Del Amor Y Otros Demonios - Marquez Gabriel Garcia 3 стр.


Se enloqueció por él. Se iban por las noches a los bailes de candil en los arrabales, él vestido de caballero con levita y sombrero redondo que Bernarda le compraba a su gusto, y ella disfrazada de cualquier cosa al principio, y después con su propia cara. Lo bañó en oro, con cadenas, anillos y pulseras, y le hizo incrustar diamantes en los dientes. Creyó morir cuando se dio cuenta de que se acostaba con todas las que encontraba a su paso, pero al final se conformó con las sobras. Fueron los tiempos en que Dominga de Adviento entró en su dormitorio a la hora de la siesta, creyendo que Bernarda estaba en el trapiche, y los sorprendió en pelotas haciendo el amor por el suelo. La esclava se quedó más deslumbrada que atónita con la mano en la aldaba.

«No te quedes ahí como una muerta», le gritó Bernarda.

«o te vas, o te revuelcas aquí con nosotros».

Dominga de Adviento se fue con un portazo que le sonó a Bernarda como una bofetada. Ella la convocó esa noche y la amenazó con castigos atroces por cualquier comentario que hiciera de lo que había visto.

«No se preocupe, blanca», le dijo la esclava.

«Usted puede prohibirme lo que quiera, y yo le cumplo».Y concluyó:

«Lo malo es que no puede prohibirme lo que pienso».

Si el marqués lo supo se hizo bien el desentendido. A fin de cuentas, Sierva María era lo único que le quedaba en común con la esposa, y no la tenía como hija suya sino sólo de ella. Bernarda, por su parte, ni siquiera lo pensaba. Tan olvidada la tenía, que de regreso de una de sus largas temporadas en el trapiche la confundió con otra por lo grande y distinta que estaba. La llamó, la examinó, la interrogó sobre su vida, pero no obtuvo de ella una palabra.

«Eres idéntica a tu padre», le dijo. «Un engendro».

Ese seguía siendo el ánimo de ambos el día en que el marqués regresó del hospital del Amor de Dios y le anunció a Bernarda su determinación de asumir con mano de guerra las riendas de la casa. Había en su premura un algo frenético que dejó a Bernarda sin réplica.

Lo primero que hizo fue devolverle a la niña el dormitorio de su abuela la marquesa, de donde Bernarda la había sacado para que durmiera con los esclavos. El esplendor de antaño seguía intacto bajo el polvo: la cama imperial que la servidumbre creía de oro por el brillo de sus cobres; el mosquitero de gasas de novia, las ricas vestiduras de pasamanería, el lavatorio de alabastro con numerosos pomos de perfumes y afeites alineados en un orden marcial sobre el tocador; el beque portátil, la escupidera y el vomitorio de porcelana, el mundo ilusorio que la anciana baldada por el reumatismo había soñado para la hija que no tuvo y la nieta que nunca vio.

Mientras las esclavas resucitaban el dormitorio, el marqués se ocupó de poner su ley en la casa.

Espantó a los esclavos que dormitaban a la sombra de las arcadas y amenazó con azotes y ergástulas a los que volvieran a hacer sus necesidades en los rincones o jugaran a suerte y azar en los aposentos clausurados. No eran disposiciones nuevas. Se habían cumplido con mucho más rigor cuando Bernarda tenía el mando y Dominga de Adviento lo imponía, y el marqués se regodeaba en público de su sentencia histórica: «En mi casa se hace lo que yo obedezco». Pero cuando Bernarda sucumbió en los tremedales del cacao y Dominga de Adviento murió, los esclavos volvieron a infiltrarse con gran sigilo, primero las mujeres con sus crías para ayudar en oficios menudos, y luego los hombres ociosos en busca de la fresca de los corredores.

Aterrada por el fantasma de la ruina, Bernarda los mandaba a que se ganaran la comida mendigando en la calle. En una de sus crisis decidió manumitirlos, salvo a los tres o cuatro del servicio doméstico, pero el marqués se opuso con una sinrazón:

«Si han de morirse de hambre, es mejor que se mueran aquí y no por esos andurriales».

