Cogí la hoja que me entregaba y la examiné. No estaba hecha de un papel normal. Aunque se hubiera empapado de agua, al tacto seguía resultando demasiado gruesa y áspera, y sus bordes eran irregulares, en absoluto cortados por una máquina industrial. La extendí sobre la palma de mi mano y vi un texto en griego apenas despintado por el Tíber.
– ¿De nuestros amigos, los staurofílakes?
– Por supuesto.
ti stenh h pulh kai teqlimmenh h odosh apagousa eis thn zwhn,
kai oligoi eisi oi euriskontes authn
– «¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! -traduje, con el corazón en un puño-. ¡Y qué pocos son los que dan con ella!» Es un fragmento del Evangelio de San Mateo.
– Me da lo mismo -susurró Farag-. Lo que me asusta es lo que pueda significar.
– Significa que la siguiente prueba de iniciación de la hermandad tiene que ver con puertas estrechas y caminos angostos. ¿Qué pone debajo…?
– Agios Konstantinos Akanzón.
– San Constantino de las Espinas… -murmuré, pensativa- No puede referirse al emperador Constantino, aunque también sea santo, porque este no lleva ningún añadido después del nombre, y mucho menos Akanzón. ¿Será algún patrono importante para los staurofílakes o el nombre de alguna iglesia?
– Si es una iglesia, está en Rávena, porque allí tiene lugar la segunda prueba, la del pecado de la envidia. Y eso de las espinas… -se subió las gafas, se pasó las manos por el pelo mugriento y bajó la mirada hasta el suelo-. Lo de las espinas no me gusta nada, porque en la segunda cornisa de Dante, los envidiosos van con el cuerpo cubierto de cilicios y los ojos cosidos con alambres.
Súbitamente, un sudor frío me cubrió la frente y las mejillas, como si la sangre huyera de mi cara, y mis manos se cerraron de manera compulsiva.
– ¡Por favor! -supliqué al borde del desmayo-. ¡Esta noche no!
– No… Esta noche no -convino Farag, acercándose a mí y pasándome un brazo por los hombros-. Esta noche sólo vamos a atacar la nevera de Kaspar y a dormir muchas horas. ¡Venga, acompáñame a la cocina!
– Espero que el doctor Arcuti no se retrase.
La cocina del capitán era realmente de escándalo. Nada más entrar, recordé a la pobre Ferma, que con la tercera parte de espacio y la décima parte de electrodomésticos se esmeraba en preparar unas comidas deliciosas. ¿Qué hubiera hecho si dispusiera de aquella versión doméstica de la NASA? La nevera, descomunal y de acero inoxidable, tenía un dispensador de agua y de cubitos de hielo en la puerta, junto a una pantalla de ordenador que, cuando abrimos para ver qué podíamos comer, pitó suavemente y nos indicó que sería buena idea comprar carne de ternera.
– ¿Cómo crees que puede pagar todo esto? -pregunté a Farag, que estaba sacando un paquete de pan de molde y un montón de embutidos.
– No es asunto nuestro, Ottavia.
– ¡Cómo que no! -protesté-. Trabajo con él desde hace más de dos meses y sólo sé que tiene la simpatía de una piedra y que actúa a las órdenes de la Rota y de Tournier. ¡Figúrate!
– Ya no está a las órdenes de Tournier.
Farag preparó unos suculentos bocadillos apoyándose en el banco de mármol rojo de la cocina, del que salían, a su lado, seis quemadores de energía dual con mandos de latón y una plancha para asar de centímetro y medio de espesor hecha de roca de lava, según indicaba la chapita de la marca.
– Bueno, pero sigue teniendo la simpatía de una piedra.
– Siempre lo has mirado mal, Ottavia. En el fondo creo que no es feliz. Estoy seguro de que es una buena persona. La vida ha debido arrastrarle hasta ese lugar poco recomendable que ocupa.
– La vida no te arrastra si tú no quieres -sentencié, convencida de haber dicho una gran verdad.
– ¿Estás segura? -me preguntó, sarcástico, mientras quitaba las cortezas al pan-. Pues yo sé de alguien que tampoco ha sido muy libre a la hora de elegir su destino.
– Si estás hablando de mi, te equivocas -me ofendí.
Él se rió y se acercó hasta la mesa con dos platos y un par de servilletas de colores.
