César Vidal
La noche de la tempestad
A mi hija Lara, acompañante habitual
de tantos espectáculos teatrales, y a la
compañía Teatro Galo Real -Leticia Acón,
Guillermo Berasategui,
Jesús Gago, Gustavo Galindo,
Juan Luis y Virginia Méndez-,
que tanto nos hizo disfrutar
con su extraordinaria representación de
La muy excelente comedia de El Mercader de Venecia
de William Shakespeare,
un espectáculo que hubiera entusiasmado por su buen hacer,
lozanía y talento al propio
Bardo de Stratford-upon-Avon.
I
El mundo entero es un escenario y todos los hombres y mujeres, simples actores. Tienen sus apariciones y sus mutis y un hombre durante un tiempo representa muchos papeles referidos a siete edades. Primero, es el bebé que llora y chilla en brazos de la nodriza. Después el estudiante reticente que con su cartera y la cara limpia de la mañana va a la escuela a rastras como si fuera una serpiente. Luego, el enamorado, que piafa como una caldera y dedica una balada patética a las cejas de su amada. Después un soldado, rebosante de extrañas promesas y barbado como el leopardo, ardoroso y dispuesto a la batalla, a la caza de una reputación pomposa aunque para ello tenga que llegar hasta la boca del cañón. Y luego el juez de barriga redonda y satisfecha, repleta de capón, con ojos severos y barba de corte recio, rebosante de sabios refranes y enseñanzas modernas, que representa su papel. La sexta edad se dirige hacia el enjuto y precario anciano, con impertinentes en la nariz y bolsas en los ojos, con bien conservadas medias juveniles y un mundo demasiado amplio para sus piernas ya encogidas, y su voz fuerte y viril convertida otra vez en tiple infantil, y su tono en pitos y silbidos. La última escena, con la que concluye esta extraña historia rebosante de hechos, es una segunda infancia y un simple olvido, sin dientes, sin ojos, sin paladar, sin nada.
Como gustéis, II, 7
25 abril 1616
– ¡Genial! ¡Sí, genial!
Miré a mi madre de soslayo para intentar descubrir el sentido que deseaba dar a sus palabras. Que no estaba contenta saltaba a la vista. Sus ojillos pequeños, como dos puñaladas cortas asestadas a un bollo poco tostado, se fruncían con ira a la vez que su barbilla puntiaguda se alzaba en esa actitud desafiante que, con anterioridad, tantas veces había contemplado. Sí, no me cabía la menor duda de que estaba irritada. En realidad…, en realidad, más que irritada se encontraba furiosa.
– Lo de vuestro padre ha sido siempre igual -masculló con palabras perfectamente audibles-. Dicen que es un prodigio, que es incomparable, que es… genial… Un egoísta. Eso es lo que es. ¡Un egoísta!
La palabra parecía colgarse de los labios gordezuelos de mi madre como una enorme mancha de grasa que se empeñara en no dejarse arrancar; que, pertinaz y testaruda, se aferrara al territorio ocupado como si fuera propio; que ansiara extenderse hasta cubrirlo todo. Para ser sinceros, no era la primera vez que describía así a mi padre. No se trataba del único insulto que le dirigía, pero, casi con seguridad, resultaba el más frecuente. También era cierto que en los últimos tiempos mi madre no le había dedicado mucha atención. Por supuesto, sabía que había caído enfermo y, de manera regular, le llegaban noticias sobre su estado de salud que, por cierto, no dejaba de empeorar. Pero la mayor preocupación de mi madre había sido la de domar a la última criada. Se trataba de la cuarta desde que había empezado el año. Primero, había rechazado a una inglesa joven que se quedaba como un pasmarote al contemplar cada mañana lo que le esperaba. Había durado poco. Personalmente lo había sentido porque incluso un día se había dirigido a mí con una voz cariñosa que parecía sincera y me había regalado unas flores. Después habían llegado dos escocesas, unas hermanas menudas de piel oscura y cabellos negros. Tenían un aspecto extraño, como agitanado y exótico. Habían durado poco más. Y, finalmente, había aparecido Molly. La irlandesa. La rubia. La esposa del ladrón. La madre de tres criaturas. Molly. A mi madre le había gustado al principio. Decía que «no era como las otras», que «movía el culo», que se «entendían». Estaba tan satisfecha que incluso dio a Molly algunas ropas viejas, destinadas a convertirse en trapos, para que vistiera a sus hijos. Pero el «entendimiento» duró poco. Hasta el momento en que Molly, agobiada por mi madre, se había rebelado un día y le había dicho que dejara, por favor, de perseguirla por toda la casa. Fue el final. El de Molly, claro, porque durante los días siguientes mi madre se explayó en una cadena lastimera e interminable de quejas originadas en la supuesta ingratitud de la rubia irlandesa.
