Oí algunas exclamaciones francesas. Después no hablaron. Estuvieron como súbitamente entristecidos, mirando el mar. El hombre dijo algo. Cada vez que una ola se rompía contra las piedras, yo daba dos o tres pasos, rápidamente, acercándome. Eran franceses. La mujer movió la cabeza; no oí lo que dijo, pero indudablemente era una negativa; tenía los ojos cerrados y sonreía con amargura o con éxtasis.
– Créame, Faustine dijo el barbudo con desesperación mal contenida, y yo supe el nombre: Faustine. (Pero ha perdido toda importancia.)
– No… ya sé lo que anda buscando…
Sonreía, sin amargura, ni éxtasis, frívolamente. Recuerdo que en aquel momento la odié. Jugaba con el barbudo y conmigo.
– Es una desgracia no entendernos. El plazo es corto: tres días, y ya no importará.
No comprendo bien la situación. Este hombre ha de ser mi enemigo. Me ha parecido triste; no me asombraría que su tristeza fuera un juego. El de Faustine es insoportable, casi grotesco.
El hombre quiso restar importancia a sus palabras anteriores. Dijo varias frases que tenían, más o menos, este sentido:
– No hay que preocuparse. No vamos a discutir una eternidad…
– Morel -respondió tontamente Faustine-, ¿sabe que lo encuentro misterioso?
Las preguntas de Faustine no pudieron sacarlo de un tono de bromas.
El barbudo fue a buscarle el pañuelo y el bolso. Estaban en una roca, a pocos metros. Volvió agitándolos y diciendo:
– No tome en serio lo que le he dicho… A veces creo que si despierto su curiosidad… Pero no se enoje…
De ida y de vuelta pisó mi pobre jardincito. Ignoro si conscientemente o con una inconsciencia irritante. Faustine lo vio, juro que lo vio, y no quiso evitarme esa injuria; siguió interrogándolo sonriente, interesada; siguió casi entregada por la curiosidad. Su actitud me parece innoble. El jardincito es, sin duda, de un gusto pésimo. ¿Por qué hacerlo pisotear por un barbudo? ¿No estoy ya bastante pisoteado?
Pero, ¿qué puede esperarse de gente así? El tipo de ambos corresponde al ideal que siempre buscan los organizadores de largas series de tarjetas postales indecentes. Armonizan: un barbudo pálido y una vasta gitana de ojos enormes… Hasta creo haberlos visto en las mejores colecciones del Pórtico Amarillo, en Caracas.
Todavía puedo preguntarme: ¿Qué debo pensar? Ciertamente, es una mujer detestable. Pero, ¿qué está buscando? Tal vez juegue conmigo y con el barbudo; pero también es posible que el barbudo no sea más que un instrumento para jugar conmigo. Hacerlo sufrir no le importa. Quizá Morel no sea más que un énfasis de su prescindencia de mí, y un signo de que ésta llega a su punto máximo y a su fin.
Pero, si no… Ya hace tanto tiempo que no me ve… Creo que voy a matarla o enloquecer, si continúa. Por momentos pienso que la insalubridad extraordinaria de la parte sur de esta isla ha de haberme vuelto invisible. Sería una ventaja: podría raptar a Faustine sin ningún peligro…
Ayer no fui a las rocas. Muchas veces me declaré que no iría hoy. A la mitad de la tarde supe que iría. Faustine no fue y quién sabe cuándo volverá. Su entretenimiento conmigo ha terminado (con el pisoteo del jardincito). Ahora mi presencia la fastidiará como una broma que hizo gracia alguna vez y que alguien quiere repetir. Me encargaré de que no se repita.
Pero en las rocas estaba enloquecido: "Es mi culpa" me decía (que Faustine no apareciera), "por haber estado tan resuelto a faltar".
Subí a la colina. Salí de atrás de un grupo de plantas y me encontré frente a dos hombres y una señora. Me detuve, no respiré; entre nosotros no había nada (cinco metros de espacio vacío y crepuscular). Los hombres me daban la espalda; la señora estaba de frente, sentada, mirándome. La vi estremecerse. Bruscamente se volvió, miró hacia el museo. Yo me escondí atrás de unas plantas. Ella dijo con voz alegre:
– Ésta no es hora para cuentos de fantasmas. Vamos adentro. No sé, todavía, si contaban, efectivamente, cuentos de fantasmas o si los fantasmas aparecieron en la frase para anunciar que había ocurrido algo extraño (mi aparición).
