Casi Un Objeto - Jose´ Manuel Arribas A´lvarez 8 стр.


– …y murieron todos. La radio (r) aún no ha dado la noticia, pero lo sé de buena tinta. Un cliente que estuvo aquí hace media hora, o menos, vive exactamente al lado y lo vio.

El funcionario del sre preguntó:

– ¿De qué están hablando?

Y abrió la mano, con un gesto que quería parecer casual, pero que era, siempre, un medio de ejercer presión sobre los interlocutores: allí nadie parecía tener prioridad superior a la H. El dueño del quiosco repitió su historia:

– Estaba contando lo que un cliente me dijo. En la calle donde vive desapareció una finca entera, y las personas que vivían en ella fueron encontradas todas muertas, sobre la tierra. Completamente desnudas. Ni anillos tenían. Lo más extraño es que haya desaparecido la finca por completo, hasta los cimientos. Quedó sólo el hueco.

La noticia era grave. Defectos de puertas, desaparición de buzones o de jarras, en fin, se soportaba. Se admitía incluso que la fachada de una finca se volatilizase. Muertos, no. En tono oficial (los tres hombres, con gestos que igualmente significaban distracción o casualidad, habían vuelto hacia arriba las palmas de las manos: el dueño del quiosco era de prioridad L, uno de los clientes se beneficiaba de la prioridad I, el otro se las ingeniaba para no exhibir demasiado su N), expresó, compartió su cívica indignación:

– A partir de ese acontecimiento, es la guerra. La guerra sin cuartel. No creo que el gobierno (g) tolere agresiones y, mucho menos, asesinatos. El camino es el de las represalias.

El cliente I, apenas un grado inferior, osó expresar una duda mínima:

– Lo malo es que los efectos de las represalias vienen siempre a caer sobre nosotros.

– Sí, tiene razón. Pero sólo temporalmente. No lo olvide, sólo temporalmente.

El dueño del quiosco:

– Así ha sido siempre, es un hecho.

El funcionario cogió un periódico y pagó. Fue al hacer este movimiento cuando se acordó de que no se había quitado la película biológica que el enfermero había puesto en su mano derecha. No tenía importancia, podía quitarla en cualquier momento. Saludó, salió y recorrió toda la calle, hasta la avenida. Las personas que pasaban a su lado conversaban animadamente, se reunían en pequeños grupos. Algunas mostraban una cara preocupada, otras tenían el aspecto de quien había dormido mal o no dormido siquiera. Se aproximó a un grupo numeroso donde hablaba un oficial de las fuerzas militarizadas (fm):

– Debemos evitar el pánico. Ésa es la primera regla -decía-. La situación está controlada, las tres armas están atentas, no diré por precaución, que no se justificaría, la policía de seguridad industrial interna (psii) ha tomado cartas en el asunto en todos los aspectos y niveles. Se recomienda a los ciudadanos usuarios que no salgan de casa sin documentos de identificación.

Algunos de los circunstantes se llevaron las manos al bolsillo, oyeron un poco más y se apartaron con cierta precipitación: eran todos los que se habían dejado los documentos personales en casa. El funcionario entró en un café, se sentó, pidió, contra sus hábitos discretos, una bebida fuerte y, hecho todo eso, extendió el periódico encima de la mesa. Había una declaración conjunta del ministerio del interior (mi) y del ministerio de industria (mi), reuniendo y desarrollando las notas oficiosas (no) anteriores. El título principal, de lado a lado de la página, garantizaba: «La situación no ha empeorado en las últimas veinticuatro horas.» El funcionario, nerviosamente, murmuró: «¿Y por qué razón debería haber empeorado?» Hojeó el periódico: un pequeño caos; noticias de deficiencias, de mal funcionamiento, de desapariciones. De muertos no se hablaba. Una fotografía impresionó al funcionario: mostraba una calle en la que todo un lado había desaparecido, como si nunca hubiesen existido allí construcciones. Tomada, por lo que parecía, desde lo alto de otro edificio, la imagen mostraba el laberinto de los huecos, una larga franja dividida en espacios rectangulares, como un juego de niños. «¿Y los muertos?», pensó, acordándose de la conversación en el quiosco. No había referencia a muertos. ¿Estaría la prensa ocultando la gravedad de la situación? Miró alrededor, volvió los ojos hacia el techo. «¿Y si este edificio desapareciese ahora?», se preguntó de súbito a sí mismo. Sintió el sudor frío en la frente, una opresión en el estómago. «Soy demasiado imaginativo. Siempre lo he sido, lo cual me ha perjudicado.» Llamó al camarero para pagar y, mientras le daba la vuelta, le preguntó apuntando al periódico:

– ¿Qué le parece eso?

