Ensayo Sobre La Ceguera - Jose´ Manuel Arribas A´lvarez 12 стр.


En las primeras veinticuatro horas, dijo, si era verdadera la noticia, que circuló, hubo cientos de casos, todos iguales, todos sobrevinieron del mismo modo, instantáneamente, con una ausencia desconcertante de lesiones, sólo esa blancura resplandeciente en el campo visual, sin dolor antes y sin dolor después. Al segundo día se dijo que había cierta disminución en el número de casos, se pasó de los centenares a las decenas, y eso llevó al Gobierno a anunciar que, de acuerdo con las perspectivas más razonables, la situación pronto estaría bajo control. A partir de este momento, salvo algunos comentarios sueltos que no se pueden evitar, el relato del viejo de la venda negra no será seguido al pie de la letra, siendo sustituido por una reorganización del discurso oral, orientada en el sentido de valorizar la información mediante el uso de un vocabulario correcto y adecuado. Esta alteración, no prevista antes, está motivada por la expresión bajo control, nada vernácula, empleada por el narrador, que poco a poco lo va descalificando como relator complementario, importante sin duda, pues sin él no tendríamos manera de saber lo que ha pasado en el mundo exterior, como relator complementario, decíamos, de estos extraordinarios acontecimientos, cuando se sabe que la descripción de cualquier hecho gana con el rigor y la propiedad de los términos usados. Volviendo al asunto, el Gobierno excluyó la hipótesis inicial de que el país se encontrase bajo la acción de una epidemia sin precedentes conocidos, provocada por un agente mórbido aún no identificado, de efecto instantáneo, con ausencia total de señales previas de incubación o de latencia. Se trataría, pues, de acuerdo con la nueva opinión científica y la consecuente y actualizada interpretación administrativa, de una casual y desafortunada concomitancia temporal de circunstancias, de momento tampoco averiguadas, y en cuya exaltación patogénica ya era posible, acentuaba el comunicado del Gobierno, a partir de los datos disponibles, que indican la proximidad de una clara curva descendente, observar indicios tendenciales de agotamiento. Un comentarista de la televisión tuvo el acierto de dar con la metáfora justa cuando comparó la epidemia, o lo que fuese, con una flecha lanzada hacia arriba, y que, tras alcanzar el punto más alto en su ascenso, se detiene un momento, como suspendida en el aire, y empieza luego a describir la obligada curva de caída, que, si Dios quiere, y con esta invocación regresaba el comentarista a la trivialidad de las expresiones humanas y a la epidemia propiamente dicha, la gravedad tratará de acelerar hasta que desaparezca la terrible pesadilla que nos atormenta, media docena de palabras éstas que se repetían constantemente en los distintos medios de comunicación, que acababan siempre por formular el piadoso voto de que los infelices ciegos recuperen en breve la visión perdida, prometiéndoles, entretanto, la solidaridad de todo el cuerpo social organizado, tanto el oficial como el privado. En un pasado remoto, razones y metáforas semejantes eran traducidas por el impertérrito optimismo de la gente común en dicterios como éste, No hay bien que siempre dure, ni mal que no se ature, o, en versión literaria, Del mismo modo que no hay bien que dure siempre, tampoco hay mal que siempre dure, máximas supremas de quien tuvo tiempo para aprender con los golpes de la vida y de la fortuna, y que, trasladadas a tierra de ciegos, deberían leerse como sigue, Ayer veíamos, hoy no vemos, mañana veremos, con una ligera entonación interrogativa en el tercio final de la frase, como si la prudencia, en el último instante, hubiera decidido, por si acaso, añadir la reticencia de una duda a la esperanzadora conclusión.

