Del Amor Y Otros Demonios - Marquez Gabriel Garcia 4 стр.


«En la ya larga historia de la humanidad», concluyó, «ningún hidrofóbico ha vivido para contarlo».

El marqués decidió que no habría una cruz por pesada que fuera que no estuviera resuelto a cargar.

De modo que la niña moriría en su casa. El médico lo premió con una mirada que más parecía de lástima que de respeto.

«No podía esperarse menos grandeza de su parte, señor», le dijo. «y no dudo de que su alma tendrá el temple para soportarlo».

Insistió una vez más en que el pronóstico no era alarmante. La herida estaba lejos del área de mayor riesgo y nadie recordaba que hubiera sangrado. Lo más probable era que Sierva María no contrajera la rabia.

«¿y mientras tanto?», preguntó el marqués.

«Mientras tanto», dijo Abrenuncio, «tóquenle música, llenen la casa de flores, hagan cantar los pájaros, llévenla a ver los atardeceres en el mar, denle todo lo que pueda hacerla feliz». Se despidió con un voleo del sombrero en el aire y la sentencia latina de rigor. Pero esta vez la tradujo en honor del marqués: «No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad».

DOS

Nunca se supo cómo había llegado el marqués a semejante estado de desidia, ni porqué mantuvo un matrimonio tan mal avenido cuando tenía la vida resuelta para una viudez apacible. Habría podido ser lo que hubiera querido, por el poder desmesurado del primer marqués, su padre, Caballero de la Orden de Santiago, negrero de horca y cuchillo y maestre de campo sin corazón, a quien el rey su señor no escatimó honores y prebendas ni castigó injusticias.

Ygnacio, el heredero único, no daba señales de nada. Creció con signos ciertos de retraso mental, fue analfabeto hasta la edad de merecer, y no quería a nadie. El primer síntoma de vida que se le conoció a los veinte años fue que estaba de amores y en disposición de casarse con una de las reclusas de la Divina Pastora, cuyos cantos y gritos arrullaron su infancia. Se llamaba Dulce Olivia. Era hija única en una familia de talabarteros de reyes y había tenido que aprender el arte de hacer sillas de montar para que no se extinguiera con ella una tradición de casi dos siglos. A esa rara intromisión en un oficio de hombres se atribuyó el que hubiera perdido el juicio, y de tan mala manera, que costó trabajo enseñarla a que no se comiera sus propias miserias. Salvo por eso, habría sido un partido más que mejor para un marqués criollo de tan escasas luces.

Dulce Olivia tenía un ingenio vivo y buen carácter, y no era fácil descubrir que estaba loca. Desde la primera vez que la vio, el joven Ygnacio la distinguió en el tumulto de la terraza, y ese mismo día se entendieron por señas. Ella, cocotóloga insigne, le mandaba mensajes en palomitas de papel. Él aprendió a leer y escribir para corresponder con ella, y ese fue el principio de una pasión legítima que nadie quiso entender. Escandalizado, el primer marqués conminó al hijo a que hiciera un desmentido público.

«No sólo es cierto», le replicó Ygnacio, «sino que tengo la licencia de ella para pedir su mano».Y ante el argumento de la locura, contestó con el suyo:

«Ningún loco está loco si uno se conforma con sus razones».

El padre lo desterró en sus haciendas con un mandato de dueño y señor que él no se dignó utilizar. Fue una muerte en vida. Ygnacio tenía terror de los animales, menos de las gallinas. Sin embargo, en las haciendas observó de cerca una gallina viva, se la imaginó aumentada al tamaño de una vaca, y se dio cuenta de que era un endriago mucho más pavoroso que cualquier otro de la tierra o del agua. Sudaba frío en la oscuridad y despertaba sin aire en la madrugada por el silencio fantasmal de los potreros. El mastín de presa que velaba sin pestañear frente a su dormitorio lo inquietaba más que los otros peligros. Él lo había dicho: «Vivo espantado de estar vivo». En el destierro adquirió el talante lúgubre, la catadura sigilosa, la índole contemplativa, las maneras lánguidas, el habla despaciosa, y una vocación mística que parecía condenarlo a una celda de clausura.

