Las conversaciones eran lánguidas. Morel propuso el tema de la inmortalidad. Se habló de viajes, de fiestas, de métodos (de alimentación). Faustine y una muchacha rubia hablaron de remedios. Alec, un hombre joven, escrupulosamente peinado, con tipo oriental y ojos verdes, intentó narrar sus negocios de lanas, sin obstinación ni éxito. Morel se entusiasmó proyectando una cancha de pelota o una cancha de tenis para la isla.
Conocí un poco más a la gente del museo. A la izquierda de Faustine había una mujer -¿Dora?- de pelo rubio, frisado, muy risueña, con la cabeza grande y ligeramente encorvada hacia adelante, como caballo brioso. Del otro lado tenía a un hombre joven, moreno, de ojos vivos y ceño cargado de concentración y de pelo. Después había una muchacha alta, con el pecho hundido, brazos extremadamente largos y expresión de asco. Esta mujer se llama Irene. Después, la que dijo "no es hora para cuentos de fantasmas", esa noche que subí a la colina. No recuerdo a los otros.
Cuando era chico jugaba a los descubrimientos en las ilustraciones de los libros: las miraba mucho e iban apareciendo objetos, interminablemente. Estuve un rato, contrariado, mirando los paneles con mujeres, tigres o gatos de Fuyita.
La gente se fue al hall. Durante mucho tiempo, con demasiado terror -mis enemigos estaban o en el hall o en el sótano (el personal)bajé por la escalera de servicio hasta la puerta escondida detrás del biombo. Lo primero que vi fue a una mujer que tejía cerca de uno de los cálices de alabastro; a esa mujer que se llama Irene y a otra, dialogando; busqué más y con peligro de ser descubierto vi a Morel en una mesa, con cinco personas, jugando a las cartas; la muchacha que estaba de espaldas era Faustine; la mesa era chica, los pies estaban aglomerados y pasé unos minutos, quizá muchos, insensible a todo, queriendo averiguar si los pies de Morel y los de Faustine se tocaban. Esta lamentable ocupación desapareció completamente, fue sustituida por el horror que me dejaron la cara roja y los ojos muy redondos de un sirviente que estuvo mirándome y entró en el hall. Oí pasos. Me alejé corriendo. Me escondí entre la primera y segunda filas de columnas de alabastro, en el salón redondo, sobre el acuario. Debajo de mí nadaban peces idénticos a los que había sacado podridos en los días de mi llegada.
Ya tranquilo, me acerqué a la puerta. Faustine, Dora -su compañera de mesa- y Alec subían la escalera. Faustine se movía con estudiada lentitud. Por ese cuerpo interminable, por esas piernas demasiado largas, por esa tonta sensualidad, yo exponía la calma, el Universo, los recuerdos, la ansiedad tan vívida, la riqueza de conocer las costumbres de las mareas y más de una raíz inofensiva.
Los seguí. De improviso, entraron en un cuarto. Enfrente encontré una puerta abierta, un cuarto iluminado y vacío. Entré con mucha cautela. Sin duda, alguien que habría estado allí se olvidó de apagar la luz. El aspecto de la cama y de la mesa de toilette, la falta de libros, de ropa, del más leve desorden, garantizan que nadie lo habitaba. Estuve inquieto cuando los otros moradores del museo pasaron a sus cuartos. Oí los pasos en la escalera y quise apagar mi luz, pero fue imposible: la llave se había atrancado. No insistí. Hubiera llamado la atención una luz apagándose en un cuarto vacío.
Si no fuera por esa llave quizá me habría puesto a dormir, persuadido por la fatiga, por las muchas luces que veía apagarse en las rendijas de las puertas (¡y por la tranquilidad que me daba la presencia de la mujer cabezona en el cuarto de Faustine!). Preví que si alguien llegara a pasar por el corredor, entraría en mi cuarto, para apagar la luz (el resto del museo estaba a oscuras). Eso, tal vez, era inevitable; no muy peligroso. Al ver que la llave estaba atrancada, la persona se iría, para no molestar a los demás. Bastaba que me escondiera un poco.