Desgraciadamente, pronto se demostró la inanidad de tales votos, las expectativas del Gobierno y las previsiones de la comunidad científica se las llevó el agua. La ceguera iba extendiéndose, no como una marea repentina que lo inundara todo y todo lo arrastrara, sino como una infiltración insidiosa de mil y un bulliciosos arroyuelos que, tras empapar lentamente la tierra, súbitamente la anegan por completo. Ante la alarma social, a punto de desencadenarse, las autoridades convocaron a toda prisa reuniones médicas, sobre todo de oftalmólogos y neurólogos. Visto el tiempo que se tardaría en organizarlo, no se llegó a convocar el congreso que algunos preconizaban, pero, en compensación, no faltaron coloquios, seminarios, mesas redondas, abiertas unas al público, otras a puerta cerrada. El efecto conjugado de la patente inutilidad de los debates y los casos de algunas cegueras repentinas, sobrevenidas en medio de las sesiones, con el orador gritando, Estoy ciego, estoy ciego, llevaron a los periódicos, la radio y la televisión a dejar de ocuparse casi por completo de tales iniciativas, exceptuando el discreto y a todas luces loable comportamiento de ciertos medios de comunicación social que, viviendo a costa de sensacionalismos de todo tipo, de las gracias y desgracias ajenas, no estaban dispuestos a perder ninguna ocasión que se presentara de relatar en directo, con el dramatismo que la situación justificaba, la ceguera súbita, por ejemplo, de un catedrático de oftalmología.

La prueba del progresivo deterioro del estado de espíritu general la dio el propio Gobierno, alterando dos veces, en media docena de días, su estrategia. Primero creyó que sería posible circunscribir aquel extraño mal confinando los afectados en unos cuantos espacios discriminatorios, como el manicomio en que nos encontramos. Luego, el crecimiento inexorable de los casos de ceguera llevó a algunos miembros influyentes del Gobierno, temerosos de que la iniciativa oficial no cubriera las necesidades, de lo que se deriva rían graves costes políticos, a defender la idea de que debería ser cosa de las familias el guardar a sus ciegos en casa, sin dejarlos ir a la calle, a fin de no complicar el ya difícil tráfico, ni ofender la sensibilidad de las personas que aún veían con los ojos que tenían y que, indiferentes a las opiniones más o menos tranquilizadoras, creían que el mal blanco se contagiaba por contacto visual, como el mal de ojo. En efecto, no era legítimo esperar una reacción distinta de alguien que, abismado en sus pensamientos, tristes, neutros, o alegres, si aún hay de éstos, veía cómo se transformaba la expresión de una persona que caminaba en su dirección, cómo se dibujaban en su rostro las señales todas del terror absoluto, y luego el grito inevitable, Estoy ciego, estoy ciego. No había nervios que resistieran. Lo peor es que las familias, sobre todo las menos numerosas, se convirtieron rápidamente en familias completas de ciegos, sin nadie que los pudiera guiar, guardar, proteger de ellos a la comunidad de vecinos con buena vista, y estaba claro que no podían esos ciegos, por mucho padre, madre e hijo que fuesen, cuidarse entre sí, o les ocurriría lo mismo que a los ciegos de la pintura, juntos caminando, juntos cayendo y juntos muriendo.

Ante esta situación, no tuvo el Gobierno más remedio que dar marcha atrás aceleradamente, ampliando los criterios que había establecido sobre lugares y espacios requisables, de lo que resultó la ocupación inmediata e improvisada de fábricas abandonadas, templos sin culto, pabellones deportivos y almacenes vacíos. Hacía ya dos días que se hablaba de montar campamentos de tiendas de campaña, añadió el viejo de la venda negra. Al principio, muy al principio, algunas organizaciones caritativas ofrecieron voluntarios para cuidar a los ciegos, hacer las camas, limpiar los retretes, lavarles la ropa, prepararles la comida, cuidados mínimos sin los que la vida resulta pronto insoportable hasta para los que ven. Los pobres voluntarios se quedaban. ciegos de inmediato, pero al menos quedaba para la historia la belleza de su gesto. Vino alguno de ellos a este manicomio, preguntó ahora el viejo de la venda negra, No, respondió la mujer del médico, no ha venido ninguno, Quizá haya sido sólo un rumor, Y la ciudad, y los transeúntes, preguntó el primer ciego, acordándose de su coche y del taxista que lo había llevado al consultorio y que luego había ayudado