El Sueño de los Héroes - Casares Adolfo Bioy 4 стр.


XI

Esa noche, mientras comía pan viejo, encogido de frío en la cama, pensaba que la soledad de cada uno era definitiva. Tenía la convicción de que la experiencia de los lagos había sido maravillosa y de que tal vez por eso mismo, todos los amigos, salvo Larsen, tratarían de ocultársela. Gauna se sintió muy resuelto a ver lo que había entrevisto esa noche, a recuperar lo que había perdido. Se sintió más adulto que los muchachos y quizá también que el mismo Valerga; pero no se atrevía a hablar con Larsen; tenía éste una incorruptible sensatez y era demasiado prudente. Se encontró, desde luego, muy solo.

XII

A los pocos día Gauna fue a la peluquería de la calle Conde, a cortarse el pelo. Cuando entró, se encontró con un nuevo peluquero.

– ¿Y Massantonio? -preguntó.

– Se fue -respondió el desconocido-. ¿No vio la vidriera?

– No.

– Después, gasten en propaganda -comentó el hombre-. Venga por favor.

Salieron. Desde afuera, el peluquero señaló un letrero que decía: Grandes reformas por cambio de dueño.

– ¿Cuáles son las reformas? -preguntó Gauna mientras entraba.

– Y ¿qué quiere? Menos me hubiera convenido poner Gran liquidación por cambio de dueño.

– ¿Qué le pasó a Massantonio? -volvió a preguntar Gauna.

– Se fue con la señora al Rosario.

– ¿Para siempre?

– Creo que sí. Yo buscaba una peluquería y me dijeron: «Pracánico, en la calle Conde hay una peluquería chiche. El patrón es vendedor». A decir verdad no la pagué mucho. ¿A que no sabe cuánto pagué?

– ¿Por qué habrá vendido Massantonio?

– Seguro no estoy. Me dijeron que uno de esos muchachos, que nunca faltan, lo tenía marcado. Primero lo obligó a salir para los carnavales. Después vino a buscarlo aquí. Me aseguran que si no salta la tapia, lo extermina en el propio salón. ¿A que no sabe cuánto pagué?

Gauna se quedó pensativo.

XIII

Después ocurrió la tarde en que Pegoraro se emborrachó en el Platense. Alguien hizo bromas sobre el calor y la conveniencia de abrigarse con grapa. Para disentir, Pegoraro apuró un vaso tras otro. El juego de billar languidecía y Pegoraro alarmó a todos con la proposición de visitar al Brujo Taboada. Nadie creía mucho en el Brujo, pero temían que les dijera algo desagradable y luego eso aconteciera.

– Linda manera de quemar los pesos -comentó Antúnez.

– Vas allí -explicó el Gomina Maidana-, depositás dos nacionales, y te dicen una punta de pavadas que ni asimilás con la cabeza y salís más muerto que vivo. Las cosas malas no hay que saberlas.

Larsen estaba particularmente alarmado por la idea de visitar al Brujo. Gauna también creía que era mejor no ir, aunque se preguntaba si no averiguaría algo de su aventura de los lagos.

– El hombre al día -afirmó Pegoraro, tomando otra copa- somete una consulta al Brujo y lleva su vida sin nerviosidad, de acuerdo con un programa más claro que vidrio de celuloide. Lo que pasa con ustedes -continuó- es que están asustados. Vamos a ver: ¿de quién no están asustados? -miró provocativamente a su alrededor; después suspiró y hablando como consigo mismo, añadió: -El mismo doctor los tiene en un puño.

Salieron del Platense. Larsen había olvidado algo, volvió a entrar y ya no lo vieron. En el camino, Pegoraro pidió a Antúnez, alias el Pasaje Barolo, que les cantara un tango. Antúnez ensayó dos o tres carrasperas, habló de la necesidad de cortarse la sed con un vaso de agua o con un cucurucho de pastillas de goma, dulces como jarabe de almíbar, declaró que el estado de su garganta le daba, sinceramente, miedo, y pidió que lo excusaran. En eso llegaron a la casa del Brujo.

– Aquí -dijo Maidana- hace pocos años, todo era planta baja y quinta de verduras.

