El Último Catón - Asensi Matilde 28 стр.


– ¿Deberíamos partirla en varios pedazos o echamos todo esto en un bloque al canal? -preguntó Farag, indeciso.

– Quizá deberíamos partirla. Así abarcaríamos más superficie. No sabemos cómo funciona exactamente el mecanismo de las compuertas.

– Pues, adelante. Sujeta firmemente tu palo como si fuera una cuchara y vamos.

Aquella masa pesaba poco, pero entre los dos era mucho más fácil de transportar. Salimos de la capilla y avanzamos hacia las compuertas. Una vez allí, dejamos nuestro proyectil en el suelo -cuidando que estuviera bien seco- y lo partimos en tres pedazos idénticos. La Roca cogió uno de ellos con otra tea apagada y, una vez listos, lanzamos al centro del riachuelo aquellos proyectiles pringosos y repugnantes. Probablemente, éramos de las pocas personas que, en los últimos cinco o seis siglos, tenían la oportunidad de ver en acción el famoso Fuego Griego de los bizantinos, y algo así, desde luego, no dejaba de ser apasionante.

Unas furiosas llamaradas se elevaron hacia la bóveda de piedra en cuestión de décimas de segundo. El agua empezó a arder con un poder de combustión tan extraordinario que un huracán de aire caliente nos empujó contra el muro como un puñetazo. En medio de aquella luminosidad cegadora, de aquel horrible rugido del fuego y del denso humo negro que se estaba formando sobre nuestras cabezas, los tres mirábamos obsesionados las compuertas por ver si se abrían, pero no se movían ni un milímetro.

– ¡Se lo advertí, doctora! -gritó la Roca a pleno pulmón para hacerse oir- ¡Le advertí que era una locura!

– ¡El mecanismo se pondrá en marcha! -le respondí. Iba a decirle también que sólo había que esperar un poco, cuando un acceso de tos me dejó sin aire en los pulmones. El humo negro estaba ya a la altura de nuestras caras.

– ¡Abajo! -gritó Farag, dejando caer todo su peso sobre mi hombro para derribarme. El aire todavía estaba limpio a ras de suelo, de modo que respiré afanosamente, como si acabara de sacar la cabeza de debajo del agua.

Entonces oímos un crujido, un chasquido que se fue haciendo más y más fuerte hasta superar el bramido del fuego. Eran los ejes de las compuertas, que giraban, y la fricción de la piedra contra la piedra. Nos pusimos rápidamente en pie y, de un salto, descendimos hasta el borde seco del cauce, por el que corrimos en dirección a la estrecha abertura a través de la cual empezaba a colarse el agua hacia el otro lado. El fuego, que flotaba sobre el líquido, se acercaba a nosotros peligrosamente. Creo que no he corrido más rápido en toda mi vida. Medio cegada por el humo y las lágrimas, sin aire para respirar y suplicándole a Dios que volviera ligeras mis piernas para cruzar aquel umbral lo antes posible, llegué al otro lado al borde de un ataque al corazon.

– ¡No se detengan! -gritó el capitán-. ¡Sigan corriendo!

El fuego y el humo también cruzaron las compuertas, pero nosotros, por lo que nos iba en ello, éramos mucho más rápidos. Al cabo de tres o cuatro minutos, nos habíamos alejado lo suficiente del peligro y fuimos disminuyendo la velocidad hasta detenernos por completo. Resoplando y con los brazos en jarras como los atletas cuando culminan una carrera, nos volvimos a contemplar el largo camino que habíamos dejado atrás. Un lejano resplandor se adivinaba al fondo.

– ¡Miren, hay luz al final del túnel! -exclamó Glauser-Róist.

– Ya lo sabemos, capitán. La estamos viendo.

– ¡Esa no, doctora, por el amor de Dios! ¡La del otro lado!

Giré sobre mis pies como una peonza mecánica y vi, efectivamente, la claridad que anunciaba el capitán.

– ¡Oh, Señor! -dejé escapar, de nuevo al borde de las lágrimas, aunque estas de auténtica emoción-. ¡La salida, por fin! ¡Vamos, por favor, vamos!

Caminamos apresuradamente, alternando los pasos con las carreras. No podía creer que el sol y las calles de Roma estuvieran al otro lado de aquella bocamina. La sola idea de poder volver a casa ponía cohete en mis zapatos. ¡La libertad estaba allí delante! ¡Allí mismo, a menos de veinte metros!