No se atuvo a fórmulas tan fáciles cuando el perro mordió a Sierva María. Invistió de poderes al esclavo que le pareció de más autoridad y mayor confianza, y le impartió instrucciones cuya dureza escandalizó a la misma Bernanda. A la primera noche, cuando la casa estaba ya en orden por primera vez desde la muerte de Dominga de Adviento, encontró a Sierva María en la barraca de las esclavas, entre media docena de jóvenes negras que dormían en hamacas entrecruzadas a distintos niveles. Las despertó a todas para impartir las normas del nuevo gobierno.

«Desde esta fecha la niña vive en la casa», les dijo.

«Y sépase aquí y en todo el reino que no tiene más que una familia, y es sólo de blancos».

La niña resistió cuando él quiso llevarla en brazos al dormitorio, y tuvo que hacerle entender que un orden de hombres reinaba en el mundo. Ya en el dormitorio de la abuela, mientras le cambiaba el refajo de lienzo de las esclavas por una camisa de noche, no logró de ella una palabra. Bernarda lo vio desde la puerta: el marqués sentado en la cama luchando con los botones de la camisa de dormir que no pasaban por los ojales nuevos, y la niña de pie frente a él, mirándolo impasible. Bernarda no

pudo reprimirse. «¿Por qué no se casan?», se burló y como el marqués no le hizo caso, dijo más:

«No sería un mal negocio parir marquesitas criollas con patas de gallina para venderlas a los circos».

Algo había cambiado también en ella. A pesar de la ferocidad de la risa su rostro parecía menos amargo, y había en el fondo de su perfidia un sedimento de compasión que el marqués no advirtió.

Tan pronto como la sintió lejos, le dijo a la niña:

«Es una gorrina».

Le pareció percibir en ella una chispa de interés:

«¿Sabes lo que es una gorrina?», le preguntó, ávido de una respuesta. Sierva María no se la concedió. Se dejó acostar en la cama, se dejó acomodar la cabeza en las almohadas de plumas, se dejó cubrir hasta las rodillas con la sábana de hilo olorosa al cedro del arcón sin hacerle la caridad de una mirada. Él sintió un temblor de conciencia:

«¿Rezas antes de dormir?»

La niña no lo miró siquiera. Se acomodó en posición fetal por el hábito de la hamaca y se durmió sin despedirse. El marqués cerró el mosquitero con el mayor cuidado para que los murciélagos no la sangraran dormida. Iban a ser las diez y el coro de las locas era insoportable en la casa redimida por la expulsión de los esclavos.

El marqués soltó los mastines que salieron en estampida hacia el dormitorio de la abuela, olfateando las hendijas de las puertas con latidos acezantes. El marqués les rascó la cabeza con la yema de los dedos, y los calmó con la buena noticia:

«Es Sierva, que desde esta noche vive con nosotros».

Durmió poco y mal por las locas que cantaron hasta las dos. Lo primero que hizo al levantarse con los primeros gallos fue ir al cuarto de la niña, y no estaba allí sino en el galpón de las esclavas. La que dormía más cerca despertó asustada.

«Vino sola, señor», dijo, antes de que él le preguntara nada. «Ni siquiera me di cuenta».

El marqués sabía que era cierto. Indagó cuál de ellas acompañaba a Sierva María cuando la mordió el perro. La única mulata, que se llamaba Caridad del Cobre, se identificó tiritando de miedo. El marqués la tranquilizó.

«Encárgate de ella como si fueras Dominga de Adviento», le dijo.

Le explicó sus deberes. Le advirtió que no la perdiera de vista ni un momento y la tratara con afecto y comprensión, pero sin complacencias. Lo más importante era que no traspasara la cerca de espinos que haría construir entre el patio de los esclavos y el resto de la casa. En la mañana al despertar y en la noche antes de dormir debía darle un informe completo sin que él se lo preguntara.

«Fíjate bien lo que haces y cómo lo haces»,

concluyó. «Has de ser la única responsable de que estas mis órdenes se cumplan».

A las siete de la mañana, después de enjaular los perros, el marqués fue a casa de Abrenuncio. El médico le abrió en persona, pues no tenía esclavos ni sirvientes. El marqués se hizo a sí mismo el reproche que creía merecer.

