Larsen recordaba una tarde que apareció un perro rabioso y que Gauna lo mantuvo a raya con un palo, hasta que él y los demás muchachos huyeron. Larsen recordaba también una noche que durmió en casa de Gauna. Estaban solos con la tía de Gauna y poco antes de amanecer entraron ladrones. La tía y él estaban ofuscados por el susto, pero Gauna hizo un ruido con la silla y dijo: «Tomó el revólver, tío», como si su tío estuviera ahí; luego se asomó al patio tranquilamente. Larsen vio desde el fondo de la habitación un rayo de linterna alumbrando hacia el cielo, por arriba de la tapia, y vio abajo a Gauna, inerme, ínfimo, huesudo: la imagen del valor.
Larsen creía saber que su amigo era valeroso. Gauna pensaba que Larsen vivía medio acobardado pero que, llegada la ocasión, haría frente a cualquiera; de sí mismo pensaba que podía disponer, con indiferencia, de su vida; que si alguien le pedía que la jugaran a los dados, al agitar el cubilete no tendría ni muchas dudas ni muchos temores, pero sentía una repulsión de golpear con sus puños; quizá temía que los golpes fueran débiles y que la gente se riera de él; o quizá, como después le explicaría el brujo Taboada, cuando sentía una voluntad hostil se impacientaba irreprimiblemente y quería entregarse. Pensaba que ésta era una explicación verosímil, pero temía que la verdadera fuera otra. Ahora no tenía fama de cobarde. Vivía entre aspirantes a guapo y no tenía fama de achicarse. Pero es verdad que ahora casi todas las peleas se resolvían con palabras; en el fútbol hubo algunos incidentes: asunto de tirarse botellas o pedradas o de pelear indiscriminadamente, en montón. Ahora el valor era cuestión de aplomo. Cuando uno era chico uno se ponía a prueba. Para él, el resultado de la prueba había sido que era cobarde.
III
Aquella noche, después de contar otras anécdotas, el doctor los acompañó hasta la puerta.
– ¿Mañana nos encontramos aquí a las seis y media? -inquirió Gauna.
– A las seis y media empieza la sección vermut -sentenció Valerga.
Los muchachos se alejaron en silencio. Entraron en el Platense y pidieron cañas. Gauna reflexionó en voz alta:
– Tengo que invitar al peluquero Massantonio.
– Debiste consultar con el doctor -afirmó Antúnez.
– Ahora no podemos volver -dijo Maidana-. Va a pensar que le tenemos miedo.
– Si no lo consultan, se enoja. Es mi opinión -insistió Antúnez.
– No importa lo que piense -aventuró Larsen-. Pero imaginate cómo se va a poner si ahora lo molestamos para pedirle ese permiso.
– No es pedirle permiso -dijo Antúnez.
– Que Gauna vaya solo -aconsejó Pegoraro.
Gauna declaró:
– Tenemos que invitar a Massantonio -puso unas monedas sobre la mesa y se levantó- aunque haya que sacarlo de la cama.
La perspectiva de sacar de la cama al peluquero sedujo a todos. Olvidando al doctor y a los escrúpulos que habían sentido por no consultarlo, se preguntaron cómo dormiría el peluquero e hicieron planes para entretener a la señora mientras Gauna hablaba con el marido. En la exaltación de los proyectos, los muchachos caminaron rápidamente y se distanciaron de Larsen y de Gauna. Estos, como de acuerdo, se pusieron a orinar en la calle. Gauna recordó otras noches, en otros barrios, en que también, sobre el asfalto, a la luz de la luna, habían orinado juntos; pensó que una amistad como la de ellos era la mayor dulzura para la vida del hombre.
Frente a la casa donde vivía el peluquero, los muchachos los esperaban. Larsen dijo con autoridad:
– Mejor que Gauna entre solo.
Gauna atravesó el primer patio; un perrito lanudo y amarillento, que estaba atado a un picaporte, ladró un poco; Gauna prosiguió su camino y en el corredor de la izquierda, a continuación del segundo patio, se detuvo frente a una puerta. Golpeó, primero tímidamente, después con decisión. La puerta se entreabrió. Asomó la cabeza Massantonio, soñoliento, ligeramente más calvo que de costumbre.
