Francois Mauriac
El Cordero
Título original: L'Agneau
Traducción del francés por Silvina Bullrich
El amor infinitamente tierno
que me ha hecho él don
de la desdicha…
SIMONE WEIL
El frío la despertó; o más bien le faltó un calor, el de ese gran cuerpo que ya no sentía contra su costado. Su mano lo buscaba, encontrando sólo la helada sábana.
– Jean, ¿dónde estás?
Le oía respirar. Encendió entonces la luz y lo vio, de rodillas, sentado sobre los talones, con la cabeza contra el sillón. Fue hacia él. Dormía. Se había dormido arrodillado. La nuca descarnada daba lástima. Ella lo besó. Gimió como en sueños y levantó el rostro, angustiado. La entreabierta chaqueta del pijama dejaba ver un matorral rojizo.
– Estás helado. Ven a la cama, ¡pronto!
Obedeció como un niño. Ella dijo: "Acurrúcate". Y le golpeaba los pies, calentándolos con las manos.
– No sé por qué me he levantado -dijo-, ni por qué me quedé dormido de rodillas.
La mujer preguntó en voz baja: "¿Para rezar?-" No contestó, y ella calló, esperando que se durmiera, pero por el olor del rostro adivinó que lloraba. Entonces le sopló al oído: "No, tú no lo has matado". Él gimió:
– O él o yo…, pero los santos no se matan, por lo tanto soy yo.
La mujer sólo pudo repetir: "¡Duerme!", y él, en el silencio que reinaba aquella noche, escuchaba el murmullo de la sangre en su oído, ola paciente que se expandía desde hacía treinta años dentro de aquel cuerpo. Y, de pronto, alzó la voz:
– Pienso en lo que has creído, Michéle, en lo que no podías dejar de creer. Ella se defendía: "¡No!" Insistió: -Un muchacho mucho más joven; yo tenía doce años más que él; ignoraba hasta su nombre… Lo encuentro en el tren de París, yo, que te había dejado sin idea de volver; y dos días después lo traigo aquí, a Larjuzon… Pero sí, por cierto, ¡has debido creerlo! ¡Lo has creído! Y, sin embargo, Dios sabe que no era eso…
Como si fuera para calmar a un enfermo o a un niño asintió: "¡Pero no, no era eso!", y de pronto, con voz cambiada, preguntó:
– ¿Qué ocurrió en ti?, ¿en él?
Él pareció vacilar, buscaba las palabras.
– Crees que voy a inventar lo que hay que contestar para no herirte, para no horrorizarte, cuando en verdad se trata de descubrir lo que yo mismo ignoro. Yo era otro.
Ella insistió:
– ¿Y él? Él iba a entrar en el seminario: su lugar estaba reservado, lo esperaban. Y renuncia para seguir a un desconocido…
Él preguntó:
– ¿Qué crees? ¿Qué te imaginas?
– ¿Que quería salvarte? Después de todo es eso…
Él dijo: "No sé". Ella lo abrazó y le cubrió la cara de besos. Gemía: "Pero ¿salvarte de qué, Jean? ¿De qué?"
I
Xavier hubiera podido no reservar su asiento: había uno solo reservado frente al suyo. El viajero que lo ocuparía había colocado ya un sombrero castaño de fieltro, un impermeable usado, un par de guantes. Su maleta, en la red, era vieja. Xavier esperaba que su compañero de viaje fuera el muchacho de pie en el andén, en cabeza, que le daba la espalda. Hablaba con una mujer joven. ¿Quizá lo habría acompañado solamente hasta el tren? Sí, por la mirada con que abrazaba al muchacho, Xavier comprendió que ella no partía. Lo quería, aprovechaba los últimos minutos para fijar dentro de sí los rasgos del rostro que dentro de un instante estaría lejos. "Pero yo -pensó Xavier- podré descifrarlo a mi antojo. Durante las siete horas que se necesitan para llegar a París estará a mi merced."
Se avergonzó de esa delectación a la cual cedía, por inocente que fuera. No hay delectación inocente. Se arrinconó, ocupado en cortar las páginas de La vida espiritual, revista que leía por deber, aunque no sacaba ningún provecho de ella salvo el que atribuía a cada acto cumplido sin placer y gracias a un esfuerzo de voluntad.