Al primer año de destierro lo despertó un fragor como de ríos crecidos, y era que los animales de la hacienda estaban abandonando sus dormideros a campo traviesa y en silencio absoluto bajo la luna llena. Derribaban sin ruido cuanto les impidiera el paso en línea recta a través de dehesas y cañaverales, torrenteras y pantanos. Delante iban los hatos de ganado mayor y las caballerías de carga y de paso, y detrás los cerdos, las ovejas, las aves de corral, en una fila siniestra que desapareció en la noche. Hasta las aves de vuelo largo, incluidas las palomas, se fueron caminando. Sólo el mastín de presa amaneció en su sitio de guardia frente al dormitorio del amo. Ese fue el principio de la amistad casi humana que el marqués mantuvo con aquél y con muchos mastines que le sucedieron en la casa.

Desbordado por el terror en la heredad desierta, Ygnacio el joven renunció a su amor y se sometió a los designios del padre. A éste no le bastó con el sacrificio del amor, y le impuso la cláusula testamentaria de casarse con la heredera de un grande de España. Fue así como desposó en una boda de estruendo a doña Olalla de Mendoza, una mujer muy bella de grandes y varios talentos, a la que mantuvo virgen para no concederle ni la gracia de un hijo. De resto, siguió viviendo como lo que siempre fue desde su nacimiento: un soltero inútil.

Doña Olalla de Mendoza lo puso en el mundo. Iban a misa mayor, más a mostrarse que a cumplir, ella con basquiñas de muchos vuelos y mantos de resplandor, y la toca de encajes almidonados de las blancas de Castilla, y con un séquito de esclavas vestidas de seda y cubiertas de oro. En vez de las chinelas de andar por la casa que usaban en la iglesia hasta las mas remilgadas, llevaba botines altos de cordobán con adornos de perlas. Al contrario de otros principales que usaban pelucas anacrónicas y botones de esmeralda, el marqués vestía en cuerpo con ropas de algodón, y birrete blando. Sin embargo, siempre asistió obligado a los actos públicos porque nunca pudo vencer el espanto de la vida social.

Doña Olalla había sido alumna de Scarlatti Doménico en Segovia, y había obtenido con honores la licencia para enseñar música y canto en escuelas y conventos. Llegó de allá con un clavicordio en piezas sueltas, que ella misma armó, y diversos instrumentos de cuerda que tocaba y enseñaba a tocar con gran virtud. Formó un conjunto de novicias que santificó las tardes de la casa con los nuevos aires de Italia, de Francia, de España, y del cual llegó a decirse que estaba inspirado por la lírica del Espíritu Santo.

El marqués parecía negado a la música. Se decía, al modo francés, que tenía manos de artista y oído de artillero. Pero desde el día en que desembalaron los instrumentos se fijó en la tiorba italiana, por la rareza de su doble clavijero, el tamaño de su diapasón, el número de su encordadura y su voz nítida. Doña Olalla se empeñó en que la tocara tan bien como ella. Pasaban las mañanas cancaneando ejercicios bajo los árboles del huerto, ella con paciencia y amor y él con una tozudez de picapedrero, hasta que el madrigal arrepentido se les entregó sin dolor.

La música mejoró tanto la armonía conyugal, que doña Olalla se atrevió a dar el paso que le faltaba. Una noche de tormenta, tal vez fingiendo un miedo que no sentía, se fue a la recámara del marido intacto.

“Soy dueña de la mitad de esta cama”, le dijo, “y vengo por ella”.

Él se mantuvo en sus trece. Segura de convencerlo por la razón o por la fuerza, ella siguió en los suyos. La vida no les dio tiempo. Un 9 de noviembre estaban tocando a dúo bajo los naranjos, porque el aire era puro y el cielo alto y sin nubes, cuando un relámpago los cegó, un estampido sísmico los sacó de quicio, y doña Olalla cayó fulminada por la centella.

La ciudad sobrecogida interpretó la tragedia como una deflagración de la cólera divina por una culpa inconfesable. El marqués ordenó funerales de reina, en los cuales se mostró por primera vez con los tafetanes negros y la color macilenta que había de llevar hasta siempre. Al regreso del cementerio lo sorprendió una nevada de palomitas de papel sobre los naranjos del huerto. Atrapó una al azar, la deshizo, y leyó: Ese rayo era mío.