– ¿Sabes qué me dijo tu madre el domingo, cuando Kaspar y yo nos presentamos en tu casa después de los funerales?
Algo venenoso se me estaba enroscando en el corazón por segundos. No dije nada.
– Tu madre me dijo que, de todos sus hijos, tú habías sido siempre la más brillante, la más inteligente y la más fuerte -sin inmutarse, se chupó los dedos manchados de salsa picante-. No sé por qué habló conmigo con tanta franqueza, pero el caso es que me dijo que tú sólo podrías ser feliz llevando la vida que llevabas, entregándote a Dios, porque no estabas hecha para el matrimonio y que jamás podrías soportar las imposiciones de un marido. Supongo que tu madre mide el mundo según las reglas de su tiempo.
– Mi madre mide el mundo como quiere -repuse. ¿Quién era Farag para juzgar a mi madre?
– ¡No te enfades, por favor! Sólo te estoy contando lo que ella me dijo. Y, ahora, sin esperar más, vamos a cenar estos magníficos, grasientos y picantes bocadillos que llevan bastante de casi todo lo que había en la nevera. ¡Muerde, emperatriz de Bizancio, y descubrirás uno de esos placeres de la vida que desconoces!
– ¡Farag!
– Lo… siento -masculló con la boca tan llena que apenas podía cerrarla y sin ninguna apariencia de sentirlo de verdad.
¿Cómo podía estar tan animado mientras que yo me caía de sueño y agotamiento? Algún día, me dije mientras masticaba el primer bocado y me admiraba de lo bueno que estaba, algún día haría un poco de saludable ejercicio. Se había terminado eso de pasarme las horas muertas trabajando en el laboratorio sin mover las piernas. Pasearía, haría alguna tabla de gimnasia por las mañanas y me llevaría a Ferma, Margherita y Valeria a correr por el Borgo.
Casi habíamos acabado de cenar, cuando se oyó el timbre de la puerta.
– Quédate aquí y termina -dijo Farag, levantándose-. Yo abriré.
En cuanto salió por la puerta, supe que iba a quedarme dormida allí mismo, sobre aquella mesa de cocina, así que me tragué el último bocado y salí detrás de él. Saludé al doctor Arcuti, que entraba en ese momento en la casa y, mientras examinaba al capitán, me dirigí al salón, para dejarme caer un momento en alguno de los sofás. Creo que estaba dormida, que caminaba dormida y que hablaba dormida. Necesitaba deshacerme de mi cuerpo en alguna parte. Al pasar junto a una puerta entornada, no pude evitar la tentación de curiosear. Encendí la luz y me encontré en un enorme despacho, decorado con muebles de oficina modernos que, no sé muy bien cómo, combinaban perfectamente con las antiguas estanterías de caoba y los retratos de los antepasados militares del capitán Glauser-Róist. Sobre la mesa había un sofisticado ordenador que le daba vuelta y media al que teníamos en el laboratorio, y a la derecha, junto a un ventanal, un equipo de música con más botones y pantallas digitales que el cuadro de mandos de un avión. Cientos de compact-discs se distribuían en unos extraños clasificadores de formas largas y retorcidas, y, por lo que pude comprobar, había desde música de jazz hasta ópera, pasando por folclores variados (había un CD de música pigmea, o sea, de los pigmeos auténticos) y mucho canto gregoriano. Acababa de descubrir que la Roca era un gran aficionado a la música.
Los retratos de sus antepasados ya eran otro cantar. La cara de Glauser-Róist, con ligeras modificaciones a lo largo de los siglos, se repetía una y otra vez en sus tatarabuelos o sus tíos bisabuelos. Todos se llamaban o Kaspar o Linus o Kaspar Linus Glauser-Róist y todos tenían el mismo gesto adusto que ponía tan a menudo el capitán. Caras serias, severas, caras de soldados, oficiales o comandantes de la Guardia Suiza Vaticana desde el siglo XVI. No dejó de llamarme la atención el hecho de que sólo su abuelo y su padre -Kaspar Glauser-Róist y Linus Kaspar Glauser-Róist- aparecieran con el uniforme de gala diseñado por Miguel Ángel. Los demás llevaban coraza -peto y espaldar de metal, como era costumbre en los ejércitos del pasado. ¿Sería posible que el famoso traje de colores fuera un diseño moderno?
