El Sueño de los Héroes - Casares Adolfo Bioy 3 стр.


Después se encontró muy feliz, miró a su alrededor y dijo a su compañera: «Parece que estamos de nuevo solos». Bailaron. En medio del baile perdió a la máscara. Volvió a la mesa: allí estaban Valerga y los muchachos. Valerga propuso una vuelta por los lagos «para refrescarnos un poco y no acabar en la seccional». Levantó los ojos y vio, junto al mostrador del bar, a la máscara y al muchachito rubio. Porque en ese momento sintió despecho, aceptó la propuesta de Valerga. Antúnez señaló una botella de champagne empezada. Llenaron las copas y bebieron.

Después los recuerdos se deforman y se confunden. La máscara había desaparecido. Él preguntaba por ella; no le contestaron o procuraban calmarlo con evasivas, como si estuviera enfermo. No estaba enfermo. Estaba cansado (al principio, perdido en la inmensidad de su cansancio, pesado y abierto como el fondo del mar; finalmente, en el remoto corazón de su cansancio, recogido, casi feliz). Se encontró luego entre árboles, rodeado por gente, atento al inestable y mercurial reflejo de la luna en su cuchillo, inspirado, peleando con Valerga, por cuestiones de dinero. (Esto es absurdo: ¿qué cuestión de dinero podía haber entre ellos?).

Abrió los ojos. Ahora el reflejo aparecía y desaparecía, entre las tablas del piso. Adivinaba que afuera, tal vez muy cerca, brillaba impetuosamente la mañana. En los ojos, en la nuca, sentía un dolor denso y profundo. Estaba en la oscuridad, en un catre, en un cuarto de madera. Había olor a yerba. Abajo, entre las tablas del piso -como si la casa estuviera al revés y el piso fuera el techo- veía líneas de luz solar y un cielo oscuro y verde, como una botella. Por momentos, las líneas se ensanchaban, aparecía un sótano de luz y un vaivén en el fondo verde. Era agua.

Entró un hombre. Gauna le preguntó dónde estaba.

– ¿No sabés? -le replicaron-. En el embarcadero del lago de Palermo.

El hombre le cebó unos mates y paternalmente le arregló la almohada. Se llamaba Santiago. Era corpulento, de unos cuarenta y tantos años de edad, rubio, de piel cobriza, con la mirada bondadosa, el bigote recortado y una cicatriz en el mentón. Llevaba una tricota azul, con mangas.

– Cuando volví anoche te encontré en el catre. El Mudo te cuidaba. Para mí que alguien debió de traerte.

– No -contestó Gauna, sacudiendo la cabeza-. Me encontraron en el bosque.

Sacudir la cabeza lo mareó. Se durmió casi en seguida. Al despertar oyó una voz de mujer. Le pareció reconocerla. Se levantó: entonces o mucho después, no podía precisarlo. Cada movimiento repercutía dolorosamente en su cabeza. En la deslumbrante claridad de afuera vio, de espaldas, a una muchacha. Se apoyó en el marco de la puerta. Quería ver el rostro de esa muchacha. Quería verlo porque estaba seguro de que era la hija del Brujo Taboada.

Se había equivocado. No la conocía. Debía de ser de profesión lavandera, porque había recogido del suelo una bandeja de mimbre. Gauna sintió, muy cerca de la cara, una suerte de ladridos roncos. Entrecerrando los ojos, se volvió. El que ladraba era un hombre parecido a Santiago, pero más ancho, más oscuro y con la cara rasurada. Llevaba una tricota gris, muy vieja, y unos pantalones azules.

– ¿Qué quiere? -preguntó Gauna.

Cada palabra pronunciada era como un enorme animal que, al moverse dentro de su cráneo, amenazara con partirlo. El hombre volvió a emitir sonidos torpes y roncos. Gauna comprendió que era el Mudo. Comprendió que el Mudo quería que él volviera al catre.

