El año de la muerte de Ricardo Reis - Jose´ Manuel Arribas A´lvarez 5 стр.


Diremos que si Ricardo Reis se quedó tan profundamente dormido es porque apenas lo había hecho por la noche, diremos que son falacias de mentirosa profundidad espiritual aquellas permutables fascinaciones y tentaciones de inmovilidad y mudez consecuente, diremos que esto no es una historia de dioses y que familiarmente podríamos haberle dicho a Ricardo Reis, antes de que se quedara dormido como vulgar humano, Tu mal es el sueño. Pero hay una hoja de papel sobre la mesa, y en ella ha sido escrito A los dioses pido sólo que me concedan el no pedirles nada, existe, pues, este papel, las palabras existen dos veces, cada una por sí misma y habiéndose encontrado en este orden pueden ser leídas y tienen un sentido, es igual, para el caso, que haya o no haya dioses, que se haya dormido o no quien las escribió, quizá las cosas no son tan sencillas como en principio estábamos inclinados a mostrar. Cuando Ricardo Reis despierta, hay noche en su cuarto. El último rayo de luz que llega de fuera se rompe en los cristales empañados, en el tamiz de los visillos, una de las ventanas tiene la cortina corrida, y por eso se cerró la oscuridad. El hotel está en silencio absoluto, es el palacio de la Bella Durmiente, en el que ya la Bella se ha retirado o nunca estuvo, y todos durmiendo, Salvador, Pimenta, los camareros gallegos, el maître, los huéspedes, el paje renacentista, parado el reloj del descansillo, de repente suena lejano el timbre de la entrada, debe de ser el príncipe que viene a besar a la Bella, llega tarde, pobrecillo, tan alegre que venía y tan triste que me voy, la señora vizcondesa me lo había prometido, pero prometió en falso. Es un cuento infantil, que aflora de la memoria subterránea, se mueven unos niños de niebla en el fondo de un jardín invernal, y cantan con sus voces agudas pero tristes, avanzan y retroceden con pasos solemnes, ensayando así la pavana para los infantes difuntos que no tardarán en ser cuando crezcan. Ricardo Reis aparta la manta, se enfada consigo mismo por haberse quedado dormido sin desnudarse, no es hábito suyo el condescender con tales negligencias, siempre siguió sus reglas de comportamiento, su disciplina, ni el trópico de Capricornio, tan emoliente, logró embotar, en dieciséis años, el filo riguroso de sus modales y de sus odas, hasta el punto de que podríamos afirmar que siempre procura estar como si siempre lo estuvieran observando los dioses. Se levanta de la butaca, va a encender la luz y, como si fuera de mañana y despertara de un sueño nocturno, se mira en el espejo, se palpa la cara, tal vez debiera afeitarse para la cena, al menos sí se cambiará de ropa, no va a presentarse así en el comedor, desaliñado, con las ropas arrugadas. Es excesivo su escrúpulo, parece que no ha observado aún cómo visten los vulgares habitantes de la ciudad, chaquetas como sacos, pantalones con rodilleras que abultan como papadas, corbatas de nudo permanente que se calzan y descalzan por la cabeza, camisas mal cortadas, arrugas, pliegues, son los efectos de la edad. Y los zapatos los hacen largos de trompa para que fácilmente pueda ejercitarse el juego de los dedos, aunque el resultado final de esta providencia acabe por anular la intención, porque ésta debe de ser la ciudad del mundo donde con mayor abundancia florecen callos y durezas, juanetes y ojos de gallo, sin hablar de los uñeros, enigma pedicular complejo que requeriría una investigación particular y que queda aquí, expuesto a la pública curiosidad. Decide que no va a afeitarse, pero se pone una camisa limpia, elige una corbata de acuerdo con el color del traje, ante el espejo se alisa el pelo apurando la raya. Se decide a bajar, aunque la hora de la cena está aún lejos. Pero antes de salir relee lo escrito, sin tocar el papel, diríamos que impaciente, como si estuviera enterándose de un recado dejado por alguien por quien no sintiera demasiado afecto o que lo irritara más de lo que es normal y disculpable. Este Ricardo Reis no es el poeta, sólo un huésped de hotel que, al salir del cuarto, encuentra una hoja de papel con verso y medio escritos, quién me habrá dejado esto aquí, desde luego la criada no fue, no fue Lidia, ésta o la otra, qué pesadez, ahora que está empezado voy a tener que terminarlo, qué fatalidad, Es que la gente nunca se da cuenta de que quien acaba una cosa nunca es aquel que la empezó aunque ambos tengan nombre igual, que es sólo eso lo que se mantiene constante, nada más.