Subieron a un cuarto piso. Les abrió la puerta una muchacha morocha. Provinciana, pensó Gauna. Una de esas muchachas con la frente estrecha y prominente, que él aborrecía. Pasaron a un saloncito con acuarelas y con algunos libros. La muchacha les dijo que esperaran. Luego entraron en el consultorio del Brujo, uno después del otro. Como el salón era muy chico, los que salían se iban de la casa. Quedaron en encontrarse en el café.

Al salir, Pegoraro le dijo a Gauna:

– Es brujo de veras, Emilito. Adivinó todo sin que yo me sacara los pantalones.

– ¿Qué adivinó? -preguntó Gauna.

– Y… adivinó que tengo granos en las piernas. Porque, sabés, yo tengo unos granitos en las piernas.

El último en entrar fue Gauna. Serafín Taboada le ofreció una mano muy limpia y muy seca. Era un hombre delgado, bajo, de profusa cabellera, de frente alta, huesuda, de ojos hundidos, de prominente nariz rojiza. En el cuarto había muchos libros, un armonio, una mesa, dos sillas; sobre la mesa, un incontenible desorden de libros y de papeles, un cenicero con muchas colillas, una piedra gris que servía de pisapapel. Dos láminas -las efigies de Spencer y de Confucio- colgaban de las paredes. Taboada indicó a Gauna que se sentara; le ofreció un cigarrillo (que no aceptó Gauna) y, después de encender uno, preguntó:

– ¿En qué puedo servirlo?

Gauna pensó un momento. Después respondió:

– En nada. Vine por acompañar a los muchachos.

Taboada arrojó el cigarrillo que había prendido y encendió otro.

– Lo siento -dijo, como si fuera a levantarse y poner fin a la entrevista; siguió sentado y, enigmáticamente, continuó-: Lo siento, porque tenía qué decirle algo. Será otra vez.

– Quién sabe.

– No hay que desesperar. El futuro es un mundo en el que hay de todo.

– ¿Como en la tienda de la esquina? -comentó Gauna-. Es lo que reza en la propaganda, pero, créame, cuando usted pide algo, le contestan que ya no hay más.

Gauna pensó que Taboada era tal vez más hablador que astuto o inteligente. Taboada continuó:

– En el futuro corre, como un río, nuestro destino, según lo dibujamos aquí abajo. En el futuro está todo, porque todo es posible. Allí usted murió la semana pasada y allí está viviendo para siempre. Allí usted se ha convertido en un hombre razonable y también se ha convertido en Valerga.

– No permito que se mofe del doctor.

– No me mofo -contestó brevemente Taboada-, pero quisiera preguntarle algo, si no lo toma a mal: ¿doctor en qué?

– Usted lo sabrá -replicó en el acto Gauna- ya que es brujo.

Taboada sonrió.

– Está bien, muchacho -dijo; luego prosiguió explicando-: si en el futuro no encontramos lo que buscamos, será porque no sabemos buscar. Siempre podemos esperar cualquier cosa.

– Yo no espero mucho -declaró Gauna-. No creo, tampoco, en brujerías.

– Tal vez tenga razón -repuso con tristeza Taboada-. Pero habría que saber lo que usted llama brujería. Le pongo por caso la transmisión del pensamiento. No hay gran mérito, le aseguro, en averiguar lo que piensa un joven enojado y asustadizo.

Los dedos de Taboada parecían muy lisos y muy secos. Continuamente encendía cigarrillos, fumaba un poco y los aplastaba contra el cenicero. O afilaba la punta de un lápiz en la lija de una caja de fósforos. En esos movimientos no había nerviosidad. Cuando arrojaba el cigarrillo, no estaba nervioso, sino abstraído. Preguntó.

– ¿Hace mucho que vino al barrio?

– Usted sabrá -respondió Gauna. Se preguntó en seguida si su actitud no era un poco ridícula.

– Es cierto -reconoció Taboada-. Lo trajo un amigo. Después conoció a otros amigos, menos dignos, tal vez, de su confianza. Hizo una especie de viaje. Ahora está añorando, como Ulises de vuelta en Itaca, o como Jasón recordando las manzanas de oro.

No fue la mención de la aventura lo que atrajo a Gauna. En las palabras del Brujo entreveía un mundo desconocido, quizá más cautivante que el valeroso y nostálgico del doctor.