Se fueron. Un hombre y una mujer caminaban, no muy lejos. Temí que me sorprendieran. La pareja se acercó más. Oí una voz conocida:
– Hoy no fui a ver…
(Tuve palpitaciones. Me pareció que en esa cláusula yo estaba referido.)
– ¿Lo sientes mucho?
No sé lo que dijo Faustine. El barbudo había hecho progresos. Se tuteaban.
He vuelto a los bajos decidido a quedarme hasta que me lleve el mar. Si los intrusos vienen a buscarme, no me entregaré, no escaparé.
Mi decisión de no aparecer ante Faustine duró cuatro días (ayudada por dos mareas que me dieron trabajo).
Fui temprano a las rocas. Después llegaron Faustine y el falso tenista. Hablaban correctamente francés; muy correctamente; casi como sudamericanos.
– ¿He perdido toda su confianza?
– Toda.
– Antes creía en mí.
Noté que ya no se tuteaban; pero en seguida recordé que las personas, cuando empiezan a tutearse, no pueden evitar las vueltas al "usted". Tal vez pensé esto influido por la conversación que estaba oyendo. Tenía, también, esa idea de vuelta al pasado, pero referida a otros temas.
– iY me creería si pudiera llevarla a un rato antes de esa tarde en Vincennes?
– Ya nunca podría creerle. Nunca.
– La influencia del porvenir sobre el pasado -dijo Morel, con entusiasmo y voz muy baja.
Después estuvieron en silencio, mirando el mar. El hombre habló como rompiendo una angustia opresora:
– Créame, Faustine…
Me pareció obstinado. Seguía con los mismos ruegos que le oí ocho días antes.
– No… Ya sé lo que busca.
Las conversaciones se repiten; son injustificables. Aquí no debe el lector imaginar que está descubriendo el amargo fruto de mi situación; no debe, tampoco, complacerse con la muy fácil asociación de las palabras perseguido, solitario, misántropo. Yo estudié el tema antes del proceso: las conversaciones son intercambio de noticias (ejemplo: meteorológicas), de indignaciones o alegrías (ejemplo: intelectuales) ya sabidas o compartidas por los interlocutores. Mueve todo el gusto de hablar, de expresar acuerdos y desacuerdos.
Los miraba, los oía. Sentí que pasaba algo extraño; no sabía qué era. Estaba indignado con ese canalla ridículo.
– Si le dijera todo lo que busco…
– ¿Lo insultaría?
– O nos comprenderíamos. El plazo es corto. Tres días. Es una desgracia no entendernos.
Con lentitud en mi conciencia, puntuales en la realidad, las palabras y los movimientos de Faustine y del barbudo coincidieron con sus palabras y movimientos de hacía ocho días. El atroz eterno retorno. Incompleto: mi jardincito, la otra vez mutilado por las pisadas de Morel,
es hoy un sitio borroso, con vestigios de flores muertas, achatadas contra la tierra.
La primera impresión me halagó. Creí haber hecho este descubrimiento: en nuestras actitudes ha de haber inesperadas, constantes repeticiones. La ocasión favorable me ha permitido notarlo. Ser testigo clandestino de varias entrevistas de las mismas personas no es frecuente. Como en el teatro, las escenas se repiten.
Al oír a Faustine y al barbudo yo corregía mi recuerdo de la conversación anterior (transcripta de memoria unas páginas más atrás). Temí que este descubrimiento pudiera ser el mero efecto de una languidez en mis recuerdos, o de la comparación de una escena real y una simplificación por olvidos.
Después, con urgente enojo, sospeché que todo fuera una representación burlesca, una broma dirigida contra mí.
Debo una explicación. Nunca dudé que lo conveniente era procurar que Faustine sintiera nuestra exclusiva importancia (y que el barbudo no contaba). Sin embargo, había empezado a tener ganas de castigar a ese individuo, a divertirme con la idea sin desarrollo, de afrentarlo de algún modo que lo ridiculizara mucho.