– Aquí he venido para invitarlo -dijo Gauna, pero se interrumpió porque el peluquero parpadeaba mucho-. Aquí he venido para invitarlo -el tono era lento y cortés; alguien podría sugerir que soñando una íntima y apenas perceptible fantasía alcohólica el joven Gauna se convertía en el viejo Valerga- para que nos ayude, a los muchachos y a mí, a gastar los mil pesos que me hizo ganar a las carreras.
El peluquero seguía sin entender. Gauna explicó:
– Mañana a las seis lo esperamos en casa del doctor Valerga. Después saldremos a cenar juntos.
El peluquero, ya más despierto, lo escuchaba con una desconfianza que trataba de ocultar. Gauna no la percibía y, cortésmente, pesadamente, insistía en su invitación.
Massantonio imploró:
– Sí, pero la señora. No puedo dejarla.
– Qué más quiere que la deje un rato -contestó Gauna, inconsciente de su impertinencia.
Entrevió frazadas y almohadas -no sábanas- de una cama en desorden; entrevió también un mechón dorado de la señora, y un brazo desnudo.
IV
A la mañana siguiente Larsen amaneció con dolor de garganta; a la tarde tenía gripe. Gauna había propuesto a los muchachos «postergar la salida para mejor oportunidad»; pero, al notar la contrariedad que provocaba, no insistió. Sentado sobre un cajoncito de madera blanca, ahora escuchaba a su amigo. Éste, en mangas de camiseta, envuelto en una frazada, sobre un colchón a rayas, apoyada la cabeza en una almohada muy baja, le decía:
– Anoche, cuando me tiré en esta cama, ya sospechaba algo; hoy, a cada hora que pasaba, me sentía peor. Toda la mañana estuve mortificándome con la idea de no poder salir con ustedes, de que a la noche me voltearía la fiebre. A las dos de la tarde ya era un hecho.
Mientras oía las explicaciones, Gauna pensaba con afecto en la manera de ser de Larsen, tan diferente de la suya.
– La encargada me recomienda gárgaras de sal -declaró Larsen-. Mi madre fue siempre gran partidaria de las de té. Me gustaría oír tu opinión al respecto. Pero no creas que estoy inactivo. Ya me lancé al ataque con un Fucus. Por cierto que si consulto al brujo Taboada -que sabe más que algunos doctores con diploma- tira todos estos remedios y me hace pasar una semana comiendo tanto limón que de pensarlo me da ictericia.
Hablar de gripe y de las tácticas para combatirla, casi lo conciliaba con su destino, casi lo animaba.
– Con tal que no te contagie -dijo Larsen.
– Vos todavía creés en esas cosas.
– Y, che, la pieza no es grande. Menos mal que esta noche no dormirás aquí.
– Los muchachos se mueren si dejamos la salida para mañana. No creas que les entusiasma salir; les asusta comunicar a Valerga la postergación.
– No es para menos -la voz de Larsen cambió de tono-. Antes de que me olvide ¿cuánto ganaste en las carreras?
– Lo que dije. Mil pesos. Más exactamente: mil sesenta y ocho pesos con treinta centavos. Los sesenta y ocho pesos con treinta centavos quedaron para Massantonio, que me pasó el dato.
Gauna consultó el reloj; agregó después:
– Ya es hora de irme. Es una lástima que no vengas.
– Bueno, Emilito -contestó Larsen persuasivamente-. No bebas demasiado.
– Si supieras cómo me gusta, sabrías que tengo voluntad y no me tratarías como a un borracho.
V
Y cuando vio llegar al peluquero Massantonio, el doctor Valerga no hizo cuestión. Gauna íntimamente le agradeció esa prueba de tolerancia; por su parte comprendía el error de haber invitado al peluquero.
