Dejó de llover, se aclaró el cielo, puede Ricardo Reis, sin riesgo de mojadura incómoda, dar un paseo antes de comer. Hacia abajo no va, porque las aguas crecidas no se han retirado aún completamente del Muelle de Sodré, las piedras están cubiertas de lodo fétido, lo que la corriente del río levantó de cieno viscoso y profundo, si el tiempo sigue así vendrán los barrenderos con las mangueras, el agua ensució y el agua lavará, bendita sea el agua. Sube Ricardo Reis por la Rua do Alecrim y, apenas salido del hotel, tuvo que detenerse ante un vestigio de otras eras, un capitel corintio, un ara votiva, un cipo funerario, qué idea, esas cosas, si aún las hay en Lisboa, las oculta la tierra movida por desmontes o causas naturales, aquí es sólo una piedra rectangular, embutida y clavada en un murete que da hacia la Rua Nova do Carvalho, diciendo en letra de adorno Clínica de Enfermedades de los Ojos y Quirúrgicas, y más sobriamente, Fundada por A. Mascaró en 1870, las piedras tienen una vida larga, no hemos asistido a su nacimiento y no asistiremos a su muerte, tantos años han pasado sobre ésta, tantos han de pasar, murió el tal Mascaró y se deshizo su clínica, quizá por algún lado vivan aún descendientes del Fundador, ocupados en otros oficios, quién sabe si ya olvidados, o ignorantes de que en este lugar público se muestra su piedra de armas, si no fueran las familias lo que son, fútiles, inconstantes, ésta vendría aquí a recordar al antepasado curador de ojos y otras cirugías, es bien verdad que no basta grabar el nombre en una piedra, la piedra queda, sí señores, se salvó, pero el nombre, si no se va a leer todos los días, se borra, se olvida, no está aquí. Piensa en estas contradicciones mientras va subiendo por la Rua do Alecrim, por los raíles de los tranvías corren aún regueruelos de agua, el mundo no consigue estarse quieto, es el viento que sopla, son las nubes que vuelan, de la lluvia ya no hace falta hablar, tanta ha caído. Ricardo Reis se detiene ante la estatua de Eça de Queirós, o Queiroz, por cabal respeto a la ortografía que el dueño del nombre usó, ay qué distintas pueden ser las maneras de escribir, y el nombre es lo de menos, lo sorprendente es que hablen éstos una misma lengua y ser, el uno Reis, el otro, Eça, probablemente es la lengua la que va escogiendo los escritores que precisa, se sirve de ellos para que expresen una pequeña parte de lo que es, cuando la lengua lo haya dicho todo, y callado, a ver cómo vamos a vivir. Ya empiezan a surgir las primeras dificultades, o quizá no sean aún dificultades sino más bien distintos y cuestionadores estratos del sentido, carnadas, capas, sedimentos removidos, nuevas cristalizaciones, por ejemplo, Sobre la desnudez de la verdad el manto diáfano de la fantasía, parece clara la sentencia, clara, cerrada y conclusa, un niño sería capaz de entenderla y repetirla en un examen sin error, pero ese mismo niño entendería y repetiría con igual convicción un nuevo dicho, Sobre la desnudez de la fantasía el manto diáfano de la verdad, y este dicho, sí da mucho más que pensar, y deleitosamente imaginar, sólida y desnuda la fantasía, diáfana apenas la verdad, si las sentencias vueltas del revés pasaran a ser leyes, qué mundo haríamos con ellas, el milagro es que los hombres no se vuelvan locos cada vez que abren la boca para hablar. Es instructivo el paseo, hace un momento contemplábamos a Eça y ahora vemos a Camões, no se les ocurrió ponerle a éste versos en el pedestal, y si pusieran uno cuál iba a ser, Aquí, con grave dolor, con triste acento, lo mejor es dejar al pobre amargado, subir lo que nos falta de calle, de la Misericordia que antes fue del Mundo, desgraciadamente no se puede tener todo al mismo