Una fotografía de un tamaño más grande de lo normal descansaba entre el ordenador y una espléndida cruz de hierro sostenida por un pedestal de piedra. Como no podía verla, di la vuelta a la mesa y contemplé a la misma chica morena que había descubierto en el salón. Ya no me cabía ninguna duda de que debía tratarse de su novia -no se tienen tantas fotos de una amiga o de una hermana-. De manera que la Roca tenía una casa preciosa, una novia guapa, una familia linajuda, era amante de la música y amante de los libros, que abundaban no sólo en aquel despacho sino por todas las habitaciones. Hubiera esperado encontrar en alguna parte la típica colección de armas antiguas que todo militar que se precie tiene expuesta en su hogar, pero la Roca parecía no estar interesado por estos temas, ya que, aparte de los retratos de sus antepasados, aquella vivienda hubiera dicho de su dueño cualquier cosa menos que era oficial del ejército.
– ¿Qué haces aquí, Ottavia?
Di un brico mayúsculo y me giré hacia la puerta.
– ¡Dios mío, Farag, me has asustado!
– ¿Y si en lugar de ser yo, hubiera sido el capitán? ¿Qué hubiera pensado de ti, eh?
– No he tocado nada. Sólo estaba mirando.
– Si alguna vez voy a tu casa, recuérdame que mire tu habitación.
– No harás eso.
– Sal de aquí ahora mismo, anda -me dijo, invitándome a acompañarle fuera del despacho-. El doctor Arcuti tiene que examinarte el brazo. El capitán está bien. Parece que se encuentra bajo los efectos de algún somnífero muy potente. Tanto él como yo tenemos una preciosa crucecita en la parte interior del antebrazo derecho. ¡Ya verás, ya…! Las nuestras son de forma latina y están enmarcadas por un rectángulo vertical con una coronita de siete puntas en la parte de arriba. A lo mejor a ti te han hecho otro modelo.
– No creo… -murmuré. A decir verdad, ya no me acordaba del brazo. Había dejado de molestarme hacía mucho rato.
Entramos en la habitación de la Roca y le vi durmiendo profundamente sobre la cama, tan sucio como cuando salimos de la Cloaca Máxima. El doctor Arcuti me pidió que me levantara la manga del jersey. Tenía la parte interna del antebrazo un poco inflamada y enrojecida, pero no se veía la cruz porque, sobre ella, me habían colocado un apósito de bordes adhesivos. Para ser una secta milenaria, resultaban muy modernos a la hora de practicar sus escarificaciones tribales. Arcuti despegó la gasa cuidadosamente.
– Está bien -dijo mirando mi nueva marca corporal-. No hay infección y parece limpia, a pesar de esta coloración verdosa. Algún antiséptico vegetal, quizá. No podría decirlo. Es un trabajo muy profesional. ¿Sería mucho preguntar…?
– No, no pregunte, doctor Arcuti -repuse, mirándole-. Es una nueva moda llamada body art. El cantante David Bowie es uno de sus mayores valedores.
– ¿Y usted, hermana Salina…?
– Sí, doctor, yo también sigo la moda.
Arcuti sonrió.
– Supongo que no pueden contarme nada. Ya me ha dicho Su Eminencia, el cardenal Sodano, que no me extrañara de nada de lo que viera esta noche y que no preguntase. Creo que están realizando una importante misión para la Iglesia.
– Algo así… -musitó Farag.
– Bueno, pues, en ese caso -dijo colocándome un nuevo apósito sobre la cruz-, ya he terminado. Dejen dormir al capitán hasta que se despierte y ustedes también deberían descansar. No tienen muy buena cara… Hermana Salina, creo que sería buena idea que se viniera conmigo. Tengo el coche abajo y puedo dejarla en su comunidad.
El doctor Arcuti, como miembro numerario del Opus Dei -la organización religiosa con más poder dentro del Vaticano desde que fue elegido Juan Pablo II-, no veía con buenos ojos que yo pasara la noche en una casa en la que había dos hombres. Además, esos hombres, para mayor peligro, no eran sacerdotes sino seglares. Se decía que el Papa no hacía nada sin el beneplácito de la Obra (como la llamaban sus seguidores) e, incluso, los miembros más independientes y fuertes de la poderosa Curia Romana procuraban no oponerse abiertamente a las directrices político-religiosas marcadas por esta institución, cuyos miembros -como el doctor Arcuti o el portavoz del Vaticano, el español Joaquín Navarro Valls-, eran omnipresentes en todos los estamentos vaticanos.
