El Cordero - Mauriac Francois 2 стр.


– Usted reconoce que no le interesa.

– Me aconsejaron que leyera esa revista…

– ¿Quién se lo aconsejó?

Una parte de sí mismo, la que estaba sometida a un director espiritual, le soplaba a Xavier: "Es justamente lo que se impone: que pronuncies la palabra que alejará a este hombre. Te engañas con motivos sublimes. En verdad, hasta en el umbral del seminario cedes a la curiosidad que despierta en ti el primer llegado, cuando es ese sacrificio el que se te ha pedido antes que cualquier otro. No habrás dado nada si no das eso…" Xavier contestaba: "Quizá…, pero no se trata únicamente de mí". ¿Dónde estaba la joven en ese momento? Imaginaba el salón de una casa de campo, una ventana abierta sobre una pradera semejante a la que él veía encuadrada por la ventanilla del vagón, con regueros de niebla y una hilera de álamos estremecidos. Era de ella de quien quería hablar, a causa de ella; estaba seguro de que por nada del mundo la conversación debía quedar interrumpida. Sin embargo, el muchacho decía:

– Es verdad que soy indiscreto. Tengo la manía de hacer preguntas.

Desplegó el diario y era como si hubiera vuelto a embarcarse, como si se alejara para siempre. Con la misma prisa con que se hubiera arrojado al agua para salvar a alguien, Xavier dijo precipitadamente:

– Es un artículo de mi director. Me pidió que lo Ieyera.

– ¿Su director? -preguntó el joven-. ¿Trabaja en una oficina?

– ¡ No! Mi director espiritual.

Xavier no dudaba de que el desconocido iba a lanzar una carcajada o a encontrar una fórmula cortés para excusarse y poner fin a la conversación. Pero, por el contrario, su atención aumentó y fijó sobre Xavier una mirada en la que había curiosidad, quizás irritación, piedad y en todo caso un interés poderoso. Sí, en ese minuto le interesaba. Los sentimientos que había despertado en él esa confidencia pasaban por el hermoso rostro amargo, como las nubes por el cielo. Xavier se sintió dichoso. Y al mismo tiempo se preguntaba si ya no estaba traicionando: "Toda criatura, si lo que nos importa de ella no es solamente su alma, aun fuera de todo pensamiento culpable, nos aparta de Dios. Usted ya no tiene derecho a disponer de ese corazón que va a entregar para siempre, ni tampoco de esa facultad de atención que ejerce sobre usted cualquier encuentro humano". Xavier había copiado entre sus notas ese párrafo de una carta del director. Había que dar el golpe de gracia, arriesgar la última confidencia, la que volvería a arrojar al mar a ese desconocido y reintegraría a Xavier a su isla, a su desierto.

– Mañana entro en el Seminario del Carmen -dijo.

El muchacho parecía confundido.

– ¿Se hace carmelita?

– No, en el Seminario del Instituto Católico, en la calle Vaugirard… Agregó en seguida:

– Todavía no he resuelto nada, es para estudiar mi vocación. No tengo ningún compromiso.

El desconocido se incorporó bruscamente, luego volvió a sentarse, una pierna replegada, inclinado hacia delante como para observar a Xavier de más cerca. Una brusca oleada de sangre le avivaba las mejillas, le confería de pronto un aire de extrema juventud. Dijo:

– ¡ No es posible! ¡ No hará eso!

En seguida agregó en tono imperioso:

– Está todavía a tiempo: usted es un inocente caído entre las manos de esos estranguladores: ¡vaya si los conozco! Lo ayudaré a escapar, lo arrancaré de sus garras, ya verá.