Pero a pesar suyo su mirada volvió hacia la pareja, cuyo silencio resultaba más significativo que cualquier palabra. Para los ojos de Xavier era claro que se llevaban mal. Esto escapaba sin duda a los dos señores de edad madura y a la señora de pie en el pasillo que observaban también a la pareja a punto de separarse. Xavier sabía que la joven esperaría para llorar, después de la partida del tren, hasta estar nuevamente dentro de su coche. (Recordaba haberlos visto un rato antes en un auto cerrado. Ella guiaba.)
Un poco pesada, más bien robusta, llena de salud y de fuerza, la joven fijaba vagamente en el tren una pupila oscura como para impedirse a sí misma mirar por última vez el rostro del muchacho -¿amigo?, ¿amante?, ¿novio?, ¿marido?- que iba a perderse, a convertirse en una imagen inasible. Xavier se permitía concentrar sobre la mujer una atención ávida, puesto que nunca más la vería, puesto que debía separarse de ella como si fuera a morir, con la certidumbre de que toda posibilidad de algo entre ella y él terminaría al arrancar el tren. Su traje sastre de hilo, de cuadritos blancos y negros, era demasiado liviano para aquel último día de septiembre, todavía tibio; ¿no tendría frío al regresar, de noche, por el campo, donde estaba seguro de que ella vivía? Nada en la vestimenta revelaba a alguien del campo, salvo el calzado, un poco grueso. Pero el tostado del cuello demasiado fuerte no era el que se adquiere en unos días al borde del mar. Y además, Xavier no necesitaba indicios: sabía que vivía en el campo, que debía ocuparse activamente de la explotación de la propiedad: así lo había decidido.
Ya se cerraban las portezuelas, los últimos viajeros se habían instalado en sus compartimientos, sólo quedaba esa pareja. La joven, de pronto, se había vuelto locuaz. Él apartó la cara, los anchos hombros se empinaron un poco. Fue ella quien posó los labios brevemente sobre la mejilla que él no le tendía. Él no le devolvió el beso y subió al vagón; y aunque el tren estaba todavía inmóvil, y la joven permanecía en el andén, la cabeza alta, no le concedió esa mirada que ella mendigaba.
Xavier la oía gritar, esa boca muda, que ahora veía de muy cerca a través del cristal, porque ella se había acercado. Un collar de cuentas de oro brillaba sobre la carne morena del pecho un poco jadeante. Xavier hubiera querido suplicarle al viajero: "¡Pero háblele!, ¡háblele, hombre!" Había desplegado un diario: era un periódico de extrema derecha. Xavier no dudaba de que fingía leer. ¿Cómo podía leer, por implacable que fuera? Un corto tiempo le había sido concedido contra toda esperanza, puesto que el tren que ya habría debido partir estaba todavía allí: para salvar todo en el último segundo hubiera bastado una sonrisa, un ademán, un movimiento de los labios.
"Si bajara el cristal…", pensó Xavier. Era todo cuanto podía hacer. Se levantó, hizo girar la manija, procurando no mirar el rostro contraído de la mujer. Ella debió de sentirse adivinada, pues se apartó bruscamente y se dirigió con prisa hacia el pasaje subterráneo. Entonces el hombre se levantó a su vez y, asomado a la ventanilla, la siguió con los ojos; la joven no se volvió. El tren se desplazaba suavemente. El desconocido salió al corredor y encendió un cigarrillo.
Xavier se sintió como un niño que despierta. Sí, como un niño que hubiera tenido un sueño perturbado, y que estuviera desesperado por haber perdido el estado de gracia, y que tras la angustia descubriera con alegría que no era culpable. ¡Decididamente estaba loco! Por otra parte, todo el mundo decía que estaba loco. ¿Qué le importaba aquella mujer que nunca volvería a ver? Y de pronto supo que volvería a verla. Estaba tan seguro como de la existencia del muchacho de pie en el pasillo, envuelto en humo, los codos sobre la barra de metal, los hombros anchos un poco erguidos. Xavier desechó esa idea absurda, abrió La vida espiritual, comenzó a leer articulando en voz baja cada palabra: "El tratado delos ángeles es un tratado teológico en el que Santo Tomás se apoya sobre luces reveladas. Pero contiene virtualmente un tratado de pura metafísica que concierne a la estructura ontológica de las sustancias inmateriales y la vida natural del espíritu llevado al estado puro. El conocimiento que así podemos adquirir de los espíritus puros creados se desprende en primer grado de la intelección ananoética o de la analogía. El sujeto transobjetivo domina el conocimiento que tenemos de él y sólo se convierte en objeto para nosotros en la objetivación de otros sujetos sometidos a nuestro imperio y trascendentalmente considerados: pero, sin embargo, el analogado superior…"
La revista se le cayó de las manos, echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos. No creía en el azar. No era un azar si apenas comenzado el viaje en el que se decidía toda su vida Dios lo había dejado sucumbir a esa tentación, siempre la misma, a su tentación, que él llamaba "la tentación de los demás", ese interés invencible que despertaban en él. Y tampoco era un azar si él se cruzaba por la historia de ellos, si estaba mezclado: los veía, los sentía; los desconocidos lo absorbían. Nadie, salvo él, en el tren o en el andén, había reparado en esa pareja. Nadie había notado nada insólito en el muchacho y en la joven que no se hablaban. Desde la infancia oía repetir a su padre y a su madre: "¿En qué te metes? Deja que los demás se arreglen…" Pero siempre tenía que meterse en donde no debía.