Había llegado la ocasión. ¿Cómo aprovecharla? Con voluntad procuré pensar (ocupado por la rabia, exclusivamente).
Inmóvil, como si reflexionara, estuve esperando el momento de salirle al paso. El barbudo fue a buscar el pañuelo y el bolso de Faustine. Volvía agitándolos, diciendo (como la otra vez):
– No tome en serio lo que le he dicho… A veces creo…
Estaba a pocos metros de Faustine. Yo salí muy decidido a cualquier cosa, pero a nada en particular. La espontaneidad es fuente de groserías. Señalé al barbudo, como si estuviera presentándolo a Faustine, y dije a gritos:
– La femme á barbe, Madame Faustine!
No era una broma feliz; ni siquiera se sabía contra quién iba dirigida.
El barbudo siguió caminando hacia Faustine y no tropezó conmigo porque me eché a un lado, bruscamente. La mujer no interrumpió las preguntas; no interrumpió la alegría de su cara. Su tranquilidad todavía me aterra.
Desde ese momento hasta hoy a la tarde estuve apenado de vergüenza, con ganas de arrodillarme ante Faustine. No pude esperar hasta la puesta del sol. Me fui a la colina, resuelto a perderme, y con un presentimiento de que si todo salía bien caería en una escena de ruegos melodramáticos. Estaba equivocado. Lo que sucede no tiene explicación. La colina está deshabitada.
Cuando vi la colina deshabitada temí encontrar la explicación en una celada que ya estuviera funcionando. Con sobresalto recorrí todo el museo, escondiéndome a veces. Pero bastaba mirar los muebles y las paredes, como revestidos de aislamiento, para convencerse de que allí no había nadie. Más aún: para convencerse de que nunca hubo nadie. Es difícil, después de una ausencia de casi veinte días, poder afirmar que todos los objetos de una casa de muchísimas habitaciones se encuentran donde estaban cuando uno se fue; sin embargo acepto, como una evidencia para mí, que estas quince personas (con otras tantas de servidumbre), no hayan movido un banco, una lámpara o -si movieron algo hayan vuelto a poner todo en el sitio, en la posición que tenía antes. He inspeccionado la cocina, el lavadero: la comida que dejé hace veinte días, la ropa (robada de un armario del museo) puesta a secar hace veinte días, estaban allí, una podrida, la otra seca, ambas intactas.
Grité en esa casa vacía: "¡Faustine! ¡Faustine!". No hubo respuesta. Hay dos hechos -un hecho y un recuerdo- que ahora veo juntos, proponiendo una explicación. En los últimos tiempos me había dedicado a probar nuevas raíces. Creo que en México los indios conocen un brebaje preparado con jugo de raíces -éste es el recuerdo (o el olvido)- que suministra delirios por muchos días. La conclusión (referida a la estadía de Faustine y de sus amigos en la isla) es lógicamente admisible; sin embargo, yo tendría que estar jugando para tomarla en serio. Parezco jugando: he perdido a Faustine, y atiendo a la presentación de estos problemas para un hipotético observador, para un tercero.
Pero me acordé, incrédulo, de mi condición de fugitivo y del poder infernal de la justicia. Tal vez todo fuera una estratagema desmesurada. No debía abatirme, no debía disminuir mi capacidad de resistencia: la catástrofe podría ser tan horrible.
Inspeccioné la capilla, los sótanos. Decidí mirar toda la isla antes de acostarme. Fui a las rocas, a los pastizales de la colina, a las playas, a los bajos (por un exceso de prudencia). Debí aceptar que los intrusos no estaban en la isla.
Cuando volví al museo era casi de noche. Yo estaba nervioso. Deseaba la claridad de la luz eléctrica. Probé muchas llaves; no había luz. Con esto parece confirmada mi opinión de que las mareas han de suministrar la energía a los motores (por medio de ese molino hidráulico o rodillo que hay en los bajos). Los intrusos han derrochado luz. Desde las dos mareas pasadas hubo un prolongado intervalo de calma. Se acabó esa misma tarde, cuando yo entraba en el museo. Tuve que cerrar todo; parecía que el viento y el mar fueran a destruir la isla.