él a enterrar, Los transportes son un caos, respondió el viejo de la venda negra, y explicó pormenores, sucesos e incidentes. Cuando por primera vez se quedó ciego un conductor de autobús, en marcha y en plena vía pública, la gente, pese a los muertos y heridos causados por el accidente, no le prestó gran atención, por la misma razón, es decir, por la fuerza de la costumbre, que llevó al jefe de relaciones públicas de la empresa a declarar, sin más, que el accidente había sido ocasionado por un fallo humano, sin duda lamentable, pero, pensándolo bien, tan imprevisible como habría sido un infarto mortal en persona que nunca había sufrido del corazón. Nuestros empleados, explicó el jefe, y lo mismo la mecánica y los sistemas eléctricos de nuestros vehículos, son sometidos periódicamente a revisiones extremadamente rigurosas, como lo confirma, en directa y clara relación de causa a efecto, el bajísimo porcentaje de accidentes, en cómputo general, en que se han visto envueltos hasta hoy los vehículos de nuestra compañía. La profusa explicación salió en los periódicos, pero la gente tenía más en que pensar que preocuparse por un simple accidente de autobús, que a fin de cuentas no habría sido peor si se le partieran los frenos. Sin embargo ésa fue, dos días después, la auténtica causa de otro accidente, pero, así es el mundo, tiene la verdad muchas veces que disfrazarse de mentira para alcanzar sus fines, y el rumor que corrió fue que se había quedado ciego el conductor. No hubo manera de convencer al público de lo que efectivamente había acontecido, y el resultado no tardó en verse, de un momento a otro la gente dejó de utilizar los autobuses, decían que preferían quedarse ciegos antes que morir porque se hubiera quedado ciego otro. Un tercer accidente, acto seguido y por el mismo motivo, que implicaba a un autobús que no llevaba pasajeros, alentó comentarios como éste, muestra de la sabiduría popular, Mira si yo fuera dentro. No podían imaginar los que así hablaban cuánta razón tenían. Por la ceguera simultánea de los dos pilotos, no tardó un avión comercial en estrellarse e incendiarse al tomar tierra, muriendo todos los pasajeros y tripulantes, pese a que, en este caso, se encontraban en perfecto estado tanto la mecánica como la electrónica, según revelaría el examen de la caja negra, única superviviente. Una tragedia de estas dimensiones no era lo mismo que un vulgar accidente de autobús, la consecuencia fue que perdieron las últimas ilusiones quienes aún las tenían, en adelante ya no se oirá ruido alguno de motor, ninguna rueda, pequeña o grande, rápida o lenta, volverá a ponerse en movimiento. Los que antes solían quejarse de las crecientes dificultades del tráfico, peatones que a primera vista parecían ir sin rumbo cierto porque los coches, parados o andando, constantemente les cortaban el camino, conductores que, tras haber dado mil y tres vueltas hasta conseguir descubrir un lugar donde al fin aparcar el automóvil, se convertían en peatones y protestaban por las mismas razones que éstos después de haber andado reclamando por las suyas, todos ellos deberían estar ahora satisfechos, salvo por la circunstancia manifiesta de que no habiendo ya quien se atreva a conducir un vehículo, aunque sea para ir de aquí a la esquina, los coches, los camiones, las motos y hasta las bicicletas, tan discretas, aparecen caóticamente estacionados por toda la ciudad, abandonados en cualquier sitio donde el miedo haya sido más fuerte que el sentido de propiedad, como evidenciaba grotescamente aquella grúa con un automóvil medio levantado, suspendido del eje delantero, probablemente el primero en quedarse ciego había sido el conductor de la grúa. Mala para todos, la situación, para los ciegos, era catastrófica, dado que, según la expresión corriente, no podían ver dónde ponían los pies. Daba lástima verlos tropezar con los coches abandonados, uno tras otro, desollándose las pantorrillas, algunos caían y lloraban, Hay alguien ahí que me ayude a levantarme, pero los había también, brutos por la desesperación o por naturaleza propia, que blasfemaban y rechazaban la mano benemérita que acudía en su ayuda, Deje, deje, que también va a llegarle su vez, entonces el compasivo se asustaba y se iba, huía perdiéndose en el espesor de la niebla blanca, súbitamente consciente del riesgo en que su bondad le había hecho incurrir, quién sabe si para ir a perder la vista unos pasos más allá.

