Sentados en las camas, cada uno en la suya, los ciegos se pusieron a la espera de que volvieran al redil las ovejas descarriadas, Cabrones es lo que son, comentó una voz fuerte, sin pensar que respondía a la pastoril reminiscencia de quien no tiene culpa de no saber decir las cosas de otra manera. Pero los maleantes no aparecieron, sin duda desconfiaban, seguro que había entre ellos uno tan astuto como el de aquí, el que tuvo la idea de la soba. Iban pasando los minutos, algunos ciegos se tumbaron, varios se habían quedado dormidos ya. Que esto, señores, es comer y dormir. Bien vistas las cosas no se está mal del todo. Mientras no falte la comida, que sin ella no se puede vivir, es como estar en un hotel. Al contrario, qué calvario sería estar ciego allá fuera, en la ciudad, sí, qué calvario. Andar dando tumbos por las calles, huyendo todos de él, la familia aterrorizada, con miedo de acercársele, amor de madre, amor de hijo, historias, quizá me hicieran lo mismo que aquí, me encerraban en un cuarto y me ponían el plato a la puerta, como mucho favor. Pensando fríamente en la situación, sin prejuicios ni resentimientos que siempre oscurecen el raciocinio, es preciso reconocer que las autoridades tuvieron vista cuando decidieron juntar ciegos con ciegos, cada oveja con su pareja, que es buena regla de vecindad, como leprosos, no hay duda, aquel médico allá al fondo tiene razón cuando dice que tenemos que organizarnos, la cuestión, realmente, es la organización, primero la comida, después la organización, ambas son indispensables en la vida, elegir unas cuantas personas disciplinadas y disciplinadoras para dirigir esto, establecer reglas consensuadas de convivencia, cosas simples, barrer, ordenar y lavar, de eso no podemos quejarnos, que hasta jabón nos mandaron, y detergentes, tener la cama hecha, lo fundamental es que no nos perdamos el respeto a nosotros mismos, evitar conflictos con los militares que cumplen con su deber vigilándonos, para muertos ya tenemos bastantes, preguntar quién conoce aquí buenas historias para contarlas al caer la tarde, historias, fábulas, chistes, es igual, lo que sea, imagínese la suerte que sería que alguien se supiera la Biblia de memoria, repetiríamos todo, desde la creación del mundo, lo importante es que nos oigamos unos a otros, qué pena que no haya una radio, la música fue siempre una gran distracción, y oiríamos las noticias, por ejemplo, si encontraban remedio para nuestra enfermedad, la alegría que iba a haber aquí.
Ocurrió entonces lo que tenía que ocurrir. Se oyeron tiros en la calle. Vienen a matarnos, gritó alguien, Calma, dijo el médico, seamos lógicos, si quisieran matarnos vendrían aquí dentro a disparar, no dispararían fuera. Tenía razón el médico, fue el sargento quien dio orden de disparar al aire, no es que un soldado se hubiera quedado ciego de repente cuando estaba con el dedo en el gatillo, se comprende que no hubiera otra manera de encuadrar y mantener en orden a los ciegos que salían de los autobuses a empujones, el ministerio de Sanidad había avisado ya al del Ejército, vamos a enviar unos autobuses de ciegos, Cuántos ciegos en total, Unos doscientos, Y dónde vamos a meter a toda esa gente, las salas destinadas a los ciegos son las tres del ala derecha, y según la información que tenemos sólo caben ciento veinte, y ya hay sesenta o setenta, menos una docena que tuvimos que matar, La cosa tiene remedio, que se ocupen todas las salas, Si lo hacemos, los contagiados estarán en contacto directo con los ciegos, Lo más probable es que tarde o temprano se queden ciegos también ésos, además, tal como está la cosa, supongo que contagiados ya estamos todos, seguro que no queda nadie que no haya estado a la vista de un ciego, Si un ciego no ve, pregunto yo, cómo puede transmitir el mal por la vista, Mi general, ésa debe de ser la enfermedad más lógica del mundo, el ojo que está ciego transmite la ceguera al ojo que ve, así de simple. Hay aquí un coronel que cree que la solución más sencilla sería ir matando a los ciegos a medida que fueran quedándose sin vista, Muertos en vez de ciegos, el cuadro no iba a cambiar mucho, Estar ciego no es estar muerto, Sí, pero estar muerto sí es estar ciego, Bueno, el caso es que vais a mandarnos unos doscientos, Sí, Y qué hacemos con los conductores de los autobuses, Los metéis también ahí. Aquel mismo día, al caer la tarde, el ministerio del Ejército llamó de nuevo al ministerio de Sanidad, Les voy a dar una noticia, aquel coronel de quien les hablaba hace un rato, se ha quedado ciego, A ver qué piensa ahora de aquella idea suya, Ya lo ha pensado, acaba de pegarse un tiro en la cabeza, Coherente actitud, sí señor, El ejército está siempre dispuesto a dar ejemplo.