El gerente Salvador estaba en su puesto, erguido, enarbolando perenne su sonrisa, Ricardo Reis le saludó, siguió adelante. Salvador fue tras él, quiso saber si el señor doctor quería tomar algo antes de la cena, un aperitivo, No, gracias, nunca este hábito dominó a Ricardo Reis, aunque quizá con el tiempo ceda a él, primero el gusto, luego la necesidad, no ahora. Salvador se quedó un minuto entre puerta y puerta, por ver si el huésped cambiaba de opinión o expresaba otro deseo, pero Ricardo Reis ya había abierto un periódico, había pasado todo aquel día ignorante de lo que ocurría en el mundo, no es que por inclinación fuera lector asiduo, al contrario, le fatigaban las páginas grandes y el derroche de prosa, pero aquí, y no teniendo más que hacer, y para escapar de la solicitud de Salvador, el periódico, por el hecho de hablar del mundo general, le serviría de barrera contra ese otro mundo próximo y asediante, podían las noticias de aquél ser leídas como remotos e inconsecuentes mensajes, en cuya eficacia no hay muchos motivos para creer porque ni siquiera tenemos la certeza de que lleguen a su destino, Dimisión del gobierno español, aprobada la disolución de las Cortes, una, El Negus, en un telegrama a la Sociedad de Naciones, dice que los italianos emplean gases asfixiantes, otra, son así los periódicos, sólo saben hablar de lo que aconteció, casi siempre cuando ya es demasiado tarde para enmendar errores, peligros y faltas, buen periódico sería aquel que en el día uno de enero de mil novecientos catorce hubiera anunciado que estallaría la guerra el veinticuatro de julio, dispondríamos entonces de casi siete meses para conjurar la amenaza, quién sabe si no podríamos llegar a tiempo, y mejor sería aún que apareciera publicada la lista de los que iban a morir, millones de hombres y mujeres leyendo en el diario de la mañana, con el café con leche, la noticia de su propia muerte, un destino marcado y por cumplir, día, hora y lugar, el nombre entero, qué harían cuando supieran que los iban a matar, qué haría Fernando Pessoa si pudiera leer, dos meses antes, El autor de Mensagem morirá el día treinta de noviembre próximo, de cólico hepático, quizá fuera al médico y dejara de beber, tal vez dejara de lado lo de la consulta y empezara a beber el doble, para poder morir antes. Ricardo Reis baja el periódico, se mira en el espejo, superficie dos veces engañadora porque reproduce un espacio profundo y lo niega mostrándolo como una mera proyección, donde verdaderamente nada acontece, sólo el fantasma exterior y mudo de las personas y las cosas, árbol que hacia el lago se inclina, rostro que en él se busca, sin que las imágenes de árbol y rostro lo perturben, lo alteren, le toquen siquiera. El espejo, éste y todos, porque siempre devuelve una apariencia, está protegido contra el hombre, ante él no somos más que estar o haber estado, como alguien que antes de partir para la guerra de mil novecientos catorce se admiró en el uniforme que vestía más que de verse a sí mismo, sin saber que en este espejo no volverá a mirarse, también esto es vanidad, lo que no tiene duración. Así es el espejo, soporta, pero, si puede, rechaza. Ricardo Reis desvió los ojos, cambia de lugar, va, rechazador él, o rechazado, a volverle la espalda. Quizá rechazador porque el espejo lo es también.

Dio las ocho el reloj del descansillo, y apenas se había acabado el último eco, resonó débilmente el gong invisible, sólo desde aquí cerca puede oírse, seguro que los huéspedes de los pisos altos ni se enteran, pero hay que contar con el peso de la tradición, no va a ser sólo fingir trenzados de mimbre en botellas cuando ya no se usa el mimbre. Ricardo Reis dobla el periódico, sube al cuarto a lavarse las manos, a enmendar su aspecto, vuelve luego, se sienta a la mesa donde por primera vez comió, y espera. Quien lo viese, quien siguiese sus pasos, así tan dispuesto, creería que hay allí mucho apetito o que era mucha la prisa, que habría comido tarde y mal o que tiene una entrada para el teatro. Ahora bien, nosotros sabemos que almorzó tarde, de haber comido poco no le oímos quejarse, y que no va al teatro, ni al cine irá, y con un tiempo así, tendente a empeorar, sólo a un loco o a un excéntrico se le ocurriría ir a dar una vuelta por las calles de la ciudad. Ricardo Reis es sólo un compositor de odas, no un excéntrico, y menos aún un loco, y menos aún de esta aldea, Qué prisa será, pues, esta que me ha dado, si sólo ahora empieza a llegar la gente al comedor, el flaco aquel de luto, el gordo pacífico y de buena digestión, o esos a quienes no vi anoche, faltan los chiquillos mudos y sus padres, estarían de paso, a partir de mañana no vendré a sentarme antes de las ocho y media, llegaré muy a punto, aquí estoy yo, ridículo, hecho un provinciano llegado a la capital y que por primera vez se aloja en un hotel. Tomó su sopa lentamente, removiendo mucho con la cuchara, luego, dispersó el pescado en el plato y comiscó un poquito, la verdad es que no tenía hambre, y cuando el camarero estaba sirviéndole el segundo plato vio entrar a tres hombres a quienes el maître condujo hasta la mesa donde, el día anterior, habían cenado la muchacha de la mano paralizada y su padre, Luego no están aquí, se han ido, pensó, O cenarán fuera, sólo entonces admitió lo que ya sabía pero había fingido no saber, que había estado registrando las entradas de los huéspedes, como quien no quiere la cosa, disimulando consigo mismo, es decir que había bajado temprano para ver a la muchacha, Por qué, y hasta esta pregunta era fingimiento, en primer lugar, porque ciertas preguntas se hacen sólo para hacer más explícita la ausencia de respuesta, en segundo lugar porque es simultáneamente verdadera y falsa esa otra respuesta posible y oblicua de que hay motivo bastante de interés, sin más profundas o laterales razones, en una muchacha que tiene la mano izquierda paralizada y la acaricia como si fuera un animalito de compañía, aunque no le sirva para nada, o quizá por eso mismo. Abrevió la cena, pidió que le sirvieran el café, Y un coñac, en la sala de estar, una manera de matar el tiempo mientras no pudiese, ahora sí, conscientemente decidido, preguntar al gerente Salvador quién era aquella gente, padre e hija, Sabe que me parece haberlos visto en algún sitio, quizá en Río de Janeiro, en Portugal no, claro está, porque entonces la joven sería una chiquilla de pocos años, teje y enreda Ricardo Reis esta malla de aproximaciones, tanta investigación para resultado tan escaso. Mientras Salvador atiende a otros huéspedes, uno que se va mañana temprano y quiere la cuenta, otro que se queja de no poder dormir con el traqueteo de una persiana cuando da el viento, a todos atiende Salvador con sus modales delicados, el diente sucio, el bigote fofo. El hombre magro y enlutado entró en la sala de estar para consultar un periódico, y no tardó en salir, el gordo apareció en la puerta, mordiendo un palillo, vaciló ante la mirada fría de Ricardo Reis y se retiró, con los hombros hundidos, porque le había faltado valor para entrar, hay renuncias así, momentos de extrema debilidad moral que un hombre no podría explicar, sobre todo a sí mismo.

Media hora después ya el afable Salvador puede informar, No, debe de haberlos confundido con otras personas, que yo sepa nunca han estado en Brasil, vienen aquí desde hace tres años, hemos hablado, claro, era natural que me hubieran hablado de un viaje así, Entonces será una confusión mía, pero dice usted que vienen desde hace tres años, Sí, son de Coimbra, viven allí, el padre es notario, se llama Sampaio, Y ella, Ella tiene un nombre raro, se llama Marcenda, fíjese, pero son de muy buena familia, la madre murió ya, Qué le pasa en la mano, Creo que tiene todo el brazo paralizado, por eso vienen todos los meses y pasan tres días aquí, en el hotel, para que la vea el médico, Ah, tres días, todos los meses, Sí, todos los meses tres días, el doctor Sampaio avisa antes para que le tenga libres dos habitaciones, siempre las mismas, Y no ha habido mejora en estos años, Si quiere que le diga la verdad, señor doctor, me parece que no, Qué pena, una chica tan joven, Es verdad, quizá usted, doctor, pudiera mirarla la próxima vez, si es que está aquí aún, Posiblemente esté, sí, pero estos casos no son de mi especialidad, yo soy internista, luego me interesé por la medicina tropical, nada útil en un caso como éste, Paciencia, es bien verdad que el dinero no da la felicidad, el padre, tan rico, y la hija así, no hay quien la vea reír, Ha dicho que se llama Marcenda, Sí, señor, Marcenda, Extraño nombre, no lo había oído nunca, Ni yo, Hasta mañana, Salvador, Hasta mañana, doctor.

Al entrar en el cuarto, Ricardo Reis ve la cama abierta, colcha y sábana apartadas y dobladas en un ángulo nítido, pero discretamente, sin ese impudor descarado de la ropa lanzada hacia atrás, aquí hay sólo una sugestión, si quiere acostarse, éste es el lugar adecuado. No será tan pronto. Primero leerá el verso y medio que dejó escrito en el papel, lo mirará severamente, buscará la puerta que esta llave, si llave es, pueda abrir, imaginará que la encontró y que va a dar con muchas otras puertas tras ella, cerradas todas y sin llave, en fin, tanto insistió que encontró alguna cosa, o por cansancio, suyo o de alguien, quién, le fue súbitamente abandonada, y así concluyó el poema, No quieto ni inquieto mi ser calmo quiero erguir alto sobre el lugar donde los hombres tienen placer o dolores, el resto que en medio quedó obedecía a la misma conformidad, casi podría prescindirse, La felicidad es un yugo y ser feliz oprime porque es un estado cierto. Después se fue a acostar y se quedó dormido de inmediato.

Ricardo Reis le había dicho al gerente, Diga que me suban el desayuno a la habitación, a las nueve y media, no es que pensara dormir hasta tan tarde, era para no tener que saltar de la cama somnoliento, intentando meter los brazos en las mangas del batín, tanteando las zapatillas, con la impresión pánica de no ser capaz de moverse con la rapidez que merecía la paciencia de quien allá fuera sostuviera en los brazos la gran bandeja con el café con leche, las tostadas, el azucarero, tal vez una compota de cereza o de naranja, o un trozo de membrillo oscuro granuloso, o bizcocho, o brioches de corteza fina, o cocadas, u hojaldrados, esas suntuosas prodigalidades de hotel, si el Bragança las ofrece, vamos a ver, que éste es el primer desayuno de Ricardo Reis desde que llegó. En punto, le aseguró Salvador, y no lo aseguró en vano, pues puntualmente está Lidia llamando a la puerta, dirá el buen observador que eso es imposible para quien tiene ambos brazos ocupados, muy mal estaríamos de siervos si no los eligiéramos entre los que tienen tres brazos o más, es el caso de esta vuestra servidora, que sin dejar caer una gota de leche consigue llamar suavemente con los nudillos en la puerta, mientras la mano de esos dedos continúa sujetando la bandeja, hay que verlo para creerlo, y oírla, El desayuno del señor doctor, le enseñaron a decirlo así y, aunque mujer nacida del pueblo, es tan inteligente que hasta hoy no lo ha olvidado. Si esta Lidia no fuese camarera, y competente, podría ser, y a la vista está, excelente funámbula, malabarista o prestidigitadora, genio adecuado para la profesión lo tiene, lo que es incongruente, siendo criada, es que se llame Lidia, y no María. Está ya compuesto Ricardo Reis de vestuario y modos, afeitado, ceñido el batín, incluso abrió media ventana para airear el cuarto, aborrece los olores nocturnos, las expansiones del cuerpo a las que ni siquiera los poetas escapan. Entró al fin la camarera, Buenos días, señor doctor, y posó la bandeja, con oferta menos pródiga de lo que había imaginado, pero incluso así merece el Bragança mención honorífica, no es extraño que tenga huéspedes tan constantes, algunos no quieren otro hotel cuando vienen a Lisboa. Ricardo Reis responde al saludo, ahora dice, No, gracias, no quiero nada, es la respuesta a la pregunta que una buena camarera hará siempre, Desea algo más, y, si le dicen que no, debe retirarse discretamente, a ser posible sin volver la espalda, hacerlo sería faltar al respeto a quien nos paga y hace vivir, pero Lidia, instruida para duplicar las atenciones, dice, No sé si el señor doctor se ha dado cuenta de que está inundado el muelle de Sodré, los hombres son así, tienen un diluvio a la puerta y ni se enteran, había dormido toda la noche de un tirón, despertó y oyó caer la lluvia, fue como quien sólo sueña que está lloviendo y en el mismo sueño duda de lo que sueña, cuando lo cierto es que llovió tanto que el muelle de Sodré está inundado, llega el agua por la rodilla a quien por necesidad lo atraviesa de un lado a otro, descalzo y remangado hasta las ingles, llevando a cuestas en el vado a una mujer de edad, mucho más liviana que el saco de judías entre el carro y el almacén. Aquí en el fondo de la Rua do Alecrim abre la vieja el bolso y saca la moneda con que paga a San Cristóbal, el cual, para que no estemos siempre escribiendo quién, volvió a meterse en el agua pues al otro lado hay ya quien le hace señales urgentes. Éste no es un anciano, edad y buena pierna tendría para atravesar por sus propios medios si quisiera, pero yendo tan puesto, de traje nuevo, no quiere mancharse los fondillos de barro, que más parece esto barro que agua, y no repara en lo ridículo que va, a borriquillo, con las ropas remangadas, las canillas asomándole por las perneras, las ligas verdes sobre los largos calzoncillos blancos, no falta quien se ría del espectáculo, hasta en el Hotel Bragança, en el segundo piso, un huésped de mediana edad sonríe, y tras él, si los ojos no engañan, hay una mujer que ríe también, mujer sin duda, pero no siempre los ojos ven lo que debieran, pues ésta parece una camarera y cuesta creer que lo sea, o están subvertiéndose peligrosamente las relaciones y posiciones sociales, caso muy de temer, aunque hay ocasiones, y si es verdad que la ocasión, repetimos, hace al ladrón, también puede hacer la revolución, como esta de haberse atrevido Lidia a asomarse a la ventana tras Ricardo Reis y reír con él igualitariamente ante el espectáculo que a ambos divertía. Son momentos fugaces de la edad de oro, que nacen súbitos, que mueren pronto, por eso la felicidad cansa en seguida. Se fue ésta ya, Ricardo Reis cerró la ventana, Lidia, sólo camarera, retrocedió hacia la puerta, todo se hace ahora con cierta prisa porque las tostadas se están enfriando y pierden la gracia, La llamaré luego para que se lleve la bandeja, dice Ricardo Reis, y eso ocurrirá al cabo de media hora, Lidia entra discretamente y se retira sin ruido, más aliviada de carga, mientras Ricardo Reis se finge distraído, en el cuarto, hojeando, sin leer, The god of the labyrinth, obra ya citada.

Hoy es el último día del año. En todo el mundo que por este calendario se gobierna anda la gente entretenida debatiendo consigo las buenas acciones que intentan practicar en el año que entra, jurando que van a ser rectas, justas y ecuánimes, que de su enmendada boca no volverá a salir una palabra mala, una mentira, una insidia, aunque las mereciera el enemigo, claro es que estamos hablando de personas vulgares, las otras, las de excepción, las que se sitúan fuera de lo común, se ajustan a sus propias razones para ser y hacer lo contrario siempre que les apetezca o aproveche, ésas son las que no se dejan engañar, llegan a reírse de nosotros y de las buenas intenciones que mostramos, pero, en fin, vamos aprendiendo con la experiencia, y mediado enero ya habremos olvidado la mitad de lo que habíamos prometido, y, habiendo olvidado tanto, no hay realmente motivo para cumplir el resto, es como un castillo de naipes, si le faltan las obras superiores, mejor que caiga todo y se confundan las cartas. Por eso es dudoso que Cristo se haya despedido de la vida con las palabras de la escritura, las de Mateo y Marcos, Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado, o las de Lucas, Padre, en tus manos entrego mi espíritu, o las de Juan, Todo se ha cumplido, lo que Cristo dijo fue, palabra de honor, cualquier persona del pueblo sabe que es verdad, Adiós mundo, que vas cada vez peor. Pero los dioses de Ricardo Reis son otros, silenciosas entidades que nos miran indiferentes, para quienes el bien o el mal no son sino palabras, porque ellos no las dicen nunca, cómo iban a decirlas si no saben siquiera distinguir entre el bien y el mal, yendo como nosotros vamos en el río de las cosas, sólo distintos de ellos porque les llamamos dioses y a veces creemos en ellos. Esta lección nos fue dada para que no nos fatigáramos jurando nuevas y mejores intenciones para el año que viene, por ellas no nos juzgarán los dioses, por las obras tampoco, sólo jueces humanos se atreven a juzgar, los dioses nunca, porque se supone que lo saben todo, a no ser que ese todo sea falso, que precisamente la verdad última de los dioses sea que no saben nada, a no ser que su ocupación única sea olvidar en cada momento lo que en cada momento les van enseñando los actos de los hombres, tanto los buenos como los malos, iguales en definitiva para los dioses, porque inútiles son para ellos. No digamos Mañana haré, porque lo más seguro es que mañana estemos cansados, digamos más bien Pasado mañana, porque siempre tendremos un día de intervalo para cambiar de opinión y de proyecto pero aún más prudente sería decir, Un día decidiré cuándo será el día de decir pasado mañana, y tal vez ni siquiera sea preciso, si la muerte definidora viene antes a liberarnos del compromiso, que eso, sí, es la peor cosa del mundo, el compromiso, libertad que nos negamos a nosotros mismos.

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