Su director espiritual le había enseñado que lo que consideraba impulsos caritativos encerraba una secreta y peligrosa delectación, que llegaría un día, si era la voluntad de Dios, en que saldría del noviciado, fuerte, armado contra todas las trampas, y ese don por fin sobrenaturalizado podría servir para conquistas de la Gracia. Pero ¡qué lejos estaba de ello! Y cómo podía dudarlo en ese mismo minuto en que sentía el corazón derretírsele de ternura por dos desconocidos, por ella sobre todo, que en ese mismo momento debía de rodar sola por algún camino, del lado de las praderas o a orillas del río abrasado, hacia una casa de campo… Encontraría los zapatos que el muchacho se había quitado pocas horas antes, la chaqueta de caza tirada sobre la cama, y, sobre la mesa, la ceniza de su último cigarrillo.
Xavier, en un esfuerzo de toda su voluntad, se arrancó de esa visión. Nunca terminaría de remontar esa pendiente, volvería a caer sin cesar sobre los seres, los que no le eran nada, a los que no estaba unido por ningún lazo de sangre y de los cuales ignoraba todo, salvo lo que presentía, "lo que husmeaba", como solía decir. En cambio, dentro de su familia debía luchar sin tregua contra impulsos de ira o de desprecio. Ni su padre, ni su madre, ni su hermano se beneficiaban de ese amor que lo inundaba ante el primer rostro entrevisto. Volvió a tomar el fascículo abierto sobre las rodillas: "Pero, sin embargo, el analogado superior así alcanzado no trasciende el concepto análogo que lo posee, la amplitud trascendental del concepto de espíritu basta para envolver el espíritu puro creado".
Ninguna de esas palabras tenía sentido para él. ¿Cómo se las arreglaría en el seminario? ¿Cómo saldría del paso? En cuanto un libro hablaba de Dios no reconocía nada del Ser a quien él mismo hablaba. Apoyó la frente contra el cristal. El tren aminoraba la marcha, pues estaban arreglando las vías. Los obreros aprovechaban ese corto descanso. Xavier se fijó en aquel que reía mirando a los viajeros y en el viejo con las manos apoyadas sobre el mango del pico, más separado de él que por los espacios interestelares, ínfimos privilegios de ese orden: un billete de segunda cuando existen terceras nos separa para siempre de los pobres, cava un abismo. Xavier lo experimentaba hasta el dolor. Ser sacerdote sería eso: que ya no existiera ninguna criatura hacia quien él no pudiera ir, con la cual no se encontrara de igual a igual. ¿Por qué estaba en segunda? Había buscado pretextos. Le habían dicho que no había tercera en ese tren o que estaría llena. ¡Mentiroso! Era una licencia que se había otorgado, una última licencia de lujo; ese lujo de estar aparte, al abrigo, defendido contra esos hombres a quienes pretendía amar y a quien soñaba darse sin compartirse.