Entró y se acostó de nuevo. Cuando despertó se encontró bastante aliviado. Santiago y el Mudo estaban en el cuarto. Con Santiago conversó amistosamente. Hablaron de fútbol. Santiago y el Mudo habían sido cancheros de un club. Gauna habló de la quinta división de Urquiza, a la que ascendió de la calle, al cumplir once años.

– Una vez -dijo Gauna- jugamos contra los chicos del club KDT.

– ¡Y cómo les ganaron, los de KDT! -ponderó Santiago.

– Qué van a ganar -contestó Gauna-. Si cuando ellos metieron su único gol, nosotros ya les habíamos puesto cinco adentro.

– El Mudo y yo trabajamos en KDT. Éramos cancheros.

– ¡No cuente! ¿Y quién le dice que no nos vimos aquella tarde?

– Es claro. Es a lo que iba. ¿Se acuerda del vestuario?

– ¿Cómo no me voy a acordar? Una casita de madera, a la izquierda, entre las canchas de tenis.

– Pero sí, hombre. Ahí mismo vivíamos con el Mudo.

La posibilidad de que se hubieran visto en aquel entonces y la confirmación de que tenían algunos recuerdos comunes sobre la topografía del extinto club KDT y sobre la casita del vestuario alentó la cálida llama de esa amistad incipiente.

Gauna habló de Larsen y de cómo se habían mudado a Saavedra.

– Ahora soy hombre de Platense -declaró.

– No es mal equipo -contestó Santiago-. Pero yo, como decía Aldini, prefiero a Excursionistas.

Santiago pasó a contar cómo quedaron sin trabajo y cómo después consiguieron la concesión del lago. Santiago y el Mudo parecían marinos; dos viejos lobos de mar. Acaso debieran el aspecto al oficio de alquilar botes; acaso a las tricotas y a los pantalones azules. Las dos ventanas de la casa estaban rodeadas por sendos salvavidas. De las paredes colgaban cinco retratos: Humberto Primo; unos novios; el equipo argentino de fútbol que, en las Olimpíadas, perdió contra los uruguayos; el equipo de Excursionistas (en colores, recortado de El Gráfico) y sobre el catre del Mudo, el Mudo.

Gauna se incorporó.

– Ya estoy mejor -dijo-. Creo que podré irme.

– No hay apuro -aseguró Santiago.

El Mudo cebó unos mates. Santiago preguntó:

– ¿Qué hacías en el bosque, cuando el Mudo te encontró?

– Si yo lo supiera -contestó Gauna.

VI

Lo más extraño de todo esto es que en el centro de la obsesión de Gauna estaba la aventura de los lagos y que para él la máscara era sólo una parte de esa aventura, una parte muy emotiva y muy nostálgica, pero no esencial. Por lo menos esto era lo que había comunicado, con otras palabras, a Larsen. Tal vez quisiera restar importancia a un asunto de mujeres. Hay indicios que sirven para confirmar la afirmación; lo malo es que también sirven para contradecirla, por ejemplo en Platense declaró una noche: «Todavía va a resultar que estoy enamorado». Para hablar así ante sus amigos, un hombre como Gauna tiene que estar muy ofuscado por la pasión. Pero esas palabras prueban que no la oculta.

Por lo demás, él mismo confesó que nunca vio la cara de la muchacha o que si alguna vez la vio estaba demasiado bebido para que el recuerdo no fuera fantástico y poco digno de crédito. Es bastante curioso que esa muchacha ignorada le hubiera causado una impresión tan fuerte.

Lo ocurrido en el bosque fue, también, extraño. Nunca pudo Gauna explicarlo coherentemente; nunca pudo, tampoco, olvidarlo. «Si la comparo con eso -aclaraba- ella casi no importa». De todos modos, los vestigios que dejó en su alma la muchacha eran vivísimos y resplandecientes; pero el resplandor provenía de las otras visiones, a las que él, un rato después, ya sin la muchacha, se habría asomado.