Visto ahora todo desde la incómoda y mareante sensación que me embargaba, había que llegar a la obligada conclusión de que el principal beneficiado del cambio de objetivo de su cólera había sido precisamente mi padre. Desde luego, no se había referido a él en todo este tiempo. Pero ahora todo volvía a la normalidad… No había más que verlos a todos. Ahí se encontraba mi hermana Judith que parecía haber superado sus últimas desavenencias con su marido. No se puede decir que se la viera feliz. A decir verdad, era como una versión de mi madre, pero con varias décadas menos y, sí, quizá con algún residuo de esperanza. Por lo que se refería a su marido… ¡Dios santo! ¡Qué manera más desagradable tenía de mirar a las mujeres!
Bueno, me dije sin dejar de observar los rostros de mi hermana y de su esposo, nos hallábamos en una situación de una normalidad relativa. A fin de cuentas, el blanco de las invectivas de mi madre, la diana de sus rencores, el objetivo de sus insultos, mi padre, William Shakespeare, acababa de exhalar el último aliento.
II
Cuando desaparecen las curas concluyen las penas, al ver lo peor, que dependía de las esperanzas. Lamentar una desgracia ya acontecida y terminada es la manera más adecuada de ocasionar nuevas desgracias.
Hamlet, I,3
Mi padre, William Shakespeare, el bardo de Stratford, el Cisne, el dramaturgo de la amada reina Isabel, murió el 23 de abril del año de Nuestro Señor de 1616 en su casa de New Place. Dos días después lo enterraron en el presbiterio de la iglesia de la Santísima Trinidad de Stratford. Debió de ver cómo se le acercaba la muerte porque se tomó la molestia de escribir su epitafio. Se reducía a cuatro versos sencillos:
Buen amigo, por amor de Jesús, abstente
de cavar el polvo encerrado aquí.
Bendito sea el hombre que respete estas piedras,
y maldito sea el que mueva mis huesos.
No puedo negar que, cuando lo leí, me pareció tétrico aquel texto. Ni una referencia a la resurrección, a la vida perdurable, a la esperanza de disfrutar del gozo de los salvos, a la misericordia de Dios. Sólo una preocupación porque no profanaran sus restos mortales. Para un bardo, para el bardo -y a pesar de que yo no entiendo mucho de poesía- daba la sensación de ser un resultado muy pobre. No lo dije. Tampoco mi hermana, ni su marido, ni mi madre (ni uno solo aparecía mencionado en aquellas palabras arrancadas a la piedra) pronunciaron una sola palabra, aunque, en el último caso, sus labios de formas irregulares se fruncieron en un gesto a mitad de camino entre el desagrado y el asco. Obviamente no les había gustado.