«Éstas no son horas de visita», dijo.

El médico le abrió el corazón, agradecido por el caballo que acababa de recibir. Lo llevó por el patio hasta el cobertizo de una antigua herrería de la que no quedaban sino los escombros de la fragua. El hermoso alazán de dos años, lejos de sus querencias, parecía azogado. Abrenuncio lo aplacó con palmaditas en las mejillas, mientras le murmuraba al oído vanas promesas en latín.

El marqués le contó que al caballo muerto lo habían enterrado en la antigua huerta del hospital del Amor de Dios, consagrada como cementerio de ricos durante la peste del cólera. Abrenuncio se lo agradeció como un favor excesivo. Mientras hablaban, le llamó la atención que el marqués se mantuviera a distancia. Él le confesó que nunca se había atrevido a montar.

«Temo tanto a los caballos como a las gallinas», dijo.

«Es una lástima, porque la incomunicación con los caballos ha retrasado a la humanidad», dijo Abrenuncio.

«Si alguna vez la rompiéramos podríamos fabricar el centauro».

El interior de la casa, iluminado por dos ventanas abiertas a la mar grande, estaba arreglado con el preciosismo vicioso de un soltero empedernido.

Todo el ámbito estaba ocupado por una fragancia de bálsamos que inducía a creer en la eficacia de la medicina. Había un escritorio en orden y una vidriera llena de pomos de porcelana con rótulos en latín. Relegada en un rincón estaba el arpa medicinal cubierta de un polvo dorado. Lo más notorio eran los libros, muchos en latín, con lomos historiados. Los había en vitrinas y en estantes abiertos, o puestos en el suelo con gran cuidado, y el médico caminaba por los desfiladeros de papel con la facilidad de un rinoceronte entre las rosas. El marqués estaba abrumado por la cantidad.

«Todo lo que se sabe debe de estar en este cuarto», dijo.

«Los libros no sirven para nada», dijo Abrenuncio de buen humor.

«La vida se me ha ido curando las enfermedades que causan los otros médicos con sus medicinas».

Quitó un gato dormido de la poltrona principal, que era la suya, para que se sentara el marqués. Le sirvió un cocimiento de hierbas que él mismo preparó en el hornillo del atanor, mientras le hablaba de sus experiencias médicas, hasta que se dio cuenta de que el marqués había perdido el interés.

Así era: se había levantado de pronto y le daba la espalda, mirando por la ventana el mar huraño. Por fin, siempre de espaldas, encontró el valor para empezar.

«Licenciado», murmuró.

Abrenuncio no esperaba el llamado.

«¿Ajá?»

«Bajo la gravedad del sigilo médico, y sólo para su gobierno, le confieso que es verdad lo que dicen», dijo el marqués en un tono solemne.

«El perro rabioso mordió también a mi hija».

Miró al médico y se encontró con un alma en paz.

«Ya lo sé», dijo el doctor. «Y supongo que por eso ha venido a una hora tan temprana».

«Así es», dijo el marqués. Y repitió la pregunta que ya había hecho sobre el mordido del hospital:

«¿ Qué podemos hacer?»

En vez de su respuesta brutal del día anterior, Abrenuncio pidió ver a Sierva María. Era eso lo que el marqués quería pedirle. Así que estaban de acuerdo, y el coche los esperaba en la puerta.

Cuando llegaron a la casa, el marqués encontró a Bernarda sentada al tocador, peinándose para nadie con la coquetería de los años lejanos en que hicieron el amor por última vez, y que él había borrado de su memoria. El cuarto estaba saturado de la fragancia primaveral de sus jabones. Ella vio al marido en el espejo, y le dijo sin acidez:

«¿Quiénes somos para andar regalando caballos?»

El marqués la eludió. Cogió de la cama revuelta la túnica de diario, se la tiró encima a Bernarda, y le ordenó sin compasión:

«Vístase, que aquí está el médico».

«Dios me libre», dijo ella.

«No es para usted, aunque buena falta le hace»,

dijo él. «Es para la niña».

«No le servirá de nada», dijo ella. «O se muere o no se muere: no hay de otra». Pero la curiosidad pudo más: «¿Quién es?»

