declaró Glauser-Róist-, el ramal que los staurofílakes utilizan para que sus neófitos pasen la prueba de la soberbia.

– ¿Y por qué están encendidas las antorchas? -preguntó Farag, sacando una de ellas de su antorchero. El fuego rugió en su lucha contra el aire. El profesor tuvo que protegerse la cara poniendo la otra mano a modo de pantalla.

– Porque el padre Bonuomo sabía que veníamos. Creo que ya no cabe ninguna duda.

– Bueno, pues habrá que ponerse en marcha -dije yo, levantando la mirada hacia lo alto, hacia el lejano agujero que no se divisiba por ninguna parte. Debíamos haber descendido una considerable cantidad de metros.

– ¿Por la derecha o por la izquierda? -preguntó el profesor, plantándose a medio camino con su antorcha en lo alto. Pensé que guardaba un cierto parecido con la Estatua de la Libertad.

– Definitivamente, por aquí -indicó Glauser-Róist, señalando misteriosamente hacia el suelo. Farag y yo nos aproximamos a él.

– ¡No puedo creerlo…! -murmuré, fascinada.

Justo donde comenzaba el margen a nuestra derecha, el suelo de piedra aparecía maravillosamente tallado con escenas en relieve y, tal y como Dante contaba, la primera era la caída en picado de Lucifer desde el cielo. Podía verse el rostro del bellísimo ángel con un terrible gesto de enfado mientras tendía las manos hacia Dios en su caída, como implorando misericordia. Los detalles estaban tan cuidadosamente reflejados que era imposible no sentir un escalofrío ante semejante perfección artística.

– Es de estilo bizantino -comentó el profesor, impresionado-. Miren ese Pantocrátor justiciero contemplando el castigo de su ángel predilecto.

– La soberbia castigada… -murmuré.

– Bueno, esa es la idea, ¿no?

– Sacaré la Divina Comedia -anunció Glauser-Róist, acompañando la palabra con el gesto-. Debemos comprobar las coincidencias.

– Coincidirá, capitán, coincidirá. No le quepa duda.

La Roca hojeó el libro y levantó la cabeza con una sonrisa en la comisura de los labios.

– ¿Saben que los tercetos de esta serie de representaciones iconográficas empiezan en el verso 25 del Canto? Dos más cinco, siete. Uno de los números preferidos de Dante.

– ¡No se vuelva loco, capitán! -le imploré. Había un poco de eco.

– No me vuelvo loco, doctora. Para que lo sepa, la serie en cuestión acaba en el verso 63. O sea, seis más tres, nueve. Su otro número preferido. Volvemos al siete y al nueve.

Ni Farag ni yo prestamos demasiada atención a aquel ataque de numerología medieval; estábamos demasiado ocupados disfrutando de las bellas escenas del suelo. Después de Lucifer, aparecía Briareo, el hijo monstruoso de Urano y Gea -el Cielo y la Tierra-, fácil de reconocer por sus cien brazos y cincuenta cabezas, el cual, creyéndose más fuerte y poderoso, se había sublevado contra los dioses olímpicos y había muerto atravesado por un dardo celestial. Ni que decir tiene que la imagen, a pesar de la fealdad de Briareo, era increiblemente hermosa. La luz que llegaba desde los antorcheros del muro confería a los relieves un verismo aterrador, pero, además, las llamas de la tea de Farag les daba mayor profundidad y volumen, resaltando pequeños matices que, de otro modo, nos hubieran pasado desapercibidos.

La siguiente escena era la de la muerte de los soberbios Gigantes que habían querido terminar con Zeus y habían muerto a su vez, desmembrados, a manos de Marte, Atenea y Apolo. A continuación, Nemrod enloquecido frente a los restos de su Torre de Babel; después, Niobe, convertida en piedra por haber presumido de tener siete hijos y siete hijas delante de Latona, que sólo tenía a Apolo y Diana. Y así seguía el camino: Saúl, Aracne, Roboám, Alcmeón, Senaquerib, Ciro, Holofernes y la ciudad arrasada de Troya, el último ejemplo de soberbia castigada.

Allí estábamos los tres, con la cerviz inclinada como bueyes sometidos al yugo, silenciosos, ávidos de contemplar más y más. Como Dante, sólo teníamos que avanzar admirando aquellos pedazos de sueños o de historia que nos recomendaban humildad y sencillez. Pero después de Troya, ya no había más relieves, así que ahí terminaba la lección… ¿o no?

– ¡Una capilla! -exclamó Farag, introduciéndose por una oquedad abierta en el muro.