El sentimiento de su miseria lo abrumó. El tren recuperaba velocidad. La niebla se desgarraba, y de ella emergían vendimiadores en medio de una viña ya enrojecida. Miró al pasar la sugestión de un sendero de jardín bajo los castaños talados, donde se detuvieron un hombre y una mujer ancianos, vestidos de negro. Quizás estuvieran de luto por el único hijo. 27 de septiembre de 1921. Xavier cumplía veintidós años. La guerra había terminado cuando su clase acababa de ser sacrificada. Y además una pleuresía lo había hecho eximir. No, no aceptaba excepciones. Había sido dado de lado en vista de otro sacrificio, estaba seguro de ello, lo sabía, siempre lo había sabido. Cerró los ojos. ¡Oh presencia, oh certidumbre! Esa mano que lo sujetaba, cuyo escozor sentía, lo oprimía a veces hasta el punto de hacerle perder la respiración. Sin duda lo empujaría adonde no imaginaba poder llegar. Ese Dios sin rostro, sin otro rostro que los que había querido desde que estaba en el mundo, "esos millones de Cristos de ojos dulces y sombríos…" ¿Dónde había leído eso? Ah, palabra ardiente en él: "Lo que habéis hecho a uno de esos pequeños, a mí me lo habéis hecho…" Significaba que cada uno de ellos era Cristo, se confundía con Cristo. Presencia sensible de la gracia en los seres, sensible para él solo, Xavier, que tenía veintidós años y entraría el día siguiente, a las seis y media de la tarde, en el seminario de la calle Vaugirard, "para estudiar su vocación". En verdad, el estudio consistiría en dejarse llevar, según creía, en abandonarse. Todo su ser se replegaba en ese momento sobre una impresión de felicidad contra la cual su director no había cesado de ponerlo en guardia. "En una naturaleza tan sensible -repetía-, todo lo que es delectación viene de usted mismo, y su origen es sospechoso. Amárrese a la fe, a la virtud de fe que no requiere ninguna respuesta en el tiempo, que, para ejercerse, hasta exige que no haya respuesta. La carne se aprovecha de todo, saca provecho de todo, hasta del estado de gracia. Los mismos santos no son santos a causa de su éxtasis, sino a pesar de su éxtasis." Xavier buscó la revista, no la encontró.
– Discúlpeme… Se había caído al suelo. El muchacho desconocido le tendía el fascículo.
– Guárdelo, por favor -dijo Xavier.
– No, lo hojeaba simplemente…, no son temas para mí -agregó el muchacho riendo.
Tenía dientes muy blancos, separados; las arrugas apenas marcadas de la frente podían hacer creer que era mayor de lo que parecía a primera vista. Más cerca de los treinta que de los veinte, sin duda alguna. Un hermoso rostro, pero ya marcado. ¿Excesos? ¿La guerra quizá? Había estado en ella, como lo probaba la cinta en el ojal. La chaqueta castaña de sport, la corbata anudada con negligencia, los zapatos de suela gruesa daban la misma impresión que el rostro: todo era hermoso, pero circulaba desde hacía tiempo como si el muchacho hubiera atravesado el fuego. La nicotina había chamuscado el pulgar y la uña del índice.
– ¿Verdaderamente le interesa? -preguntó a Xavier con un movimiento de cabeza, que debía de realizar desde la infancia, para echar hacia atrás un mechón rojizo. Xavier contestó que no con una energía que hizo reír al desconocido.
– Entonces, ¿por qué lo lee?
– Porque es necesario -dijo Xavier-, porque debo hacerlo…
Se interrumpió no sabiendo qué razón dar, pero sobre todo inquieto, preocupado por no ceder al impulso que lo precipitaba en una pendiente por la cual tenía demasiada tendencia a deslizarse.
¡Era tan inesperado que gracias a la revista hubieran alcanzado unánimemente el problema esencial! Al mismo tiempo luchaba contra el placer de interesar a ese gran tipo que lo miraba con sus ojos azules, sin descaro, pero con un aire de curiosidad fría y tranquila.
– Son maniáticos, locos -declaró. Y como Xavier lo interrogaba con la mirada:
– Sí, los que escriben estas cosas… ¿No lo cree?
Xavier sacudió la cabeza: -Si lo creyera…
Se interrumpió en el momento en que iba a decir: "No entraría donde voy a entrar mañana a la noche…" Retuvo la confidencia por temor a que ese muchacho, de golpe, se desinteresara de él. No callaba por respeto humano: no quería romper ese lazo, esa frágil liana invisible como arrojada de un árbol a otro que los unía desde hacía unos instantes. Siempre ese sentimiento de Robinsón en su isla, delante de quien se yergue de pronto un hombre, no por algún naufragio imprevisible, sino por una voluntad particular de ese Dios que conoce el secreto de cada corazón. Temía decir la palabra que pondría fin a la historia antes que estuviese empezada. El otro insistía: