Casi Un Objeto - Jose´ Manuel Arribas A´lvarez 9 стр.


Durante cuatro horas el funcionario durmió, sin cambiar de posición. Soñó que estaba desnudo dentro de un ascensor muy estrecho que subía por la finca arriba, rompía el techo, siempre por el aire arriba, como un cohete, y, de repente, desaparecía y él se quedaba suspendido en el espacio durante un tiempo que era simultáneamente una décima de segundo y una larguísima hora, o una eternidad, y que a continuación caía infinitamente, con los brazos y piernas abiertos, viendo desde lo alto la ciudad, o el lugar que ocupaba, porque no había casas ni calles, sino apenas un espacio vacío y desierto. Cayó violentamente en el suelo y golpeó en un lugar cualquiera con la mano derecha.

El dolor le hizo despertarse. La habitación ya estaba llena de una penumbra que parecía consistente como una niebla negra. Se sentó en la cama. Sin mirar, se frotó la mano derecha con la izquierda y tuvo un sobresalto al sentir una impresión pegajosa y tibia. Incluso antes de mirar, comprendió que era sangre. Pero ¿cómo era posible que sangrase de esa manera la pequeña herida que la puerta del sre le había hecho? Encendió la luz y miró: tenía el dorso de la mano en carne viva: toda la piel que la película regeneradora cubría había desaparecido. Medio atontado aún por el sueño y desorientado con el accidente imprevisto, se precipitó al baño, donde guardaba algunos productos de farmacia para tratamientos de urgencia. Abrió el armario y cogió un frasco. La sangre goteaba rápida sobre el suelo o en el interior de la manga de la chaqueta, según los movimientos. Parecía tratarse de una hemorragia seria. Abrió el frasco, empapó el pincel que estaba en un estuche separado y, cuando se preparaba para aplicar el líquido biológico, tuvo el presentimiento de que iba a cometer un error. ¿Y si después sucedía lo mismo? Volvió a guardar el frasco, salpicándolo todo alrededor de sangre. No había vendas en la casa. Era un material que prácticamente había dejado de ser usado, igual que las compresas y las tiritas, a partir de la comercialización del líquido biológico regenerativo. Corrió al dormitorio, abrió el cajón donde tenía las camisas y rasgó de una de ellas una larga tira. Auxiliándose con los dientes, consiguió envolver la mano y apretar con fuerza. Al cerrar el cajón, vio el resto del bocadillo. Se inclinó para cogerlo, juntó los pedazos y, sentado en la cama, comió despacio, ya sin hambre, sólo por una especie de obligación que no quería discutir.

Cuando tragaba el último bocado fue cuando notó la mancha oscura que la sombra de un mueble casi escondía. Se aproximó, intrigado, pensando confusamente que, cuando por fin pudiese comprar la moqueta, todas esas imperfecciones del suelo desaparecerían. La mancha roja se había visto sorprendida (podía jurarlo) en lo que parecía ser un movimiento interrumpido. El funcionario extendió la punta del pie y la volvió. Ya sabía lo que iba a encontrar: del otro lado era la película que le había sido untada en el dorso de la mano, y lo rojo era la sangre, la sangre que había forrado por dentro la piel allí pegada. Entonces pensó que lo más probable era que nunca pudiese llegar a comprar la moqueta. Cerró la puerta de la habitación y se dirigió a la sala de estar. Parecía sereno, sosegado, pero dentro de sí el pánico giraba, por el momento todavía despacio, como un pesado disco armado de púas extensibles que no tardarían en herirle. Encendió la televisión y, mientras el aparato se calentaba, fue hasta la ventana que había dejado abierta desde por la mañana y así había permanecido todo el día. La tarde tocaba a su fin. Había mucha gente en la calle, pero nadie hablaba, no había grupos. Las personas parecían caminar al azar, sin destino, se limitaban a extender los brazos y a mostrar la mano derecha. Visto desde arriba, en aquel silencio, el espectáculo podría dar ganas de reír: los brazos subían y bajaban, las manos, blancas, con las manchas verdes de las letras, hacían un movimiento rápido y después caían, para repetirse el movimiento íntegro algunos pasos más adelante. Eran como dementes con una idea fija en la alameda de un manicomio.

El funcionario volvió al aparato de televisión (tv). Sentadas a una mesa que era el arco de un círculo había cinco personas con aspecto grave. Incluso antes de conseguir distinguir las palabras, las primeras, notó que la imagen estaba siendo constantemente interrumpida y con ella el sonido. Era el locutor que hablaba:

– …mos con nosotros especialis… logía, seguridad industrial, operacionalidad biológica, pro… vir… ad…

Durante casi media hora la pantalla del televisor relampagueó, soltó palabras entrecortadas, a veces una frase que podía estar completa sin dar, no obstante, la seguridad de que lo estuviera. El funcionario se quedó ahí, sin tener la certeza él mismo de querer saber lo que estaría siendo dicho, sino porque se había habituado a estar sentado en frente del televisor (tv), y por ahora no podía hacer otra cosa. Si alguna vez llegaba a poder. Quería ver al gobierno (g) enseñar la mano, no porque el acto tuviese importancia, remediase los males de la ciudad o fuese a probar cualquier especie de inocencia, si era de eso de lo que se trataba, sino quizá por la rareza de ver tantas prioridades A y B juntas. Entonces la imagen se fijó durante algunos segundos más, el sonido se mantuvo firme y una voz desde el televisor dijo:

– …parece que está probado que no ha habido desapariciones durante el día. El día se distingue tan sólo por deficiencias de funcionamiento, por irregularidades, por averías en general. Todas las desapariciones se han producido durante la noche.

El locutor preguntó:

– ¿Qué cree que se debe hacer durante el período nocturno?

El entrevistado:

– En mi opinión…

La imagen desapareció, el sonido se apagó, ahora definitivamente. La televisión había dejado de funcionar. El gobierno no mostraría las manos a la ciudad.

El funcionario volvió al dormitorio. Como ya esperaba (pero no sabría decir por qué lo esperaba), el pedazo de película regeneradora no se encontraba en el mismo sitio. Lo tocó otra vez con la punta del zapato, casi inconsciente de su gesto. Entonces oyó, en el interior de su cerebro, repetirse las palabras del locutor: «¿Qué cree que se debe hacer durante el período nocturno?» Sí, ¿qué se debía hacer durante la noche? No se oían estallidos ahora. Todo el edificio crujía ininterrumpidamente, como si estuviese siendo estirado por dos voluntades en direcciones contrarias. El funcionario rasgó otra tira de la camisa, envolvió mejor y con más fuerza la mano, sacó del cajón todo el dinero que poseía. Aunque hiciese calor, se puso el abrigo: por la noche el tiempo debía refrescar y él no volvería a casa mientras el día no naciese. «Todas las desapariciones se habían producido durante la noche.» Fue a la cocina, se hizo otro bocadillo que metió en un bolsillo, paseó los ojos por toda la casa y salió.

En el descansillo, antes de dirigirse al ascensor, gritó hacia arriba, por el hueco de la escalera:

– ¿Hay alguien?

Nadie respondió. Toda la finca parecía oscilar y crujía. «¿Y si el ascensor no funciona? ¿Cómo voy a salir de aquí?» Se vio saltando a la calle desde la ventana de su segundo piso, y respiró hondo, con alivio, cuando la puerta de corredera se abrió normalmente y la luz se encendió. Receloso, apretó el botón. El ascensor dudó, como si se resistiese al impulso eléctrico que recibía, y después, despacio, con sacudidas lentas, bajó hasta la planta baja. La puerta se atascó al ser movida, apenas dejó espacio para que se introdujera y pudiese pasar el cuerpo y, a mitad del movimiento, se distendió bruscamente, encajonándolo. El disco pesado del pánico, que giraba ya rápidamente, se convirtió en vértigo. De súbito, como si renunciase o le bastase la amenaza, la puerta cedió y se dejó abrir. El funcionario corrió hasta la calle. Era noche cerrada ya, pero las farolas se mantenían apagadas. Pasaban bultos en silencio, raras eran las personas que levantaban ahora las manos. Pero en un lugar o en otro aún había quien encendía un mechero o una linterna de bolsillo para inspeccionar. El funcionario volvió a la entrada del edificio. Necesitaba salir, no aguantaba sentir la finca encima de sí, pero alguien acabaría por exigirle que enseñase la mano y la tenía vendada, sangrando. Podían creer que la venda era un disfraz, una tentativa para ocultar la palma de la mano so pretexto de una herida. Sintió un escalofrío de miedo. Pero el crujido del edificio se volvía más fuerte. Algo iba a suceder. Olvidado de la mano durante un segundo, saltó a la calle. Le dieron unas ganas casi irreprimibles de correr, pero se acordó de lo que le había sucedido por la tarde y, con la mano en ese estado (otra vez se acordó de la mano, y ahora hasta el final), comprendió hasta qué punto su situación era peligrosa. Esperó en la oscuridad un momento en el que hubiese menos figuras y menos mecheros y linternas encendiéndose y apagándose, y entonces, pegado a la pared, se apartó. Recorrió toda la calle en la que vivía sin que nadie le interpelase. Cobró valor. Levantar el brazo se había vuelto absurdo en una ciudad en la que no había alumbrado público y las personas, fatigadas de una vigilancia sin resultado, desistían, poco a poco, de exigir la verificación de la palma de las manos.

Pero el funcionario no había contado con la policía (p). Al volver una esquina que daba a una gran plaza, tropezó con una patrulla. Intentó retroceder, pero fue sorprendido su movimiento por el haz de una linterna. Le mandaron detenerse. Si intentaba huir, sería hombre muerto. Se aproximó a la patrulla.

– Enseñe la mano.

El haz luminoso de la linterna incidió sobre el paño blanco.

– ¿Qué es eso?

– Me herí en el dorso de la mano y tuve que ponerme una venda.

Los tres policías le rodearon.

– ¿Una venda? ¿Qué cuento es ése?

¿Cómo podría explicar que el líquido biológico le había arrancado la piel que se movía ahora en la oscuridad de su habitación? (Se movía ¿hacia dónde?)

– ¿Por qué no puso líquido biológico en la herida? Si es que tiene ahí alguna herida -masculló uno de los policías.

– La tengo, sí señor, pero si quito la venda la sangre no para.

– Bien. Acabemos con esta conversación. Enseñe la mano.

– Pero…

– Enseñe la mano o le pegamos un tiro aquí mismo.

El policía más próximo, con violencia, metió los dedos por debajo de la venda y tiró brutalmente. La sangre pareció dudar y, en seguida, bajo la luz violenta de la linterna, afloró en toda la superficie desollada. El policía volvió hacia arriba la palma de la mano y la letra quedó a la vista.

– Puede seguir.

– Por favor, ayúdenme a sujetar la venda otra vez -imploró el funcionario.

Reacio, refunfuñando: «Esto no es un hospital», uno de los policías accedió. Y después:

– Sería preferible que se quedara en casa.

El funcionario, apenas reprimiendo las lágrimas de dolor y de autoconmiseración, murmuró:

– Pero mi casa…

– Pues sí -respondió el policía-. Váyase ya.

Al otro lado de la plaza había algunas luces. Dudó. ¿Seguir hacia allí, con el riesgo de encontrar en cualquier momento personas que le obligasen a mostrar la palma de la mano? Se estremeció de dolor, de miedo, de angustia. La herida ya era mayor. ¿Qué hacer? ¿Ir andando por la oscuridad, como tantos otros, a tientas, tropezando? ¿O volver a casa? Había perdido el entusiasmo de cazador cívico con el que había salido por la mañana. Apareciese lo que apareciese, si es que era posible ver algo en medio de la oscuridad, no intervendría, no llamaría a nadie para testimoniar o ayudar. Salió de la plaza por una calle larga con dos hileras de árboles que hacían más espesas las tinieblas. Por allí nadie le exigiría que mostrase la mano. Pasaba gente rápidamente, pero la rapidez no significaba que tuviesen dónde estar o supiesen adónde ir. Andar deprisa era apenas, en todos los sentidos, una fuga.

A los dos lados de la calle los edificios crujían y estallaban. Se acordaba de que al fondo, en un cruce, había un monumento con bancos todo alrededor. Iría a sentarse allí un momento, a pasar el tiempo, tal vez toda la noche: no tenía a donde ir, ¿qué haría? Nadie tenía a donde ir. Aquella calle, como todas las demás, era un caudal de gente. Se diría que la población de la ciudad había aumentado. Se estremeció al pensar en eso. Y no se sorprendió cuando verificó que el monumento había desaparecido también. Estaban ahí todavía los bancos y había algunas personas sentadas. Entonces el funcionario se acordó de su mano herida y dudó. De la oscuridad salieron otras personas que ocuparon todo el espacio vacío. No podía sentarse.

No quería sentarse. Volvió a la izquierda, hacia una calle que había sido estrecha, pero que tenía ahora largas y profundas aberturas a los lados, verdaderos fosos donde antes había habido fincas. Tuvo la impresión de que si fuese de día todos aquellos espacios aparecerían como perspectivas enfiladas unas en las otras, hacia el norte y hacia el sur, hacia el naciente y hacia el poniente, hasta los límites de la ciudad, si tal nombre aún tenía justificación. Eso le dio una idea: salir de la ciudad, ir hacia los alrededores, hacia el campo abierto, donde no había edificios que desaparecían, automóviles que se disipaban por centenares, cosas que cambiaban de lugar y después dejaban de estar allí y no estaban en ninguna parte. En el espacio que ocupaban quedaba apenas el vacío y de vez en cuando algunos muertos. Se llenó de ánimo: por lo menos huiría de la pesadilla que sería pasar una noche así, entre amenazas invisibles, andando de un lado para otro. Con la luz del día quizá por fin se encontrase el remedio a la situación. El gobierno (g) estaría sin duda estudiando el asunto. Había habido otros casos antes, aunque menos graves, y siempre se había encontrado solución. Nada de desesperaciones. El buen orden volvería a la ciudad. Una crisis, una simple crisis y nada más.

En las proximidades de la calle donde vivía había aún algunas farolas encendidas. En esta ocasión no las evitó: se sentía seguro, confiado, a quien le interceptase le explicaría sosegadamente la historia de su sufrimiento, le mostraría lo claro que era que todo eso formaba parte de la misma conspiración contra la seguridad y el bienestar de la ciudad. No fue necesario. Nadie le exigió que mostrase la palma de la mano. Las pocas calles iluminadas estaban cubiertas de gente. Difícilmente se conseguía atravesar. Y en una de ellas, subido encima de un camión, un sargento del ejército de tierra (et) leía una proclama o aviso:

– Se previene a todos los ciudadanos usuarios que, por orden del estado mayor general de las fuerzas armadas (emgfa), será bombardeado, a partir de las siete de la mañana, por los medios de artillería (a) y de aviación (a), el sector este de la ciudad, como primera medida de represalia. Los ciudadanos usuarios que viven en el sector que se bombardeará ya han sido evacuados de sus casas, encontrándose alojados en instalaciones gubernamentales debidamente vigiladas. Serán indemnizados de todas sus pérdidas materiales y de todas las incomodidades morales que esta orden inevitablemente causará. El gobierno (g) y el estado mayor general de las fuerzas armadas (emgfa) garantizan a los ciudadanos usuarios que el plan elaborado de contraataque será llevado a sus últimas consecuencias. Dadas las circunstancias, y habiéndose revelado infructífera la consigna de orden «vigilancia y mano abierta», esa consigna de orden es sustituida por esta otra: vigilar y atacar.

El funcionario suspiró de alivio. No tendría ya que enseñar la mano. Le entró un alma nueva en el pecho. Se fortaleció el renacimiento del valor que había sentido media hora antes. Y allí mismo decidió dos cosas: que pasaría por su casa para buscar los prismáticos y que con ellos iría fuera de la ciudad, hacia el lado este, a asistir al bombardeo. Se unió a las conversaciones que habían empezado apenas el sargento concluyó la lectura del aviso:

– Es una idea.

– ¿Cree que dará resultado?

– Seguro, el gobierno (g) no está durmiendo. Y, como represalia, no se podría encontrar una mejor.

– Esta vez será de verdad un buen ejemplo. Es una pena que no haya sucedido antes.

– ¿Qué tiene en la mano?

– El líquido biológico no actuó y aumentó la herida.

– Sé de otro caso igual.

– Yo también. Me han dicho que en los hospitales ha sido una calamidad.

– Probablemente yo fui el primer caso.

– El gobierno (g) indemnizará a todo el mundo.

– Buenas noches.

– Buenas noches.

– Buenas noches.

– Buenas noches. Mañana será mejor.

– Mañana será mejor. Buenas noches.

El funcionario se apartó contento. Su calle continuaba a oscuras, pero eso no le perturbó. La levísima, imponderable claridad que venía de las estrellas era suficiente para orientarse y, como allí no había árboles, la oscuridad no era demasiado densa.

Encontró su calle diferente: faltaban algunos edificios más. Pero no el suyo. Continuaba, probablemente otros escalones habrían desaparecido. Mientras tanto, aunque el ascensor no funcionase, encontraría la manera de llegar al segundo piso. Quería los prismáticos, quería el desquite de asistir al bombardeo de un sector entero de la ciudad, el sector este, como el sargento había dicho. Pasó entre los dinteles de la puerta que había desaparecido y se encontró en el vacío. Al contrario de la finca que había visto por la mañana, quedaba de ésta apenas la fachada, como una cáscara hueca. Levantó la cabeza y vio por encima el cielo y las raras estrellas de esa noche. Sintió una furia grande. Ningún miedo, apenas una furia grande y saludable. Odio. Una rabia de matar.

Назад Дальше