Idéntica a la Cripta de Adriano en dimensiones y formas, y también en cuanto a disposición de los espacios, otra iglesita bizantina se ofrecía ante nuestros sorprendidos ojos. No obstante, esta capilla presentaba una importante diferencia respecto a su hermana gemela superior: las paredes estaban totalmente cubiertas por tarimas, desde cuyas superficies cientos de cuencas vacias, pertenecientes a otras tantas calaveras, nos observaban impertérritas. Farag me rodeó los hombros con su brazo libre.

– ¿Estás asustada, Ottavia?

– No -mentí-. Sólo un poco impresionada.

Estaba aterrada, paralizada de espanto por aquellas miradas vacias.

– Esto es toda una necrópolis, ¿eh? -bromeó Boswell mientras me soltaba con una sonrisa y se acercaba al capitán. Yo corrí tras él, dispuesta a no separarme ni un centímetro.

No todos los cráneos estaban completos, la mayoría se apoyaba directamente sobre algunos dientes del maxilar superior (si los había) o sobre su base, como si hubieran olvidado la mandíbula inferior en alguna otra parte; muchos carecían de un parietal, un temporal o, incluso, de pedazos del frontal o del frontal entero. Pero, para mi, lo peor seguían siendo las cuencas de los ojos, algunas totalmente vacías y otras conservando los huesos orbitales. En fin, espeluznante, y habría, como poco, un centenar de aquellos restos.

– Son reliquias de santos y de mártires cristianos -anuncio el capitán, que estaba examinando con atención una fila de calaveras.

– ¿Qué dice? -me sorprendí-. ¿Reliquias?

– Bueno, eso parece. Hay una pequeña leyenda grabada delante de cada una con lo que parece ser su nombre: Benedetto sanctus, Desirio sanctus, Ippolito martyr, Candida sancta, Amelia sancta, Placido martyr…

– ¡Dios mio! ¿Y la Iglesia no tiene conocimiento de esto? Seguramente da estas reliquias por perdidas desde hace muchos siglos.

– Quizá no sean auténticas, Ottavia. Piensa que estamos en territorio staurofílax. Cualquier cosa es posible. Además, si te fijas, los nombres no vienen en latín clásico, sino medieval.

– No importa que sean falsas -advirtió la Roca-. Eso tiene que decidirlo la Iglesia. ¿Acaso es verdadera la Vera Cruz que perseguimos?

– En eso tiene razón el capitán -asentí-. Esto es cosa de los expertos del Vaticano y del Archivo de Reliquias.

– ¿Qué es eso del Archivo de Reliquias? -preguntó Farag.

– El Archivo de Reliquias es donde se guardan, en vitrinas y anaqueles, las reliquias de los santos que la Iglesia necesita para cuestiones administrativas.

– ¿Para qué las necesita?

– Pues… Cada vez que se construye una nueva iglesia en el mundo, el Archivo de Reliquias tiene que enviar algún fragmento de hueso para que sea depositado bajo el altar. Es obligatorio.

– ¡Caramba! Me gustaría saber si en nuestras iglesias coptas también tenemos de eso. Reconozco mi ignorancia en estos asuntos.

– Seguramente sí. Aunque no sé si también guardaréis sus…

– ¿Qué les parece si salimos de aquí y continuamos nuestro viaje? -atajó Glauser-Róist, encaminándose a la salida. ¡Qué hombre tan pelmazo, por Dios!

Farag y yo, como disciplinados alumnos, abandonamos la capilla detrás de él.

– Los relieves acaban aquí -señaló la Roca-, justo delante de la entrada a la cripta. Y eso no me gusta.

– ¿Por qué? -le pregunté.

– Porque me da la impresión de que este ramal de la Cloaca Máxima no tiene salida.

– Ya me había dado cuenta de que el agua del cauce apenas discurre -señaló Farag-. Está prácticamente quieta, como si estuviera estancada.

– Sí que fluye -protesté-. Yo la veo moverse en el sentido de nuestra propia marcha. Muy despacio, pero se mueve.

– Eppur si muove [26]… -dijo el profesor.

– Exactamente. En caso contrario, estaría podrida, descompuesta. Y no es así.

– ¡Hombre, sucia sí que está!

Y en eso estuvimos los tres de acuerdo.

Por desgracia, el capitán había acertado cuando adelantó que el ramal no tenía salida. Apenas doscientos metros después, topamos con un muro de piedra que bloqueaba el túnel.

– Pero… Pero el agua se mueve… -balbucí-. ¿Cómo es posible?

– Profesor, levante la antorcha todo lo que pueda y llévela hacia el borde mismo del margen -dijo el capitán mientras iluminaba el muro con su potente linterna. Bajo las dos fuentes de luz, el misterio quedó aclarado: en el centro mismo del dique, y como a media altura, se distinguía tenuemente un Crismón de Constantino labrado en la roca y, pasando por su mismo eje, una línea vertical, de bordes irregulares, que partía el muro en dos.

– ¡Es una compuerta! -indicó Boswell.