En el primer sótano, entre motores desmesurados en la penumbra, me sentí perentoriamente abatido. El esfuerzo indispensable para suicidarme era superfluo ya que, desaparecida Faustine, ni siquiera podía quedar la anacrónica satisfacción de la muerte.
Por vago compromiso, para justificar mi descenso, intenté poner en funcionamiento la usina de luz. Hubo unas explosiones débiles y la calma interior volvió a establecerse, entre una tormenta que movía las ramas de un cedro, contra el vidrio espeso de la lumbrera.
No recuerdo cómo salí. Al llegar arriba oí un motor; la luz, con oblicua velocidad, alcanzó todo y me puso frente a dos hombres: uno vestido de blanco, otro de verde (un cocinero y un sirviente). No sé cuál preguntó (en español):
– ¿Quiere decirme por qué eligió este lugar perdido?
– Él lo sabrá (en español, también).
Escuché con ansia. Era otra gente. Estos nuevos aparecidos (de mi cerebro castigado por carencias, tóxicos y soles, o de esta isla tan mortal), eran ibéricos y estas frases me llevaban a la conclusión de que Faustine no había regresado.
Seguían hablando con voz tranquila, como si no hubieran oído mis pasos, como si yo no estuviese.
– No lo niego; pero ¿cómo se le ha ocurrido a Morel?… Los interrumpió un hombre que dijo airadamente:
– ¿Hasta cuándo? La comida está lista, hace una hora.
Los miró con fijeza (con tanta fijeza que me pregunté si no lucharía contra una inclinación a mirarme) y en seguida desapareció, gritando. Lo siguió el cocinero; el sirviente corrió en dirección opuesta.
Yo hacía esfuerzos por serenarme, pero temblaba. Sonó un gong. Mi vida estuvo en momentos en que los héroes hubieran aceptado el miedo. Creo que ahora mismo no estarían tranquilos. Pero entonces el horror se acumuló. Por suerte, duró poco. Recordé ese gong. Lo había visto muchas veces en el comedor. Quise huir. Me serené más. Huir verdaderamente era imposible. La tormenta, el bote, la noche… Si hubiera desaparecido la tormenta, no habría sido menos horrible internarse en el mar, esa noche sin luna. Además, el bote no habría alcanzado a flotar mucho tiempo. En cuanto a los bajos, estaban seguramente inundados. Mi huida hubiera concluido muy cerca. Valía más escuchar; vigilar los movimientos de esta gente; esperar.
Miré a mi alrededor y me escondí (sonriendo para formular mi suficiencia) en un cuartito que hay debajo de la escalera. Esto (lo he pensado posteriormente) fue muy torpe. Si me hubieran buscado habrían mirado ahí sin duda. Estuve un rato sin pensar, muy tranquilo, pero todavía confuso.
Se me presentaron dos problemas:
¿Cómo llegaron a la isla? Con esa tormenta, ningún capitán se habría atrevido a acercarse; suponer un trasbordo y un desembarco por medio de botes, era absurdo.
¿Cuándo llegaron? La comida estaba lista desde hacía un rato largo; no hacía un cuarto de hora que yo había bajado a los motores, que no había nadie en la isla.
Habían nombrado a Morel. Se trataba, seguramente, de un regreso de las mismas personas. Es probable, pensé con palpitaciones, que vea, de nuevo, a Faustine.
Me asomé, presintiendo una detención brusca, el fin de mis perplejidades.
No había nadie.
Subí la escalera, avancé por los pasillos del entrepiso; desde uno de los cuatro balcones, entre hojas oscuras y una divinidad de barro cocido, me asomé sobre el comedor.
Había algo más de una docena de personas sentadas a la mesa. Imaginé que serían turistas neocelandeses o australianos; me pareció que estaban instalados, que no iban a partir un rato después.
Me acuerdo bien: vi el conjunto, lo comparé a los turistas, descubrí que no parecían de pasada y sólo entonces pensé en Faustine. La busqué, la encontré en seguida. Tuve una sorpresa benigna: el barbudo no estaba al lado de Faustine; una alegría precaria: el barbudo no estaba (antes de creer en ella, lo vi enfrente de Faustine).