Miré a Farag, desconcertada, sin saber qué responder al doctor. En aquella vivienda había habitaciones de sobra y no se me había ocurrido pensar que tendría que marcharme a dormir, con lo tarde que era y lo cansada que estaba, al piso de la Piazza delle Vaschette. Pero el doctor Arcuti insistió:
– Querrá usted quitarse toda esa suciedad y cambiarse de ropa, ¿no es cierto? ¡Ea, no lo piense más! ¿Cómo va usted a ducharse aquí? ¡No, hermana, no!
Me di cuenta de que hubiera sido absurdo oponer resistencia. Además, de negarme, al día siguiente, o esa misma noche, mi Orden habría recibido una severa reprimenda y no estaban las cosas para andarse con bromas. De manera que me despedí de Farag y, más muerta que viva de pura extenuación, abandoné la casa con el médico que, efectivamente, me dejó en la Piazza delle Vaschette con la agradable sonrisa en los labios de quien ha cumplido con su deber. Ferma, Margherita y Valeria, por supuesto, se llevaron un susto de muerte cuando me vieron entrar en esas condiciones. Sé que, efectivamente, me duché, pero no tengo ni idea de cómo llegué hasta la cama.
Fiel a su naturaleza suizo-germánica, el capitán Glauser-Róist se negó a guardar reposo ni un solo día y, pese a las insistencias de Farag y a las mías, a la tarde siguiente, con la cabeza vendada, se presentó en mi laboratorio del Hipogeo listo para seguir adelante y volver a jugarse la vida. Como si en aquella demencial historia hubiera algo más que la caza y captura de unos ladrones de reliquias, el capitán Glauser-Róist estaba consumido por la ofuscación de llegar cuanto antes hasta los staurofílakes y su Paraíso Terrenal. Quizá, para él, aquellas pruebas iniciáticas que simbolizaban la superación de los siete pecados capitales, significaban algo más que un reto personal, pero para mí sólo eran una provocación, un guante arrojado a mis pies que había decidido recoger.
Me desperté el jueves cerca del mediodía, bastante recuperada del terrible desgaste anímico y físico de la última semana. Supongo que también influyó el hecho de abrir los ojos y encontrarme en mi propia cama y en mi habitación, rodeada de mis cosas. Lo cierto es que las once o doce horas de sueño ininterrumpido me habían sentado maravillosamente y, pese a las magulladuras, ciertos calambres musculares en las piernas y mi nueva y curiosa marca corporal, me sentía en paz y relajada por primera vez en mucho tiempo, como si todo estuviera en orden a mi alrededor.
Pero esta agradable sensación duró apenas un momento, porque, desde la cama, tapada hasta las orejas, escuché sonar el timbre del teléfono y adiviné que aquella llamada era para mí. Sin embargo, ni siquiera cuando Valeria entró para despertarme, me cambió el buen humor. Estaba claro que no había nada como un sueño reparador.
Quien llamaba era Farag que, con una sorprendente voz alterada por la furia, me dijo que el capitán quería que nos reunieramos en el laboratorio después de comer. Fue entonces cuando insistí para que la Roca guardara cama al menos ese día, pero Boswell, más enfadado todavía, me gritó que ya lo había intentado por todos los medios posibles sin ningún éxito. Le supliqué que se calmara y que no se preocupara tanto por alguien que no se tomaba en serio su propia salud. Quise saber cómo se encontraba él y, más tranquilo y apaciguado, me respondió que se había despertado sólo un par de horas antes y que, aparte de la escarificación del brazo, que seguía verdosa pero menos inflamada, si no se tocaba el chichón de la cabeza, no le dolía nada. Había descansado y desayunado copiosamente.
De manera que quedamos en encontrarnos en el laboratorio a las cuatro de la tarde. Hasta entonces, yo comería con mis hermanas, rezaría un rato en la capilla y llamaría a mi casa para ver cómo estaban todos. Me parecía mentira que dispusiera de tres horas libres para reubicarme en el mundo.