Se abrió el portón de par en par. Llevado por sus hábitos cuarteleros, el sargento mandó formar en columnas de a cinco, pero los ciegos no conseguían atinar con la cuenta, unas veces eran de más, otras de menos, acabaron amontonándose todos a la entrada, como civiles que eran, sin ningún orden, ni se acordaron siquiera de poner delante a las mujeres y a los niños, como en los otros naufragios. Hay que decir, antes de que se nos olvide, que no todos los disparos habían sido hechos al aire, uno de los conductores de los autobuses se negó a ir con los ciegos, protestó, dijo que veía perfectamente, el resultado, tres segundos después, vino a darle la razón al ministerio de Sanidad cuando afirmaba que estar muerto es estar ciego. El sargento dio las órdenes ya conocidas, Sigan adelante, en línea recta, hay una escalera con seis peldaños, seis, cuando las alcancen, suban lentamente, si alguien tropieza, no quiero ni pensar lo que ocurrirá, la única recomendación que se echó en falta fue la de seguir la cuerda, pero se comprende, si la usasen no acabarían nunca de entrar, Atención, recomendaba el sargento, ya tranquilo porque estaban todos del otro lado del portón, hay tres salas a la derecha y tres a la izquierda, cada sala tiene cuarenta camas, que no se separen las familias, procuren no atropellarse, cuéntense a la entrada, pidan a los que están allí que les ayuden, ya verán cómo todo va bien, acomódense tranquilos, tranquilos, luego les daremos la comida.
No estaría bien imaginar que estos ciegos, en tal cantidad, van allí como borregos al matadero, balando como de costumbre, un poco apretados, es cierto, pero ésa fue siempre su manera de vivir, pelo con pelo, aliento con aliento, hedor con hedor. Aquí van unos que lloran, otros que gritan de miedo o de rabia, otros que blasfeman, alguien ha soltado una amenaza inútil y terrible, Como os agarre un día, se supone que se dirige a los soldados, os arranco los ojos. Inevitablemente, los primeros en llegar a la escalera tuvieron que pararse, había que tantear con el pie la altura y la profundidad del peldaño, la presión de los que venían detrás hizo caer a dos o tres de los de delante, afortunadamente no pasó de ahí, sólo unas piernas desolladas, el consejo del sargento valía como una bendición. Una parte entró en el zaguán, pero doscientas personas no se acomodan con facilidad, para colmo ciegas y sin guía, añadiéndose a esta circunstancia, ya de por sí penosa, el hecho de encontrarnos en un edificio antiguo, de distribución poco funcional, no basta que diga un sargento que apenas sabe de su oficio, Hay tres salas a cada lado, hay que ver el interior, aquí dentro, unos vanos de puertas tan estrechos que más parecen cuellos de botella, unos corredores tan locos como los que ocuparon antes el edificio, empiezan no se sabe por qué, acaban no se sabe dónde, y nunca llega a saberse lo que quieren. Por instinto, la vanguardia de los ciegos se había dividido en dos columnas, desplazándose a lo largo de las paredes, de un lado y del otro, en busca de una puerta por donde entrar, método seguro, sin duda, en el supuesto de que no haya muebles cruzados en el camino. Tarde o temprano, con paciencia y habilidad, los nuevos huéspedes acabarán por acomodarse, pero no antes de que se decida la batalla que acaba de trabarse entre las primeras líneas de la columna de la izquierda y los contaminados que de ese lado viven. Era de esperar. Lo que estaba decidido, y había incluso un reglamento redactado por el ministerio de Sanidad, era que ese lado quedaba reservado para los contaminados, y si verdad era que podía preverse, con altísimo grado de probabilidad, que todos ellos acabarían por quedarse ciegos, verdad era también, obedeciendo a la pura lógica, que mientras no lo estuvieran no se podía jurar que efectivamente estaban destinados a la ceguera. Está uno tranquilamente sentado en su casa, confiando en que, pese a los ejemplos contrarios, al menos en su caso acabe todo resolviéndose bien, y de repente ve que avanza en su dirección un bando ululante de aquellos a quienes más teme. En el primer momento, los contaminados pensaron que se trataba de un grupo de iguales a ellos, sólo que más numeroso, pero poco duró el engaño, aquella gente estaba ciega, Aquí no podéis entrar, esta parte es nuestra, sólo nuestra, no es para ciegos, a vosotros os toca al otro lado, gritaron los que estaban de guardia en la puerta. Algunos ciegos intentaron dar media