Y esto fue lo último que pensé, porque un golpe seco en la cabeza me dejó inconsciente en un abrir y cerrar de ojos.

Percibí luces dentro de mi propia cabeza antes de volver completamente a la vida. Pero, además, aquellas luces se acompañaban de intensas punzadas dolorosas. Cada vez que una de ellas se encendía, yo notaba crepitar los huesos de mi cráneo, como si un tractor lo estuviera aplastando.

Lentamente, aquella desagradable sensación fue aminorando para dejarme percibir otra de similar encanto: una quemazón como de fuego al rojo vivo tiraba de mí desde mi antebrazo derecho para devolverme a la cruda realidad. Con gran esfuerzo, y acompañando el movimiento con algunos gemidos, me llevé la mano izquierda al lugar del intenso escozor pero, nada más tocar la lana del jersey, sentí un dolor tan violento que aparté la mano con un grito y abrí los ojos de par en par.

– ¿Ottavia…?

La voz de Farag sonaba muy lejana, como si estuviera a una gran distancia de mi.

– ¿Ottavia? ¿Estás… estás bien?

– ¡Oh, Dios mio, no lo sé! ¿Y tú?

– Me… me duele… bastante la cabeza.

Divisé su figura a varios metros, tirada como un pelele sobre el suelo. Un poco más allá, el capitán seguía inconsciente. A gatas, como un cuadrúpedo, me acerqué hasta el profesor intentando mantener la cabeza erguida.

– Déjame ver, Farag.

Hizo el intento de girarse para enseñarme la parte de la cabeza donde había recibido el golpe, pero entonces gimió bruscamente y se llevó la mano al antebrazo derecho.

– ¡Dioses! -aulló. Me quedé unos instantes en suspenso ante aquella exclamación pagana. Iba a tener que hablar muy en serio con Farag. Y pronto.

Le pasé la mano por el pelo de la nuca y, a pesar de sus gemidos y de que se apartaba de mí, noté un considerable chichón.

– Nos han golpeado con saña -susurré, sentándome a su lado.

– Y nos han marcado con la primera cruz, ¿no es cierto?

– Me temo que sí.

Él sonrió mientras me cogía la mano y la apretaba.

– ¡Eres valiente como una Augusta Basileia!

– ¿Las emperatrices bizantinas eran valientes?

– ¡Oh, si! ¡Mucho!

– No había oído yo nada de eso… -murmuré, soltándole la mano y tratando de levantarme para ir a ver cómo estaba el capitán.

Glauser-Róist había recibido un golpe mucho más fuerte que nosotros. Los staurofílakes debían haber pensando que para derribar a aquel inmenso suizo había que atizarle con ganas. Una mancha de sangre seca se distinguía perfectamente en su cabeza rubia.

– Ojalá cambiaran de método en las próximas ocasiones… -murmuró Farag, incorporándose-. Si van a golpearnos seis veces más, acabarán con nosotros.

– Creo que con el capitán ya han terminado.

– ¿Está muerto? -se alarmó el profesor, precipitándose hacia él.

– No. Afortunadamente. Pero creo que no está bien. No consigo despertarle.

– ¡Kaspar! ¡Eh, Kaspar, abra los ojos! ¡Kaspar!

Mientras Farag intentaba devolverle a la vida, miré a nuestro alrededor. Estábamos todavía en la Cloaca Máxima, en el mismo lugar donde habíamos perdido el conocimiento al ser golpeados, aunque ahora, quizá, un poco más cerca de la salida. La luz del exterior, sin embargo, había desaparecido. Una antorcha que no debía llevar mucho tiempo encendida, iluminaba el rincón en el que nos habían dejado. Inconscientemente, levanté mi muñeca para ver qué hora era, y sentí de nuevo aquel terrible escozor en el antebrazo. El reloj me dijo que eran las once de la noche, de manera que habíamos estado desvanecidos más de seis horas. No era probable que fuera sólo por el golpe en el cráneo; tenían que haber utilizado otros métodos para mantenernos dormidos. Sin embargo, no sentía ninguno de los síntomas posteriores a la anestesia o los sedantes. Me encontraba bien, dentro de lo posible.

– ¡Kaspar! -seguía gritando Farag, aunque ahora, además, golpeaba al capitán en la cara.

