Son títulos de propiedad y ocupación, tumba de Doña Dionisia de Seabra Pessoa, inscritos en el frontispicio, bajo los aleros de esta garita donde el centinela, romántica sugestión, está durmiendo, abajo, a la altura del gozne inferior de la puerta, otro nombre, Fernando Pessoa, con fechas de nacimiento y muerte, y una urna dorada diciendo Estoy aquí, y en voz alta Ricardo Reis repite, sin saber que oyó, Está aquí, y entonces vuelve a empezar a llover. Vino de tan lejos, de Río de Janeiro, navegó noches y días sobre las olas del mar, tan próximo y distante le parece hoy el viaje, qué va a hacer ahora, solo en esta calle, entre habitaciones funerales, con el paraguas abierto, a la hora de comer, a lo lejos se oye un sonido quebrado de campana, esperaba sentir, cuando aquí llegara, cuando tocase estos hierros, una profunda conmoción en el alma, una dilaceración, un terremoto interior, como grandes ciudades cayendo silenciosamente porque allí no estamos, pórticos y torres blancas derrumbándose, y al fin, sólo, y levemente, un ardor en los ojos que se va tan rápido como vino, ni tiempo dio para pensar en él y conmoverse por pensar. Nada tiene ya que hacer en este lugar, lo que hizo tampoco es nada, dentro de la tumba está una vieja chiflada a quien no se puede dejar suelta, y está también, por ella guardado, el cuerpo descompuesto de un hacedor de versos que dejó su parte de locura en el mundo, ésa es la gran diferencia que hay entre poetas y locos, el destino de la locura que se apoderó de ellos. Sintió miedo al pensar en la abuela Dionisia, allá dentro, en el afligido nieto Fernando, ella con ojos desorbitados vigilando, él desviando los suyos, en busca de una rendija, de un soplo de viento, de una mínima luz, y el malestar se transformó en náusea como si lo arrebatara y sofocara una gran ola marina, a él, que en catorce días de viaje no había llegado a marearse. Entonces pensó, Será porque tengo el estómago vacío, y eso sería, pues no había probado bocado en toda la mañana. Cayó un chaparrón fuerte, y oportuno, ahora Ricardo Reis tendrá ya una razón para responder si le preguntan, No, no me entretuve allá, llovía mucho. Mientras sigue calle arriba, lentamente, siente que se van disipando sus náuseas, que sólo le queda un vago dolor de cabeza, tal vez un vacío en la cabeza, como una carencia, un pedazo de cerebro menos, la parte que me correspondió. A la puerta de la administración del cementerio estaba su informante, y quedaba claro, por el brillo de sus labios que acababa de almorzar, dónde, aquí mismo, una servilleta extendida sobre la mesaescritorio, la comida que había traído de casa, aún tibia, por venir envuelta en periódicos, acaso recalentada en un hornillo de gas, allá en el fondo del archivo, interrumpiendo tres veces la masticación para registrar entradas, seguro que me he entretenido ahí más de lo que creía, Qué, encontró la tumba que buscaba, Sí, la encontré, respondió Ricardo Reis, y ya en la puerta repitió, La encontré, allí estaba.
Inició un movimiento hacia la parada de taxis, tenía hambre y prisa a ver si encontraba aún a esta hora un restaurante o casa de comidas donde almorzar, Lléveme al Rossio, por favor. El conductor masticaba metódicamente un palillo, lo pasaba de un extremo de la boca al otro con la lengua, las manos ocupadas en conducir, y de vez en cuando aspiraba ruidosamente la saliva entre los dientes, con un sonido intermitente, redoblado como el canto de un pájaro, son los gorjeos de la digestión, pensó Ricardo Reis, y sonrió. En el mismo instante se le llenaron los ojos de lágrimas, extraño suceso el de que aquella causa produjera estos efectos, o habrá sido por el entierro del chiquillo, pobre ángel, que pasó en su ataúd blanco, un Fernando que no vivió lo bastante para ser poeta, un Ricardo que no será médico, ni poeta será, o quizá la razón de estas lágrimas sea otra, sólo porque llegó la hora de llorar. Son complicadas las cosas de la fisiología, dejémoslas para quien las conozca, mucho más aún si es preciso recorrer las veredas del sentimiento que existen dentro de los sacos lacrimales, averiguar, por ejemplo, qué diferencias químicas habrá entre una lágrima de tristeza y una lágrima de alegría, seguro que aquélla es más salada, por eso nos arden los ojos tanto. Ante él, el conductor apretaba el mondadientes entre los caninos del lado derecho, jugaba con él sólo en sentido vertical, en silencio, respetando así la tristeza del pasajero, les pasa a muchos cuando vuelven del cementerio. El taxi bajó por la Calçada da Estrela, dobló por Cortes hacia el río, y luego, por camino ya conocido, ganó la Baixa, subió por Rua Augusta y, entrando en el Rossio, dijo Ricardo Reis, recordando de súbito, Pare en Irmãos Unidos, así se llamaba el restaurante, ahí mismo, poniéndose un poco a la derecha, este portal, el otro, detrás, por la Rua dos Correeiros, aquí se restauran estómagos, y es un buen sitio, con tradición, precisamente estamos en el lugar que fue Hospital de Todos los Santos, cuánto tiempo ya, hasta parece que estamos contando la historia de otro país, bastó que se metiera un terremoto por medio, y ahí está el resultado, quién nos vio y quién nos ve, si es mejor o peor, eso depende de estar vivo y tener viva la esperanza.
Ricardo Reis comió sin consideración al régimen, ayer fue una debilidad suya, un hombre, cuando desembarca del mar océano, es como un chiquillo, unas veces busca un hombro de mujer donde apoyar la cabeza, otras se hace servir en la taberna unos vasos de vino hasta encontrar la felicidad, si es que allí la habían puesto antes, otras es como si no tuviera voluntad propia, cualquier camarero gallego le dice lo que tiene que comer, un caldito de gallina, eso es lo mejor para el estómago del señor: Aquí nadie quiso saber si desembarcó ayer, si las comidas tropicales le habían estropeado la digestión, qué plato especial sería capaz de curar la añoranza de la patria, si de añoranzas sufría, y si no las sufría, por qué volvió. Desde la mesa donde está, por los espacios entre las cortinas, ve pasar fuera los tranvías, los oye rechinar en las curvas, el tintineo de campanillas sonando líquidamente en la atmósfera penetrada por la lluvia, como las campanas de una catedral sumergida o las cuerdas de un clavicordio resonando infinitamente en las paredes de un pozo. Los camareros esperan con paciencia a que este último cliente acabe de comer, entró tarde, pidió por favor que le sirvieran, y gracias a esa prueba de consideración hacia quien trabaja lo aceptaron cuando ya en la cocina andaban ordenando las sartenes. Ahora sale, saludó cortésmente y, dando las gracias, salió por la puerta de la Rua dos Correeiros, la que da a la gran babilonia de hierro y cristal que es la Praça da Figueira, aún agitada, pero nada que se pueda comparar con las horas de la mañana, ruidosas de gritos y pregones hasta el paroxismo. Se respira una atmósfera compuesta de mil olores intensos, a col aplastada y mustia, a