Sin intentar que el movimiento pareciese natural, abrió la mano. El camarero, que, como había podido ver antes, tenía la letra R, se encogió de hombros:

– Oiga, si quiere que se lo diga, no me importa nada. Hasta me parece divertido.

El funcionario cogió la vuelta, sin una palabra, guardó el periódico. Después salió, con mucho aplomo, y buscó una cabina telefónica. Marcó el número de la policía de seguridad industrial interna (psii) y, cuando le atendieron, informó rápidamente que en la calle tal, café tal, un camarero así tenía un comportamiento sospechoso. ¿Qué comportamiento? Había dicho que no le importaba nada, que hasta le parecía divertido. Y añadió que estaba bien, que por él podía desaparecer todo. ¿Exactamente así? Exactamente así. No le fue pedida la identificación y él no la dio: seguro que informaciones de éstas, sueltas, no podrían valer una prioridad C. Pero era un buen principio. Salió de la cabina y se quedó por allí. Quince minutos después un automóvil oscuro se detuvo frente al café. Dos hombres armados salieron del coche y entraron en el establecimiento. Poco después volvieron a aparecer, llevando al camarero esposado. El funcionario suspiró, dio media vuelta y continuó su camino, silbando.

Al aire libre se sentía mejor. Estaba un poco sorprendido consigo mismo, con la naturalidad del impulso que le había hecho telefonear, con la paz de espíritu que había sentido al ver al camarero entre los policías de la psii, siendo empujado hacia el automóvil. «Servicio de la ciudad, deber de ciudadano», murmuró. «Si todos fuesen como yo, quizá esto no estuviese sucediendo. Cumplidor, de eso me enorgullezco. Es preciso ayudar al gobierno (g).» Las calles no presentaban grandes perjuicios, pero se notaba en la ciudad un general deterioramiento, como si alguien hubiese andado quitando pedacitos aquí y allá, como hacen con los bollos los niños: al principio, apenas se nota el estrago, y después se ve que el bollo pasó a no estar en condiciones de ser servido a las visitas. Pero había algunos daños serios (¿o debería decirse ausencias?). En el trozo final de la avenida, en una extensión de más de doscientos metros, todo el revestimiento del suelo había desaparecido. También debía de haber habido una fractura en la conducción subterránea del agua, si no, ¿cómo se explicaría el enorme cráter donde el lodo se revolvía a borbotones? Funcionarios del servicio de suministro de agua (ssa) abrían zanjas profundas a partir de los bordes del cráter, dejando a la vista las tuberías. Otros consultaban el mapa para saber dónde debería ser estancada el agua y desviada hacia otro ramal de la red. Había gran aglomeración de personas en el lugar. El funcionario del sre se aproximó para ver mejor y trabó conversación con uno de los espectadores:

– ¿Cuándo sucedió esto?

El ceremonial de las manos le mostró que su interlocutor era de la prioridad E.

– Esta noche. Fue muy desagradable, como ve. La calle desapareció con todo lo que había en ella. Hasta mi automóvil.

– ¿Su automóvil?

– Todos los automóviles. Todo. Semáforos. Buzones. Postes de alumbrado. Como lo está usted viendo. Afeitado a navaja.

– Pero el gobierno (g) no faltará con las indemnizaciones. Volverá a tener su coche.

– Seguro. Nadie lo duda. Pero ¿ha pensado que en este espacio, según los cálculos de la policía de tráfico urbano (ptu), había entre ciento ochenta y doscientos veinte automóviles? Y no sabemos si no habrá sucedido lo mismo en otras calles. ¿Le parece fácil resolver el problema?

– No, realmente no es fácil. Doscientos coches de indemnización, así, de repente, es un gasto. Se lo digo yo, que soy funcionario del sre.

El dueño del automóvil quiso saber su nombre, intercambiaron tarjetas. El agua había sido cortada, por fin, y el cráter apenas ondulaba con los últimos borbotones lodosos. El funcionario se apartó. Esta vez iba de verdad preocupado. Otros casos así y sería el caos en la ciudad.