Porque salían con Valerga, no se disfrazaron. Entre ellos -con el doctor no aventuraban opinión alguna sobre el asunto- afectaban estar muy por encima de tanta pantomima y despreciar a las pobres máscaras. Valerga traía pantalón a rayas y saco oscuro; a diferencia de los muchachos, no llevaba pañuelo al cuello. Gauna pensó que si después de las fiestas le sobraba un poco de plata compraría un pantalón a rayas.
Maidana (o tal vez Pegoraro) propuso que empezaran por el corso de Villa Urquiza. Gauna respondió que era del barrio y que por allí todo el mundo lo conocía. Nadie insistió. Valerga dijo que fueran a Villa Devoto, «total -agregó- todos acabaremos ahí» (alusión, muy celebrada, a la cárcel de ese barrio). Con el mejor ánimo se dirigieron a la estación Saavedra.
El tren estaba lleno de máscaras. Los muchachos protestaron, visiblemente disgustados. Movido por estas protestas, Valerga se mostró conciliador. Apenas empañaba la alegría de Gauna el temor de que alguna máscara pretendiera reírse del doctor o de que Massantonio lo enojara con su timidez. Por Colegiales y La Paternal llegaron a Villa Devoto (o a «Villa», como decía Maidana). Estuvieron en el corso; el doctor opinó que ese año el carnaval era menos animado y contó anécdotas de los carnavales de su mocedad. Entraron en el club Os Mininos. Los muchachos bailaron. Valerga, el peluquero (muy avergonzado, muy molesto) y Gauna se quedaron en la mesa, conversando. El doctor habló de campañas electorales y de reuniones hípicas. Gauna sintió una suerte de culpable responsabilidad hacia el doctor y hacia Massantonio y un poco de rencor hacia Massantonio.
Salieron a refrescarse por la solitaria plaza Arenales y, después, frente al club Villa Devoto, los ocupó un breve y confuso incidente con personas que estaban del otro lado del alambre tejido.
Cuando el calor se hizo más intolerable apareció una murga francamente ruidosa y molesta. La formaban unos pocos individuos, que parecían muchos, con bombos, con tambores y con platillos, con narices rojas, con las caras tiznadas de negro, con mamelucos negros. Afónicamente gritaban:
Gauna llamó una victoria. A pesar de las protestas del cochero y de los ofrecimientos de retirarse, que repetía Massantonio, subieron los seis al coche. En el pescante, al lado del cochero, se sentó Pegoraro; atrás, en el asiento principal, Valerga, Massantonio y Gauna y, en el estrapontín, Antúnez y Maidana. Valerga ordenó al cochero: «A Rivadavia y a Villa Luro». Massantonio trató de arrojarse del coche. Todos querían verse libres de él, pero no lo dejaron bajar.
A lo largo del camino encontraron más de un corso, los siguieron y los dejaron; entraron en almacenes y en otros establecimientos. Massantonio, bromeando angustiosamente, aseguró que si no regresaba en seguida, la señora lo mataría a palos. En Villa Luro hubo un incidente con un chico perdido; el doctor Valerga le regaló un pomo de la marca Bellas Porteñas y después lo llevó a la comisaría o a la casa de los padres. Eso era, por lo menos, lo que Gauna creía recordar.