Así están las cosas en el mundo de fuera, acabó el viejo de la venda negra, y no lo sé todo, sólo hablo de lo que pude ver con mis propios ojos, aquí se interrumpió, hizo una pausa y corrigió inmediatamente, Con mis ojos, no, porque sólo tenía uno, ahora ni ése, es decir, sigo teniendo uno pero no me sirve, Nunca le pregunté por qué no llevaba un ojo de cristal en vez del parche, Y para qué lo quería yo, a ver, dígame, dijo el viejo de la venda negra, Se suele hacer, por estética, además, es mucho más higiénico, se lo quita uno, lo lava, se lo pone, como las dentaduras, Sí señor, dígame entonces qué pasaría hoy si todos los que están ahora ciegos hubiesen perdido, digo perdido materialmente, los dos ojos, de qué les serviría ahora andar con dos ojos de cristal, Realmente, no serviría de nada, Si acabamos todos ciegos, como parece que va a ocurrir, para qué queremos la estética, y en cuanto a la higiene, dígame, doctor, qué higiene hay aquí, Probablemente, sólo en un mundo de ciegos serán las cosas lo que realmente son, dijo el médico, Y las personas, preguntó la chica de las gafas oscuras, Las personas también, nadie estará allí para verlas, Se me ocurre una idea, dijo el viejo de la venda negra, vamos a jugar para matar el tiempo, Cómo se puede jugar sin ver lo que se juega, preguntó la mujer del primer ciego, No va a ser exactamente un juego, se trata de que cada uno de nosotros diga exactamente lo que estaba viendo en el momento en que se quedó ciego, Puede ser poco conveniente, recordó alguien, Quien no quiera entrar en el juego, no entra, lo que no vale es inventar, Dé un ejemplo, dijo el médico, Se lo doy, sí señor, dijo el viejo de la venda negra, me quedé ciego cuando estaba mirando mi ojo ciego, Qué quiere decir, Muy sencillo, sentí como si el interior de la órbita vacía se estuviera inflamando, me quité el parche para comprobarlo, y en ese momento me quedé ciego, Parece una parábola, dijo una voz desconocida, el ojo que se niega a reconocer su propia ausencia, Yo, dijo el médico, había estado consultando en casa unos libros de oftalmología, precisamente a causa de lo que está ocurriendo, lo último que vi fueron mis manos sobre el libro, Mi última imagen fue diferente, dijo la mujer del médico, el interior de una ambulancia cuando estaba ayudando a mi marido a entrar, Mi caso, ya se lo conté al doctor, dijo el primer ciego, me había parado en un semáforo, la luz estaba en rojo, había gente atravesando la calle de un lado a otro, fue entonces cuando perdí la vista, después, aquel al que mataron el otro día me llevó a casa, la cara ya no se la vi, claro, En cuanto a mí, dijo la mujer del primer ciego, la última cosa que recuerdo haber visto fue mi pañuelo, estaba en casa llorando, me llevé el pañuelo a los ojos, y en aquel mismo instante me quedé ciega, Yo, dijo la empleada del consultorio, acababa de entrar en el ascensor, tendí la mano para apretar el botón y de repente me quedé sin ver nada, imagine mi aflicción, allí encerrada, sola, no sabía si tenía que subir o bajar, no encontraba el botón que abría la puerta, Mi caso, dijo el dependiente de farmacia, fue más sencillo, oí decir que había gente que se estaba quedando ciega, entonces pensé cómo sería si yo también perdiera la vista, cerré los ojos para probarlo y, cuando los abrí, ya estaba ciego, Parece otra parábola, habló la voz desconocida, si quieres ser ciego, lo serás. Se quedaron callados. Los otros ciegos habían vuelto a sus camas, lo que no era pequeño trabajo, porque si bien es verdad que sabían los números que les correspondían, sólo empezando a contar por uno de los extremos, de uno para arriba o de veinte para abajo, podían tener la seguridad de llegar a donde querían. Cuando se apagó el murmullo de la numeración, monótono como una letanía, la chica de las gafas oscuras contó lo que le había sucedido, Estaba en el cuarto de un hotel, tenía un hombre sobre mí, en este punto se calló, sintió vergüenza de decir lo que estaba haciendo, que lo había visto todo blanco, pero el viejo de la venda negra preguntó, Y lo viste todo blanco, Sí, respondió ella, Quizá tu ceguera no sea como la nuestra, dijo el viejo de la venda negra. Sólo faltaba la camarera de hotel, Estaba haciendo una cama, alguien se había quedado ciego allí, levanté y extendí la sábana blanca ante mí, la ajusté por los lados metiendo