El Último Catón - Asensi Matilde 9 стр.


Yo no entendía nada de lo que estaba ocurriendo, pero ellos aún sabían menos. Durante los minutos que pasé a su lado, antes de entregar la tarjeta de embarque que me habían dado, me explicaron que eran secretarios del Obispado y que les habían enviado al aeropuerto para recogerme de un avión y meterme en otro. La orden la había dado directamente el señor obispo, que se encontraba de viaje por la diócesis y que había llamado desde su teléfono móvil.

Y eso fue todo lo que vi de la República de Irlanda: su terminal de vuelos internacionales. A las ocho de la tarde aterrizaba de nuevo en Fiumicino (¡me había pasado el día volando de un sitio a otro, como los pájaros!) y, para mi sorpresa, un par de azafatas me escoltaron hasta la zona VIPs, donde, en una sala privada, sentado en un cómodo silloncito, me esperaba el Cardenal Vicario de Roma, Su Eminencia Carlo Colli, presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, quien, levantándose, me tendió la mano con cierta turbación.

– Eminencia… -dije a modo de saludo mientras hacía la genuflexión y le besaba el anillo.

– Hermana Salina… -balbució azorado-. Hermana Salina… ¡No sabe cuánto lamentamos lo sucedido!

– Eminencia, como supondrá, no tengo la menor idea de lo que me está hablando.

Se refería, por supuesto, al maltrato del que me habían hecho objeto tanto el Vaticano como mi Orden durante los últimos ocho días, pero no estaba dispuesta a ceder fácilmente, así que le di a entender que temía que hubiera ocurrido alguna desgracia por la cual me habían hecho regresar de aquella manera.

– ¿Algún miembro de mi familia…? -insinué con cara de infinita preocupación.

– ¡No, no! ¡Oh, no, no! ¡Dios bendito! ¡Su familia se encuentra perfectamente!

– ¿Entonces, Eminencia?

El Cardenal Vicario de Roma sudaba profusamente a pesar del aire acondicionado de la sala.

– Acompáñeme a la Ciudad, por favor. Monseñor Tournier le explicará.

Salimos directamente de la salita a la calle por una puertecilla y allí, justo delante de nosotros, nos esperaba una de esas limusinas de color negro y matrícula SCV (Stato della Cittú del Vaticano) que poseen todos los cardenales para su uso personal, y a las que los romanos, que son gentes muy socarronas, han cambiado el significado por Si Cristo lo Viese [4]… Algo muy grave debía haber ocurrido, me dije entrando en el vehículo y tomando asiento junto al Cardenal, no sólo porque me habían tenido todo el día cruzando el cielo europeo de un lado a otro, sino porque habían enviado al mismísimo Presidente de la Confe rencia Episcopal Italiana a recogerme al aeropuerto (como si para recoger a la sirvienta se presentara el señor conde en persona). Aquello sonaba muy raro.

La limusina cruzó orgullosamente las vías de Roma, abarrotadas de turistas incluso a esas frías horas de la noche, y entró en la Ciudad del Vaticano por la Piazza del Sant’Uffizio, por la llamada Porta Petriano, justo a la izquierda de la plaza de San Pedro, mucho más discreta y desconocida que la Porta Santa Anna. Una vez que los guardias suizos, con sus llamativos uniformes de colores, nos franquearon el paso, ascendimos por las avenidas dejando a nuestra izquierda el Palacio del Santo Oficio y la Cámara de Audiencias, y luego, dando un rodeo, dejamos a la derecha la enorme Sacristía de San Pedro -que, por sus dimensiones, bien podía tratarse de otra basílica más- para desembocar en la espaciosa Piazza di Santa Marta, cuyos jardines y fuentes bordeamos hasta detenernos frente a la puerta principal de la flamante Domus Sanctae Martae.

La Domus Sanctae Martae (llamada así en honor de Santa Marta, la hermana de Lázaro, que alojó a Jesús en su humilde casa de Betania), era un espléndido palacio cuya reciente construcción había costado más de 35.000 millones de liras [5] y que se había erigido con el doble propósito de, por un lado, ofrecer un cómodo alojamiento a los cardenales durante el próximo Cónclave y, por otro, servir de hotel de lujo para los visitantes ilustres, los prelados o cualquiera que estuviera en disposición de pagar sus elevadísimas tarifas. O sea, exactamente lo mismo que la humilde casa de Santa Marta.