Después de la aventura, Gauna nunca fue el mismo. Por increíble que parezca, esa historia, confusa y vaga como era, le dio cierto prestigio entre las mujeres y hasta contribuyó, según algunos comentarios, a que la hija del Brujo se enamorara de él. Todo esto -el ridículo cambio operado en Gauna y sus irritantes consecuencias- disgustó de verdad a los muchachos. Se murmuró que proyectaron aplicarle un «procedimiento terapéutico» y que el doctor los contuvo. Tal vez esto fuera una exageración o una invención. La verdad es que nunca lo habían considerado uno de ellos y que ahora, conscientemente, lo miraban como a un extraño. La común amistad con Larsen, el respeto por Valerga, terrible protector de todos ellos, impedía la manifestación de estos sentimientos. Aparentemente, pues, las relaciones entre Gauna y el grupo no se alteraron.

El taller era un galpón de chapas situado en la calle Vidal, a pocas cuadras del parque Saavedra. Como decía la señora de Lambruschini, en verano el local era una fiebre, y sobre el frío que hacía en invierno, con todas las chapas como una sola escarcha, no había para qué insistir. Sin embargo, los obreros nunca se iban del taller de Lambruschini. No hay duda que tenían razón los clientes: en el taller nadie se mataba trabajando. Lo que más le gustaba al patrón era sentarse a tomar unos mates o un café, según las horas, y dejar que los muchachos hablaran. Yo creo que lo estimaban por eso. No era una de esas personas cansadoras, que siempre tienen algo que decir. Lambruschini escarbaba con la bombilla en el mate y con la cara benévola y roja, con los ojos vidriosos, con la nariz como una enorme frambuesa, escuchaba. Cuando había un silencio preguntaba distraídamente: «¿Qué otra noticia?». Parecía temer que por falta de tema lo obligaran a volver al trabajo o a cansarse hablando. Eso sí, cuando se acordaba de la casa de sus padres o de las vendimias en Italia o de su aprendizaje en el taller de Viglione, cuando ayudó a preparar el primer Hudson de Riganti, el hombre parecía otro. Entonces hablaba y gesticulaba durante un rato. Los muchachos se aburrían en esos momentos, pero se lo perdonaban, porque pasaban pronto. Gauna simulaba aburrirse, y alguna vez se había preguntado qué había de aburrido en las descripciones de Lambruschini.

Ese día Gauna llegó a la una y buscó al patrón, para pedirle disculpas por el retraso. Lo encontró sentado en cuclillas, tomando un café. Cuando Gauna iba a hablar, Lambruschini le dijo:

– Lo que te perdiste esta mañana. Vino un cliente con un Stutz. Quiere que se lo preparemos para el Nacional.

No logró interesarse en la noticia. Todo, esa tarde, le desagradaba.

Dejó el trabajo poco antes de las cinco. Se enjuagó las manos y los brazos con un poco de nafta; después, con un pedazo de jabón amarillo, se lavó las manos, los pies, el cuello y la cara; frente a un fragmento de espejo, se peinó con mucho cuidado. Mientras se vestía, pensaba que lavarse, con ese tachito de agua fría, le había hecho bien. Iría en seguida al Platense y hablaría con los muchachos. Bruscamente, se sintió muy cansado. Ya no le interesaba lo que había ocurrido la noche anterior. Quería irse a su casa a dormir.

VIII

Entró en el salón del café Platense, notable por los globos de cristal que lo iluminaban, colgados de largos cordones cubiertos de moscas. Los muchachos no estaban ahí. Los encontró en los billares. Cuando Gauna abrió la puerta, el Gomina Maidana se preparaba para hacer una carambola. Estaba vestido con un traje casi violeta, muy abrochado, y tenía atado al cuello un abundante y espumoso pañuelo blanco, de seda. Un señor de cierta edad, trajeado de luto y conocido como la Gata Negra, se disponía a escribir algo en el pizarrón. Maidana debió de dar el tacazo con algún apresuramiento, pues, aunque la carambola era fácil, erró. Todos se rieron. Gauna creyó advertir una indefinida hostilidad general. Maidana recuperó la calma. Se disculpó:

– El gran campeón tiene pulso obediente, pero celoso.

Gauna oyó este comentario de Pegoraro:

– ¿Qué quieren? Aparece de pronto el santo…

– ¿Santo? -Gauna contestó sin enojarse-. Lo bastante para darte la extremaunción.