vuelta para buscar la otra entrada, tanto les daba izquierda como derecha, pero la masa de los que seguían fluyendo desde el exterior los empujaba inexorablemente. Los contagiados defendían la puerta a puñetazos y puntapiés, los ciegos respondían como podían, no veían a los adversarios pero sabían de dónde les venían los golpes. En el zaguán no cabían doscientas personas, ni mucho menos, por eso quedó muy pronto atascada la puerta que daba al cercado, pese a ser bastante ancha. Era como si la obstruyera un tapón, ni para atrás ni para delante, los que estaban dentro, comprimidos, ahogándose, intentaban protegerse con los codos, dando puntapiés contra los vecinos que los empujaban, se oían gritos, niños ciegos que lloraban, mujeres ciegas que se desmayaban, mientras los muchos que no habían conseguido entrar empujaban cada vez más, atemorizados por los gritos de los soldados, que no entendían por qué aquellos idiotas estaban todavía allí. Un momento terrible fue cuando se produjo un reflujo violento de gente que forcejeaba por librarse de la confusión, del inminente peligro de morir aplastados, pongámonos en el lugar de los soldados, de repente ven salir reculando a muchos de los que habían entrado, pensaron lo peor, que los ciegos iban a volver, recordemos los casos precedentes, podría haber ocurrido una carnicería. Felizmente, el sargento estuvo una vez más a la altura de la crisis, disparó él mismo un tiro al aire, de pistola, sólo para llamar la atención, y gritó por el altavoz, Calma, retrocedan un poco los que están en la escalera, calma, no empujen, ayúdense unos a otros. Era pedir demasiado, dentro continuaba la lucha, pero el zaguán, poco a poco, fue quedando despejado gracias a un desplazamiento más numeroso de ciegos hacia la puerta del ala derecha, allí eran recibidos por ciegos a quienes no les importaba encaminarlos hacia la tercera sala, libre hasta ahora, y hacia las camas que en la segunda aún estaban desocupadas. Por un momento pareció que la batalla iba a resolverse a favor de los contagiados, no tanto por ser ellos los más fuertes y los que más vista tenían, sino porque los ciegos, dándose cuenta de que la entrada del otro lado estaba expedita, rompieron el contacto, como diría el sargento en sus lecciones cuarteleras de estrategia y de táctica elemental. No obstante, poco duró la alegría de los defensores. De la puerta del ala derecha empezaron a llegar voces anunciando que ya no quedaba sitio, que todas las salas estaban llenas, hubo incluso ciegos que fueron empujados de nuevo hacia el zaguán, exactamente en el momento en que, deshecho el tapón humano que hasta entonces atrancaba la entrada principal, los ciegos que todavía estaban fuera, que eran muchos, empezaban a avanzar acogiéndose al techo bajo el cual, a salvo de las amenazas de los soldados, irían a vivir. El resultado de estos dos desplazamientos, prácticamente simultáneos, fue que se trabó de nuevo la pelea a la entrada del ala izquierda, otra vez golpes, de nuevo gritos, y, como si esto fuese poco, unos cuantos ciegos despistados, que habían encontrado y forzado la puerta del zaguán que daba acceso directo al cercado interior, empezaron a gritar que allí había muertos. Imagínese el pavor. Retrocedieron éstos como pudieron, Ahí hay muertos, hay muertos, repetían, como si los llamados á morir de inmediato fuesen ellos, en un segundo el zaguán volvió a ser un remolino furioso como en los peores momentos, después la masa humana se fue desviando en un impulso súbito y desesperado hacia el ala izquierda, llevándose todo por delante, rota ya la línea de defensa de los contagiados, muchos que ya habían dejado de serlo, otros que, corriendo como locos, intentaban escapar de la negra fatalidad. Corrían en vano. Uno tras otro se fueron todos quedando ciegos, con los ojos de repente ahogados en la hedionda marea blanca que inundaba los corredores, las salas, el espacio entero. Fuera, en el zaguán, en el cercado, se arrastraban los ciegos desamparados, doloridos por los golpes unos, pisoteados otros, eran sobre todo los ancianos, las mujeres y los niños de siempre, seres en general aún o ya con pocas defensas, milagro que no resultaran de este trance muchos más muertos por enterrar. En el suelo, dispersos, aparte de algunos zapatos que habían perdido el pie, había bolsos, maletas, cestos, la última riqueza de cada uno, ahora para siempre perdida, quien venga a la rebusca dirá que lo que se lleva es suyo.