«Abrenuncio», dijo el marqués.

Bernarda se escandalizó. Prefería morirse como estaba, sola y desnuda, antes que poner su honra en manos de un judío agazapado. Había sido médico en casa de sus padres, y lo habían repudiado porque propalaba el estado de los pacientes para magnificar sus diagnósticos. El marqués la enfrentó.

«Aunque usted no lo quiera, y aunque yo lo quiera menos, usted es su madre», dijo. «Es por ese derecho sagrado que le pido dar fe del examen».

«Por mí hagan lo que les dé la gana», dijo Bernarda. «Yo estoy muerta».

Al contrario de lo que podía esperarse, la niña se sometió sin remilgos a una exploración minuciosa de su cuerpo, con la curiosidad con que hubiera observado un juguete de cuerda. «Los médicos vemos con las manos», le dijo Abrenuncio. La niña, divertida, le sonrió por primera vez.

Las evidencias de su buena salud estaban a la vista, pues a pesar de su aire desvalido tenía un cuerpo armonioso, cubierto de un vello dorado, casi invisible, y con los primeros retoños de una floración feliz. Tenía los dientes perfectos, los ojos clarividentes, los pies reposados, las manos sabias, y cada hebra de su cabello era el preludio de una larga vida. Contestó de buen ánimo y con mucho dominio el interrogatorio insidioso, y había que conocerla demasiado para descubrir que ninguna respuesta era verdad. Sólo se puso tensa cuando el médico encontró la cicatriz ínfima en el tobillo. La astucia de Abrenuncio le salió adelante:

«¿Te caíste?»

La niña afirmó sin pestañear:

«Del columpio».

El médico empezó a conversar consigo mismo en latín. El marqués le salió al paso:

«Dígamelo en ladino».

«No es con usted», dijo Abrenuncio. «Pienso en bajo latín».

Sierva María estaba encantada con las artimañas de Abrenuncio, hasta que éste le puso la oreja en el pecho para auscultarla. El corazón le daba tumbos azorados, y la piel soltó un rocío lívido y glacial con un recóndito olor de cebollas. Al terminar, el médico le dio una palmadita cariñosa en la mejilla.

«Eres muy valiente», le dijo.

Ya a solas con el marqués, le comentó que la niña sabía que el perro tenía mal de rabia. El marqués no entendió.

«Le ha dicho muchos embustes», dijo, «pero ese no».

«No fue ella, señor», dijo el médico. «Me lo dijo su corazón: era como una ranita enjaulada».

El marqués se demoró en el recuento de otras mentiras sorprendentes de la hija, no con disgusto sino con un cierto orgullo de padre. «Quizás vaya a ser poeta», dijo. Abrenuncio no admitió que la mentira fuera una condición de las artes.

«Cuanto más transparente es la escritura más se ve la poesía», dijo.

Lo único que no pudo interpretar fue el olor de cebollas en el sudor de la niña. Como no sabía de ninguna relación entre cualquier olor y el mal de rabia, lo descartó como síntoma de nada. Caridad del Cobre le reveló más tarde al marqués que Sierva María se había entregado en secreto a las ciencias de los esclavos, que la hacían masticar emplasto de manajú y la encerraban desnuda en la bodega de cebollas para desvirtuar el maleficio del perro.

Abrenuncio no dulcificó el mínimo detalle de la rabia. «Los primeros insultos son más graves y rápidos cuanto más profundo sea el mordisco y cuanto más cercano al cerebro», dijo. Recordó el caso de un paciente suyo que murió al cabo de cinco años, pero quedó la duda de si no habría sufrido contagio posterior que pasó inadvertido. La cicatrización rápida no quería decir nada: al cabo de un tiempo imprevisible la cicatriz podía hincharse, abrirse de nuevo y supurar. La agonía llegaba a ser tan espantosa que era mejor la muerte. Lo único lícito que podía hacerse entonces era apelar al hospital del Amor de Dios, donde tenían senegaleses diestros en el manejo de herejes y energúmenos enfurecidos. De no ser así, el marqués en persona tendría que asumir la condena de mantener a la niña encadenada en la cama hasta morir.

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