tiempo, o mundo o misericordia. Ahora estamos ante la vieja Plaza de San Roque y la iglesia del mismo santo, aquel a quien se acercó un perro para lamerle las llagas de la peste, bubónica sería, animal que no parece pertenecer a la especie de la perra Ugolina que sólo sabe dilacerar y devorar, dentro de esta famosa iglesia está la capilla de San Juan Bautista, la que fue encargada a Italia por el señor Don Juán V, tan famoso monarca, rey cantero y arquitecto por excelencia, véase el convento de Mafra y otrosí el acueducto de Aguas Livres, cuya verdadera historia aún está por contar. He aquí también, en la diagonal de dos kioscos de tabaco, lotería y aguardientes, la marmórea memoria mandada implantar por la colonia italiana con ocasión del himeneo del rey Don Luis, traductor de Shakespeare, y Doña María Pía de Saboya, hija de Verdi, es decir de Vittorio Emmanuele re d'Italia, monumento único en toda la ciudad de Lisboa, que más parece amenazadora palmatoria o niña-de-cinco-ojos, [2] por lo menos es lo que hace recordar a las niñas de los hospicios, con dos ojos asustados, o sin la luz de ellos, pero informadas por las compañeras videntes, que de vez en cuando por aquí pasan, uniformadas y en formación, aireando la canción del dormitorio colectivo, aún con las manos desolladas del último castigo. Este barrio es castizo, alto [3] de nombre y situación, bajo de costumbres, alternan los ramos de laurel en las puertas de las tabernas con busconas en los portales, aunque por ser hora matinal y estar lavadas las calles por las grandes lluvias de estos días se reconozca en la atmósfera una especie de lozanía inocente, un soplo virginal, quién iba a pensarlo en un lugar de tanta perdición, lo dicen, con su propio canto, los canarios de los miradores o a la entrada de las tabernas, piando como locos, hay que aprovechar el buen tiempo, sobre todo cuando parece que va a durar poco, si empieza de nuevo a llover se acaba la canción, erizadas las plumas, y un avecilla más sensible mete la cabeza bajo el ala y finge dormir, salió la mujer para meterla adentro, ahora sólo se oye la lluvia, andan también por ahí tocando una guitarra, no sabe dónde Ricardo Reis, que se abrigó en este portal, al principio de la Travessa da Agua da Flor. Suele decirse del sol que dura poco cuando las nubes que lo han dejado pasar lo ocultan luego, habrá que decir también que fue de poca duración este aguacero, cayó fuerte, pero pasó, gotean los aleros y los miradores, chorrean las ropas tendidas, fue tan súbito el golpe de agua que ni dio tiempo a precaverse a las mujeres, gritando como suelen, Está llovieeeeeendooooo, avisándose así unas a otras, como los soldados en las garitas, avanzada la noche, Centinela aleeeertaaaaa, Alerta está, Consigna, sólo dio tiempo para recoger el canario, y menos mal que pudo resguardar el tierno cuerpecillo, tan calentito, mira cómo le late el corazón, jesús, qué fuerza, qué rapidez, no, es así siempre, el corazón que vive poco late deprisa, de algún modo se han de compensar las cosas. Ricardo Reis atraviesa el jardín, va a mirar la ciudad, el castillo con sus murallas derrumbadas, el caserío desplomándose por las cuestas. El sol blanquecino golpea en las tejas mojadas, cae sobre la ciudad un silencio, todos los sonidos sofocados, en sordina, parece Lisboa hecha de algodón, ahora empapado. Abajo, en una plataforma, hay unos bustos de varones patrios, unos bojes, cabezas romanas que parecen fuera de lugar tan lejos de los cielos lacios, es como si pusieran a Zé Povinho [4] de Apolo de Belvedere. Todo el mirador es un belvedere mientras contemplamos a Apolo, luego se une una voz a la guitarra y empiezan a cantar un fado. Parece que ha escampado definitivamente.
Cuando una idea tira de otra decimos que hay asociación de ideas, y no falta incluso quien opine que todo el proceso mental humano deriva de esa estimulación sucesiva, muchas veces inconsciente, otras no tanto, otras compulsiva, otras obrando en fingimiento de que lo es para ser adjunción distinta, inversa a veces, en fin, que hay muchas relaciones, pero ligadas entre sí por la especie que juntas constituyen, y siendo parte de lo que latamente se denominará comercio e industria de los pensamientos, por eso el hombre, aparte de lo que en otros aspectos sea, haya sido o pueda ser, es espacio industrial y comercial, productor primero, detallista después, consumidor al fin, y también, barajado y reordenado este orden, de ideas hablo que no de otra cosa, entonces podríamos llamarlo con propiedad ideas asociadas, con o sin compañía, o en comandita, acaso sociedad cooperativa, nunca de responsabilidad limitada, jamás anónima, porque, nombre, todos tenemos. Que haya una relación comprensible entre esta teoría económica y el paseo que Ricardo Reis está dando, ya sabemos que es instructivo, es algo que no tardará en comprobarse, cuando él llegue al portalón del que fue convento de San Pedro de Alcántara, hoy hospicio de chiquillas pedagógicamente abofeteadas o enderezadas a palmetazos, y dé con los ojos en el panel de azulejos de la entrada, donde se representa a San Francisco de Asís, il poverello, pobre diablo, en traducción libre, extático y arrodillado, recibiendo los estigmas, que, en la figuración simbólica del pintor, le llegan a través de cinco cuerdas de sangre que descienden de lo alto, del Cristo Crucificado que flota en el aire como una estrella o cometa lanzada por uno de esos chiquillos de las afueras, donde el espacio es libre y aún no se ha perdido el recuerdo de los tiempos en que los hombres volaban. Con los pies y las manos sangrando, con su costado abierto, sostiene San Francisco de Asís a Jesús de la Cruz para que no desaparezca en las irrespirables alturas, allá donde el padre está llamando al hijo, Ven, ven, se acabó el tiempo de ser hombre, por eso podemos ver al santo santamente crispado por el esfuerzo que está haciendo, y continúa, mientras murmura, creyendo algunos que es oración. No te dejo ir, no te dejo ir, por esos casos acontecidos, pero sólo ahora revelados, se reconocerá la urgencia de romper o acabar con la vieja teología y hacer una teología nueva que sea lo contrario de la otra, ya ve adonde nos han llevado las asociaciones de ideas, hace aún poco, porque había cabezas romanas en el mirador, siendo de belvedere, recordó Ricardo Reis el tema de Zé Povinho y ahora, en la puerta del antiguo convento de Lisboa, no en Wittemberg, encuentra las evidencias de cómo y de por qué llama el pueblo al corte de mangas armas de San Francisco, porque es el gesto que el santo hace desesperado para que Dios no se lleve su estrella. No faltarán escépticos conservadores que duden de la interpretación propuesta, y nada tiene de asombroso, porque, en definitiva, es eso lo que siempre ocurre con las ideas nuevas nacidas en asociación.
Ricardo Reis rebusca en la memoria fragmentos de poemas que llevan veinte años hechos, cómo pasa el tiempo, Dios triste, preciso quizá porque nadie había como tú, Ni más ni menos eres, sino otro dios, No a ti, Cristo, odio o menosprecio, Pero cuídate de intentar usurpar lo que a los otros es debido, Nosotros hombres nos hagamos unidos por los dioses, son éstas las palabras que va murmurando mientras sigue por la Rua de Don Pedro V, como si identificara fósiles o restos de antiguas civilizaciones, y hay un momento en que duda si tendrán más sentido las odas completas de donde los sacó que este unir trozos sueltos aún coherentes pero ya corroídos por la ausencia de lo que había antes o viene después, y contradictoriamente afirmando, en su propia mutilación, otro sentido cerrado, definitivo, como el que parecen tener los epígrafes puestos en la entrada de los libros. A sí mismo se pregunta si será posible definir una unidad que abarque, como un corchete o una llave gráfica, lo que es opuesto y diverso, sobre todo aquel santo que salió sano hacia el monte y de él vuelve manando sangre por cinco fuentes suyas, ojalá haya conseguido, al acabar el día, enrollar las cuerdas y volver a casa, fatigado como quien mucho ha trabajado, llevando bajo él brazo la cometa que estuvo a punto de perder, dormirá con ella en la cabecera de la cama, hoy ha ganado, quién sabe si mañana perderá. Procurar cubrir con una unidad estas variedades es tal vez absurdo tan absurdo como intentar vaciar el mar en un cubo, no por ser obra imposible, si hay tiempo y las fuerzas no fallan, sino porque antes sería necesario encontrar en la tierra otra gran hondonada para el mar, y eso sabemos que no la hay, siendo tanto el mar y la tierra tan poca.