– No creo que eso lo despierte.

– ¡Ya lo veremos! -dijo Farag, golpeando a la Roca una y otra vez.

El capitán gimió y entreabrió los párpados.

– ¿Santidad…? -balbuceó.

– ¿Qué Santidad? ¡Soy yo, Farag! ¡Abra los ojos de una vez, Kaspar!

– ¿Farag?

– ¡Si, Farag Boswell! De Alejandría, Egipto. Y esta es la doctora Salina, Ottavia Salina, de Palermo, Sicilia.

– Oh, sí… -murmuró-. Ya me acuerdo. ¿Qué ha pasado?

De manera automática, el capitán repitió los mismos gestos que habíamos hecho nosotros al despertar. Primero frunció el ceño, al ser consciente de su dolor de cabeza, e intentó llevarse la mano a la nuca, pero al hacerlo, la herida del antebrazo rozó la tela de su camisa y le escoció.

– ¿Qué demonios…?

– Nos han marcado, Kaspar. Todavía no hemos visto nuestras nuevas cicatrices, pero no cabe duda de lo que nos han hecho.

Renqueando como ancianos achacosos y sosteniendo al capitán, nos encaminamos hacia la salida. En cuanto el aire fresco nos dio en la cara, pudimos comprobar que nos hallábamos en el cauce del Tíber, a unos dos metros sobre el nivel del agua. Si nos dejábamos caer por el terraplén, podíamos llegar, nadando, hasta unas escaleras que había a nuestra derecha, a unos diez metros de distancia. Recuerdo todo esto como un sueño lejano y difuso, sin matices. Sé que lo viví, pero el agotamiento que sentía me mantenía en una especie de letargo.

A nuestra izquierda, mucho más lejos, vimos el Ponte Sisto, de manera que nos hallábamos a medio camino entre el Vaticano y Santa María in Cosmedín. Las hierbas y las basuras acumuladas en la pendiente, nos sirvieron de freno para el descenso. Sobre nuestras cabezas, las luces de las farolas de la calle y la parte superior de los elegantes edificios de la zona eran una tentación irreprimible que nos impulsaba a seguir por encima del cansancio. Caímos al agua y alcanzamos las escaleras dejándonos llevar por la suave corriente de agua gélida. Como no había llovido en los últimos meses, el río llevaba poco caudal, aunque el suficiente para que Farag y yo resucitáramos casi por completo. El que peor estaba era Glauser-Róist, que ni con el chapuzón se espabiló un poco; parecía como borracho y no coordinaba bien ni los movimientos ni las palabras.

Cuando, por fin, llegamos arriba -mojados, ateridos y agotados-, el tráfico del Lungotévere y la normalidad de la ciudad a esas horas tardías nos hizo sonreír de felicidad. Un par de corredores nocturnos, de esos que se ponen calzón corto y camiseta para hacer footing después del trabajo, pasaron por delante de nosotros sin ocultar su perplejidad. Debíamos ofrecer un aspecto extraño y lamentable.

Sujetando al capitán por ambos brazos, nos aproximamos al borde de la acera para detener, por la fuerza si era preciso, al primer taxi que pasara.

– No, no… -murmuró Glauser-Róist con dificultad-. Crucen la calle por el siguiente paso de peatones, yo vivo ahí enfrente.

Le miré sorprendida.

– ¿Usted tiene una casa en el Lungotévere dei Tebaldi?

– Sí… En el número… el número cincuenta.

Farag me hizo un gesto para que no le obligara a hablar más y nos dirigimos hacia el paso de peatones. Cruzamos la calle -bajo la mirada sorprendida y escandalizada de los conductores detenidos por el semáforo- y llegamos a un hermoso portal de piedra labrada y hierro. Al buscar la llave en el bolsillo de la chaqueta de Glauser-Róist, un papel mojado se cayó al suelo.

– ¿Qué pasa? -preguntó la Roca, al ver que me retrasaba en abrir la puerta.

– Se le ha caído un papel, capitán.

– Déjeme verlo -pidió.

– Luego, Kaspar. Ahora tenemos que llegar arriba.

Metí la llave en la cerradura y abrí la puerta con un fuerte empujón. El portal era elegante y espacioso, iluminado con grandes lámparas de cristal de roca y espejos en los muros que multiplicaban la luz. Al fondo, el ascensor era también antiguo, de madera pulida y hierro forjado. El capitán debía de ser muy rico si disponía de una casa en aquel edificio.