las puntas como se debe, y cuando con las dos manos estaba alisando la sábana, lentamente, era la de abajo, entonces dejé de ver, me acuerdo de cómo estaba alisando la sábana, lentamente, era la de abajo, terminó como si aquello tuviera una importancia especial. Han contado todos su última historia del tiempo en que veían, preguntó el viejo de la venda negra, Yo contaré la mía, dijo la voz desconocida, si no hay nadie más, Si hubiera hablará luego, a ver, empiece, Lo último que vi fue un cuadro, Un cuadro, repitió el viejo de la venda negra, y dónde estaba, Había ido al museo, era un trigal con cuervos y cipreses y un sol que parecía hecho con retazos de otros soles, Eso tiene todo el aire de ser un holandés, Creo que sí, pero había también un perro hundiéndose, estaba ya medio enterrado, el pobre, Ése sólo puede ser de un español, antes de él nadie pintó así un perro, y después de él nadie se atrevió, Probablemente, y había un carro cargado de heno, tirado por caballos, atravesando un río, Tenía una casa a la izquierda, Sí, Entonces es de un inglés, Podría ser, pero no lo creo, porque había también allí una mujer con un niño en el regazo, Mujeres con niños en el regazo es lo más visto en pintura, Realmente, ya me había dado cuenta, Lo que yo no entiendo es cómo pueden encontrarse en un solo cuadro pinturas tan diferentes y de tan diferentes pintores, Y había unos hombres comiendo, Han sido tantos los almuerzos, las meriendas y las cenas en la historia del arte, que por sólo esa indicación no me es posible saber quién comía, Los hombres eran trece, Ah, entonces es fácil, siga, También había una mujer desnuda, de cabellos rubios, dentro de una concha que flotaba en el mar, y muchas flores a su alrededor, Italiano, claro, Y una batalla, Estamos como en el caso de las comidas y de las madres. con niños en el regazo, eso no es suficiente para saber quién lo pintó, Muertos y heridos, Es natural, tarde o temprano todos los niños mueren y los soldados también, Y un caballo espantado, Con los ojos como saliéndosele de las órbitas, Tal cual, Los caballos son así, y qué otros cuadros más había en ese cuadro suyo, No llegué a saberlo, me quedé ciego precisamente cuando estaba mirando el caballo. El. miedo ciega, dijo la chica de las gafas oscuras, Son palabras ciertas, ya éramos ciegos en el momento en que perdimos la vista, el miedo nos cegó, el miedo nos mantendrá ciegos, Quién es el que está hablando, preguntó el médico, Un ciego, respondió la voz, sólo un ciego, eso es lo que hay aquí. Entonces preguntó el ciego de la venda negra, Cuántos ciegos serán precisos para hacer una ceguera. Nadie le supo responder. La chica de las gafas oscuras le pidió que pusiera la radio, tal vez dieran noticias. Las dieron más tarde, mientras tanto estuvieron oyendo un poco de música. En cierta altura, aparecieron a la puerta de la sala unos cuantos ciegos, uno de ellos dijo, Qué pena no haber traído la guitarra. Las noticias no fueron alentadoras, corría el rumor de que se iba a formar de inmediato un gobierno de unidad y salvación nacional.

Cuando, al principio, los ciegos de aquí se contaban aún con los dedos, cuando bastaba cambiar dos o tres palabras para que los desconocidos se convirtieran en compañeros de infortunio, y con tres o cuatro más se perdonaban mutuamente todas las faltas, algunas de ellas graves, y si el perdón no podía ser completo, era cuestión de paciencia, de esperar unos días, bien se vio cuántas ridículas pesadumbres tuvieron que sufrir los infelices cada vez que el cuerpo les exigió cualquiera de aquellos alivios urgentes que solemos llamar satisfacción de necesidades. Con todo, y aun sabiendo que son rarísimas las educaciones perfectas y que incluso los recatos más discretos tienen sus puntos débiles, hay que reconocer que los primeros ciegos traídos a esta cuarentena fueron capaces, con mayor o menor conciencia, de llevar con dignidad la cruz de la naturaleza eminentemente escatológica del ser humano. Pero ahora, ocupados como están todos los camastros, doscientos cuarenta, sin contar los ciegos que duermen en el suelo, ninguna imaginación, por fértil y creadora que sea en comparaciones, imágenes y metáforas, podría describir con propiedad el tendal de porquería que por aquí hay. No es sólo el estado a que rápidamente llegaron las letrinas, antros fétidos, como deberán