– ¿De qué se extraña, profesor? ¿Acaso creía que iba a ser fácil?

– Pero ¿cómo vamos a mover esas dos hojas de piedra? ¡Deben pesar un par de toneladas cada una, por lo menos!

– Bueno, pues habrá que sentarse y meditar.

– Lo que siento es que se nos echa encima la hora de cenar y yo empiezo a tener hambre.

– Pues ya podemos resolver este enigma pronto -advertí, dejándome caer sobre el suelo-, porque si no salimos de aquí, ni cena esta noche, ni desayuno mañana por la mañana, ni comida el resto de nuestra vida. Una vida que, por cierto, desde esta perspectiva se presenta bastante corta.

– ¡No empiece otra vez, doctora! Usemos el cerebro y, mientras pensamos, cenaremos unos sándwiches que he traído.

– ¿Sabía que pasaríamos aquí la noche? -me extrañé.

– No, pero no podía estar seguro de lo que iba a pasar. Ahora -nos urgió-, intentemos solucionar el problema, por favor.

Estuvimos dando vueltas al asunto de la compuerta durante mucho rato y volvimos a examinarla con cuidado muchas veces. Incluso llegamos a utilizar un pedazo de madera de las tarimas de la cripta para comprobar la parte del dique que quedaba sumergida bajo el agua. Pero, un par de horas más tarde, sólo habíamos conseguido averiguar que las hojas de piedra no estaban perfectamente encajadas y que por ese resquicio minúsculo era por donde se escapaba el agua. Volvimos sobre los relieves una y otra vez -arriba y abajo, abajo y arriba-, pero no conseguimos sacar nada en claro. Eran preciosos pero nada más.

Cerca ya de la medianoche, agotados, hartos y helados de frío, regresamos a la iglesia. A esas alturas, conocíamos el ramal de la Cloaca Máxima como si lo hubiéramos construido con nuestras propias manos y teníamos muy claro que de allí no se salía como no fuera por arte de magia o superando la prueba -si es que conseguíamos averiguar cuál era-, pues si por un lado estaban las compuertas, por el otro, a un par de kilómetros de la losa oscilante, sólo había un desmonte de piedras, un derrumbamiento que filtraba el agua a través de numerosos intersticios. Allí encontramos, en un rincón, una caja de madera llena de antorchas apagadas, y los tres llegamos a la conclusión de que aquello no era buena señal.

Sopesamos la posibilidad de que hubiera que mover aquellos pedruscos enormes para poder salir, ya que los penados de la primera cornisa sufrían precisamente ese castigo por su soberbia, pero llegamos a la conclusión de que era imposible, dado que cada una de aquellas rocas debía pesar el doble o el triple de lo que pesaba cada uno de nosotros. De modo que, estábamos atrapados y como no encontrásemos pronto la solución, allí íbamos a quedarnos para alimento de gusanos.

Mi dolor de cabeza, que había desaparecido durante unas horas, volvió más acusado que antes y yo sabía que era por el cansancio y el sueño atrasado. No tenía ni fuerza para bostezar, pero el profesor sí, y abría la boca desmesuradamente cada vez con más frecuencia.

En la iglesia hacia frío, aunque menos que en el cauce, de modo que llevamos todas las antorchas posibles a uno de los oratorios y las dispusimos en el suelo a modo de hoguera. Aquello calentó el pequeno rincón lo suficiente como para permitirnos sobrevivir a la noche, pero estar rodeada de observadoras calaveras no era, precisamente, lo que yo hubiera necesitado para conciliar el sueño.

Farag y el capitán se enzarzaron en una larga discusión sobre la hipotética naturaleza de la prueba que debíamos superar y que, desde luego, no era otra que abrir las compuertas de piedra del dique. El problema estaba en cómo abrirlas, y ahí era donde no se ponían de acuerdo. No recuerdo mucho de aquella conversación porque yo tenía la sensación de estar a medio camino entre el sueño y la vigilia, flotando en un espacio etéreo iluminado por el fuego y rodeada de calaveras susurrantes. Porque las calaveras hablaban… ¿o eso era parte del sueño? No sé, es obvio que sí, pero el caso era que a mí me parecía que hablaban o que silbaban. Lo último que recuerdo antes de entrar en un coma profundo es haber notado que alguien me ayudaba a tumbarme y me ponía algo blando bajo la cara. Luego nada más hasta que entreabrí los ojos un momento (no debía disfrutar de un descanso muy apacible) y divisé a Farag tumbado a mi lado, dormido, y al capitán leyendo a Dante a la luz de la hoguera, totalmente absorto. No habría pasado mucho tiempo cuando una exclamación me despertó. Inmediatamente se produjo otra, y otra más, hasta que me incorporé, sobresaltada, y vi a la Roca en pie, tan alto como un dios griego, levantando los brazos en el aire.

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