Un viejo con una venda negra en un ojo vino del cercado. O es que ha perdido también su equipaje, o no lo trajo. Fue el primero en tropezar con los muertos, pero no gritó. Se quedó con ellos, junto a ellos, aguardando que volvieran la paz y el silencio. Durante una hora esperó. Ahora anda en busca de abrigo. Despacio, con los brazos extendidos, busca el camino. Encontró la puerta de la primera sala del ala derecha, oyó voces que venían de dentro, entonces preguntó, Hay aquí una cama para mí.
La llegada de tantos ciegos pareció traer al menos una ventaja. Pensándolo bien, dos, siendo la primera de orden por así decir psicológico, ya que es muy diferente estar esperando, en cada momento, que se nos presenten nuevos inquilinos, a ver que el edificio se encuentra lleno, y que a partir de ahora será posible establecer y mantener con los vecinos relaciones permanentes, duraderas, no perturbadas, como sucedía hasta ahora, por sucesivas interrupciones e interposiciones de recién llegados que nos obligaban a reconstituir continuamente los canales de comunicación. La segunda ventaja, ésta de orden práctico, directa y sustancial, fue que las autoridades de fuera, civiles y militares, comprendieran que una cosa era proporcionar alimentos para dos o tres docenas de personas, más o menos tolerantes, más o menos predispuestas, por su pequeño número, a resignarse ante ocasionales fallos o retrasos en la distribución de la comida, y otra cosa era ahora la repentina y compleja responsabilidad de sustentar a doscientos cuarenta seres humanos de todos los talantes, procedencias y maneras de ser en cuestión de humor y temperamento. Doscientos cuarenta, repárese, es una manera de decir, porque son al menos veinte los que no han encontrado camastro y duermen en el suelo. En todo caso, hay que reconocer que no es lo mismo que tengan que comer treinta personas de lo que sería apenas suficiente para diez, que distribuir para doscientos sesenta el alimento destinado a doscientos cuarenta. La diferencia casi no se nota. Pudo ser la asunción consciente de esta acrecentada responsabilidad, y quizá, posibilidad ésta digna de ser tenida en cuenta, el temor de que se desencadenasen nuevos tumultos, lo que determinó la mudanza de procedimiento de las autoridades, en el sentido de hacer llegar la comida a tiempo y a las horas y en las cantidades convenientes. Evidentemente, tras la pugna, a todo título lastimosa, a que acabamos de asistir, no podría ser fácil, ni exenta de conflictos localizados, la acomodación de tantos ciegos, baste recordar a los infelices contagiados que antes veían y ahora no ven, los matrimonios divididos y los hijos perdidos, los lamentos de los pisoteados y atropellados, algunos dos o tres veces, los que andan en busca de sus queridos bienes y no los encuentran, sería preciso que uno fuera completamente insensible para olvidar, así como así, la aflicción de estas pobres gentes. Ahora, lo que no se puede negar es que el anuncio de la llegada del almuerzo fue, para todos, un bálsamo reconfortante. Y si es innegable que la recogida de tan grandes cantidades de comida y su distribución entre tantas bocas, debido a la falta de una organización adecuada y de una autoridad capaz de imponer la necesaria disciplina, dio origen a nuevas faltas de entendimiento, tenemos que reconocer que ha cambiado mucho el ambiente, y para mejor, cuando en todo el antiguo manicomio no se oyó más que el ruido de doscientas sesenta bocas masticando. Quién limpiará todo esto es cuestión por ahora sin respuesta, sólo al caer la tarde el altavoz volverá a recitar las reglas de buena conducta que deberán ser observadas para bien general, y entonces se verá qué grado de acatamiento van a merecer por parte de los recién llegados. Ya no es poco que los ocupantes de la sala segunda del ala derecha hayan decidido al fin enterrar a sus muertos, al menos de este hedor quedamos libres, que al olor de los vivos, aunque fétido, será más fácil que nos acostumbremos.