excrementos de conejo, a plumas de gallina escaldadas, a sangre, a piel desollada. Andan baldeando los tenderetes, las callejuelas interiores, con cubos y mangueras y ásperas escobas de brezo, se oye de vez en cuando un arrastrar metálico, luego un estruendo, fue una puerta ondulada al cerrarse. Ricardo Reis da vuelta a la plaza por el sur, entró por la Rua dos Douradores, casi no llovía ya, por eso puede cerrar el paraguas, mirar hacia arriba y ver los altos frontispicios de color ceniciento o pardo, las filas de ventanas a la misma altura, las de parapeto, las de saliente, con las monótonas canterías prolongándose calle adelante hasta confundirse en delgadas franjas verticales, cada vez más estrechas, pero no tanto como para esconderse en un punto de fuga, porque allá en el fondo, aparentemente cortando el camino, se levanta una casa de la Rua da Conceição, igual de color, de ventanas y rejas, hecha según el mismo plan, o con diferencias mínimas, todas resudando sombra y humedad, liberando por los zaguanes el hedor de desagües destrozados, con dispersas vaharadas de gas, cómo no van a tener las caras pálidas los dependientes que asoman a las puertas de las tiendas con sus batas o guardapolvos de dril ceniciento, el lápiz, cabalgando la oreja, el aire enfadado por ser hoy lunes y porque el domingo no valió la pena. La calle está pavimentada de adoquines irregulares, es un basalto casi negro donde dan saltos las llantas metálicas de los carros y donde, en tiempo seco, no en éste, sacan chispas las herraduras de las mulas cuando el arrastre de la carga rebasa sus fuerzas. Hoy no hay esfuerzos de ésos, sólo el de dos hombres que descargan sacos de habichuelas que, por el bulto, no pesan menos de sesenta kilos, o serán litros quizá, como se debe decir cuando se trata de estas y otras legumbres, y entonces los kilos serían menos de los calculados, porque, tratándose de habichuelas, producto que por su íntima naturaleza es más ligero, cada litro viene a equivaler a setecientos cincuenta gramos, por término medio, ojalá hayan atendido los medidores a estas consideraciones de peso y masa cuando llenaron los sacos.
Y Ricardo Reis va encaminando sus pasos hacia el hotel. Ahora mismo recuerda la habitación donde durmió su primera noche de hijo pródigo, bajo un techo paterno, lo recordó como si fuera su propia casa, pero no la de Río de Janeiro, no ninguna de las otras que habitó, en Porto, donde sabemos que nació, o aquí en esta ciudad de Lisboa, donde vivía antes de embarcarse para el exilio brasileño, ninguna de ésas, y pese a todo habían sido casas verdaderas, extraña señal esa de estar un hombre recordando un cuarto de hotel como si fuera su casa, y sentir esa inquietud, ese desasosiego, llevo tanto tiempo fuera, desde por la mañana temprano, voy para allá, voy para allá. Dominó la tentación de llamar un taxi, dejó pasar un tranvía que lo dejaría casi en la puerta, consiguió al fin reprimir aquella ansiedad absurda, obligarse a ser sólo una persona cualquiera que vuelve a casa, aunque sea un hotel, sin prisas y también sin inútiles demoras, aunque no tenga a nadie a su espera. Luego, por la noche, verá probablemente a la muchacha de la mano paralizada, en el comedor, es una posibilidad, como también lo son el hombre gordo, el flaco de luto, los chiquillos pálidos y sus pletóricos progenitores, quién sabe si otros huéspedes, gentes misteriosas que llegaron de lo desconocido y de la bruma, y pensando en ellos sintió un calorcillo en el corazón, un íntimo consuelo, amaos los unos a los otros, así se dijo un día, y ya era tiempo de empezar. El viento soplaba con fuerza, encañado, en la Rua do Arsenal, pero no llovía, sólo caían sobre las aceras unos goterones de los aleros. Quizá mejore el tiempo a partir de hoy, esta invernia no puede durar siempre, hace dos meses que anda el cielo deshaciéndose en agua, fue lo que dijo ayer el taxista, y lo dijo con el aire de quien ya no cree en días mejores.