Al entrar en el recibidor, brillantemente iluminado y decorado con gran suntuosidad, Su Eminencia y yo fuimos recibidos por un anciano portero que nos escoltó hasta la recepción. En cuanto el gerente reconoció al Cardenal, salió de detrás de su elegante mostrador de mármol y nos acompañó, muy solicito, a través del ancho vestíbulo en dirección a unas impresionantes escalinatas curvilíneas que descendían hasta un bar con varias salas. Vislumbré una biblioteca a través de unas puertas abiertas y, en un rincón, la zona de las oficinas administrativas de la Domus. Al otro lado, en penumbra, un salón de congresos de gigantescas dimensiones.

El gerente, siempre un paso por delante de nosotros pero con el cuerpo contorsionado ligeramente hacia atrás para señalar la preeminencia del Cardenal, nos condujo hasta un recinto, dentro del mismo bar, en el que se veían varios reservados. Con gesto respetuoso, llamó a la puerta del primero de ellos, la entreabrió para indicarnos que ya podíamos pasar y, acto seguido, consumó una distinguida reverencia y desapareció.

Dentro del reservado -una especie de sala de reuniones con una pequeña mesa oval acordonada por negros y modernos sillones de respaldo alto-, nos esperaban tres personas: presidiendo la reunión, Monseñor Tournier, sentado en uno de los extremos y con cara de pocos amigos; a su derecha, el capitán Glauser-Róist, igual de pétreo que siempre pero con un aspecto diferente, extraño, que me llevó a examinarlo con mayor atención y a sorprenderme enormemente al reparar en que, como si hubiera estado una semana tomando el sol en alguna playa turística de la costa adriática, exhibía un hermoso bronceado (con partes tirando a rojo-cangrejo) que permitía diferenciar, por fin, las zonas de pelo de las zonas de piel; y, por último, un individuo desconocido, a la derecha de Glauser-Róist, que mantenía la cabeza baja y las manos fuertemente entrelazadas como si estuviera muy nervioso.

Monseñor Tournier y Glauser-Róist se pusieron en pie para recibirnos. Me fijé en las alineadas fotografías que colgaban sobre las paredes color crema: todos los pontífices de este siglo, con sus sotanas y solideos blancos, exhibiendo afables y paternales sonrisas. Hice una genuflexión ante Tournier y luego me encaré con el soldadito de juguete:

– Volvemos a encontrarnos, capitán. ¿Debo agradecerle este interesante vuelo de ida y vuelta a Dublin?

Glauser-Róist sonrió y, por primera vez desde que nos conocíamos, se atrevió a tocarme, sujetándome por el codo y acercándome hasta el asiento donde permanecía inmóvil el desconocido, que se llevó un susto de muerte al vernos avanzar directamente hacia él.

– Doctora, permítame presentarle al profesor Farag Boswell. Profesor… -este se puso de pie tan rápidamente que un bolsillo de la chaqueta se le enganchó en el reposabrazos del sillón y sufrió un brusca frenada en su intento de levantarse. Luchó a brazo partido con el bolsillo hasta que consiguió liberarlo y, sólo después de ajustarse sobre la nariz las menudas gafitas redondas que llevaba, fue capaz de mirarme directamente a los ojos y sonreír con timidez-. Profesor Boswell, le presento a la doctora Ottavia Salina, religiosa de la Orden de la Venturosa Virgen María, de quién ya le he hablado.

El profesor Boswell me tendió una mano temerosa que yo estreché sin demasiado convencimiento. Era un hombre muy atractivo, de unos treinta y siete o treinta y ocho años, casi tan alto como la Roca y vestido de manera informal (polo azul, chaqueta deportiva, pantalones beige anchos, muy arrugados, y un par de botas de campo sucias y gastadas). Parpadeaba nerviosamente mientras trataba de evitar que su mirada huyera despavorida de la mía, cosa que hacía de continuo. Era un tipo curioso aquel profesor Boswell: tenía la piel morena de los árabes y sus rasgos eran un perfecto compendio de morfología judía, sin embargo, su pelo, que le caía suave y suelto a ambos lados de la cabeza, era de un castaño muy claro, casi rubio, y sus ojos eran completamente azules, de un precioso azul turquesa como los de ese actor de cine que hizo aquella película… ¿Cómo se llamaba? No lo recuerdo, pero todos se mataban por la gasolina y viajaban en extraños vehículos. Bueno, el caso es que aquel asombroso profesor Boswell me gustó casi desde el primer momento. Quizá fuera su torpeza (tropezaba con las rayas del suelo aunque no las hubiera) o su timidez (perdía por completo la voz cuando tenía que hablar), pero sentí por él una súbita oleada de simpatía que me sorprendió.