En cuanto a la primera sala, tal vez por ser la más antigua y llevar por tanto más tiempo en proceso de adaptación al estado de ceguera, un cuarto de hora después de que sus ocupantes acabaran de comer, no se veía en el suelo un papel sucio, un plato olvidado, un recipiente goteando. Todo había sido recogido, las cosas menores metidas dentro de las mayores, las más sucias dentro de las menos sucias, como determinaría una reglamentación de higiene racionalizada, tan atenta a la mayor eficacia posible en la recogida de los restos y detritus como a la economía del esfuerzo necesario para realizar este trabajo. La mentalidad que forzosamente habrá de determinar comportamientos sociales de este tipo, ni se improvisa, ni nace por generación espontánea. En el caso en examen parece haber tenido una influencia decisiva la acción pedagógica de la ciega del fondo de la sala, la que está casada con el oculista, que dijo hasta la saciedad, Si no somos capaces de vivir enteramente como personas, hagamos lo posible para no vivir enteramente como animales, y tantas veces lo repitió, que el resto de la sala acabó por convertir en máxima, en sentencia, en doctrina, en regla de vida, aquellas palabras, en el fondo simples y elementales. Probablemente, tal estado de espíritu, propicio al entendimiento de las necesidades y de las circunstancias, fue lo que contribuyó, aunque de forma colateral, a la benévola. acogida que acabó encontrando el viejo de la venda negra cuando asomó por la puerta y preguntó, Hay aquí una cama para mí. Por una afortunada casualidad, obviamente prometedora de consecuencias para el futuro, había una cama, la única, Dios sabe por qué razones sobrevivió, por así decir, a la invasión, en aquella cama había sufrido el ladrón de automóviles indecibles dolores, tal vez por eso haya quedado en ella un aura de padecimiento que hizo alejarse a la gente. Son disposiciones del destino, misterios de los arcanos, y esta casualidad no ha sido la primera, lejos de eso, basta reparar que a esta sala llegaron todos los pacientes de la vista que se encontraban en el consultorio cuando apareció el primer ciego, entonces todavía se pensaba que la cosa no iba a más. Bajito, como de costumbre, para no descubrir el secreto de su presencia, la mujer del médico susurró al oído del marido, Quizá haya sido también enfermo tuyo, es un hombre ya de edad, calvo, de pelo blanco, y lleva una venda negra en uno de los ojos, recuerdo que me hablaste de él, En qué ojo, En el izquierdo, Tiene que ser él. El médico avanzó por el corredor y dijo, levantando un poco la voz, Me gustaría poder tocar a la persona que acaba de unirse a nosotros, le ruego que venga andando en esta dirección, yo iré a su encuentro. Coincidieron en medio del camino, los dedos con los dedos, como dos hormigas que se reconocieran por el manejo de las antenas, no será así en este caso, el médico pidió permiso, tanteó con las manos la cara del viejo, encontró rápidamente la venda, No hay duda, era el último que nos faltaba aquí. El paciente de la venda negra, exclamó, Qué quiere decir, quién es usted, preguntó el viejo, Soy, era su oftalmólogo, se acuerda, estuvimos hablando de la fecha de su operación de cataratas, Y cómo me ha reconocido, Sobre todo por la voz, la voz es la vista de quien no ve, Sí, la voz, también yo reconozco la suya, quién nos lo iba a decir, doctor, ahora ya no necesito que me opere, Si hay remedio para esto, los dos lo necesitamos, Recuerdo que usted, doctor, me dijo que después de operado no iba a reconocer el mundo en que vivimos, ahora sabemos cuánta razón tenía, Cuándo se quedó ciego, Ayer por la noche, Y lo han traído ya, Hay tanto miedo ahí fuera que pronto van a matar a las personas cuando descubran que se han quedado ciegas, Aquí ya liquidaron a diez, dijo una voz de hombre, Los encontré, dijo el viejo de la venda negra