No nos entretuvimos mucho tiempo observando la lápida, fría y sencilla, bajo la que mi difunto padre esperaría a que el ángel tocara la trompeta final que convocaría a los muertos para que comparecieran ante el inmaculado Trono de Dios. La verdad era que el tiempo, inclemente y desapacible, no invitaba a la idea de dilatar en demasía las plegarias de rigor frente a aquel recortado pedazo de piedra gris. Por añadidura, aquella misma mañana, una mañana fresca y lluviosa pespunteada por un agüilla incómoda que obligaba a parpadear continuamente para poder ver, estábamos emplazados para un trámite menos sagrado. Debíamos encontrarnos con el letrado que custodiaba el testamento de mi padre.
Mi madre había manifestado su sorpresa al enterarse de que existía semejante documento. A decir verdad, ella había contado -no se había recatado de decirlo- con que todo pasaría a sus manos nada más morir mi padre. Es posible incluso que hubiera pensado en la mejor manera de gastar el dinero que, en su opinión, debía tener mi padre acumulado desde hacía años. Aparte de las tierras en Stratford, de las viviendas, de los negocios de malta y grano, en algún lugar tenía que haber ido escondiendo plata como para armar una escuadra. Sí, eso mismo decía mi madre, para armar una escuadra. Y, de repente, cuando menos lo esperaba, le habían comunicado que existía una última voluntad… a partir de ese momento, su palabra favorita para calificar a mi padre no había dejado de aflorar a sus labios.
Asistimos a la lectura del testamento mi madre, Judith y su marido Thomas, John, el mío; mi tía Joan, tres sujetos enjutos y vestidos de negro, y un personaje de abultado vientre, enfundado en un traje verde y tocado con un sombrero amarillo rematado en una pluma roja. Me llamó la atención aquel sujeto. Sobre sus labios parecía danzar suavemente una sonrisa leve que no le abandonó ni cuando pasó por en medio de los presentes sin ni siquiera rozarlos ni cuando se acomodó al lado del alféizar de la ventana. Apenas nos habíamos ubicado en aquella estancia mal iluminada cuando la lluvia comenzó a estrellarse con inusitado vigor contra las paredes de la casa. No pude reprimir un escalofrío, pero, al mismo tiempo, le di gracias a Dios por proporcionarnos aquel resguardo en el momento más adecuado. El hombre de verde echó un vistazo rápido por la ventana y, acto seguido, me lanzó una sonriente mirada, como si en el exterior sucediera algo divertido. Me removí incómoda en mi desapacible asiento. Durante unos segundos, mis familiares y yo esperamos procurando que nuestras miradas no se cruzaran y deseando que aquel trámite concluyera cuanto antes.
El lector del testamento llegó hasta su escritorio casi arrastrándose. Por el sólido bastón nudoso, en el que más que apoyarse se dejaba caer, y por el aspecto inmóvil y abultado de su pie izquierdo llegué a la conclusión de que padecía gota o, quizá, alguna afección reumática. Para lo primero era necesario disfrutar como mínimo de un buen pasar que le permitiera yantar y beber a su gusto; para lo segundo bastaba con que se hubiera expuesto al tiempo gélido y borrascoso de la región.
Se acomodó con dificultad en una silla de brazos mucho más ancha que la mía y, tras resoplar un rato hasta lograr que su respiración se acompasara, sacó de entre sus negras hopalandas un texto amarillento sellado con lacre bermellón. Mientras yo pensaba que tenía que ser el testamento de mi padre, el recién llegado lo colocó con cuidado sobre la mesa, negra y pulida, como si se tratara de un recién nacido adorable o de un venerado ejemplar de las Sagradas Escrituras. Fue el suyo un gesto de ternura entreverada de un respeto casi sagrado. Por un instante observó el plegado documento y luego pasó sobre él la mano derecha como si con aquella caricia afectuosa deseara transmitirle un dulce sosiego.
Ignoro si el papel se sintió mejor al deslizarse sobre él la mano rojiza de aquel hombre, pero mi madre no pudo evitar morderse el labio inferior en un gesto de impaciencia desasosegada. Furtivamente, pasé la mirada por la habitación. Judith estaba tensa, al igual que su marido, pero procuraba disimularlo. Los tres sujetos de negro -que, de repente, se me antojaron semejantes a tres cuervos escuálidos- se frotaban con energía las manos intentando de manera infructuosa entrar en calor. Por lo que se refería al hombre de verde…, pero ¿cómo era posible que se estuviera divirtiendo con todo aquello?
– Veamos… -dijo el hombre del bastón después de lograr que unos impertinentes dorados cabalgaran sobre el empinado puente de su nariz rojiza con una estabilidad mínima.
Pero no vimos nada. Nuevamente volvió a sumirse de lleno en el silencio mientras sus ojos porcinos buscaban sobre la mesa pulida algo desconocido para nosotros. De repente, pareció haber dado con ello. Respiró hondo y luego, en una sucesión inesperada de gestos tan rápidos que me sorprendieron, se acercó un tintero panzudo, una pluma negra y afilada, y un papel amarillento. Destapó el oscuro recipiente con un gesto seguro y firme, el propio del que ha ejecutado una operación concreta en infinidad de ocasiones y podría realizarla sin mirar o incluso sumido en sueños. Luego introdujo la aguzada punta de la pluma en aquella forma cuadrada y la sacó negra y brillante para descender como un milano avezado sobre el papel en blanco.
– Usted debe ser Anne Hathaway -afirmó más que preguntó mientras elevaba una mirada inquisitiva por encima de sus impertinentes-. La viuda del difunto William Shakespeare.
– Sí, lo soy. -Forzó una sonrisa mi madre que me llevó a pensar que pretendía granjearse la buena voluntad del hombre. Desde luego, si ésa era su meta no dio la sensación que la hubiera alcanzado. El depositario de la última voluntad del Bardo dejó escapar una especie de gruñido leve y clavó sus ojillos acristalados en mí.
– Usted es…
– Susanna Shakespeare -respondí-. Mi nombre de casada es Hall.
– Sí, claro, Susanna Hall -dijo y garrapateó algunas letras ampulosas en el papel antes de dirigirse a mi hermana.
– Judith Shakespeare -exclamó con un hilo de voz antes de que el hombre de los impertinentes la interrogara.
– Miss Ju…
– No, no… -le interrumpió-. Mistress Quincy. Este caballero es mi esposo Thomas.
Por un instante, el renqueante individuo pareció no entender, pero cuando sus hinchados ojillos de cerdo captaron cómo Judith apretaba con fuerza la mano blanca y peluda del mozallón que estaba a su lado volvió a emitir aquel sonido parecido al de un perro que está a punto de estornudar o que rechaza un bocado y, acto seguido, continuó escribiendo.
La ceremonia de consignación de los presentes aún se alargó por un breve lapso de tiempo. Quedaba el extravagante sujeto vestido de verde y aquellos tres personajes de vestimenta austeramente negra, de carnes enjutas, de barbitas caprichosas y miradas somnolientas o abiertamente vinosas con los que nunca me había encontrado antes y que fueron pronunciando sus nombres, unos nombres que ni siquiera me traían lejanas resonancias. Pero yo no tenía interés en sus circunstancias personales. Mientras el hombre del bastón cotejaba sus datos personales, me distraje paseando la mirada por la estancia aunque, todo hay que decirlo, no había mucho que ver. Un bargueño de cierto valor, unas estanterías polvorientas con libros que daban la impresión de no haber sido abiertos en mucho tiempo, la mesa, las sillas… No es que estuviera mal, por supuesto, pero tampoco daba la sensación de que nadara en la abundancia.
– Bien -dijo el hombrecillo de las negras hopalandas una vez que limpió la pluma y cerró el depósito oblongo que contenía la tinta-. Todos ustedes han sido convocados porque el difunto William Shakespeare los menciona en su última voluntad y testamento…
– ¿Cómo? -dijo mi madre con un gesto de sorpresa que se tradujo en un arqueamiento exagerado de las cejas-. Pero… pero estos… estos… estos hombres no son de la familia…