Pensaba en todo esto cuando apareció la cabeza de Dora. Sus ojos pasaron por mí. Se fue, sin intentar apagar la luz.
Quedé con miedo casi convulsivo. Estaba yéndome y antes de salir recorrí la casa, imaginativamente, en busca de un escondite seguro. Me costaba dejar ese cuarto que permitía la vigilancia de la puerta de Faustine. Me senté en la cama y me dormí. Un rato después vi en sueños a Faustine. Entró en el cuarto. Estuvo muy cerca. Me desperté. No había luz. Traté de no moverme, de empezar a ver en la oscuridad, pero la respiración y el espanto eran incontenibles.
Me levanté, llegué al corredor, oí el silencio que había sucedido a la tormenta: nada lo interrumpía.
Empecé a caminar por el corredor, a sentir que inesperadamente se abriría una puerta y yo estaría en poder de unas manos bruscas y de una voz inamovible, burlona. El mundo extraño en que andaba preocupado en los últimos días, mis conjeturas y mis ansias, Faustine, no habrían sido más que efímeros trámites de la prisión y del patíbulo. Bajé la escalera, por la oscuridad, cautelosamente. Llegué a una puerta y quise abrirla; fue imposible; ni siquiera pude mover el picaporte (conocía estas cerraduras que atrancan el picaporte; pero no comprendo el sistema de las ventanas: no tienen cerradura y los pasadores estaban atrancados). Iba convenciéndome de la imposibilidad de salir, aumentaba mis nervios y -tal vez por esto y por la impotencia en que me ponía la falta de luz- hasta las puertas interiores se volvían infranqueables. Unos pasos en la escalera de servicio me apresuraron mucho. No supe irme del cuarto. Caminé sin hacer ruido, guiado por una pared, hasta uno de los enormes cálices de alabastro; con esfuerzo y gran peligro, me deslicé adentro.
Estuve inquieto, largo tiempo, contra la superficie resbaladiza del alabastro y contra la fragilidad de la lámpara. Me pregunté si Faustine se habría quedado sola con Alec o si uno de ellos habría salido con Dora, o antes o después.
Esta mañana me despertaron las voces de una conversación (yo estaba muy débil y muy dormido para escuchar). Después ya no se oía nada.
Quería estar afuera del museo. Empecé a erguirme, temeroso de resbalar y deshacer la enorme lamparilla, de que alguien viera surgir mi cabeza. Con mucha languidez, laboriosamente, bajé del jarrón de alabastro. Esperando que se ordenaran un poco mis nervios, me guarecí detrás de las cortinas. Estaba tan débil que no podía moverlas; me parecían rígidas y pesadas como las cortinas de piedra que hay en algunas tumbas. Imaginé, dolorosamente, artificiosos panes y otras comidas propias de la civilización: en el antecomedor las encontraría sin duda. Tuve desmayos superficiales, ganas de reírme; sin miedo caminé hasta el zaguán de la escalera. La puerta estaba abierta. No había nadie. Pasé al antecomedor, con una temeridad que me enorgullecía. Oí pasos. Quise abrir una puerta que da afuera y volví a encontrarme con uno de esos picaportes inexorables. Por la escalera de servicio bajaba alguien. Corrí hacia la entrada. Pude ver, por la puerta abierta, parte de una silla de paja y de unas piernas cruzadas. Volví en dirección de la escalera principal; allí también oí pasos. Había gente en el comedor. Entré en el hall, vi una ventana abierta y, casi al mismo tiempo, a Irene y a la mujer que la otra tarde hablaba de fantasmas, por un lado, y por otro, al joven de ceño cargado de pelo con un libro abierto, caminando hacia mí y declamando poesías francesas. Me detuve; caminé, tieso, entre ellos; casi los toqué al pasar. Me arrojé por la ventana y con las piernas doloridas por el golpe (hay como tres metros desde la ventana hasta el césped), corrí barranca abajo, con muchas caídas, sin fijarme si alguien miraba.
Preparé un poco de comida. Devoré con entusiasmo y pronto, sin ganas.