Antes de terminar el novenario había hecho donación a la iglesia de los bienes materiales que sustentaron la grandeza del mayorazgo: una hacienda de ganado en Mompox y otra en Ayapel, y dos mil hectáreas en Mahates, a sólo dos leguas de aquí, con varios hatos de caballos de monta y de paso, una hacienda de labranza y el mejor trapiche de la costa caribe. Sin embargo, la leyenda de su fortuna se fundaba en un latifundio inmenso y ocioso, cuyos linderos imaginarios se perdían en la memoria más allá de los pantanos de La Guaripa y los bajos de La Pureza hasta los manglares de Urabá. Lo único que conservó fue la mansión señorial con el patio de la servidumbre reducido al mínimo, y el trapiche de Mahates. A Dominga de Adviento le entregó el gobierno de la casa. Al viejo Neptuno le mantuvo la dignidad de cochero que le concedió el primer marqués, y lo encargó de velar por lo poco que quedaba de la caballeriza doméstica.

Por primera vez solo en la tenebrosa mansión de sus mayores, apenas si podía dormir en la oscuridad, por el miedo congénito de los nobles criollos de ser asesinados por sus esclavos durante el sueño. Despertaba de golpe, sin saber si los ojos febriles que se asomaban por los tragaluces eran de este mundo o del otro. Iba en puntillas a la puerta, la abría de pronto, y sorprendía a un negro que lo aguaitaba por la cerradura. Los sentía deslizarse con pasos de tigre por los corredores, desnudos y embadurnados de grasa de coco para que no pudieran atraparlos. Aturdido por tantos miedos juntos ordenó que las luces permanecieran encendidas hasta el amanecer, expulsó a los esclavos que poco a poco se apoderaban de los espacios vacíos, y llevó a la casa los primeros mastines amaestrados en artes de guerra.

El portón se cerró. Relegaron los muebles franceses cuyos terciopelos apestaban por la humedad, vendieron los gobelinos y las porcelanas y las obras maestras de relojería, y se conformaron con hamacas de lampazo para entretener el calor en las recámaras desmanteladas. El marqués no volvió a misa ni a retiros, ni llevó el palio del Santísimo en las procesiones, ni guardó fiestas ni respetó cuaresmas, aunque siguió puntual en el pago de los tributos a la Iglesia. Se refugió en la hamaca, a veces en el dormitorio por los sopores de agosto, y casi siempre para la siesta bajo los naranjos del huerto. Las locas le tiraban sobras de cocina y le gritaban obscenidades tiernas, pero cuando el gobierno le ofreció el favor de mudar el manicomio, se opuso por gratitud con ellas.

Vencida por los desaires del pretendido, Dulce Olivia se consoló con la añoranza de lo que no fue. Se escapaba de la Divina Pastora por los portillos del huerto cada vez que podía. Amansó e hizo suyos los mastines de presa con cebos de buen amor, y dedicaba sus horas de sueño a cuidar de la casa que nunca tuvo, a barrerla con escobas de albahaca para la buena suerte y a colgar ristras de ajo en los dormitorios para espantar a los mosquitos. Dominga de Adviento, cuya mano derecha no dejaba nada al azar, murió sin descubrir por qué los corredores amanecían más limpios de como anochecían, y las cosas que ordenaba de un modo amanecían de otro. Antes de cumplir un año de viudo, el marqués sorprendió por primera vez a Dulce Olivia fregando los trastos de cocina que le parecían mal tenidos por las esclavas.

«No creí que te atrevieras a tanto», le dijo.

«Porque sigues siendo el pobre diablo de siempre», le contestó ella.

Así se reanudó una amistad prohibida que por lo menos una vez se pareció al amor. Hablaban hasta el amanecer, sin ilusiones ni despecho, como un viejo matrimonio condenado a la rutina. Creían ser felices, y tal vez lo eran, hasta que uno de los dos decía una palabra de más, o daba un paso de menos, y la noche se pudría en un pleito de vándalos que desmoralizaba a los mastines. Todo volvía entonces al principio, y Dulce Olivia desaparecía de la casa por largo tiempo.

A ella le confesó el marqués que su desprecio por las fortunas terrestres y los cambios de su modo de ser no habían sido por devoción sino por el pavor que le causó la pérdida súbita de la fe cuando vio el cuerpo de la esposa carbonizado por el rayo. Dulce Olivia se ofreció para consolarlo. Le prometió ser su esclava sumisa tanto en la cocina como en la cama. Él no se rindió.

«Nunca más me casaré», le juró.