Pasadas las tres, dejaron Villa Luro. Prosiguieron con el coche hacia Flores y, luego, hacia Nueva Pompeya. Ahora Antúnez iba en el pescante; melosamente cantaba Noche de Reyes. A toda esta parte del trayecto, Gauna la recordaba confusamente. Alguien dijo que, arriba, Antúnez estaba atareado y que el cochero lloraba. Del caballo tenía imágenes caprichosas, pero vívidas (esto es extraño, porque él estaba sentado en la parte de atrás de la victoria). Lo recordaba muy grande y muy anguloso, oscuro por el sudor, vacilando, con las patas abiertas, o lo oía gritar como una persona (esto último, sin duda, lo había soñado); o le veía solamente las orejas y el testuz, y sentía una inexplicable compasión. Después, en un descampado, en un momento lila y casi abstracto por anticipaciones del alba, hubo un gran júbilo. Él mismo gritó que sujetaran a Massantonio y Antúnez descargó su revólver en el aire. Finalmente llegaron a pie a una quinta de un amigo del doctor. Los recibieron manadas de perros y después una señora más agresiva que los perros. El dueño estaba ausente. La señora no quería que pasaran. Massantonio, hablando solo, explicaba que él no podía trasnochar, porque se levantaba temprano. Valerga los distribuyó por los cuartos de la casa. Cómo pasaron de ahí a otra parte era un misterio; Gauna recordaba el despertar en un rancho de lata; su dolor de cabeza; el viaje en un carro muy sucio y después en un tranvía; una tarde y una luz muy claras en un corralón de Barracas, donde jugaron a las bochas; la observación de que Massantonio había desaparecido, que él escuchó con sorpresa y en seguida olvidó; la noche en un prostíbulo de la calle Osvaldo Cruz, donde al oír el Claro de luna que tocó un violinista ciego sintió un gran arrepentimiento por haber descuidado su instrucción y el deseo de fraternizar con todos los presentes, desdeñando -como dijo en voz alta- las pequeñeces individuales y exaltando las aspiraciones generosas. Después se había sentido muy cansado. Habían caminado bajo un aguacero. Habían entrado, para reaccionar, en una casa de baños turcos. (Sin embargo, ahora veía imágenes del aguacero en la quema de basura del Bañado de Flores y en las barandas sucias del carro.) De la casa de baños recordaba una especie de manicura, con la cara pintada y con batón, que hablaba seriamente con un desconocido, y una mañana interminable, borrosa y feliz. Recordaba, también, haber caminado por la calle Perú, huyendo de la policía, con las piernas flojas y la mente despejada; haber entrado en un cinematógrafo; haber almorzado, a las cinco de la tarde, con mucha hambre, entre los billares de un café de la Avenida de Mayo; haber participado, sentados en la capota de un taxímetro, en los corsos del centro; haber asistido a una función del Cosmopolita, creyendo que estaban en el Bataclán.
Contrataron un segundo taxímetro, lleno de espejitos y con un diablo colgando. Gauna se sintió muy seguro cuando ordenó al chofer que fuera a Palermo, y muy orgulloso cuando oyó que decía Valerga: «Parecen la sombra de ustedes, muchachos, pero Gauna y este viejo siguen con ánimo». A la entrada del Armenonville tuvieron una colisión con un Lincoln particular. Del Lincoln bajaron cuatro muchachitos y una muchacha, una máscara. Si no hubiera intervenido Valerga, los muchachitos hubieran peleado con el chofer del taxímetro; como el hombre no se mostró agradecido, Valerga le dijo unas palabras adecuadas.
Gauna trató de contar las veces que se había emborrachado desde el domingo a la tarde. Nunca había sentido tanto dolor de cabeza ni tanto cansancio.
Entraron en un salón «grande como La Prensa -explicó Gauna- o como el hall de Retiro, pero sin el modelo de locomotora que usted pone diez centavos y lo ve andar». Estaba ese local muy iluminado, con guías de gallardetes, banderitas y globos de colores, con palos y cortinas, con gente ruidosa y música a toda orquesta. Gauna se agarró la cabeza con las manos y cerró los ojos; creyó que iba a gritar de dolor. Al rato se encontró hablando con la máscara que habían traído los muchachitos. Llevaba antifaz, estaba disfrazada de dominó. No se había fijado si era rubia o morena, pero al lado de esa máscara se había sentido contento (con la cabeza milagrosamente aliviada) y desde esa noche había pensado muchas veces en ella.
Al rato volvieron los muchachitos del Lincoln. Cuando los recordaba tenía la impresión de estar soñando. Había uno que parecía prócer del libro de Grosso, con la cara increíblemente delgada. Otro era muy alto y muy pálido, como hecho de miga; otro era rubio, también pálido, y cabezón; otro tenía las piernas cambadas, como jockey. Este último le preguntó «quién es usted para robamos la máscara» y antes de acabar de hablar se puso en guardia, como boxeador. Gauna palpó su cuchillito, en el cinto. Aquello fue como una pelea de perros: los dos se distrajeron muy pronto. En algún momento Gauna oyó hablar a Valerga, en tono persuasivo y paternal.