Ahora casi no tengo dolores. Estoy más tranquilo. Pienso, aunque parezca absurdo, que tal vez no me hayan visto en el museo. Ha pasado todo el día y nadie ha venido a buscarme. Da miedo aceptar tanta suerte.
Tengo un dato, que puede servir a los lectores de este informe para conocer la fecha de la segunda aparición de los intrusos: las dos lunas y los dos soles se vieron al día siguiente. Podría tratarse de una aparición local; sin embargo me parece más probable que sea un fenómeno de espejismo, hecho con luna o sol, mar y aire, visible, seguramente, desde Rabaul y desde toda la zona. He notado que este segundo sol -quizá imagen de otro- es mucho más violento. Me parece que entre ayer y anteayer ha habido un ascenso infernal de temperatura. Es como si el nuevo sol hubiera traído un extremado verano a la primavera. Las noches son muy blancas: hay como un reflejo polar vagando por el aire. Pero imagino que las dos lunas y los dos soles no tienen mucho interés; han de haber llegado a todas partes, o por el cielo o en informaciones más doctas y completas. No los registro por atribuirles valor de poesía o de curiosidad, sino para que mis lectores, que reciben diarios y tienen cumpleaños, daten estas páginas.
Estamos viviendo las primeras noches con dos lunas. Pero ya se vieron dos soles. Lo cuenta Cicerón en De Natura Deorum:
Tum sole, quod ut e patre audivi Tuditano et Aquilio consulibus evenerat.
No creo haber citado mal. M. Lobre, en el Instituto Miranda, nos hizo aprender de memoria las primeras cinco páginas del Libro Segundo y las últimas tres del Libro Tercero. No conozco nada más de La naturaleza de los dioses.
Los intrusos no vinieron a buscarme. Los veo aparecer y desaparecer en los bordes de la colina. Tal vez por alguna imperfección del alma (y la infinidad de mosquitos), he tenido nostalgias de la víspera, de cuando estaba sin esperanzas de Faustine y no en esta angustia. He tenido nostalgias de ese momento en que me sentí, otra vez, instalado en el museo, dueño de la subordinada soledad.
Recuerdo ahora lo que pensaba anteanoche, en ese cuarto insistentemente iluminado. La naturaleza de los intrusos, de las relaciones que he tenido con los intrusos.
Intenté varias explicaciones.
Que yo tenga la famosa peste; sus efectos en la imaginación: la gente, la música, Faustine; en el cuerpo: tal vez lesiones horribles, signos de la muerte, que los efectos anteriores no me dejan ver.
Que el aire pervertido de los bajos y una deficiente alimentación me hayan vuelto invisible. Los intrusos no me vieron (o tienen una disciplina sobrehumana; descarté secretamente, con la satisfacción de obrar con habilidad, toda sospecha de simulación organizada, policial). Objeción: no soy invisible para los pájaros, los lagartos, las ratas, los mosquitos.
Se me ocurrió (precariamente) que pudiera tratarse de seres de otra naturaleza, de otro planeta, con ojos, pero no para ver, con orejas, pero no para oír. Recordé que hablaban un francés correcto. Extendí la monstruosidad anterior: que ese idioma fuera un atributo paralelo entre nuestros mundos, dedicado a distintos fines.
He llegado a la cuarta hipótesis por la aberración de contar sueños. Anoche soñé esto:
Yo estaba en un manicomio. Después de una larga consulta (¿el proceso?) con un médico, mi familia me había llevado ahí. Morel era el director. Por momentos, yo sabía que estaba en la isla; por momentos, creía estar en el manicomio; por momentos, era el director del manicomio.
No creo indispensable tomar un sueño por realidad, ni la realidad por locura.
Quinta hipótesis: los intrusos serían un grupo de muertos amigos; yo, un viajero, como Dante o Swedenborg, o si no otro muerto, de otra casta, en un momento diferente de su metamorfosis; esta isla, el purgatorio o cielo de aquellos muertos (queda enunciada la posibilidad de varios cielos; si hubiera uno y todos fueran allí y nos aguardasen un encantador matrimonio y todos sus miércoles literarios, muchos ya habríamos dejado de morir).