Taboada prosiguió:

– En ese viaje (porque hay que llamarlo de alguna manera) no todo es bueno ni todo es malo. Por usted y por los demás, no vuelva a emprenderlo. Es una hermosa memoria y la memoria es la vida. No la destruya.

Gauna volvió a sentir hostilidad hacia Taboada; también sentía desconfianza.

– ¿De quién es el retrato? -preguntó, para interrumpir el discurso del Brujo.

– Ese grabado representa a Confucio.

– No creo en los curas -afirmó con dureza Gauna; después de un silencio preguntó-: Si quiero recordar lo que pasó en ese viaje ¿qué debo hacer?

– Tratar de mejorarse.

– No estoy enfermo.

– Algún día comprenderá.

– Es posible -reconoció Gauna.

– ¿Por qué no? Si quiere comprender hágase brujo; basta un poco de método, un poco de aplicación, créame, y la experiencia de la vida entera.

Con intención de distraer a Taboada, para volver después al interrogatorio, preguntó señalando la piedra que hacía las veces de pisapapel:

– ¿Y esto?

– Es una piedra. Una piedra de las Sierras Bayas. La recogí con mis propias manos.

– ¿Usted estuvo en las Sierras Bayas?

– En 1918. Por increíble que parezca, recogí esa piedra el día del Armisticio. Como ve, se trata de un recuerdo.

– ¡Hace nueve años! -comentó Gauna.

Se dio valor, pensó «es un pobre viejo» y, después de un breve silencio, preguntó:

– En el asunto de lo que usted llama mi viaje ¿no debo seguir con las averiguaciones?

– No hay que interrumpir nunca las averiguaciones -continuó el Brujo-. Pero lo más importante es el ánimo con que averiguamos.

– No lo sigo, señor -reconoció Gauna-. Pero, entonces, ¿por qué debo olvidar ese viaje?

– Ignoro si debe olvidarlo. Ni siquiera creo que pueda olvidarlo; pienso, no más, que no le conviene…

– Ahora le voy a hacer una pregunta personal. Espero que sepa interpretarme. ¿Qué piensa de mí?

– ¿Qué pienso de usted? ¿Cómo quiere que le diga en dos palabras lo que pienso de usted?

– No se acalore -replicó Gauna, con suavidad-. Le pregunto como al loro que da la papeleta verde: ¿Seré afortunado o no? ¿Tengo buena salud o no? ¿Soy valiente o no?

– Creo captarlo -respondió el Brujo; después continuó en un tono distraído-: Por valiente que sea un hombre, no es valiente en todas las ocasiones.

– Está bien -dijo Gauna-. Vi a una máscara…

– Lo sé -contestó el Brujo.

Ya crédulo, Gauna preguntó:

– ¿La veré de nuevo?

– Me pregunta si la verá. Sí y no. Yo lo defendí contra un dios ciego, yo rompí el tejido que debía formarse. Aunque sea más delgado que hecho de aire, volverá a formarse cuando no esté yo para evitarlo.

Nuevamente, Gauna se sintió confirmado en su desprecio y en su rencor. Ahora sólo quería acabar la entrevista: levantándose interrogó:

– ¿Hay algún otro consejo para mí?

Taboada respondió con voz monótona:

– No hay consejos que dar. No hay fortunas que predecir. La consulta cuesta tres pesos.

Gauna, simulando distracción, hojeó una pila de libros; leyó en los lomos nombres extranjeros: un conde, que debía ser italiano, porque llevaba, además de algún otro disparate, una «t» y ese título o apellido que le sugirió el proyecto de algún día escribir una carta a los diarios para decir cuatro verdades y usarlo como firma: Flammarion. Puso los tres pesos sobre la mesa.

Taboada lo acompañó hasta la puerta. La hija de Taboada estaba esperando el ascensor. Gauna dijo: «¿Cómo le va?», pero no se atrevió a dar la mano.

Cuando bajaban, la luz se apagó y el ascensor se detuvo. Gauna pensó: «ahora convendría una alusión oportuna». Al rato balbuceó:

– Su padre no me dijo que era el día de mi santo.

La muchacha contestó con naturalidad.

– Es un cortocircuito. En cualquier momento se prende la luz.