Zumbó levemente el timbre de la puerta, y era como si le estuvieran dando la bienvenida el paje italiano, el empinado tramo de escaleras, Pimenta, allá arriba, al acecho, esperando ahora, deferente y minucioso, un poco doblado el espinazo, o será consecuencia de las cargas, Buenas tardes, señor doctor, asomó también al descansillo el gerente Salvador, diciendo lo mismo pero con dicción más cuidada, y a ambos respondió Ricardo Reis, no había allí gerente, mozo y doctor, sino sólo tres personas que se sonríen unas a otras, contentas por haberse vuelto a encontrar después de tanto tiempo, desde esta mañana, imagínese, y qué añoranza, Dios mío. Cuando Ricardo Reis entró en el cuarto y vio todo perfectamente ordenado, tensa la colcha de la cama, brillante el lavabo, sin una sombra el espejo, salvo la lepra de vejez, suspiró satisfecho. Se descalzó, se cambió de ropa, se puso unas zapatillas ligeras, entreabrió una de las ventanas, gestos de quien vuelve a casa y se encuentra satisfecho en ella, después se sentó en la butaca, a descansar. Fue como si hubiera caído en sí, es decir, dentro de sí, en una caída rápida y violenta, Y ahora, preguntó, Y ahora, Ricardo, o quienquiera que seas, dirían los otros. Bruscamente se dio cuenta de que la verdadera finalidad de su viaje era este preciso instante que estaba viviendo, que el tiempo transcurrido desde que había puesto el pie en el muelle de Alcántara, lo había gastado, por así decir, en maniobras de atraque y fondeo, en sondar la marea, lanzar los cabos, que eso fue la busca de hotel, la lectura de los primeros periódicos, y luego la de los otros, la ida al cementerio, la comida en la Baixa, la bajada por la Rua dos Douradores, y aquella repentina nostalgia del cuarto del hotel, el impulso de afecto indiscriminado, general y universal, los saludos de Salvador y de Pimenta, la colcha impecable, y, en fin, la ventana abierta de par en par, la empujó el viento y así está, ondean como alas los visillos, y ahora. Vuelve a caer la lluvia, suena sobre los tejados como un rumor de arena cernida, adormecedor, hipnótico, quizá en su gran diluvio Dios misericordioso adormecía así a los hombres para que les fuera la muerte dulce, el agua entrando suavemente por las narices y por la boca, inundando sin ahogos los pulmones, arroyuelos que van llenando los alvéolos, uno tras otro, todo el hueco del cuerpo, cuarenta días y cuarenta noches de sueño y lluvia, los cuerpos descendiendo hasta el fondo, lentamente, llenos de agua, al fin más pesados que ella, así fue como ocurrió todo, también Ofelia se deja ir en la corriente, cantando, pero Ofelia tendrá que morir antes de que acabe el cuarto acto de la tragedia, cada uno tiene su manera personal de dormir y morirse, o al menos eso me parece, pero el diluvio continúa. Llueve sobre nosotros el tiempo, el tiempo nos ahoga. En el suelo encerado se juntaron arrastrándose las gotas que entraban por la ventana abierta y las que salpicaban el alféizar, hay huéspedes descuidados para quienes el trabajo humilde es despreciable, creen tal vez que las abejas, aparte de fabricar cera, van a extenderla sobre las tablas y luego sacar brillo, pero éste no es trabajo de insectos, si no existieran las criadas, obreras también ellas, estos suelos resplandecientes pronto estarían mortecinos, pegajosos, no tardaría en aparecer el gerente armado de reprensión y castigo, porque, siendo gerente, ésta es su labor, y en este hotel fuimos colocados para honrar y glorificar a su amo y señor, o a quien es su delegado, Salvador, como sabemos que se llama y ya dio muestras de serlo. Ricardo Reis corrió a cerrar la ventana, con los papeles empapó el agua del suelo y la exprimió, o la mayor parte, y al no tener recursos para enmendar por completo el pequeño desastre, tocó la campanilla. Era la primera vez, pensó, como quien se pide disculpas a sí mismo.