– ¿Qué piso es, Kaspar? -le preguntó Farag.

– El último. El ático. Necesito vomitar.

– ¡No, aquí no, por Dios! -exclamé-. ¡Espere a que lleguemos! ¡No falta nada!

Subimos en el ascensor temiendo que, en cualquier momento, la Roca Agrietada echara el alma por la boca y lo pusiera todo perdido. Pero se portó bien y resistió hasta que entramos en su casa. Entonces, sin esperar más, se deshizo de nosotros con un gesto brusco y, tambaleándose, desapareció en la oscuridad del pasillo. Poco después le oímos vomitar a conciencia.

– Voy a ayudarle -dijo Farag, al tiempo que encendía las luces de la casa-. Busca el teléfono y llama a un médico. Creo que le hace falta.

Recorrí la amplia vivienda con el extraño sentimiento de estar invadiendo la intimidad del capitán Glauser-Róist. No era probable que un hombre tan reservado como él, tan silencioso y prudente respecto a su vida privada, dejara entrar a mucha gente en esa casa. Hasta ese momento había supuesto que el capitán vivía en los barracones de la Guardia Suiza, entre la columnata de la derecha de la plaza de San Pedro y la Porta Santa Anna, pero no se me había ocurrido que pudiera tener un piso particular en Roma, aunque era algo perfectamente posible, sobre todo, por su grado de oficial, ya que los alabarderos -los soldados-, estaban obligados a residir en el Vaticano, pero los superiores no. En cualquier caso, lo que jamás hubiera imaginado ni por casualidad era que alguien a quien se le suponía un sueldo miserable -el salario de los guardias suizos era famoso por su mezquindad- poseyera un elegante piso en el Lungotévere dei Tebaldi y, encima, amueblado y decorado con evidente buen gusto.

En un rincón del salón, junto a las cortinas de una ventana, descubrí el teléfono y el dietario del capitán y, al lado de ellos, sobre la misma mesa, la fotografía de una joven sonriente dentro de un marco de plata. La chica, que era muy guapa, lucía un llamativo gorro de nieve y tenía el pelo y los ojos negros, de manera que no podía ser familia consanguínea de la Roca. ¿Acaso era su novia…? Sonreí. ¡Eso sería toda una sorpresa!

Nada más abrir la agenda telefónica, un montón de papeles y tarjetas sueltas resbalaron hasta el suelo. Las recogí precipitadamente y busqué el número de teléfono de los Servicios Sanitarios del Vaticano. Esa noche estaba de guardia el doctor Piero Arcuti, a quien yo conocía. Me aseguró que en breves instantes llegaría a la casa y, sorprendentemente, me preguntó si yo creía necesario avisar al Secretario de Estado, Angelo Sodano.

– ¿Por qué debería llamar al cardenal? -quise saber.

– Porque en el historial clínico del capitán Glauser-Róist que figura en el ordenador, aparece una nota que dice que, ante cualquier eventualidad de este tipo, hay que avisar al Secretario de Estado directamente, o, en su defecto, al Arzobispo Secretario de la Sección Segunda, Monseñor Françoise Tournier.

– Pues no sé qué decirle, doctor Arcuti. Haga lo que crea más conveniente.

– En ese caso, hermana Salina, voy a llamar a Su Eminencia.

– Muy bien, doctor. Le esperamos.

Nada más colgar, Farag apareció en el salón con las manos en los bolsillos y una mirada interrogante. Estaba sucio y despeinado como un mendigo que viviera de escarbar en las basuras.

– ¿Hablaste con el médico?

– Vendrá enseguida.

Rebuscó en los múltiples bolsillos de su cazadora y sacó algo.

– Mira esto, Ottavia. Es el papel que encontraste en la chaqueta del capitán cuando buscabas la llave.

– ¿Cómo está Glauser-Róist?

– No muy bien -dijo avanzando hacia mí con la nota en la mano-. Más que dormido, yo diría que está inconsciente. Pierde el sentido una y otra vez. ¿Qué droga nos habrán dado?

– La que sea, sólo le ha afectado a él, porque tú estás bien, ¿verdad?

– No del todo, tengo mucha hambre. Pero hasta que no mires esto no podré ir a la cocina, a ver qué encuentro.

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