Era la hora de comer. Estaba ahora en una parte de la ciudad que no conocía bien, por la cual raramente pasaba, pero seguramente no sería difícil encontrar un restaurante a la medida de sus posibilidades. Había pensado en volver a casa para comer, pero la situación justificaba un cambio de costumbres. Además, no le agradaba nada la idea de encerrarse entre cuatro paredes, en un edificio sin puerta de entrada y al que le faltaban escalones. Por lo menos. Otras personas (muchas) habrían pensado lo mismo. Las calles estaban abarrotadas de gente y en ciertos lugares llegaba a ser casi imposible transitar. El funcionario se contentó con un bocadillo y un refresco, todo masticado y bebido deprisa. Los restaurantes que había encontrado estaban casi desiertos, pero tuvo miedo de entrar. «Es ridículo», pensó sin tener conciencia de clasificar así su temor. «Si el gobierno (g) no toma precauciones rápidas, esto acabará mal.» Precisamente en ese instante un automóvil dotado de megafonía se detuvo en medio de la calle. Se oía amplificada la voz de la mujer que dentro del coche leía un papel: «Atención, ciudadanos usuarios. El gobierno (g) informa a todos los habitantes que va a poner en práctica medidas rigurosas de prevención y castigo. Han sido realizadas algunas detenciones y se espera que durante el día la situación se normalice por completo. En las últimas horas apenas se han verificado casos de mal funcionamiento, pero ninguna desaparición. Los ciudadanos usuarios deberán mantenerse vigilantes, su colaboración es preciosa. La defensa de la ciudad no compete sólo al gobierno (g) y a las fuerzas militares y militarizadas (fmm). La defensa de la ciudad es responsabilidad de todos. El gobierno (g) registra y agradece la colaboración dada por muchos ciudadanos, pero recuerda que los beneficios de la vigilancia, resultantes de la presencia en masa en las calles y plazas, acaban por ser perjudicados por esa misma masa. Es necesario aislar al enemigo y no proporcionarle condiciones para ocultarse. Atención, por lo tanto. Nuestra tradicional costumbre de mostrar las palmas de las manos debe convertirse, a partir de este momento, en ley y deber. Todo ciudadano pasa a tener autoridad para exigir, repetimos, para exigir ver la palma de la mano de cualquier otro ciudadano, sea cual sea la prioridad de uno y de otro. La prioridad Z puede y debe exigir que la prioridad A muestre la palma de la mano. El gobierno (g) dará el ejemplo: esta noche, en la televisión (tv), todo el gobierno (g) irá a presentar la mano derecha a la población. Que todos hagan lo mismo. La consigna de orden en la situación actual es la siguiente: ¡vigilancia y mano abierta!» Los cuatro ocupantes del automóvil fueron los primeros en ejecutar la orden. Extendieron la mano derecha detrás de los cristales cerrados y siguieron adelante, mientras la mujer volvía al principio de la lectura. Excitado, el funcionario se volvió hacia el hombre que se apartaba:

– Enseñe la mano.

Y en seguida hacia una mujer:

– Enseñe la mano.

La enseñaron y a su vez lo exigieron. En pocos segundos, los centenares de hombres y mujeres que estaban parados o pasaban por la calle exhibían febrilmente las manos los unos a los otros, las levantaban para que todo el mundo en torno pudiese testificar. Y no pasó mucho hasta que todas las manos se agitaron en el aire, ansiosas, probando su inocencia. Nació así, al mismo tiempo por toda la ciudad, la práctica más inmediata y rápida de reconocimiento e identificación: las personas no necesitaban detenerse, se cruzaban unas con las otras, con el brazo extendido, doblando la mano por la muñeca, hacia arriba, y exhibiendo la palma marcada con la letra de prioridad. Era fatigoso, pero ahorraba tiempo.