Xavier recordó entonces comó sus padres habían acogido su decisión, esa manera de encogerse de hombros, esa afectación de no tomarlo en serio, la certidumbre de que no aguantaría tres meses en el Seminario. "Sobre todo no vayas a decírselo a nadie… Al salir quedarías en ridículo. ¡Como si alguna vez hubieras perseverado en algo! Empezaste a estudiar Derecho, luego quisiste ser Licenciado en Letras. Ahora es otro cantar… ¿La carrera eclesiástica? -había agregado su padre-, ¿por qué no? Dígase lo que se diga, ser obispo todavía cuenta, o aunque sólo fuera cura de una gran parroquia. Y después de todo hoy es la carrera con menos competencia. Pero te conozco bien, nunca persistirás, lo que quiere decir que nunca llegarás a nada." Y su hermano Jacques: "¡Estás chiflado! ¡Qué infeliz!…, lo serás toda la vida…" Su padre, su madre, su hermano, que "practicaban", "comulgaban en las fiestas de guardar", y también ese muchacho que seguramente lo censuraba y hasta sentía horror por ese camino en donde él se internaba. Al menos éste sentía que era grave, que se jugaba la vida. Y de pronto Xavier oyó la pregunta: "¿Cómo se llama?", casi en el mismo tono que adoptan los chicos el primer día de clase en el patio del recreo cuando le preguntan a un recién llegado: "¿Cómo te llamas?" Sí, a Xavier no le hubiera sorprendido que el muchachote lo tuteara. Pronunció su nombre con la misma timidez que habría tenido a esa edad: "Xavier Dartigelongue".

– ¿El hijo del abogado? Conozco a su hermano Jacques.

Xavier se sintió inmediatamente colocado con su parentesco, sus alianzas, en el lugar exacto que ocupaba en la jerarquía de la ciudad.

– Soy Jean de Mirbel -dijo de pronto el muchacho. No dijo: "Me llamo Jean de Mirbel". Sabía que con sólo decir su nombre brillaría en su clase, en el cénit, ante aquel pequeño burgués.

– ¡ Ah, lo conozco muy bien!

Xavier observaba con respeto esa famosa bala perdida que había hecho una guerra valiente. "Son éstos los que luchan mejor como decían sus padres, mientras tantos muchachos serios quedan en el campo de batalla." Corría la voz de que Jean de Mirbel se divorciaba.

– ¿El apellido de su mujer es Pian? -dijo Xavier, con aire entendido-. Mi madre es muy amiga de la señora Pian.

– Sí, esa vieja arpía.

A Xavier le asombró no sentirse extrañado ni herido. Respiró el olor polvoriento del vagón; miró, como si lo viera por primera vez, el tapizado azul; descifró las iniciales de la Compañía a lo largo de la franja colgada bajo unas fotografías, una de las cuales representaba el puente de Cahors. Mirbel preguntó:

– ¿Cómo ha podido resolverse? Que se le haya cruzado la idea, lo comprendo. A su edad uno se siente tentado por cualquier cosa absurda. Pero de ahí a dar el paso… Ya sé que no hay nada definitivo. Pero el hecho de haber pasado por el Seminario es grave, es algo que marca.

Xavier vaciló en contestar. Preguntó:

– ¿Recuerda esa frase de Rimbaud…? ¡Porque a usted ha de gustarle Rimbaud!

– Usted sabe…, para mí…, la literatura… Tengo una madre que escribe novelas, las novelas edificantes de la condesa de Mirbel son muy conocidas, tienen grandes tiradas… Novelas para usted -agregó en un tono de burla afectuosa.

– He oído hablar -dijo Xavier.

– Bueno, conténtese con eso y no meta la nariz. ¿Qué me decía de Rimbaud?

– Sí, cuando habla de uno de sus antiguos amigos que ve en sueños en esa sala, en el campo, donde hay velas y paredes tapizadas de madera antigua: "Ese amigo sacerdote y vestido de sacerdote…, era para ser más libre", agregó Rimbaud. Para ser más libre, ¿me comprende?

– No -dijo Mirbel-, no comprendo. ¿Cómo una persona va a entrar voluntariamente en la cárcel para ser más libre?

– Más libre de amar.

Xavier se ruborizó levemente y agregó:

– No pertenecer a nadie para pertenecer a todos. Poder darse entero a cada ser sin traicionar a nadie. En el casamiento…

Xavier se interrumpió recordando de pronto que hablaba con un joven marido que acababa de abandonar a la mujer en el andén de una estación sin siquiera devolverle su beso.

– Pero, gracias a Dios -contestó Mirbel-, del matrimonio uno se evade. Es más fácil decirlo que hacerlo; si alguien puede saberlo, soy yo. Pero asimismo se consigue. Yo, por ejemplo…

No agregó nada. Después de unos minutos de silencio, Xavier dijo en voz baja:

– Es muy bonita.

Y como Mirbel fingía no comprender, insistió:

– Sí, la joven que estaba con usted en la estación; es ella, ¿no es cierto?