Gauna ya no estuvo ocupado en sus reacciones, en sus nervios o en lo que debía decir; sintió la presencia de la muchacha, como de pronto se siente, imperiosa, una palpitación en el pecho. Se encendió la luz y el ascensor bajó pacíficamente. En la puerta de calle la muchacha le dio la mano y, sonriendo, le dijo:

– Me llamo Clara.

Después la vio correr hacia un automóvil que esperaba junto a la vereda. Unos jovencitos bajaron del coche. Gauna pensó que la muchacha les contaría lo que había ocurrido y que se reirían de él. Oyó las risas.

XIV

La primera vez que Gauna salió con la chica de Taboada fue un sábado a la tarde. Larsen le había dicho:

– ¿Por qué no tomas las alpargatas y te corrés hasta la panadería?

Los barrios son como una casa grande en que hay de todo. En una esquina está la farmacia; en la otra, la tienda, donde uno compra el calzado y los cigarrillos, y las muchachas compran géneros, aros y peines; el almacén está enfrente. La Superiora, bastante cerca, y la panadería, a mitad de cuadra.

La panadera atendía a su público impasiblemente. Era majestuosa, amplia, sorda, blanca, limpia, y llevaba el escaso pelo dividido en mitades, con ondas sobre las orejas, grandes e inútiles. Cuando le llegó el turno, Gauna dijo, moviendo mucho los labios:

– Me va a dar, señora, unas facturitas para el mate.

Supo, entonces, que la muchacha lo miraba. Gauna se volvió; miró. Clara estaba frente a una vitrina con frascos de caramelos, tabletas de chocolate y lánguidas muñecas rubias, con vestidos de seda y rellenas de bombones. Gauna notó el pelo negro, liso, la piel morena, lisa. La invitó a ir al cinematógrafo.

– ¿Qué dan en el Estrella? -preguntó Clara.

– No sé -contestó.

– Doña María -dijo Clara, dirigiéndose a la panadera-, ¿me presta un diario?

La panadera sacó del mostrador un Última Hora cuidadosamente doblado. La muchacha lo hojeó, lo dobló en la página de espectáculos y leyó estudiosamente. Dijo suspirando:

– Tenemos que apurarnos. A las cinco y media dan La vista de Percy Marmon.

Gauna estaba impresionado.

– Mire -preguntó Clara-: ¿le gustaría una así?

Le mostraba en el diario un dibujo, de mano torpe, que representaba a una muchacha casi desnuda, sosteniendo una carta gigantesca. Gauna leyó: Carta abierta de Iris Dulce al señor Juez de Menores.

– Usted me gusta más -contestó Gauna, sin mirarla.

– ¿A cuánto le pagan la mentira? -inquirió Clara, pronunciando enfáticamente, en cada palabra, la sílaba acentuada; después se dirigió a la panadera-: Tome, señora. Gracias -le entregó el diario; siguió hablando con Gauna-: Sabe, alguna vez he pensado hacerme bataclana. Pero ahora la molestan mucho si usted es menor.

Gauna no contestó. Descubrió que, inexplicablemente, no tenía ganas de salir con ella.

Clara prosiguió:

– Soy la loca del teatro. Voy a trabajar en la compañía Eleo. La dirige un petizo que se llama Blastein. Un odioso.

– Un odioso ¿por qué? -preguntó con indiferencia.

Pensaba en los teatros que él vio en su recorrido por el centro; en la entrada de los artistas; en una prestigiosa vida que se internaba en lejanas madrugadas, con mujeres, con alfombras rojas y, por fin, con paseos costosos, en amplios taxímetros abiertos. Nunca había sospechado que la hija del Brujo lo iniciaría en ese mundo.

– Es odioso. Me da vergüenza contar las cosas que me dice.

Gauna preguntó en seguida.

– ¿Qué le dice?

– Me dice que su teatro es una máquina de hacer chorizos y que yo, cuando entro por un lado soy una malevita -pronunciar la palabra le produjo alguna sofocación, algún rubor- y por el otro salgo más relamida que maestra de Liceo.

Gauna sintió una caliente invasión de orgullo y de rencor, una sensación agradable, que podría tal vez expresarse de este modo: la muchacha sería suya y verían cómo él sabría defenderla. Exclamó, con voz apenas audible:

– Malevita. Voy a romperle todos los huesos.

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