Aunque el tiempo no faltase. La ciudad se movía aún, pero muy despacio. Nadie se atrevía ya a utilizar el metropolitano: los túneles daban miedo. Además, corría el bulo de que en una de las líneas habían desaparecido los revestimientos aislantes de la corriente, motivo por el cual el primer tren que había entrado en circulación había electrocutado a todos los pasajeros que viajaban en él. Quizá no fuese verdad, o del todo verdad, pero los pormenores abundaban. En la superficie las carreras de los autobuses eran cada vez más raras. Las personas se arrastraban por las calles, extendían el brazo, continuaban, cada vez más cansadas, sin saber adónde ir y dónde parar. En este sombrío estado de espíritu sólo había ojos para las señales de ausencia, o de destrucciones causadas por esa misma ausencia. De vez en cuando se veían camiones con tropas e incluso pasó una columna de tanques, con las orugas chirriando, arrancando grandes pedazos del revestimiento de las calzadas. Por el aire iban y venían helicópteros. Las personas se interrogaban unas a las otras ansiosamente: «¿Será tan grave la situación? ¿Será la revolución? ¿Habrá guerra? Pero los enemigos, ¿dónde están los enemigos?» Y, si no lo habían hecho antes, levantaban el brazo y mostraban la mano. Era por lo demás la diversión favorita de los niños: se precipitaban sobre los adultos como fieras, hacían muecas, gritaban: «¡Enseñe la mano!» Y si los adultos, irritados, después de haber obedecido escrupulosamente, exigían a su vez ver, rehusaban, sacaban la lengua o sólo la enseñaban de lejos. No tenía importancia ni por ahí vendría ningún mal: en todas ellas había una letra marcada, igual a la de los padres.

El funcionario del sre decidió regresar a su casa. Estaba exhausto hasta los huesos. Mal alimentado, se había puesto a imaginar el pequeño festín que iría a preparar en casa. Con la imaginación creció el hambre, se puso ansioso, poco le faltaba para salivar. Sin reflexionar, apresuró el paso y poco después corría ya. De repente se sintió brutalmente agarrado, empujado contra una pared. Cuatro hombres le preguntaban a gritos por qué corría, le sacudían, le abrían la mano por la fuerza. Después tuvieron que soltarle. Y él se desquitó mandándoles a todos que abriesen las manos, inmediatamente. Todos tenían prioridad inferior a la suya.

En su casa no parecía haber modificaciones. Faltaba la puerta de entrada, faltaban los escalones, pero el ascensor funcionaba. Cuando salió al descansillo y dio con la puerta de corredera, tuvo un rápido pensamiento que lo dejó temblando de pavor retrospectivo: ¿y si durante ese tiempo el ascensor se hubiese averiado, o deshecho en nada, y él de repente cayese, como aquellos muertos de los que había hablado el hombre del quiosco? Resolvió allí mismo que, mientras la situación no fuese aclarada, no utilizaría el ascensor, pero en seguida recordó que faltaban escalones, que bajar o subir por la escalera, ahora, era probablemente imposible. Dudaba en medio de ese dilema, con una atención enfermizamente exagerada, mientras recorría el descansillo, en dirección a su puerta, y fue en el silencio, con un pie firme y el otro suspendido, cuando notó el silencio de la finca, apenas cortado por pequeños y súbitos crujidos indefinibles. ¿Habría salido todo el mundo? ¿Se habrían ido todos a la calle de vigilancia, obedeciendo las órdenes del gobierno (g)? ¿O habrían huido? Apoyó despacio el pie en el suelo y aguzó el oído: la tos de alguien, en un piso más alto, le tranquilizó. Abrió la puerta con mucho cuidado y entró en su casa. Dio una vuelta por todas las habitaciones: todo en orden. Observó el interior del armario de la cocina, con la esperanza de que tal vez, por milagro, encontrase de nuevo la jarra en su lugar. No estaba. Sintió una gran angustia: esa pequeña pérdida personal hacía más grave el desastre que se había desatado sobre la ciudad, la calamidad colectiva que acababa de ver con sus propios ojos. Se acordó de que aún no hacía muchos minutos había sentido un hambre irracional. ¿Había perdido de repente el apetito? No, pero éste se había transformado en un casi dolor sordo del que nacían eructos secos, de vacío, como si las paredes del estómago se encogiesen y distendiesen alternativamente. Preparó un bocadillo que se comió de pie, en medio de la cocina, con los ojos un poco asustados, las piernas trémulas. Sentía que pisaba un suelo inestable. Se arrastró hasta la habitación, se echó incluso vestido encima de la cama y, sin darse cuenta, se durmió profundamente. El resto del bocadillo cayó al suelo, se abrió al caer, con la marca de los dientes en un extremo. La habitación resonó con tres estallidos violentos y, como si eso fuese una señal, empezó a torcerse, a agitarse, conservando sin embargo todas sus formas, sin ninguna alteración de sus partes o de la relación entre las mismas. Todo el edificio vibraba de arriba abajo. En los otros pisos hubo quien gritó.

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