Oyó pasos en el corredor, sonaron discretamente unos nudillos en la puerta, entre, palabra que fue ruego, no orden, y cuando la camarera abrió, casi sin mirarla, dijo La ventana estaba abierta, no vi que la lluvia entraba, está el suelo mojado, y se calló repentinamente al darse cuenta de que le estaba saliendo una tirada de octosílabos a él Ricardo Reis, autor de odas sáficas o alcaicas, ahora se nos convierte en poeta popular, por poco no remata una cuarteta, rompiéndole así el pie, por necesidad de la métrica, a la gramática, Le agradecería limpiara, pero lo entendió sin más poesía la camarera, que salió y volvió con la bayeta y el balde y, de rodillas, serpenteando el cuerpo con el movimiento de los brazos, restituyó en lo posible la sequedad que a las maderas enceradas conviene, mañana pondrá un poco de cera, Quiere algo más, doctor, No, gracias, y ambos se miraron de frente, la lluvia golpeaba fortísima en los cristales, se aceleró el ritmo, ahora sonaba como un redoble de tambor, los dormidos se despertaban sobresaltados, Cómo se llama, y ella respondió Lidia, señor doctor, y añadió, Para servirle, señor doctor, podría haberlo dicho de otra manera y más alto, por ejemplo, Aquí estoy, autorizada para esto por recomendación del gerente, Mira Lidia, a ver si atiendes al huésped de la doscientos uno, al doctor Reis, y ella lo estaba ya atendiendo, pero él no respondió, sólo pareció repetir el nombre, Lidia, en un susurro, quién sabe si para no olvidarlo cuando precisara llamarla de nuevo, hay gente así, que repite las palabras que oye, las personas, realmente, son papagayos unas de otras, no hay otro sistema de aprendizaje, acaso esta reflexión le vino sin proponérsela, porque no la hizo Lidia, que es el otro interlocutor, dejémosla salir entonces, si ya tiene nombre, y que se lleve el balde y la bayeta, veamos cómo quedó Ricardo Reis sonriendo irónicamente, que es una disposición de labios que no engaña, que cuando quien inventó la ironía inventó la ironía, tuvo también que inventar la sonrisa que manifestara su intención, logro mucho más difícil, Lidia, dice, y sonríe. Sonriendo va al cajón a buscar sus poemas, sus odas sáficas, lee algunos versos al azar, pasando las hojas, Y así, Lidia, junto al hogar, como estando, Tal sea, Lidia, el cuadro, No deseemos, Lidia, en esta hora, Cuando, Lidia, llegue nuestro otoño, Ven a sentarte conmigo, Lidia, a la orilla del río, Lidia, la vida más vil antes que la muerte, ya no queda vestigio de ironía en la sonrisa si el nombre de sonrisa lo justifican aún dos labios abiertos sobre los dientes, cuando por dentro de la piel se alteró el juego de los músculos, rictus ahora o doloroso visaje se diría en estilo plúmbeo. Tampoco esto va a durar. Como la imagen de sí mismo reflejada en un trémulo espejo de agua, el rostro de Ricardo Reis, suspenso sobre la página, recompone las líneas conocidas, dentro de poco podrá reconocerse, Soy yo, sin ninguna ironía, sin disgusto alguno, alegre por no sentir siquiera alegría, menos ser lo que es y estar donde está, así hace quien no más desea o sabe que más no puede tener, por eso sólo quiere lo que ya era suyo, todo en definitiva. La penumbra del cuarto se ha ido espesando, alguna nube negra estará atravesando el cielo un oscurísimo nimbo como serían los convocados para el diluvio, los muebles caen en súbito sueño. Ricardo Reis hace un ademán, tantea el aire ceniciento, después, distinguiendo apenas las palabras que va trazando en el papel, escribe, A los dioses pido sólo que me concedan el no pedirles nada, y habiendo escrito esto ya no supo qué más decir, a veces es así, creemos en la importancia de lo que dijimos o escribimos hasta cierto punto, sólo porque no fue posible acallar los sonidos o apagar los rasgos, pero nos entra por el cuerpo la tentación de la mudez, la fascinación de la inmovilidad, estar como están los dioses, callados y quietos, sólo asistiendo. Va a sentarse en el sofá, se recuesta, cierra los ojos, nota que podría dormir, no quiere otra cosa, y ya adormecidamente se levanta, abre el armario, retira una manta y se tapa con ella, ahora sí, duerme, sueña que está en una mañana de sol y va paseando por la Rua do Ouvidor, en Río de Janeiro, ligero de ropa por ser mucho el calor, empieza a oír disparos lejanos, explosiones de bombas, pero no se despierta, no es la primera vez que sueña este sueño, ni siquiera oye que alguien llama a la puerta y que una voz, de mujer persuasiva, pregunta, Ha llamado usted, señor.