Mirbel apartó un rostro de pronto endurecido.

– ¿Todavía mira a las mujeres?

Xavier veía moverse un músculo bajo la oreja, en la articulación de la mandíbula. Fue Mirbel, sin embargo, quien al cabo de unos minutos habló nuevamente:

– Y después de todo, ¡qué! Total, usted no cree seriamente en todos esos cuentos. Nadie se juega la vida por un disparate. Usted debe de saber muy bien que no es verdad -insistió con exasperación mal contenida-. En el fondo nadie lo cree.

Y como Xavier guardaba silencio, insistió:

– Pero, en fin, ¿cree, sí o no?

Se había inclinado, los codos apoyados sobre las rodillas, y Xavier veía de cerca aquella cara tan ávida, tan triste, aquellos ojos que parecían un poco perdidos a causa de un leve estrabismo. Xavier no sabía qué oscuro obstáculo le impedía contestar: "Sí, creo". Por nada del mundo hubiera dicho una sola palabra que pudiera engañar a aquel hijo de la ira sentado frente a él.

Salió del paso con una derrota:

– Si no creyera, ¿piensa que entraría en el Seminario?

– Contesta a una pregunta con otra pregunta. Sin embargo, sería excesivo cometer esa locura para defender y propagar lo que usted considera un mito.

Xavier no protestó. Dijo solamente, como si hablara consigo mismo:

– Dios existe puesto que lo amo. Que Cristo no ha muerto, que vive, nadie lo sabe mejor que yo. Es un hecho que Él está en mi vida y que cada una de sus palabras se dirige a mí en particular y que siempre termino por preferirlo a los seres que más quiero.

Se asombró de lo que osaba decir ante aquel muchacho, una bala perdida, como decían sus padres, un libertino.

– Hasta el día en que usted prefiera a un ser viviente… -dijo Mirbel-. Pero entonces será demasiado tarde; será el prisionero de ese horrible hábito, de esa mortaja negra. Y ya no será joven; estará arrinconado entre los riesgos de un escándalo y el asco que causará. O si no será el ahogo, la muerte por la sed.

Tomó la mano de Xavier y le habló muy cerca:

– Qué suerte que me haya encontrado ahora que está todavía a tiempo. ¿Sabe a lo que renuncia, pobre inocente? Siquiera alguna vez ha…

Apenas había soltado la palabra innoble, Mirbel sintió que la mano de Xavier se le escurría. No era un muchacho de veintidós años el que estaba bajo su mirada, sino un ser todavía bañado de infancia y que se alejaba vertiginosamente de él. Mirbel se retractó y dijo en seguida que comprendía ese asco, que no le era ajeno, que él también lo había sentido.

– No necesitar mujeres, hacer que los hombres sean capaces de vivir sin ellas, sobre ese punto lo comprendo -dijo Mirbel-. El celibato de los clérigos es un pensamiento profundo de la Iglesia Católica.

Xavier no aprovechó esa concesión, no rectificó su propósito. Continuaba menos extrañado por lo que había oído que por el tono vulgar, cínico del muchacho que había sido delegado hacia él, en el umbral del Seminario, que no estaba allí por casualidad, cuya sola presencia destruía en él esa paz en la que había vivido desde que había tomado su decisión. Era como si de golpe todo volviera a plantearse. Pero no, no era posible: iban a separarse en el andén de la estación, y todo acabaría entre ellos. No, no acabaría. Estaba decidido a no dejar salir de su vida a ningún ser una vez que hubiera entrado en ella. Era un pacto a la medida de su corazón insaciable. Si Mirbel lo hubiera interrogado habría contestado que no sabía si creía en la Comunión de los Santos, pero que la practicaba con tanta pasión que ya era para él una evidencia, una realidad viviente. Aun cuando nunca volviera a ver a Jean de Mirbel (¿y qué posibilidad había de que sus caminos se cruzaran otra vez?), Xavier lo había introducido en su memento de los vivos, nunca demasiado recargado para él, y hasta la muerte seguiría siendo uno de ellos. Pues también eso formaba parte de su credo particular: creía en un pequeño número de elegidos, pero cada elegido tenía el poder de arrastrar tras sí a todas las almas, en apariencia condenadas, que le eran dirigidas; esta astucia de la Gracia no podía revelarse a los hombres porque en seguida abusarían.

