El Último Catón - Asensi Matilde 10 стр.


El capitán se arrellanó en el sillón, buscando una postura más cómoda, y continuó:

– Todo esto que le estoy contando se llevó a cabo en un tiempo ínfimo: apenas veinticuatro horas después del accidente, Su Eminencia Reverendísima el Secretario de Estado había sido informado por el Santo Sínodo de la Iglesia de Grecia y había dado la orden de que, lo más discretamente posible, todas las iglesias católicas del orbe en posesión de Ligna Crucis comprobaran el estado de sus relicarios. El resultado fue de un sesenta y cinco por ciento de estuches vacíos, entre ellos, precisamente, los que contenían los fragmentos más importantes: el Lígnum de Verona, los Ligna de Santa Croce in Gerusalemme y San Juan de Letrán, en Roma, los de Santo Toribio de Liébana y Caravaca de la Cruz, en España, el del monasterio cisterciense de La Boissiere y el de la Sainte -Chapelle, en Francia. Pero, y esto es muy significativo, también Latinoamérica había sido expoliada: se echaron en falta los importantes fragmentos de la Catedral Metropolitana de México y el de la Hermandad de Jesús Nazareno del Consuelo de Guatemala, entre otros.

Jamás he sentido la menor devoción por las reliquias. Nadie en mi familia era partidario de adorar exóticos pedazos de huesos, telas o maderas, ni siquiera mi madre, de gustos tridentinos en cuestiones de religión, y mucho menos Pierantonio, que vivía en Tierra Santa y era responsable del hallazgo, durante las excavaciones arqueológicas, de más de un cuerpo con olor de santidad. Pero aquella historia que me estaba narrando el capitán resultaba estremecedora. Muchos fieles depositan realmente su fe en esos objetos sagrados y bajo ningún concepto se les debe faltar al respeto por sus creencias. Además, aunque la propia Iglesia, con los años, hubiera ido abandonando estas prácticas tan dudosas, todavía existía dentro de ella una corriente muy proclive a la veneración de reliquias. Sin embargo, lo más sorprendente era que no se trataba del brazo momificado de santa como-se-llame, ni del cuerpo incorrupto de san lo-que-sea. Estábamos hablando de la Cruz de Cristo, de la supuesta madera sobre la cual el cuerpo del Salvador había sufrido tortura y muerte, y resultaba muy extraño que, aunque todos los Ligna Crucis del mundo pudieran calificarse a priori como falsificaciones o fraudes, aquellos pedazos de madera se hubieran convertido en el objetivo único de una pandilla de fanáticos.

– La segunda parte de esta historia, doctora -continuó Glauser-Róist, imperturbable- es el descubrimiento de las escarificaciones en el cuerpo de Iyasus. Mientras las autoridades griegas y etíopes comenzaban a investigar sin ningún éxito, la vida y milagros del sujeto, Su Santidad, a través del Secretario de Estado, y a petición de las Iglesias de Oriente (con menos medios para poner en marcha una investigación) decidió que nosotros deberíamos descubrir quién o quiénes estaban robando los Ligna Crucis y por qué. La orden del Papa fue, si no recuerdo mal, parar las sustracciones inmediatamente, recuperar las reliquias robadas, descubrir a los ladrones y, por supuesto, ponerlos en manos de la justicia. En cuanto la policía griega descubrió las extrañas cicatrices del etíope, se lo comunicó a Su Beatitud el Arzobispo de Atenas, Christodoulos Paraskeviades, y éste, pese a que las relaciones con Roma no son muy buenas, solicitó el envío de un agente especial para que estuviera presente en la autopsia. Ese agente fui yo y lo que viene después ya lo sabe usted misma de primera mano.

No había comido nada en todo el día y empezaba a sufrir una desagradable hipoglucemia. Debía ser tardísimo, pero no quise mirar el reloj para no sentirme todavía peor: me había levantado a las siete de la mañana, había cogido un avión que me había llevado hasta Irlanda, había vuelto a Roma por la noche y… Me sentía tan agotada que me dolía hasta el aliento.

Todavía quedaba mucha historia por contar, recordé viendo el envoltorio blanco delante de mi, pero, a pesar de mi curiosidad, sí no comía algo pronto, iba a caer desfallecida sobre la mesa. Así que aproveché el repentino silencio del capitán para preguntar si podíamos hacer un pequeño descanso y tomar algo, porque me estaba mareando. Se produjo un murmullo unánime de aprobación -estaba claro que allí nadie había cenado-, de modo que Su Eminencia el cardenal Colli hizo un gesto al capitán y éste, tras quitarme el paquete de las manos y guardarlo de nuevo en su cartera de piel, abandonó unos segundos el reservado, volviendo de inmediato con el encargado del restaurante.

Poco después, un ejército de camareros con chaqueta blanca entraba en la habitación empujando grandes carritos cargados con montones de comida. Su Eminencia bendijo los alimentos con una sencilla oración de agradecimiento, y todos, hasta el tímido profesor Boswell, nos lanzamos sobre los platos con verdadera ansia. Estaba tan hambrienta que, cuanto más ingería, menos saciada me encontraba. No perdí la compostura, pero comí como si no lo hubiera hecho en un mes. Supongo que también se debía a la falta de sueño y al cansancio. Al final, viendo la sonrisita mezquina de Monseñor Tournier, decidí parar, aunque, para entonces, ya me encontraba bastante recuperada.

Durante la cena, y hasta que terminamos el exquisito y humeante café exprés, Su Eminencia el cardenal Colli nos estuvo contando las grandes esperanzas que Su Santidad, Juan Pablo II, tenía puestas en la resolución de este complicado problema de los robos de las reliquias. Las relaciones con las Iglesias de Oriente eran peores de lo que cabría esperar después de tantos años de lucha por el ecumenismo y, si conseguíamos devolverles sus Ligna Crucis y acabar con los expolios, quizá el Patriarca de Moscú y de todas las Rusias, Alejo II, y el Patriarca Ecuménico de Constantinopla, Bartolomeos I -los dos líderes ortodoxos más representativos dentro de la pléyade de líderes e Iglesias Ortodoxas-, estuvieran dispuestos al diálogo y a la reconciliación. Al parecer, estos dos patriarcas cristianos estaban actualmente enfrentados entre si por la repartición de las Iglesias ortodoxas de los países que pertenecían a la antigua Unión Soviética, pero ambos formaban una coalición inquebrantable frente a la Iglesia de Roma por el tema de las reclamaciones de nuestros católicos de rito oriental, los uniatos, que reivindicaban bienes y propiedades incautados en su momento por el régimen comunista y que ahora se encontraban en manos ortodoxas. En fin, que en el fondo se trataba de un vulgar asunto de propiedades y poder. La estructura jerárquica de las Iglesias cristianas Ortodoxas -que, en teoría, al menos, no existía como tal-, era una tupida red formada por urdimbres históricas y tramas económicas: el Patriarcado de Moscú y de todas las Rusias, en manos de Su Santidad Alejo, cobijaba bajo sus alas a las Iglesias Ortodoxas independientes de los paises del Este de Europa (Serbia, Bulgaria, Rumania…) y el Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, en manos de Su Divinísima Santidad Bartolomeos, a todas las demás (las de Grecia, Siria, Turquía, Palestina, Egipto… incluida la importantísima Iglesia Greco-Ortodoxa de América). Sin embargo, las fronteras no estaban tan claras como a primera vista podría parecer y existían monasterios y templos de ambas facciones tanto en uno como en otro ámbito de influencia. En cualquier caso, el Patriarca Ecuménico de Constantinopla, a pesar de no tener ningún poder sobre ellos, «precedía en honor» a todos los demás patriarcas ortodoxos del mundo, incluido Alejo, pero éste parecía ignorar totalmente esta antigua y milenaria tradición, preocupado tan sólo por impedir que las autoridades rusas permitieran la entrada de la Iglesia Católica en su feudo, cosa que, hasta el momento, estaba consiguiendo con bastante exíto.

En fin, un caos; pero nosotros debíamos colaborar al allanamiento de los pedregosos caminos que conducían a la unión de todos los cristianos resolviendo el asunto de los robos, ya que esto serviría de aceite y gasolina para el deteriorado motor del ecumenismo.