ser, en el infierno, los desagües de las almas condenadas, sino también la falta de respeto de unos o la súbita urgencia de otros que, en poquísimo tiempo, convirtieron los corredores y otros lugares de paso en retretes que empezaron siendo de ocasión y acabaron siendo de costumbre. Los despreocupados o los urgidos pensaban, No tiene importancia, nadie me ve, y no iban más allá. Cuando fue imposible, en cualquier sentido, llegar a las letrinas, los ciegos empezaron a utilizar el cercado como aliviadero de todos sus desahogos y descomposiciones corporales. Los que eran delicados por naturaleza o por educación, se pasaban el día encogidos, aguantando como podían hasta la noche, pues se suponía que sería por la noche cuando en las salas habría más gente durmiendo, y entonces iban allá, agarrándose la barriga o apretando las piernas, en busca de tres palmos de suelo limpio, si los había en el inmenso tapiz de excrementos mil veces pisados, y, además, con el peligro de perderse en el espacio infinito del cercado donde no había más señal orientadora que los escasos árboles, cuyos troncos habían sobrevivido a la manía exploratoria de los antiguos locos, y también las pequeñas lomas, casi rasadas ya, que malcubrían a los muertos. Una vez al día, siempre al caer la tarde, como un despertador regulado para la misma hora, el altavoz repetía las conocidas instrucciones y prohibiciones, insistía en las ventajas del uso regular de los productos de limpieza, recordaba que había un teléfono en cada sala para reclamar el suministro necesario cuando faltase, pero lo que allí realmente se necesitaba era un chorro poderoso de manguera que se llevase por delante toda la mierda, y luego una brigada de fontaneros que reparasen las cisternas, las pusieran en funcionamiento, y después agua, agua en cantidad, para llevar a los sumideros lo que al desagüe debía ir, después, por favor, ojos, unos simples ojos, una mano capaz de conducir y guiar, una voz que me diga, Por aquí. Estos ciegos, si no les ayudamos, no tardarán en convertirse en animales, peor aún, en animales ciegos. No lo dijo la voz desconocida, aquella que habló de los cuadros y de las imágenes del mundo, lo está diciendo, con otras palabras, muy entrada ya la noche, la mujer del médico, acostada al lado de su marido, cubiertas las cabezas con la misma manta, Hay que poner remedio a este horror, no aguanto más, no puedo seguir fingiendo que no veo, Piensa en las consecuencias, lo más seguro es que intenten hacer de ti una esclava, tendrás que atenderlos a todos, cuidar de todo, te exigirán que los alimentes, que los laves, que los acuestes y los levantes, que los lleves de aquí para allá, que les suenes y les seques sus lágrimas, te llamarán cuando estés durmiendo, te insultarán si tardas en acudir, Y tú, cómo quieres que siga mirando estas miserias, tenerlas permanentemente ante los ojos y no mover un dedo para ayudar, Ya es mucho lo que haces, Qué hago yo, si mi mayor preocupación es evitar que alguien se dé cuenta de que veo, Algunos llegarán a odiarte por ver, no creas que la ceguera nos ha hecho mejores, Tampoco nos ha hecho peores, Vamos camino de serlo, mira lo que pasa cuando llega el momento de distribuir la comida, Precisamente, una persona que viera podría encargarse de repartir los alimentos entre todos los que están aquí, hacerlo con equidad, con criterio, dejaría de haber protestas, acabarían esas disputas que me enloquecen, no sabes lo que es ver a dos ciegos pegándose, Siempre ha habido peleas, luchar fue siempre, más o menos, una forma de ceguera, Esto es diferente, Haz lo que te parezca, pero no olvides lo que somos aquí, ciegos, simplemente ciegos, ciegos sin retórica ni conmiseraciones, el mundo caritativo y pintoresco de los cieguitos se ha acabado, ahora es el reino duro, cruel e implacable de los ciegos, Si pudieras ver tú lo que yo estoy obligada a ver, querrías ser ciego, Lo creo, pero no es preciso, ciego ya estoy, Perdona, querido, si supieses, Lo sé, lo sé, pasé mi vida mirando al interior de los ojos de la gente, es el único lugar del cuerpo donde tal vez exista un alma, y si se perdieron, Mañana voy a decirles que veo, Ojalá no tengas que arrepentirte, Mañana les diré, hizo una pausa y añadió, A no ser que al fin también yo haya entrado en ese mundo.

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