A Ricardo Reis lo distrajo también de la pregunta que a sí mismo se había hecho al llegar a la Plaza de Río de Janeiro, que fue del Príncipe Real y que quizá vuelva a serlo algún día, quien viva lo verá. Si hiciera calor le apetecería la sombra de aquellos árboles, los arces, los olmos, el cedro sombrilla, que parece una bebida enlatada, no es que este poeta y médico sea tan versado en botánicas, pero alguien tiene que suplir las ignorancias y los fallos de memoria de un hombre habituado durante dieciséis años a otras y más barrocas floras, tropicales. Pero el tiempo no está para ocios estivales, para complacencias de balneario y playa, la temperatura andará por los diez grados, y los bancos del jardín están mojados. Ricardo Reis se ciñe la gabardina al cuerpo, friolero, atraviesa de aquí para allá, regresa por otras alamedas, ahora va a bajar por la Rua do Século, no sabe qué le habrá decidido a hacerlo siendo tan yermo y melancólico el lugar, algunos antiguos palacios, casas bajas, estrechas, de gente del pueblo, al menos los nobles de otros tiempos no parecían muy melindrosos, aceptaban vivir pared por medio con el vulgo, ay de nosotros, visto el camino que las cosas llevan, vamos a ver aún barrios exclusivos, sólo residencias para la burguesía de finanza y fábrica, que entonces habrá engullido ya a lo que queda de aristocracia, con garaje propio, jardín amplio, perros que ladren amenazadores al paseante, que hasta en los perros se ha de notar la diferencia, en tiempos pasados tanto mordían a unos como a otros.
Va Ricardo Reis calle abajo, sin ninguna prisa, haciendo del paraguas bastón, con la puntera va golpeando en las losas de la acera, en conjunción con el pie del mismo lado, es un son preciso, muy nítido y claro, sin eco, pero en cierto modo líquido, sino es absurda la palabra, decimos que es líquido, o así lo parece, el choque del hierro y la piedra, con esos pensamientos pueriles se distrae, cuando de repente repara, él, en sus propios pasos, como si desde que salió del hotel no hubiera encontrado alma viviente, y eso mismo juraría, en conciencia, si le hicieran jurar, que no vio a nadie hasta llegar aquí, cómo es posible, señor mío, una ciudad como ésta, que no es precisamente de las más pequeñas, dónde se habrá metido la gente. Sabe, porque se lo dice el sentido común, solo depositario del saber que el mismo sentido común dice ser indiscutible, que eso no es verdad, personas no le han faltado en el camino, y ahora en esta calle, siendo tan sosegada, sin comercio, con raros talleres, hay grupos que pasan, todos calle abajo, gente pobre, algunos parecen incluso mendigos, familias enteras, con los viejos detrás arrastrando la pierna, el corazón también a rastras, los chiquillos movidos a empujones por las madres, que son las que gritan, Más deprisa, si no se acaba. Lo que se acabó fue el sosiego, la calle no parece ya la misma, los hombres, ésos, fingen, simulan la gravedad qué a todo jefe de familia conviene, van con su paso como quien lleva otra meta o no quiere reconocer la que lleva, y juntos desaparecen, unos tras otros, en el recodo inmediato de la calle, donde hay un palacio con palmeras en el patio, parece la Arabia Feliz, esos trazados medievales no han perdido su encanto, ocultan sorpresas, no son como las modernas arterias urbanas, trazadas en línea recta, con todo a la vista, si la vista es fácil de contentar. Ante Ricardo Reis aparece una multitud negra que llena la calle en toda su amplitud, va de aquí para allá, paciente y agitada al mismo tiempo, sobre las cabezas pasan reflujos, variaciones, es como el juego de las olas en la playa o el viento en las mieses. Ricardo Reis se aproxima, pide permiso para pasar, quien está ante él hace un movimiento de rechazo, se va a volver y decir por ejemplo, Si tienes prisa, haber venido más temprano, pero topa con un señor bien vestido, sin boina y ni aun gorra de visera, de gabardina clara, camisa blanca y corbata, y eso basta para que le dé paso de inmediato, y no se contenta con eso, sino que da una palmada en la espalda del de delante, Deja pasar a este señor, y el otro hace lo mismo, por eso vemos el sombrero ceniciento de Ricardo Reis avanzar tan fácilmente entre la mole humana, es como el cisne de Lohengrin en aguas súbitamente amansadas del mar Negro, pero esta