Tomamos asiento alrededor de la mesa, aunque ahora el Arzobispo Secretario cedió la presidencia al cardenal Colli. Frente a mi, Glauser-Róist y el profesor Boswell, y a mi lado, el siempre agradable Monseñor Tournier. Aunque me moría de ganas por saber qué era lo que estaba pasando, decidí que mi actitud debía ser de aparente indiferencia. A fin de cuentas, si estaba allí era porque me necesitaban de nuevo y me habían hecho demasiado daño durante la última semana como para que me rebajara a pedir explicaciones. Por cierto, hablando de explicaciones, ¿sabrían en mi Orden por dónde andaba (o volaba) yo a esas horas…? Recordé que las hermanas irlandesas no habían ido al aeropuerto a buscarme, de modo que debían saberlo, así que dejé de preocuparme.

El primero en tomar la palabra fue el capitán:

– Verá, doctora -comenzó, con su voz de barítono germano-, los acontecimientos han dado un giro insospechado.

Y, diciendo esto, se inclinó hacia el suelo, recogió su cartera de piel, la abrió parsimoniosamente y sacó de su interior un bulto, del tamaño de una tarta de cumpleaños, envuelto en un lienzo blanco. Si yo esperaba unas disculpas o algún otro tipo de acto de conciliación, desde luego que ya estaba servida. Todos los presentes miraron el paquete como si fuera la joya más preciada del mundo y la siguieron con los ojos mientras se deslizaba suavemente sobre la mesa empujada por las manos del capitán. Ahora estaba justo frente a mí y yo no sabía muy bien qué debía hacer con aquello. Creo que, salvo yo, nadie más respiraba.

– Puede abrirlo -me invitó, tentadoramente, Glauser-Róist.

Por mi cabeza pasaron muchos pensamientos en aquel momento, todos a una velocidad vertiginosa y sin mucha coherencia, pero si de algo estaba segura era de que, si abría aquel envoltorio, volvería a convertirme en un vulgar instrumento de usar y tirar. Me habían hecho volver a Roma porque me necesitaban, pero yo ya no quería colaborar.

– No, gracias -objeté, empujando de nuevo el paquete hacia Glauser-Róist-. No tengo el menor interés.

La Roca se echó hacia atrás en el asiento y se ajustó el cuello de la chaqueta con un gesto duro. Luego, me lanzó una larga mirada de reconvención.

– Todo ha cambiado, doctora. Debe confiar en mí.

– ¿Y sería usted tan amable de decirme por qué? Si no recuerdo mal (y tengo una memoria muy buena) la última vez que le vi, hace exactamente ocho días, salía usted de mi laboratorio dando un portazo y, al día siguiente, por casualidad supongo, me despidieron del trabajo.

– Deja que yo se lo explique, Kaspar -atajó de repente Monseñor Tournier, que levantó incluso una mano admonitoria en dirección a la Roca mientras giraba su asiento hacia mí. Había un tono melodrámatico en su voz, de falsa contrición-. Lo que el capitán no quería revelarle es que… fui yo el responsable de su despido. Si, ya sé que es duro de oír… -en efecto, pensé, el mundo no está preparado para escuchar que Monseñor Tournier ha hecho algo incorrecto- El capitán Glauser-Róist había recibido unas órdenes muy estrictas…, mías, debo añadir, y, cuando usted le confesó que conocía todos los detalles de la investigación, él se vio en la obligación de… ¿cómo lo diría?, de informarme, sí, aunque debe saber que se mostró enérgicamente contrario a su… despido. Hoy he venido para decirle cuánto lamento la equivocada actitud que la Iglesia adoptó contra usted. Fue, sin duda…, un error deplorable.

– De hecho, hermana Salina -terció el cardenal Colli en ese momento-, el capitán Glauser-Róist ha asumido totalmente la dirección de esta investigación, por decisión personal del Cardenal Secretario de Estado, Su Eminencia Reverendísima Angelo Sodano. Monseñor Tournier, si puedo decirlo así, ya no lleva las riendas del asunto.

– Y las dos primeras cosas que he pedido al asumir tal dirección -apostilló Glauser-Róist, enarcando las cejas con aire impaciente-, son su incorporación inmediata a la investigación, como miembro de mi equipo, y la renovación de su contrato con el Archivo Secreto y la Biblioteca Vaticana.