Ahora entendía por qué los novelistas proponen fantasmas quejosos. Los muertos siguen entre los vivos. Les cuesta cambiar de costumbre, renunciar al tabaco, al prestigio de violadores de mujeres. Estuve horrorizado (pensé con teatralidad interior) de ser invisible; horrorizado de que Faustine, cercana, estuviese en otro planeta (el nombre Faustine me puso melancólico); pero yo estoy muerto, yo estoy fuera de alcance (veré a Faustine, la veré irse, y mis señas, mis súplicas, mis atentados, no la alcanzarán); aquellas soluciones horribles son esperanzas frustradas.
El manejo de estas ideas me daba una consistente euforia. Acumulé pruebas que mostraban mi relación con los intrusos como una relación entre seres en distintos planos. En esta isla podría haber sucedido una catástrofe imperceptible para sus muertos (yo y los animales que la habitaban); después habrían llegado los intrusos.
¡Que yo estuviera muerto! Cuánto me entusiasmó esta ocurrencia (vanidosamente, literariamente).
Recapitulé mi vida. La infancia, poco estimulante, con las tardes en el Paseo del Paraíso; los días anteriores a mi detención, como ajenos; mi larga huida; los meses que llevo en la isla. Tenía la muerte dos oportunidades para entreverarse en mi historia. En los días anteriores a la llegada de la policía a mi cuarto de la pensión hedionda y rosada, en Oeste 11, frente a la Pastora (el proceso habría sido ante los jueces definitivos; la huida y los viajes, el viaje al cielo, infierno o purgatorio acordado). La otra ocasión para la muerte aparecía en el viaje en bote. El sol me deshacía el cráneo y aunque remé hasta aquí, he de haber perdido la conciencia mucho antes de llegar. De esos días todos los recuerdos son vagos, con excepción de una claridad infernal, un vaivén y un ruido del agua, un sufrimiento mayor que todas nuestras reservas de vida.
Hacía mucho que pensaba en esto, así que ya estaba un poco harto y seguí con menos lógica: no estuve muerto hasta que aparecieron los intrusos; en la soledad es imposible estar muerto. Para resucitar debo suprimir a los testigos. Será un exterminio fácil. No existo: no sospecharán su destrucción.
Estaba pensando en otra cosa, en un increíble proyecto de rapto privadísimo, como de sueño, que iba a contar solamente para mí.
En momentos de extrema ansiedad he imaginado estas explicaciones injustificables, vanas. El hombre y la cópula no soportan largas intensidades.
Esto es un infierno. Los soles están abrumadores. Yo no me siento bien. Comí unos bulbos parecidos a los nabos, muy fibrosos.
Los soles estaban arriba, uno más que otro, y, de improviso (creo haber mirado el mar hasta ese momento), apareció un buque muy cerca, entre los arrecifes. Fue como si me hubiera dormido (hasta las moscas vuelan dormidas, bajo este sol doble) y despertara, segundos u horas después, sin advertir que había dormido o que estaba despertando. El buque era de carga, blanco. "Mi sentencia -pensé indignado-. Sin duda vienen a explorar la isla." La chimenea, amarilla (como en buques de la Royal Mail y de la Pacific Line), altísima, dio tres pitadas. Los intrusos afluyeron a los bordes de la colina. Algunas mujeres saludaron con pañuelos.
El mar no se movía. Bajaron del buque una lancha. Tardaron casi una hora en hacer funcionar el motor. Desembarcó en la isla un marino vestido de oficial o de capitán. Los demás volvieron al buque.
El hombre subió a la colina. Tuve mucha curiosidad y, a pesar de mis dolores y de los bulbos difíciles de asimilar, subí por otro lado. Lo vi saludar respetuosamente. Le preguntaron qué tal viaje había tenido; si había conseguido todo en Rabaul. Yo estaba detrás de un fénix moribundo, sin miedo de ser visto (me parecía inútil esconderme). Morel se llevó al hombre hasta un banco. Hablaron.