Antes de un año, sin embargo, se había casado a escondidas con Bernarda Cabrera, la hija de un antiguo capataz de su padre venido a más en el comercio de ultramarinos. Se habían conocido cuando éste la encargó de llevar a la casa los arenques en salmuera y las aceitunas negras que eran la debilidad de doña Olalla, y cuando ella murió siguió llevándoselas al marqués. Una tarde en que Bernarda lo encontró en la hamaca del huerto le leyó el destino escrito a flor de piel en su mano izquierda. El marqués se impresionó tanto con sus aciertos que siguió llamándola a la hora de la siesta aunque no tuviera nada que comprar, pero pasaron dos meses sin que él tomara la iniciativa de nada. Así que ella lo hizo por él. Lo acaballó en la hamaca por asalto y lo amordazó con las faldas de la chilaba que él llevaba puesta, hasta dejarlo exhausto. Entonces lo revivió con un ardor y una sabiduría que él no habría imaginado en los placeres desmirriados de sus amores solitarios, y lo despojó sin gloria de su virginidad. Él había cumplido cincuenta y dos años y ella veintitrés, pero la diferencia de edades era la menos perniciosa.

Siguieron haciendo el amor en la siesta, de prisa y sin corazón, a la sombra evangélica de los naranjos. Las locas los alentaban con canciones procaces desde las terrazas, y celebraban sus triunfos con aplausos de estadio. Antes de que el marqués tomara conciencia de los riesgos que lo acechaban, Bernarda lo sacó del estupor con la novedad de que estaba encinta de dos meses. Le recordó que no era negra, sino hija de indio ladino y blanca de Castilla, de modo que la única aguja para zurcir la honra era el matrimonio formal. Él le dio largas hasta que el padre de ella llamó al portón a la hora de la siesta con un arcabuz arcaico en bandolera. Era de verba lenta y ademanes suaves, y le entregó el arma al marqués sin mirarlo a la cara.

«¿Sabe qué es eso, señor marqués?», le preguntó.

El marqués no sabía qué hacer con el arma en las manos.

«Hasta donde alcanza mi ciencia, creo que es un arcabuz», dijo. y preguntó, de veras intrigado:

«¿Para qué lo usa?»

«Para defenderme de los piratas, señor», dijo el indio, todavía sin mirarlo a la cara. «Ahora lo traigo por si su merced me quiere hacer la gracia de matarme antes que yo lo mate».

Lo miró a la cara. Tenía unos ojitos tristes y mudos, pero el marqués entendió lo que no le decían. Le devolvió el arcabuz y lo invitó a seguir adelante para celebrar el acuerdo. El párroco de una iglesia vecina ofició la boda dos días después, con los padres de ella y los padrinos de ambos. Cuando terminaron, Sagunta apareció de donde nadie supo y coronó a los recién casados con las guirnaldas de la felicidad.

Una mañana de lluvias tardías, bajo el signo de Sagitario, nació sietemesina y mal Sierva María de Todos los Ángeles. Parecía un renacuajo descolorido, y el cordón umbilical enrollado en el cuello estaba a punto de estrangularla.

«Es hembra», dijo la comadrona. «Pero no vivirá».

Fue entonces cuando Dominga de Adviento prometió a sus santos que si le concedían la gracia de vivir, la niña no se cortaría el cabello hasta noche de bodas. No bien lo había prometido cuando la niña rompió a llorar. Dominga de Adviento, jubilosa, cantó: «Será santa!». El marqués que la conoció ya lavada y vestida, fue menos clarividente.

«Será puta», dijo. «Si Dios le da vida y salud».

La niña, hija de noble y plebeya, tuvo una infancia de expósita. La madre la odió desde que le dio de mamar por la única vez, y se negó a tenerla con ella por temor de matarla. Dominga de Adviento la amamantó, la bautizó en Cristo y la consagró a Olokun, una deidad yoruba de sexo incierto, cuyo rostro se presume tan temible que sólo se deja ver en sueños, y siempre con una máscara. Traspuesta en el patio de los esclavos Sierva María aprendió a bailar desde antes de hablar, aprendió tres lenguas africanas al mismo tiempo, a beber sangre de gallo en ayunas y a deslizarse por entre los cristianos sin ser vista ni sentida, como un ser inmaterial. Dominga de Adviento la circundó de una corte jubilosa de esclavas negras, criadas mestizas, mandaderas indias, que la bañaban con aguas propicias, la purificaban con la verbena de Yemayá y le cuidaban como un rosal la rauda cabellera que a los cinco años le daba a la cintura. Poco a poco, las esclavas le habían ido colgando los collares de distintos dioses, hasta el número de dieciséis.

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