Previó que averiguar los hechos de la noche anterior no sería tan fácil como había supuesto. No tenía muchas ganas de hacer averiguaciones, ni mucha curiosidad.

Todos miraban la jugada y, de improviso, él había entrado. Aunque el sobresalto era explicable, Gauna se preguntó si cuando supiera lo que había ocurrido la noche anterior, la explicación no cambiaría.

Si quería que los muchachos le dijeran algo tenía que ser muy cauteloso. Ahora no debía irse ni debía preguntar nada. Debía estar, simplemente. Como las enfermedades curables, solamente podía solucionarse esta situación por una cura de tiempo. Tenía un vívida conciencia de no participar en la conversación. Por primera vez le pasaba eso con los muchachos. O, por primera vez, advertía que le pasaba eso. «Hasta las siete no me iré», se dijo. Era un testigo, pero un testigo sin nada que atestiguar. Siguió pensando: «Hasta las ocho no cierra Massantonio. Iré a verlo cuando cierre. No me iré a las siete, sino a las ocho menos cuarto». Tuvo un secreto placer en contrariarse. Más placer en contrariarse que en esa inesperada ocupación de espiar a sus amigos.

IX

Como la cortina metálica de la peluquería ya estaba cerrada, entró por la puerta lateral. Hacia el fondo se veía un patio de tierra, vasto y abandonado, con un álamo y una tapia de ladrillos, sin revocar. Oscurecía.

Abrió la puerta cancel y llamó. La criadita del dueño de casa (el señor Lupano, que le alquilaba el local a Massantonio) le dijo que esperara un momento. Gauna vio un dormitorio, con una cama de nogal enchapado, con una colcha celeste y con una muñeca negra de celuloide, con un ropero, de igual madera que la cama, en cuyo espejo se repetía la muñeca y la colcha, y con tres sillas. La muchacha no regresaba. Gauna oyó un ruido de latas, hacia el fondo del patio. Dio un paso hacia atrás y miró. Un hombre trasponía la tapia.

Al rato volvió a llamar. La muchacha preguntó si el señor Massantonio no lo había atendido todavía.

– No -dijo Gauna.

La muchacha fue a llamarlo de nuevo. Al rato volvió.

– Ahora no lo encuentro -dijo con naturalidad.

X

Esa noche no se reunían con Valerga. A pesar del cansancio, pensó visitarlo. Reflexionó, después, que no debía hacer nada anormal, que no debía llamar la atención, si quería que lo ayudaran a dilucidar el misterio de los lagos.

El miércoles, una voz femenina y desconocida, lo llamó al taller, por teléfono. Lo citó para esa tarde, a las ocho y media, cerca de unas quintas que hay en la Avenida del Tejar, a la altura de Valdenegro. Gauna se preguntó si se encontraría con la muchacha de la otra noche; en seguida, creyó que no. No sabía si ir o no ir.

A las nueve todavía estaba solo en el despoblado. Volvió a su casa, a comer.

El jueves era el día que se reunían con Valerga. Cuando llegó al Platense, ya estaban el doctor y los muchachos. El doctor lo saludó con afabilidad, pero después no se ocupó de él; en verdad no se ocupó de nadie, salvo de Antúnez. Le habían llegado noticias de que Antúnez era un cantor famoso y se mostraba dolido (en broma, sin duda) de que no lo hubiera juzgado digno a «este pobre viejo» de escucharlo. Antúnez estaba muy nervioso, muy halagado, muy asustado. No quería cantar. Prefería no darse el gusto de cantar a exponerse ante el doctor. Este insistía tesoneramente. Cuando por fin, después de muchas persuasiones y disculpas, trémulo de vergüenza y de esperanza, Antúnez empezó a aclarar la garganta, Valerga dijo:

– Voy a contarles lo que me pasó una vez con un cantor.

La historia fue larga, interesó a casi todos los presentes y Antúnez quedó olvidado. Gauna pensó que si las cosas no se producían naturalmente, no debía consultar su asunto con el doctor.

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