– ¡Cierto! -confirmó el Cardenal Colli.

– Así que, doctora -terminó la Roca-, si está usted conforme con todo, ¡abra el maldito paquete de una vez!

Y propinándole un brusco empujón al envoltorio, este regreso patinando hasta mi lado de la mesa. Una exclamación de horror salió de la garganta del profesor Boswell.

– Lo siento, he perdido los nervios -se disculpó el capitán.

Sinceramente, estaba tan desconcertada que no sabía qué pensar. Puse las manos sobre el lienzo blanco del paquete y me quedé en suspenso, indecisa. Había recuperado mi trabajo en el Archivo Secreto, había dejado de ser una proscrita en el Vaticano y, además, era miembro de pleno derecho del equipo de investigación de Glauser-Róist en una misión que me había apasionado desde el primer momento. ¡Era más de lo que hubiera esperado aquella misma mañana cuando me levanté de la cama dispuesta a salir hacia el destierro! De repente, mientras sopesaba estas buenas noticias, un ligero cosquilleo en las palmas de las manos me llevó a frotármelas, inconscientemente, para quitar una molesta arenilla que se me había adherido a la piel. Sorprendida, miré los diminutos granitos blancos que caían como nieve sobre la oscura madera bruñida de la mesa.

Glauser-Róist los señaló con el dedo:

– No debería tratar así a la arena sagrada del Sinaí.

Le miré como si no le hubiera visto antes. Mi sorpresa y estupor no tenían limites.

– ¿Del Sinaí? -repetí automáticamente, atando cabos a la velocidad del viento.

– Para ser más preciso, del monasterio de Santa Catalina del Sinaí.

– ¿Quiere decir…? ¿Quiere decir que usted ha estado en Santa Catalina del Sinaí? -le reproché, apuntándole con el índice de mi mano derecha. ¡Era increíble! Mientras yo pasaba la peor semana de mi vida, él había estado en un lugar que, por derecho, como paleógrafa, me correspondía visitar a mí. Pero la Roca pareció no apercibirse de mi enojo.

– En efecto, doctora -repuso, volviendo a su tono neutro habitual-. Al final, resultó imprescindible. Y como estoy seguro que tendrá muchas preguntas que hacerme, le aseguro que responderé a todo… -se detuvo en seco y giró la cabeza hacia el profesor Boswell, que empezó a menguar en el sillón-, responderemos a todo sin ocultarle ninguna información.

Estaba molesta, desde luego, pero no por ello dejaba de llamarme la atención la nueva actitud de Glauser-Róist hacia Monseñor Tournier y el cardenal Colli. Mientras que en la primera reunión que mantuvimos, aquella en la que también estuvieron presentes Sodano y Ramondino, el capitán se mantuvo en un discreto y disciplinado segundo plano -atento, únicamente, a las órdenes de Tournier-, en el momento presente parecía ignorarlos por completo, igual que si fueran sombras proyectadas contra una pared.

– Muy bien, muy bien… -repuse levantando los brazos en el aire y dejándolos caer pesadamente con un gesto de resignación-. Empiece por Abi-Ruj Iyasus y termine por este envoltorio lleno de arena del Sinaí.

Glauser-Róist elevó la mirada al techo y tomó aire antes de empezar.

– Bueno, veamos… El accidente de la Cessna -182 el pasado 15 de febrero en Grecia fue el verdadero comienzo de esta historia. A los pies del cadáver del ciudadano etíope Abi-Ruj Iyasus, los bomberos encontraron una valiosa caja de plata, muy antigua y decorada con esmaltes y gemas, que contenía unos extraños pedazos de madera sin valor aparente. Como la caja, en realidad, parecía un relicario, las autoridades civiles consultaron a la Iglesia Or todoxa Griega, por si ellos podían ofrecer alguna explicación, y los ortodoxos se llevaron una sorpresa considerable al comprobar que uno de aquellos fragmentos de madera seca era, nada más y nada menos, que el famoso Lignum Crucis [6] del Monasterio Docheiariou, en el monte Athos. Rápidamente, dieron la voz de alarma al resto de los numerosos Patriarcados ortodoxos de Oriente y, al comprobar que, uno tras otro, todos los relicarios con fragmentos de la Verdadera Cruz estaban vacíos, decidieron ponerse en contacto con nosotros, los herejes católicos, dado que estamos en posesión de la mayoría de Ligna Crucis [7] del mundo.

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