simplemente, Eran de otra sala, a los nuestros los enterramos inmediatamente, añadió la misma voz como si acabase un informe. La chica de las gafas oscuras se había ido acercando, Se acuerda de mí, llevaba puestas unas gafas oscuras, Me acuerdo muy bien, a pesar de la catarata recuerdo que era muy bonita, la chica sonrió, Gracias, dijo, y volvió a su sitio. Desde allí añadió, También está aquí el niño, Quiero ver a mi madre, dijo el pequeño con voz como cansada por un llanto remoto e inútil. Y yo soy el primero que se quedó ciego, dijo el primer ciego, estoy aquí con mi mujer, Y yo soy la empleada del consultorio, dijo la empleada del consultorio. La mujer del médico dijo, Sólo quedo yo por presentarme, y dijo quién era. Entonces el viejo, como para agradecer la acogida, anunció, Tengo una radio, Una radio, exclamó la chica de las gafas oscuras dando palmadas, música, qué bien, Sí, pero es una radio pequeña, de pilas, y las pilas no duran siempre, recordó el viejo, No me diga que nos vamos a quedar aquí para siempre, se lamentó el primer ciego, Para siempre, no, para siempre es siempre demasiado tiempo, Podremos oír las noticias, observó el médico, Y algo de música, insistió la chica de las gafas oscuras, No nos gusta a todos la misma música, pero todos sin duda estamos interesados en saber cómo andan las cosas por ahí fuera, lo mejor es ahorrar las pilas, Eso creo yo también, dijo el viejo de la venda negra. Sacó el aparatito del bolsillo exterior de la chaqueta y lo encendió. Empezó a buscar emisoras, pero su mano, poco segura aún, perdía fácilmente el ajuste de la onda, al principio no se oyeron más que ruidos intermitentes, fragmentos de música y de palabras, al fin la mano cobró firmeza, la música se hizo reconocible, Déjela sólo un momentito, pidió la chica de las gafas oscuras, las palabras ganaron claridad, No son noticias, dijo la mujer del médico, y luego, como si fuera una idea que se le ocurriese de repente, Qué hora será, preguntó, aunque nadie podía responderle. La aguja de sintonización seguía extrayendo ruidos de la cajita, luego se quedó parada, era una canción, una canción sin importancia, pero los ciegos se fueron acercando lentamente, no se empujaban, se detenían cuando notaban una presencia ante ellos, y allí se quedaban, oyendo, con los ojos muy abiertos en dirección a la voz que cantaba, algunos lloraban, como probablemente sólo los ciegos pueden llorar, las lágrimas fluían naturalmente, como de una fuente. La canción se acabó, el locutor dijo, Atención, al oír la tercera señal, serán las cuatro, Una de las ciegas preguntó, riendo, De la tarde o de la mañana, y fue como si le doliese la risa. Disimuladamente, la mujer del médico puso el reloj en hora y le dio cuerda, eran las cuatro de la tarde, aunque, realmente, a un reloj le es igual, va de la una a las doce, lo demás son ideas de los humanos. Qué ruido es ése, preguntó la chica de las gafas oscuras, parecía, Fui yo, oí que en la radio decían que eran las cuatro y le di cuerda a mi reloj, son esos movimientos automáticos que hacemos tantas veces, se adelantó la mujer del médico. Luego pensó que no había valido la pena arriesgarse así, le hubiera bastado mirar la muñeca de los ciegos recién llegados, alguno tendría un reloj en hora. Lo tenía hasta el mismo viejo de la venda negra, como comprobó en aquel momento, y con la hora exacta. Entonces el médico pidió, Díganos cómo andan las cosas por ahí fuera. El viejo de la venda dijo, Sí, pero lo mejor es que me siente, que no me tengo en pie. Esta vez, tres o cuatro en cada cama, de compañía, los ciegos se fueron acomodando lo mejor que pudieron, se hizo el silencio, y, entonces, el viejo de la venda negra contó lo que sabía, lo que había visto con sus propios ojos cuando los tenía, lo que había oído en los pocos días transcurridos entre el inicio de la epidemia y su propia ceguera.