Así soñaba cuando nuevamente Jean de Mirbel lo interrogó:

– ¿Siempre pensó… entrar en el Seminario?

– Siempre.

– Pero ¿vaciló mucho tiempo?

– Sí, hasta el invierno pasado.

– ¿Y tomó su decisión un día cualquiera?

– Sí, un día cualquiera.

– ¿ Podría decirme la fecha?

– Podría.

– Entonces, ¿ocurrió algún acontecimiento que puso fin a su vacilación?

– Quizá… No lo sé… No puedo decírselo.

– Por supuesto, soy indiscreto, pero no es curiosidad. Se lo juro. No es mi manera de ser; los demás no me interesan salvo cuando los quiero.

Xavier se apartó un poco. Sentía bajo los dedos de la mano derecha la tela rugosa del asiento. El cielo estaba casi blanco con algunas nubes dispersas. Era la hora en que había oído esa palabra, y estaba, dicha para siempre. Como en aquella caja vieja donde de chico guardaba su tesoro, daba de lado esa palabra. Un día, quizá dentro de muchos años, volvería a encontrarla intacta, demasiado frágil para que el tiempo pudiera tocarla.

– No es que usted sea indiscreto -dijo-. Pero hay cosas que cuando uno trata de contarlas parecen tan increíbles, tan ridiculas…

– No, yo comprenderé.

– Se burlará de mí y sobre todo lo usará como arma para probarme que mi decisión es una locura.

– Bueno, demuéstreme que no tiene miedo, que su vocación es bastante fuerte como para someterse a una prueba.

– Evidentemente, mi partido estaba tomado a pesar mío desde hacía tiempo, de manera que para decidirme bastó un empu-joncito. Usted va a reírse. Mis padres me obligaban, justamente para luchar contra mi vocación, a ir a fiestas y reuniones.

Mirbel se echó a reír.

– ¡Ah, eso tiene gracia! ¡Qué idea brillante tuvieron sus padres! He conocido esas reuniones "que dan los burgueses para casar a sus hijas". Si hay un lugar desde donde he podido desear entrar en la Trapa…

– ¿Ah, sí? -dijo Xavier.

– ¡ Ah, la, la! Toda esa juventud con granos, y la pobre chica que golpea un piano, y el calor, y el champaña demasiado dulce, y el olor de las axilas… Si a uno le gustan las fiestas, para eso está la sociedad, ¿no es cierto? En fin, la verdadera. Yo, naturalmente, vomito encima.

Vomitaba, pero formaba parte, pertenecía a ella.

– Seguramente yo era el más ridículo de todos -dijo Xavier-. Bailo mal, no sé comportarme. Ignoro lo que hay que decirle a una muchacha. En un baile, por supuesto. Porque tenía amigas, sí. Hasta puedo confesarle que tenía una amiga.

– ¿Por qué no? -interrumpió Mirbel.

– Pero en esos bailes… Había encontrado como solución estar siempre con la misma muchacha, a la que sacaban poco a bailar, aunque fuera muy simpática…, pero un poquito débil. Era la menor de una familia numerosa donde había un solo varón y una cantidad de mujeres. Ésta se contentaba con tenerme a mí, a falta de algo mejor.

– ¿Le gustaba?

– ¡Por supuesto que no! En fin, no como usted lo entiende…, ni de ninguna otra manera, por otra parte. Era para no estar solo, para no quedarme siempre contra los marcos de las puertas.

– Pero usted, que es escrupuloso, debió de temer que se enamorara.

– No, un muchacho no se equivoca en ese punto. Ni siquiera un muchacho como yo. Yo sabía que no le gustaba, que sólo le impedía hacer un mal papel en el baile. Pero había un inconveniente en el que no había pensado: un día, Jacques…, es mi hermano mayor…

– Sí, lo conozco. ¿Le gusta su hermano? ¿Lo quiere?

– ¡ Por supuesto! Uno siempre quiere a su hermano.

– Entre nosotros es convencional, pretencioso, snob y aburrido… Siempre parece como si llevara traje nuevo.

Xavier hubiera querido enojarse, sentirse ofendido.

– No, no es justo. Me lastima. Usted lo juzga por las apariencias. Vale mucho, se lo juro. Es muy apreciado. Desde que trabaja con nuestro padre ha levantado el estudio. Soy yo el insignificante de la familia.

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