Durante las horas que llevábamos en aquel reservado, el profesor Boswell no había despegado los labios como no fuera para comer. Sin embargo, se notaba que estaba perfectamente atento a todo cuanto se iba diciendo pues, de vez en cuando, sin darse cuenta, hacía algún imperceptible gesto afirmativo o denegativo con la cabeza. Era el hombre más silencioso que había conocido en mi vida. Daba la sensación de que aquel entorno le venía grande, de que no estaba cómodo en absoluto.

– Bueno, bueno… profesor Boswell -dejó escapar en aquel momento Monseñor Tournier leyéndome el pensamiento-. Creo que ha llegado su turno. Por cierto, ¿habla mi idioma? ¿Entiende lo que le estoy diciendo? ¿Entiende algo de lo que se ha dicho aquí esta noche?

Observé que Glauser-Róist entrecerraba los ojos para mirar a Monseñor fijamente y que el profesor Boswell parpadeaba, aturdido, y carraspeaba, aclarándose la garganta en un desesperado intento por dominar la voz.

– Le entiendo perfectamente, Monseñor -balbució el profesor con un marcado acento árabe-. Mi madre era italiana.

– ¡Ah, magnifico, magnífico! -exclamó Tournier, exhibiendo una amplia sonrisa.

– El profesor Farag Boswell, Monseñor -aclaró Glauser-Róist con una entonación cortante que no dejaba lugar a dudas-, además del árabe y el copto, domina perfectamente el griego, el turco, el latín, el hebreo, el italiano, el francés y el inglés.

– No tiene ningún mérito -se apresuró a explicar tartamudeando, el profesor-. Mi abuelo paterno era judío, mi madre italiana y el resto de mi familia, incluido yo, por supuesto, somos coptos católicos.

– Pero su apellido es inglés, profesor -comenté extrañada, aunque enseguida recordé que Egipto había sido colonia inglesa durante mucho tiempo.

– Esto le gustará, doctora -apuntó Glauser-Róist con una de sus extrañas sonrisas-: el profesor Boswell es biznieto del doctor Kenneth Boswell, uno de los arqueólogos que descubrieron la ciudad bizantina de Oxirrinco.

¡Oxirrinco! Si aquel dato ya resultaba sumamente interesante, lo mejor de todo era ver a Glauser-Róist en aquel nuevo papel de amigo-paladín del egipcio.

– ¿Es eso cierto, profesor? -le pregunté.

– Así es, doctora -me confirmó Boswell con una tímida inclinación de cabeza-. Mi bisabuelo descubrió Oxirrinco.

Oxirrinco, una de las capitales más importantes del Egipto bizantino, perdida durante siglos y comida por las arenas del desierto, había vuelto a la vida en 1895, gracias a los arqueólogos ingleses Bernard Grenfell, Arthur Hunt y Kenneth Boswell, y, hasta la fecha, se había revelado como el yacimiento más importante de papiros bizantinos y como una auténtica biblioteca de obras perdidas de autores clásicos.

– Y naturalmente, usted también es arqueólogo -afirmó Monseñor Tournier.

– En efecto. Trabajo… -se detuvo un momento, frunció la frente y se corrigió-, trabajaba en el Museo Grecorromano de Alejandría.

– ¿Ya no trabaja usted allí? -quise saber, extrañada.

– Ha llegado el momento de contarle una nueva historia, doctora -anunció Glauser-Róist. Y volvió a inclinarse hacia su cartera de piel, que descansaba en el suelo, y a sacar el envoltorio de lienzo blanco lleno de arena del Sinaí. Pero esta vez no me lo entregó; lo apoyó cuidadosamente sobre la mesa y, sujetándolo con ambas manos, lo contempló con un intenso destello metálico en sus ojos grises-. Al día siguiente de abandonar su laboratorio, y después de entrevistarme con Monseñor Tournier, como ya sabe, cogí un avión con destino a El Cairo. En el aeropuerto estaba esperándome el profesor Boswell, aquí presente, comisionado por la Iglesia Copto -Católica para servirme de intérprete y guía.

– Su Beatitud Stephanos II Ghattas -le interrumpió Boswell, colocándose nerviosamente las gafas en su sitio-, Patriarca de nuestra Iglesia, me pidió personalmente el favor. Me dijo que hiciera todo cuanto estuviera en mis manos para ayudar al capitán.

– En realidad, la ayuda del profesor ha sido inestimable -añadió el capitán-. Hoy no tendríamos…, esto -y señaló el paquete con el mentón- si no fuera por él. Cuando me recogió en el aeropuerto, Boswell conocía aproximadamente la tarea que yo tenía que realizar y puso todos sus conocimientos, sus recursos y sus contactos a mi disposición.

– Me gustaría tomar otro café -interrumpió en aquel momento el cardenal Colli-. ¿Quieren ustedes también?

Monseñor Tournier miró rápidamente su reloj de pulsera e hizo un gesto afirmativo. Glauser-Róist volvió a ponerse en pie y a salir del reservado, pero, aunque tardó unos minutos más de lo que, para mí, resultaba soportable con aquella compañía, volvió con una enorme bandeja llena de tazas y una gran cafetera en el centro. Mientras nos servíamos, el capitán continuó hablando.

Entrar en Santa Catalina del Sinaí no había resultado una tarea sencilla, nos explicó Glauser-Róist. Para los turistas existe un horario limitado de visitas y un recorrido más limitado aún del recinto monástico. Dado que ellos no sabían qué era lo que debían buscar, ni cómo buscarlo, necesitaban amplia libertad de movimientos y de tiempo. El profesor, por tanto, había elaborado un arriesgado plan, que, sin embargo, funcionó a la perfección:

Aunque, en 1782, el monasterio ortodoxo de Santa Catalina del Sinaí se había independizado del Patriarcado de Jerusalén por remotas y confusas razones (convirtiéndose en Iglesia autocéfala, la llamada Iglesia Ortodoxa del Monte Sinaí), el Patriarcado seguía conservando cierto ascendiente sobre el monasterio y sobre su cabeza visible, el abad y arzobispo de dicha Iglesia. Pues bien, conociendo esta influencia, Su Beatitud Stephanos II Ghattas había pedido al Patriarca de Jerusalén, Diodoros I, que emitiese cartas de presentación para el capitán Glauser-Róist y el profesor Boswell, de manera que el recinto les abriese completamente sus puertas. ¿Por qué debía Santa Catalina acatar la petición del Patriarcado de Jerusalén? Muy sencillo, porque, de los dos visitantes, uno, el extranjero europeo, era un importante filántropo alemán interesado en donar varios millones de marcos al monasterio. De hecho, en 1997, desesperadamente necesitados de dinero, los monjes habían aceptado -por primera y única vez en su historia-, enseñar algunos de sus más valiosos tesoros en una magnífica exposición que tuvo lugar en el Museo Metropolitano de Nueva York. El propósito de aquella exposición había sido, no sólo conseguir el dinero que había pagado el propio museo por el evento, sino, además, captar inversores dispuestos a financiar la restauración de la antiquísima biblioteca y el extraordinario museo de iconos.

De modo que, con la intención de encontrar alguna pista que diese un nuevo impulso a la investigación, el capitán Glauser-Róist y el profesor Boswell se presentaron en las oficinas que la Iglesia Ortodoxa del Monte Sinaí tenía en El Cairo, y contaron sus mentiras con toda la sangre fría del mundo. Esa misma noche alquilaron un todoterreno preparado para cruzar el desierto y salieron hacia el monasterio. Les recibió el abad en persona, Su Beatitud el arzobispo Damianos, un hombre sumamente atento e inteligente, que les dio la bienvenida y les ofreció su hospitalidad durante todo el tiempo que quisieran. Esa misma tarde, comenzaron a inspeccionar la abadía.

– Vi las cruces, doctora -murmuró Glauser-Róist, claramente emocionado-. Las vi. Idénticas a las del cuerpo de nuestro etíope. Siete en total también, las mismas que reproducían las escarificaciones. Estaban allí, esperándome en el muro.

Y yo no las he visto, pensé. Yo no las he visto porque me dejaron fuera. Yo no he estado en el desierto egipcio, saltando sobre las dunas en un todoterreno, porque Monseñor Tournier valoró que la hermana Salina debía ser despedida por saber más de lo debido, porque desde el principio no le hizo gracia que una mujer se encargara del asunto.

– No debería, pero siento mucha envidia de usted, capitán -reconocí en voz alta, dando un largo sorbo de mi taza de café-. Me hubiera gustado ver esas cruces. Al fin y al cabo, son tan mías como suyas.

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