travesía lleva su tiempo porque la gente es mucha, sin contar con que, a medida que se va acercando al centro de la multitud, cuesta más abrirse camino, y no por súbita mala voluntad, sino porque la apretura apenas les permite moverse, Qué será, se pregunta Ricardo Reis, pero no se atreve a hacer la pregunta en voz alta, cree que donde tanta gente se reunió por una razón de todos conocida, no es lícito, o quizá sea impropio, o poco delicado, manifestar ignorancia, podían ofenderse, nunca se sabe cómo va a reaccionar la sensibilidad de los otros, cómo vamos a tener la certeza si nuestra propia sensibilidad se comporta de manera tantas veces imprevisible para nosotros, que creíamos conocerla. Ricardo Reis liega al medio de la calle, está frente a la entrada del gran edificio del diario O Século, el de mayor difusión, la multitud se dilata, más holgada aquí, por la plaza que con él limita, se respira mejor, sólo ahora Ricardo Reis se da cuenta de que estaba reteniendo la respiración para no sentir el mal olor, aún hay quien dice que los negros hieden, el olor del negro es un olor de animal salvaje, no este olor de cebolla, ajo y sudor recocido, de ropas mudadas raramente, de cuerpos sin baño o sólo el día de ir al médico, cualquier pituitaria medianamente delicada se habría ofendido con la prueba de esta travesía. A la entrada hay dos policías, aquí cerca otros dos, disciplinando el acceso, a uno de ellos se acerca Ricardo Reis para preguntar, Por qué este montón de gente, señor guardia, y el agente de la autoridad responde con deferencia, se ve inmediatamente que el que interroga está aquí por casualidad, Es el donativo de O Século a los pobres, Pero hay una multitud, Se calcula en más de dos mil el número de beneficiarios, Todo gente pobre, Sí señor, todo gente pobre, de las chozas, de las barracas. Tantos, y no todos están aquí, Claro, pero así, todos juntos, impresiona, A mí no, ya estoy acostumbrado, Y qué reciben, A cada pobre le tocan diez escudos, Diez escudos, Sí, diez escudos, y los chiquillos se llevan regalos, juguetes, libros de lectura, Para que se instruyan, Sí señor, para que se instruyan, Diez escudos no dan para mucho, Siempre es mejor que nada, Sí, eso es verdad, Hay quien está el año entero a la espera del donativo, de éste o de otros, no falta quien anda de uno a otro, a la carrera, lo peor es cuando lo dan en sitios donde no son conocidos, en otros barrios, otras parroquias, otros centros de beneficencia, los pobres de allá ni los dejan acercarse, cada pobre es fiscal de otro pobre, Caso triste, Triste será, pero hacen bien, para que aprendan a no ser aprovechados, Bueno, muchas gracias, señor agente, A sus órdenes, señor, pase por aquí, y, diciendo esto, el guardia avanzó tres pasos con los brazos abiertos, como quien ahuyenta gallinas, Vamos, quietos, a ver si tengo que empezar a porrazos, con estas persuasivas palabras la multitud se acomodó, las mujeres murmurando, como es costumbre suya, los hombres haciendo como que no habían oído, los chiquillos pensando en el juguete, será un coche, será un ciclista, será un muñeco de celuloide, por éstos darían la camisa y el libro de lectura. Ricardo Reis subió la cuesta de la Calçada dos Caetanos, desde allí podía apreciar la reunión casi a vuelo de pájaro, si el pájaro volara bajo, más de mil, el policía había calculado bien, tierra riquísima en pobres, Dios quiera que no se extinga nunca la caridad para que no se acabe la pobreza, esta gente de chal y pana, de calzones remendados, de camisas de algodón con fondillos de otro paño, de alpargatas, tantos descalzos, y, siendo los colores tan diversos, todos juntos forman una masa parda, negra, de lodo maloliente, como el limo del Muelle de Sodré. Allí están, y estarán, a la espera de que les llegue su vez, horas y horas de pie, algunos desde la madrugada, las madres sosteniendo en brazos a los pequeños, dando de mamar a los más chicos, los padres hablando unos con otros de cosas de hombres, los viejos callados y sombríos, inseguros sobre sus piernas, babeantes, los días de donativo son los únicos en que no se les desea la muerte, que sería un perjuicio. Y hay fiebres allí, toses, unas botellitas de aguardiente que ayudan a pasar el tiempo y desentumecen el cuerpo. Si vuelve la lluvia, la agarran toda, de aquí nadie se mueve.